Cinco pruebas de la existencia de Dios

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Hay varias críticas generales que suelen plantearse contra este tipo de argumentos, y serán abordadas en otro capítulo dedicado específicamente a ellas. Pero hay otras que han de ser tratadas ahora, sobre todo aquéllas que afectan a los aspectos distintivamente aristotélicos del argumento que acabamos de exponer.
Malentendidos comunes
Empecemos respondiendo a algunas objeciones comunes que a varios les pueden parecer obvias o incluso demoledoras, pero que de hecho carecen de toda validez y descansan sobre malentendidos descomunales. Por ejemplo, hay quien puede pensar que he estado argumentando que, si rastreamos la serie de causas hacia atrás en el tiempo, llegaremos al inicio del universo, la causa del cual es Dios. He intentado dejar bien claro que eso no es lo que estoy diciendo, pero hay personas tan acostumbradas a pensar en estos términos que leerán tal idea incluso en un argumento que explícitamente la rechaza. Y entonces pasarán a preguntar cómo podemos estar tan seguros de que el universo realmente tuvo un comienzo. Pero lo que he dicho, recordémoslo, es que incluso si una serie de cambios no tuviera ningún comienzo en el tiempo, incluso si el universo o el conjunto de universos se extendiera para siempre en el pasado, eso sería irrelevante para el argumento. Lo que éste dice es más bien que, para que las cosas existan aquí y ahora, y en cualquier momento, tienen que ser sostenidas en la existencia aquí y ahora por Dios.
De modo similar, hay quien puede suponer que el argumento procede a partir de la idea de que el universo entero ha de tener alguna causa. Y entonces objetarán que, incluso si esta o aquella parte del universo tiene una causa, no se sigue que todo el universo deba tener una. Pero, de hecho, la afirmación de que el universo como un todo tiene una causa no es una premisa del argumento que acabo de dar. Lo que he defendido es que, para que cualquier cosa particular exista en cualquier momento, Dios tiene que estar causando su existencia en ese momento. Para argumentar que Dios existe, no es necesario partir de que el universo tuvo un comienzo, ni de ninguna afirmación acerca del universo como un todo. Podemos empezar con cualquier objeto trivial y cotidiano que exista aquí y ahora –una piedra, una taza de café, lo que sea–, porque incluso para que exista esa única cosa, aunque sea por un instante, tiene que haber una causa puramente actual que la actualice en ese instante. Ahora, es cierto que dije que esto se aplica a todo lo que existe, con lo que sí hice una afirmación acerca del universo como un todo. Pero esto es una consecuencia del argumento, no una premisa suya.
Otra objeción de manual dice lo siguiente: si todo tiene una causa, ¿qué causó a Dios? Si decimos que Dios no tiene causa, entonces puede que haya otras cosas que tampoco tengan. El argumento, afirma el crítico, comete una falacia de alegato especial, porque hace una excepción arbitraria en el caso de Dios con respecto a una regla que aplica a todo lo demás. Pero, de hecho, esta objeción es muy mala, y el argumento no comete esta falacia. Para empezar, no descansa para nada en la premisa de que «todo tiene una causa». Lo que dice es que todo lo que cambia tiene una causa; o para ser más precisos, que todo lo que va de la potencia al acto tiene una causa. En segundo lugar, el argumento de ningún modo es arbitrario al decir que Dios no tiene causa. Pues la razón por la cual otras cosas requieren de una causa es precisamente porque tienen potencialidades que necesitan ser actualizadas. Por contraste, lo que es puramente actual no tiene potencialidades, y por eso no hay nada en él que necesite ser, o que pueda ser, actualizado. Naturalmente, pues, es justo aquello que no necesita tener, y que no podría tener, una causa.
Toda insistencia es poca por lo que respecta a la importancia de estos puntos. Algunos críticos están tan enamorados de la objeción de «Si todo tiene una causa, ¿qué causó a Dios?» que seguirán abrazados a ella incluso tras desenmascararla como dirigida contra un hombre de paja. Tratarán de sugerir, por ejemplo, que no hay ninguna diferencia significativa entre «todo lo que va de la potencia al acto tiene una causa» y «todo tiene una causa». Pero esto es tan estúpido como pretender que no hay ninguna diferencia significativa entre «todo triángulo tiene tres lados» y «toda figura geométrica tiene tres lados».
Intentarán también sugerir que el argumento evita decir que todo tiene una causa sólo como una manera ad hoc de esquivar la objeción. Pero hay tres problemas con esto. Primero, incluso si fuera verdad, eso no demostraría que la proposición «Todo lo que va de la potencia al acto tiene una causa» sea falsa, o que el argumento aristotélico tenga algún fallo. Asumir que las motivaciones de una persona ponen en duda por sí mismas sus afirmaciones o argumentos es cometer una falacia ad hominem.
Pero, segundo, la sugerencia en cuestión es, desde un punto de vista histórico, sencillamente falsa. Por más de 2.300 años, desde Aristóteles hasta el día de hoy, pasando por Tomás de Aquino, las distintas versiones del argumento aristotélico han defendido no que todo tiene una causa, sino que todo lo que va de la potencia el acto tiene una causa. Esto no se inventó para esquivar la susodicha objeción. Esa siempre fue la premisa desde el principio.
Tercero, no hay en tal idea nada ad hoc. Se sigue de modo bastante natural del análisis aristotélico del cambio, con independencia de su aplicación a argumentos acerca de la existencia de Dios. Y uno difícilmente necesita creer en Dios para encontrar poco creíble la idea de que algo meramente potencial puede actualizarse a sí mismo. De hecho, lo único que es ad hoc aquí son los intentos desesperados de algunos críticos de salvar la objeción de «¿Qué causó a Dios?» a la vista de la abrumadora evidencia de que ataca una caricatura y carece de toda fuerza.
Hume, Kant y la causalidad
Aún así, el crítico puede insistir, siguiendo al filósofo empirista David Hume, que en teoría incluso las tazas de café, las piedras y otros objetos semejantes podrían existir sin una causa. Lo que he defendido es que toda potencia que pase al acto ha de ser actualizada por algo ya actual. ¿Pero no mostró Hume que es al menos concebible que algo pueda aparecer de la nada sin causa? Y en tal caso, ¿no podría algo ir de la potencia al acto sin nada actual que lo actualizara?
El problema es que Hume no mostró tal cosa. Lo que Hume tenía en mente es el tipo de caso en el que nos imaginamos un espacio vacío en el que algo aparece de repente: una piedra, o una taza de café, o lo que sea. Por supuesto, esto se puede imaginar. Pero no es lo mismo que concebir la piedra o la taza de café apareciendo de la nada sin causa. Como mucho es concebir que aparecen sin al mismo tiempo concebir su causa, y esto no tiene nada de especial. Podemos concebir una cosa como un trilátero –una figura plana cerrada con tres lados rectos– sin al mismo tiempo pensar en ella como un triángulo. Pero de aquí no se sigue que en la realidad pueda existir un trilátero que no sea al mismo tiempo un triángulo. Podemos pensar en un hombre sin pensar en lo alto que es, pero no se sigue que pueda existir un hombre sin una estatura específica. En general, pensar en A sin al mismo tiempo pensar en B no es lo mismo que pensar en A existiendo sin B. Pero entonces, incluso si puedo pensar en una piedra o una taza apareciendo de repente sin al mismo tiempo pensar en su causa, no se sigue que haya pensado en ella como carente de toda causa, y tampoco se sigue que pueda existir en la realidad sin causa alguna.
Por otra parte, y como señaló la filósofa Elizabeth Anscombe, para que Hume pueda construir su argumento tiene que contarnos por qué una taza apareciendo de repente en un espacio previamente vacío cuenta como un caso de algo que empieza a existir, sea con o sin causa. ¿Por qué no deberíamos suponer, en cambio, que la taza ha sido transportada desde otro lugar? Hume tendría que añadir alguna cosa a su escenario que permitiera distinguir la taza empezando a existir de la taza siendo transportada. Pero entonces tiene un problema. Pues el único modo de distinguir el empezar a existir de la taza de su ser transportada es por referencia a las causas de estos distintos tipos de eventos. Su empezar a existir implica un tipo de causa (moldear un poco de porcelana o plástico, por ejemplo), mientras su ser transportada implica otro tipo de causa (alguien que la recoge y la mueve). Se suponía que el escenario de Hume tenía que eliminar la noción de una causa, pero para conseguir desarrollarlo en detalle necesita traerla de vuelta7.
Por otro lado, no deja de ser irónico que un empirista cuestione el principio de causalidad, dado que está tan bien respaldado por la experiencia como podría estarlo cualquier otra proposición. Pues, en general, cuando buscamos las causas de algún fenómeno las encontramos, y cuando no (por ejemplo, con un asesinato no resuelto), tenemos razones para pensar que están ahí y que las encontraríamos sólo con que tuviéramos las pruebas pertinentes y más tiempo y recursos para llevar a cabo una investigación más minuciosa. Esto no es sólo lo que cabría esperar si el principio de causalidad es verdadero, sino que no es para nada lo que cabría esperar si fuera falso. Si fuera falso, como señala W. Norris Clarke, «no haría falta nada en absoluto para producir nada en absoluto: un elefante o un hotel podrían aparecer de repente en el jardín de tu casa, de la nada», y «que lo hicieran continuamente tendría que ser la cosa más sencilla del mundo»8. Pero, por supuesto, ésta no es la manera en que se comporta de verdad el mundo.
La mejor explicación de por qué el mundo funciona como funciona es que hay algo en la misma naturaleza de la potencia que requiere actualización por parte de otra cosa que ya sea actual: es decir, la mejor explicación es que el principio de causalidad es verdadero. El hecho de que solemos encontrar causas de lo que empieza a existir, y que ninguna cosa aparece de la nada sin causa aparente, sería un milagro si dicho principio fuera falso.
Una crítica alternativa podría apuntar, más que a David Hume, a Immanuel Kant. Aprendemos que las cosas tienen causas a partir de nuestra observación del mundo empírico. El ambiente que nos rodea enfría el café, el aire acondicionado enfría el ambiente, tú enciendes el aire acondicionado, etcétera. Pero incluso si reconocemos que el principio de causalidad se aplica dentro del mundo de nuestra experiencia, ¿por qué deberíamos suponer que cabe extenderlo más allá del mundo empírico, hasta un actualizador puramente actual de las cosas, algo que, precisamente por ser inmaterial y estar fuera del espacio y el tiempo, es inobservable?
Pero no es difícil responder a esta objeción. Es cierto que aprendemos el principio de causalidad a partir de nuestra experiencia del mundo, pero de esto no se sigue que no podamos aplicarlo más allá del mundo de nuestra experiencia. Pues el motivo por el que concluimos que las cosas de nuestra experiencia requieren causa no es porque las experimentamos, sino más bien porque son meramente potenciales hasta que son actualizadas. Y el principio de que ninguna potencia puede actualizarse a sí misma es completamente general. Una vez lo hemos aprendido, podemos aplicarlo más allá de lo que hemos experimentado, y no hay motivo para dudar de que también cabe hacerlo más allá de lo que podríamos experimentar. (Compáralo con esto: aprendemos geometría euclídea a partir de estudiar dibujos de diversas figuras geométricas, por lo habitual trazados en tinta negra. Pero lo que aprendemos se aplica a figuras geométricas de todo color y, de hecho, también a las que no tengan ninguno. Pensar que el principio de causalidad se aplica sólo a las cosas que podemos experimentar es como pensar que la geometría euclídea se aplica sólo a las figuras que podemos ver).
Russell y la causalidad
Pero quizás el crítico apela, más que a la filosofía, a la ciencia. Son diversas las maneras en las que podría parecer que la ciencia ha socavado el principio de que todo lo que va de la potencia al acto tiene una causa. Por ejemplo, en su ensayo «Sobre la noción de causa», Bertrand Russel argumentó que «la ley de la causalidad […] es una reliquia del pasado»9. La física, en opinión de Russell, muestra que no hay tal cosa como la causalidad, porque explica el mundo en términos de ecuaciones diferenciales que describen relaciones entre eventos, y estas ecuaciones no hacen referencia alguna a las causas: «En los movimientos de cuerpos que gravitan mutuamente no hay nada que pueda ser llamado causa y nada que pueda ser llamado efecto: lo único que hay es una fórmula»10.
Pero existe un buen número de problemas con este argumento. De entrada, demostraría demasiado. Si el hecho de que algo está ausente de las ecuaciones de la física es suficiente para mostrar que no existe, entonces tendríamos que eliminar no sólo la causalidad, sino todo tipo de nociones fundamentales, incluyendo ideas esenciales para nuestra comprensión de la ciencia, que Russell necesita a la hora de hacer despegar su argumento. En palabras de Jonathan Schaffer:
A este respecto, «evento», «ley», «causa» y «explicación» están todas en el mismo barco. Estos […] términos sirven para permitir una comprensión sistemática de la ciencia, pero no aparecen ellos mismos en las ecuaciones. Desde este punto de vista, el argumento de Russell es semejante a la absurda afirmación de que las matemáticas han eliminado la variable, ¡porque el término «variable» no aparece en las ecuaciones!11
Por otro lado, no está claro que la física esté realmente libre de nociones causales. Como argumenta el filósofo C. B. Martin, las partículas fundamentales descritas por la física nuclear tienen claramente propiedades disposicionales, esto es, tendencias a producir ciertos efectos cuando interactúan de cierto modo12.
En tercer lugar, haya o no haya nociones causales en la física, ciertamente las hay en otras ciencias. Y que el resto de ciencias no pueden ser reducidas a la física es hoy algo aceptado de modo bastante amplio en la filosofía contemporánea. Esto es cierto no sólo de las ciencias sociales, sino también de la biología13, e incluso (algunos defienden) de la química14. Pero si el resto de ciencias nos dan conocimiento real acerca del mundo y hacen referencia a la causalidad, entonces ésta tiene que ser un rasgo real del mundo. Otro punto relacionado es que el naturalismo filosófico que aporta el fundamento intelectual al ateísmo moderno se articula y defiende típicamente, en la filosofía contemporánea, en términos de nociones causales. Los naturalistas de modo rutinario defienden teorías causales del conocimiento, de la percepción, del significado, etcétera. Pero si la causalidad es central de cara a la articulación y defensa del naturalismo, entonces el naturalista tiene que afirmar su existencia, haga o no haga la física referencia a ella.
De todos modos, el problema más básico con el argumento de Russell es que sencillamente no hay ningún motivo para suponer que la física no nos da nada cercano a una descripción exhaustiva de la realidad, y muchos para pensar lo contrario. Irónicamente, Russell mismo expuso este punto de modo elocuente en sus últimos trabajos:
No siempre se comprende cuán excesivamente abstracta es la información que la física teórica nos puede dar. Sienta ciertas ecuaciones fundamentales que la capacitan para tratar con la estructura lógica de los sucesos, en tanto deja completamente ignorado cuál sea el carácter intrínseco de los sucesos que tienen tal estructura. […] Todo lo que la física nos procura son ciertas ecuaciones que expresan propiedades abstractas de los cambios. Pero en cuanto a qué es lo que cambia, y desde qué a qué cambia, sobre esto la física calla15.
La física moderna centra su atención en aquellos aspectos de la naturaleza que pueden ser descritos en lenguaje matemático, abstrayendo de todo lo demás. Sus «matematizaciones», como Martin las ha llamado, implican llevar a cabo sólo una «consideración parcial» de los fenómenos estudiados16. Éste es el motivo por el que la física ha alcanzado un éxito predictivo y una precisión tan impresionantes: sencillamente no permite que entre en su caracterización de los fenómenos físicos ningún rasgo que no sea susceptible de predicción y descripción con precisión matemática. Si hay rasgos del mundo que pueden ser capturados por este método, entonces muy probablemente la física los va a encontrar. Pero, del mismo modo, si hay rasgos que no pueden ser capturados por este método, entonces está garantizado que no los va a encontrar. Deducir de su éxito predictivo la conclusión de que la física nos da una descripción exhaustiva de la realidad es, pues, cometer una falacia muy burda. Es como si dedujéramos, a partir del éxito de un detector de metales, que no existen rasgos no-metálicos en la realidad; o como si un estudiante, por el hecho de haber escogido sólo aquellas asignaturas en las que sabía que sacaría excelente, concluyera que no hay nada importante para aprender del resto; o como el razonamiento del borracho que, de su habilidad para encontrar cosas a la luz de la farola, deduce que las llaves que ha perdido no pueden estar en ningún otro lugar.
Dado que las ecuaciones de la física son, por sí mismas, meras ecuaciones, meras abstracciones, sabemos que tiene que haber algo más en el mundo que aquello que describen. Tiene que haber algo que haga que el mundo realmente se comporte de acuerdo con esas ecuaciones, en lugar de con otras o con ninguna. Tiene que haber lo que el último Russell llamó el «carácter intrínseco» de las cosas que se relacionan del modo descrito por las ecuaciones. Tiene que haber, en sus palabras, algo «que cambia» y algo desde y hacia lo que cambia, algo respecto de lo cual, como Russell admitió, «la física calla». Ahora, si lo que las ecuaciones describen es realmente el cambio, entonces, como he argumentado, este cambio implica la actualización de una potencia. Pero actualizar una potencia es justo lo que significa ser una causa. Con lo cual la causalidad ha de estar entre los rasgos intrínsecos de las cosas descritas por la física.
Date cuenta de que, incluso si alguien se resistiera a atribuir cambio real y causalidad a la realidad física extramental, aún así tendría que atribuírselos a nuestra experiencia de ella, a través de la cual adquirimos la evidencia experimental y observacional en la que la física se basa. Una experiencia deja paso a otra: por ejemplo, la experiencia de preparar un experimento es seguida por la experiencia de observar los resultados. Esto implica (por todo lo que Russell ha podido mostrar) la actualización de una potencia, y por tanto causalidad. Es más, el mismo Russell acabó admitiendo que conocemos el mundo descrito por la física precisamente porque nuestras experiencias están causalmente relacionadas con ese mundo. Sabemos que hay algo ahí fuera que podemos estudiar científicamente justo porque el mundo físico produce en los órganos de nuestros sentidos determinados efectos.
Por tanto, contra el primer Russell, sencillamente no hay modo coherente de apelar a la física en apoyo de la idea de que la causalidad no es un rasgo real del mundo.
Newton y la inercia
A veces se sugiere que la ley de la inercia de Newton –de acuerdo con la cual un cuerpo en movimiento permanecerá así a menos que sea influido por fuerzas externas– muestra que el cambio podría suceder sin una causa. Hay mucho que se podría decir para responder a esta objeción, y la he abordado en detalle en otro lugar17. Para nuestros propósitos, bastarán los siguientes puntos. En primer lugar, lo que la ley de Newton describe son eventos ordenados en el tiempo: por ejemplo, el movimiento de las moléculas mientras el café da vueltas en una taza. Pero, como he enfatizado múltiples veces, el argumento que hemos estado examinando se pregunta en última instancia acerca de qué actualiza la potencia de una cosa para existir en cualquier momento particular. Se pregunta, por ejemplo, qué es lo que hace que en cualquier momento los componentes de una molécula de agua constituyan realmente una molécula tal, en vez de cualquier otra cosa. Dado que la ley de Newton presupone que existen cosas como las moléculas de agua, difícilmente puede explicar su existencia.
Aún más, como han argumentado diversos filósofos (y como veremos en otro capítulo), que algo siga una ley física –como la ley de la inercia– significa sencillamente que es el tipo de cosa que se comporta de acuerdo con dicha ley. Es decir, hablar de «leyes de la naturaleza» es una especie de atajo para describir el modo en el que algo tenderá a comportarse dada su naturaleza, dada la forma o patrón que posee y que la distingue de otras cosas (por usar parte de la terminología introducida antes). Así, la ley de Newton es simplemente una descripción abreviada del modo en el que algo se comportará dada la naturaleza o forma que posee. ¿Pero qué es lo que hace que haya realmente cosas que tengan ese tipo de naturaleza o forma en vez de otra? ¿Qué hace que sea cierto que las cosas están gobernadas por la ley de la inercia en vez de por alguna otra ley? ¿Qué actualiza esa potencia, en concreto? La mecánica newtoniana difícilmente puede responder este tipo de preguntas. De nuevo, no tiene sentido apelar a la ley de Newton para explicar por qué existen las cosas que ella misma presupone.
Por último, está lo dicho más arriba de que la física sencillamente no nos da, para empezar, nada semejante a una descripción exhaustiva de la naturaleza, sino que abstrae de todo aquello que no pueda ser «matematizado» (por utilizar la expresión de Martin). Esto incluye las nociones de acto y potencia, y por tanto la de causalidad en el sentido aristotélico. La ley de Newton refleja esta tendencia, en la medida en que provee una descripción matemática del movimiento apropiada para propósitos predictivos sin preocuparse acerca de los orígenes del movimiento o de la naturaleza intrínseca de aquello que se mueve. De hecho, tal es probablemente el sentido central del principio de inercia. En palabras de James Weisheipl:
Más que demostrar el principio, la ciencia mecánica y matemática de la naturaleza lo asume […] [y] las ciencias matemáticas tienen que asumirlo, si es que han de seguir siendo matemáticas. […] Las bases del principio de inercia descansan […] en la naturaleza de la abstracción matemática. El matemático tiene que comparar: una cantidad singular no le es útil para nada. A la hora de comparar cantidades, tiene que asumir la nulidad o irrelevancia básica de otros factores; si no, no puede darse certeza en su ecuación. Los factores que el matemático considera irrelevantes son […] el movimiento, el reposo, la constancia y la direccionalidad inalterada; sólo el cambio de estos factores tiene valor cuantitativo. Así, para el físico no son el movimiento y su continuación lo que necesita ser explicado, sino el cambio y el cese del movimiento –pues sólo éstos tienen valor en la ecuación. […]
En la primera mitad del siglo XVII, los físicos intentaban encontrar una causa física para explicar el movimiento [de los cuerpos celestes]; Newton sencillamente aparcó esa cuestión y buscó dos cantidades que pudieran ser comparadas. En la física newtoniana no se trata de la causalidad, sino sólo de ecuaciones diferenciales que sean consistentes y útiles a la hora de describir los fenómenos. […]
La esencia de la abstracción matemática […] tiene que dejar fuera de consideración el contenido cualitativo y causal de la naturaleza. […] Dado que la física matemática abstrae de todos estos factores, no puede decir nada acerca de ellos: no puede ni afirmar ni negar su realidad.18
Por tanto, no es sólo que la mecánica newtoniana no refute el principio de causalidad, sino que no podría refutarlo. Por recuperar analogías anteriores: no más que lo que podría decir sobre sus llaves el borracho que se queda debajo la farola, o sobre otras asignaturas el estudiante que sólo escoge aquéllas en las que sabe que sacará excelente, o no más que lo que un detector de metales puede decirnos acerca de la existencia de madera, roca y agua. Las objeciones contra el principio de causalidad que se basan en la primera ley de Newton, pues, ni siquiera llegan a estar bien formuladas, y el aristotélico está en su derecho de insistir en que, se interprete la inercia como se interprete, tiene que hacerse compatible con el principio de causalidad, que captura niveles de la realidad más profundos que los que la física aprehende o puede aprehender.




