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Fichte no quiere secundar el lapsus dogmático en el que parece haber incurrido Kant, y sostiene –recogiendo una tesis kantiana– la convergencia entre el proceso de demostración y el proceso de interpretación. En la quinta de las Lecciones sobre el destino del sabio afirma:
entenderemos a Rousseau mejor de lo que él se ha entendido a sí mismo y lo encontraremos en perfecta concordancia consigo mismo y con nosotros (GA I/3, 61).
No se trata de rescatar la intención originaria del autor en el sentido de su propósito empírico, psicológico o consciente, sino de su intención sistemática, objetiva. Es el mismo mensaje que formula Kant en la KrV aplicado a la noción de idea en Platón:
No quiero embarcarme ahora en una investigación literaria para dilucidar el sentido que el gran filósofo daba a esta palabra. Me limitaré a observar que no es raro que, comparando los pensamientos expresados por un autor acerca de su tema, tanto en el lenguaje ordinario como en los libros, lleguemos a entenderle mejor de lo que él se ha entendido a sí mismo. En efecto, al no precisar suficientemente su concepto, ese autor hablaba, o pensaba incluso, de forma contraria a su propia intención (Absicht) (A313-314 B370).
Toda esta panoplia de recursos hermenéuticos entran en liza en la SI de 1797 –que probablemente Kant leyó (AK XIII, 546,548). El §6 lo consagra a establecer la concordancia en el espíritu entre Kant y la WL, limando las presuntas discrepancias entre ambos:
el autor de la WL empieza haciendo observar que la misma coincide plenamente con la doctrina kantiana y que no es otra cosa que la doctrina kantiana bien entendida (GA I/4, 221; cf. 204, 208, 254).
Esta audaz insinuación la remata usando los mismos aperos hermenéuticos que Kant a la par que la distinción entre espíritu y letra:
Se ve uno precisado a explicar atendiendo al espíritu cuando explicando según la letra no va a ir muy lejos. El propio Kant, al confesar modestamente que no tiene especial conciencia de poseer el don de la claridad, no da gran valor a lo que dice su letra, y en el prólogo a la segunda edición de la KrV, p. XLIV, recomienda él mismo explicar según el contexto y de acuerdo con la idea de conjunto, o sea, según el espíritu y la intención (Geiste und der Absicht) que puedan tener determinados pasajes. El mismo da (Sobre un descubrimiento, etc., p. 19 ss.) una notable prueba de lo que es explicar atendiendo al espíritu en la interpretación que hace de Leibniz, en la cual todas sus proposiciones parten de esta premisa: ¿Es verosímil (wohl glaublich) que Leibniz haya querido decir tal cosa y tal otra? […]. Así pues, llegamos a la conclusión de que se debe explicar (erklären) a un escritor filosófico original (no vale el referirse aquí a los meros intérpretes (Ansiegern), pues lo que hay que hacer con ellos es cotejarlos con el autor a quien comentan, si éste no se ha perdido todavía) según el espíritu que realmente hay en él, y no según un espíritu que se presume debe haber en él (GA I/4,231-232).
Existe una cesura entre la lisa lectura y la efectiva comprensión (íd., 222). Tomar al pie de la letra a un autor no equivale a proporcionar una explicación «adecuada a la intención de este autor». La intentio auctoris no mienta aquí el desvelamiento de sus miras conscientes o inconscientes, sino el examen –al trasluz del sentimiento del todo y con vocación de instaurar la unidad de las partes– de los pensamientos expresados, eventualmente de manera imperfecta, por un autor sobre un tema. Kant tiende la mano a la filosofía del esfuerzo de Fichte, pues el aprendizaje de la filosofía o la interpretación de un texto no se agotan en una mera recepción o reproducción de la letra, sino que alberga un ingrediente de autonomía y de cooperación en pos de una idea inter y transsubjetiva –por lo que es imposible concebir la intentio auctoris subjetivamente– que nunca se revela en su plenitud, pero a cuyo sentido cabe aproximarse asintóticamente mediante un escrutinio activo y dialógico.
La WL se caracteriza por la preponderancia del espíritu y el compromiso con la imaginación como generadora de la filosofía:
De esta facultad [la imaginación creadora] depende que se filosofe con espíritu o sin él. La WL es de tal índole que no puede ser comunicada en modo alguno por la mera letra, sino únicamente por el espíritu; porque sus ideas fundamentales tienen que ser producidas por la misma imaginación creadora en todo aquel que la estudia (GA 1/2,415).
La WL navega a bordo del espíritu y la imaginación, el buque insignia de la estética fichteana.
4. La Doctrina de la ciencia como parusía del espíritu del kantismo
La historia de la relación de Fichte con Kant es la crónica de la recepción, asimilación y metamorfosis del idealismo trascendental por parte de la WL. Dos momentos resultan cruciales: en primer lugar, la indagación fichteana de la verdadera naturaleza de la filosofía crítica, que a su vez implica la percepción de sus aportas y deficiencias; en segundo lugar, la completa edificación del sistema idealista desde su basamento, ya barruntado en la definición de la revolución copernicana, pero no explotado hasta sus últimas consecuencias. A ambos hitos les subyace la convicción de que no hay más filosofía que la kantiana y que cualquier ensayo posterior sólo puede aspirar a su despliege.40 El cometido que Fichte confía a su WL consiste en la culminación de la auténtica filosofía, iniciada pero no fundamentada en su radicalidad por Kant.41 Muchas son las citas que registran el impacto del pensamiento kantiano sobre el suyo propio desde el instante en que le despertó de su particular sueño dogmático42 y la urgencia de continuarlo.
Puede entenderse, por tanto, el revés que representó para el discípulo la desautorización de su obra por el maestro, primero en círculos privados43 y luego, tal como hemos visto, públicamente. El rechazo kantiano a sus denuedos le afligió no porque acarreara su formal expulsión de una escuela a manos del celoso guardián de su pretendida ortodoxia,44 sino porque vio vapuleada e incluso denostada su propia idea de la filosofía cenital, la única digna de ese nombre, auspiciada por Kant y que él quería coronar. Fichte acomete la tarea de probar la perfecta coherencia de su pensamiento con el de Kant, desmintiendo, mediante una confrontación con la letra de las Críticas, a quienes dudan del kantismo de su empresa. En la SI afronta de manera ordenada este desafío.
En la prueba fíchteana cabe distinguir dos etapas capitales. En la primera aborda los vínculos de su posición con la de Kant y calibra su grado de parentesco desentrañando el sentido de ciertas nociones de gran calado teórico en sus respectivas obras: intuición intelectual, apercepción pura e imperativo categórico. En la segunda sondea la identidad de ambos planteamientos en lo que concierne a la relación entre el Yo y el contenido empírico del conocimiento, entre la subjetividad y la realidad efectiva. En esta segunda fase los conceptos de subjetividad, fenómeno, cosa en sí y experiencia soportan el peso de la prueba.
4.1 Intuición intelectual, apercepción pura e imperativo categórico
En la WL la intuición intelectual es fundamental en el sentido literal del término, pues describe el acto de retomo a la interioridad mediante el cual el Yo, cúspide del sistema, se descubre o se pone. Ella es el órgano privilegiado de la toma de conciencia del Yo –el Yo puro, la pura autoconciencia–, que se constituye en la instancia originaria de la que el ser racional no puede abstraer, instancia que condiciona toda ulterior conciencia y nuestra experiencia. Por ello se la convoca a la hora de establecer el primer principio; es «el único punto de vista sólido para toda filosofía» (GA I/4, 219; cf. 224). La WL parte de la intuición intelectual de la autoactividad absoluta del Yo y propicia la génesis de un mundo para nosotros.
Parece improcedente construir un sistema de ascendencia kantiana sobre aquello contra lo que Kant se ha pronunciado sin ambages. Las tempranas suspicacias acerca del kantismo de Fichte proceden de la presencia de esta noción en la WL. Pero, según su autor, ella designa algo muy diferente de la dogmática intuición originaria concebida como vía de acceso a una realidad no sensible, o de la forma de intuición propia de un entendimiento arquetípico que otorga realidad a las cosas por el simple hecho de pensarlas (KrV B72). Por eso,
antes de construir sobre este argumento, hubiera debido indagarse si acaso no se expresan en ambos sistemas con la misma palabra conceptos totalmente diversos. En la terminología kantiana toda intuición se dirige a un ser (un ser puesto, un estar). Una intuición intelectual consistiría en la conciencia inmediata de un ser no sensible, la conciencia inmediata de la cosa en sí, y por cierto en virtud del mero pensar; sería, por tanto, una creación de la cosa en sí por medio del concepto (GA I/4, 224).
Kant tiene razón al repudiar una intuición de ese jaez, pues implica una forma de relación entre la subjetividad y la realidad inadecuada para un ser finito como el hombre. Mediante su repudio logra alejar la noción de cosa en sí. Pero como la WL dispone de un medio expeditivo de eliminarla mostrando el sinsentido45 de una entidad absolutamente independiente de toda conciencia o, en la jerga fichteana, de un No-Yo al margen del Yo, puede entregar a la intuición intelectual un estatuto diferente. No está destinada a aprehender una realidad en sí, sino a dar cuenta de una realidad que sólo puede desvelarse en la conciencia. La intuición intelectual fichteana es, en efecto, la vía de acceso al Yo puro, al Yo que es mera actividad o agilidad sin sustrato.
Sobre este tipo de intuición intelectual Kant no reflexionó, aunque Fichte alega varios pasajes para homologarla en el seno del idealismo crítico:
La intuición intelectual de la que habla la WL no se dirige en absoluto a un ser, sino a un actuar, y en Kant no se la menciona (excepto, si se quiere, en el empleo de la expresión de apercepción pura). Sin embargo, incluso es posible señalar con toda exactitud en el sistema kantiano el lugar en que debería hablarse de ella. ¿Se es consciente, tal como lo entiende Kant, del imperativo categórico? […] Esta conciencia es, sin duda, inmediata, pero no sensible, de modo que es cabalmente lo que yo llamo intuición intelectual (GA I/4, 225).
Respecto a la ecuación entre apercepción pura e intuición intelectual es menester insistir en que lo concernido en ambas es la conciencia del Yo, pero el origen de esta representación es muy distinto en los dos autores. Kant modula su doctrina del Yo desde la teoría de la sensibilidad, que condiciona todos los resortes de la KrV. La sensibilidad y su órgano, la intuición sensible, nos ofrece los objetos en cuanto fenómenos. Nuestra intuición es una intuición sensible, a través de la cual los objetos existentes se dan a una subjetividad caracterizada como sensibilidad. Incluso el espacio y el tiempo sólo poseen realidad en relación con los objetos de los sentidos y con la facultad de ser afectados por dichos objetos. Si abstraemos del hecho de que somos seres que intuimos sensiblemente, nada significan las representaciones de espacio y tiempo. Los conceptos puros del entendimiento, por su parte,
están exentos de tal limitación y se extienden a los objetos de la intuición en general, sea ésta igual o desigual a la nuestra, siempre que sea sensible y no intelectual. Pero esta extensión de los conceptos más allá de nuestra intuición sensible no nos sirve de nada. En efecto, se trata entonces de conceptos vacíos de objetos…, simples formas del pensamiento sin realidad objetiva, ya que no tenemos a mano intuición alguna a la que aplicar la unidad sintética de apercepción, único contenido de esas formas. Con tal aplicación podrían determinar un objeto. Sólo nuestra intuición sensible y empírica puede darles sentido y significación (krV B 148).
Kant niega la posibilidad de un entendimiento intuitivo. El entendimiento, al menos el nuestro, tiene que remitir directa o indirectamente a la sensibilidad. Pero si no es intuitivo, se configura entonces como un entendimiento que exige la intuición sensible, como una actividad del Yo que enlaza la diversidad sensible dada en la intuición. Nuestro entendimiento es la facultad de los conocimientos que, por su parte, no son más que la relación que las representaciones guardan con un objeto, siendo éste sólo aquello en cuyo concepto se halla unificado lo diverso de la intuición. Ahora bien, toda unificación de representaciones requiere unidad de conciencia en la síntesis de las mismas. Por tanto, la unidad de conciencia determina la relación de las representaciones con un objeto y su validez objetiva. Consiguientemente, la unidad de conciencia hace que aquéllas se conviertan en conocimiento y fundamenta la misma posibilidad del entendimiento. Esta unidad de conciencia es lo que Kant entiende por Yo.
Luego el proceso mediante el cual la KrV llega a la posición del Yo es muy distinto del acto de posición absoluta que inaugura la WL. La unidad de conciencia, definitoria del Yo kantiano, desaparecería si lo diverso de la intuición no se uniera en conceptos de objetos, pues todas las intuiciones están sometidas a las categorías, en tanto que condiciones de acuerdo con las cuales tal material puede unirse en una conciencia. Desde que se presenta en nuestro ánimo esa diversidad, la unidad del «Yo pienso» posibilita la construcción de la realidad objetiva. Y la misma unidad del Yo se perdería en lo múltiple de la intuición, si no hiciese la síntesis de semejante multiplicidad por medio de las categorías. El acto «Yo pienso», que debe acompañar a todas las representaciones, no tendría lugar sin alguna representación que suministre la materia del pensar, pues lo empírico es la condición de la aplicación o uso de la facultad intelectual pura. En suma, sin la dimensión de la receptividad, incluso la representación intelectual Yo se disiparía:
la unidad de conciencia sería imposible si, al conocer la diversidad, el ánimo no pudiera adquirir conciencia de la identidad de la función mediante la cual combina sintéticamente esa misma diversidad en un conocimiento. Consiguientemente, la originaria e ineludible conciencia de identidad del Yo es, a la vez, la conciencia de una igualmente necesaria unidad de síntesis de todos los fenómenos según conceptos (KrV A 108).
Frente a esta vía de acceso al Yo, siempre mediata por parte de Kant, la intuición intelectual es, para Fichte, la forma de la conciencia inmediata del Yo. Por ella no entenderá la WL la intuición de una cosa en sí, de una realidad absoluta, ya sea objetiva o subjetiva, que Kant había considerado inaprehensible. Es el acto en virtud del cual el espíritu se pone como tal y enfatiza su interioridad:
Únicamente por medio de este acto y simplemente por medio de él, por medio de un actuar al cual no precede absolutamente ningún actuar, viene a ser el Yo originariamente para sí mismo (GA I/4,213; cf. 272).
Hemos constatado que Kant tiene otra manera de allegarse al Yo. De él no tenemos conciencia inmediata. La conciencia del mundo, la experiencia externa, es condición de la experiencia interna. Por eso, el Yo kantiano descubre su función al final de la deducción de las categorías, para constituirse en condición trascendental de una única experiencia compartida y universalizable. Ahora bien, con independencia de la forma de conciencia del Yo y del momento de su irrupción, Kant llama experiencia a una síntesis de percepciones realizada por el entendimiento a partir de la diversidad sensible dada en la intuición. La experiencia46 en este sentido es el primer fruto de nuestro entendimiento y señala al Yo como su instancia productora.
¿Por qué entonces no elevar el Yo a principio de la experiencia? Si ésta no es más que un conocimiento, algo pensado, algo perteneciente a la conciencia o al Yo, ¿por qué no emprender la deducción integral de la experiencia desde el Yo? ¿No radica ahí el verdadero mensaje de la revolución copernicana, esto es, el predominio del Yo, de la razón, sobre las cosas? Tal era la convicción fíchteana:
Todo el mundo comprenderá, es de esperar, que si se supone con el idealismo trascendental, aunque sólo sea problemáticamente, que toda conciencia reposa en la conciencia de sí y está condicionada por ella…, tiene que pensar ese volver sobre sí como anterior a todos los demás actos de la conciencia o como condicionándolos, tiene que pensar ese volver sobre sí como el acto más primitivo del sujeto. Y, como además, nada es para él que no sea en su conciencia, y todo lo demás de su conciencia está condicionado por este mismo acto…, tiene que pensarlo como un acto para él totalmente incondicionado y, por ende, absoluto… Y el idealismo trascendental, si procede sistemáticamente, no puede proceder de otra manera que como procede la WL (GA 174, 216).
Sólo la elevación de la intuición intelectual a principio supremo, sólo la realización de este acto de posición del Yo en el frontispicio de la filosofía garantiza el carácter infranqueable del Yo. Toda conciencia es por y para un Yo, y sin éste nada existiría. El Yo posee el principio de su unidad en sí mismo, que no le es conferido por nada externo. El Yo no es algo compilado, sintetizado, sino una tesis absoluta (GA I/4,228). Toda conciencia efectiva es conciencia de algo, mediata. Si Fichte hace de la conciencia del Yo una conciencia inmediata, originaria, es para afirmar que las cosas jamás deben determinar el ser de nuestra subjetividad, creyendo redondear así el riguroso ajuste entre el contenido nuclear de la filosofía kantiana y la WL:
¿Cuál es, en dos palabras, el contenido de la WL? Éste: la razón es absolutamente autónoma; es sólo para sí y, además, sólo ella es para sí. De modo que todo cuanto ella es ha de hallarse fundado en ella misma, y ser explicado sólo a partir de ella misma y no de algo fuera de ella, a lo cual, fuera de ella, no podría llegar sin dejar de ser ella misma. En suma, la WL es idealismo trascendental. ¿Y cuál es, expresado brevemente, el contenido de la filosofía kantiana? ¿Cómo podríamos caracterizar el sistema de Kant? Confieso que se me hace imposible pensar cómo se puede entender siquiera una proposición de Kant y hacerla compatible con otras proposiciones sin aquel mismo presupuesto, que creo salta a la vista en todas partes (GA I/4,227).
Otro elemento con el que Fichte asocia su intuición intelectual es el imperativo categórico:
Esta cuestión olvidó Kant planteársela porque no ha tratado en ninguna parte el fundamento de toda la filosofía, ya que en la KrV se ocupó sólo del fundamento teórico, en el cual no podía entrar el imperativo categórico, y en la KpV consideró sólo el fundamento práctico, en el cual interesaba únicamente el contenido y no podía surgir la cuestión de la clase de conciencia (GA I/4,225).
Fichte es parco en lo relativo a la identificación del imperativo categórico con la intuición intelectual. Pero sus textos delatan un lapsus, al sostener que Kant no se ha planteado el problema de la forma de conciencia del imperativo categórico. Kant lo aborda explícitamente47 e incluso rechaza que sea una intuición intelectual:
Se puede denominar la conciencia de esta ley fundamental un hecho de la razón, porque no se la puede inferir de datos antecedentes de la razón, por ejemplo de la conciencia de la libertad (pues esta conciencia no nos es dada anteriormente), sino que se impone por sí misma a nosotros como proposición sintética a priori, la cual no está fundada en intuición alguna ni pura ni empírica, aun cuando sena analítica si se presupusiera la libertad de la voluntad, para lo cual, empero, como concepto positivo, sena exigible una intuición intelectual que no se puede admitir aquí de ningún modo (AK V, 56).
De la misma manera que la construcción de una única experiencia teórica compartida y universalizable impone la necesidad de sintetizar la diversidad sensible a partir de determinadas normas intersubjetivas del pensar –los principios puros del entendimiento–, la construcción de una experiencia práctica impone la necesidad de promover una síntesis de las voluntades discretas mediante una ley racional, universal, que haga posible la concordancia entre ellas (AK V, 29-30). El imperativo categórico se descubre, pues, a una voluntad impulsada a la acción por la determinación de una razón legisladora que ha soslayado todo factor empírico en la elevación de esa máxima necesaria y universal.
Sin la conciencia del condicionamiento empírico derivado de nuestra finitud, que ha de estar a nuestra merced para celebrar nuestra autonomía, no habría conciencia de la ley moral. La intuición intelectual que Kant excluye en el ámbito práctico es la ya desterrara del teórico (a saber, la conciencia inmediata y no sensible de un objeto en sí) porque, en primer lugar, el ser humano no posee un entendimiento intuitivo y, en segundo lugar, la libertad no es deducible de una instancia ajena a la absoluta autonomía del Yo. Y, sin embargo, no resulta antikantiana la posición de Fichte cuando asocia el imperativo categórico con la forma de conciencia inmediata de su ahora elucidada noción de intuición intelectual. Pues Fichte, análogamente a como rechaza la intuición intelectual en clave kantiana para el ámbito de la teoría, rechaza su aplicación en el práctico. Si Kant no da a la moral ningún fundamento superior al de la ley moral como expresión de nuestra razón (AK VI, 3), Fichte hace lo propio cuando vincula la intuición intelectual a la conciencia de la actividad pura, a la Yoidad. La razón fichteana, más allá de una mera facultad de razonar, aparece como determinando ella misma su actividad, proponiendo un fin exclusivamente a partir de ella misma. El talante práctico de la razón reside en su indeterminabilidad por lo extraño, en su autodeterminación:
El principio de la moralidad es el pensamiento necesario de la inteligencia de acuerdo con el cual ella debe determinar su libertad, sin excepción, según el concepto de su autonomía.
Es un pensamiento, de ninguna manera un sentimiento o una intuición, aunque este pensamiento se funda en la intuición intelectual de la actividad absoluta de la inteligencia; un pensamiento puro, en el que no se mezcla el menor elemento de sentimiento o de intuición sensible, pues es el concepto inmediato que la inteligencia pura tiene de sí misma como tal; un pensamiento necesario, pues es la forma bajo la cual se piensa la libertad de la inteligencia…
El contenido de este pensamiento es que el ser libre debe –el deber expresa la determinación de la libertad–, que debe poner su libertad bajo una ley; que esta ley no es sino el concepto de absoluta autonomía (absoluta indeterminabilidad por cualquier cosa fuera del concepto); en fin, que esta ley vale sin excepción, porque contiene la determinación originaria del ser libre (GA V 5, 69-70; cf. 26-27, 66-68).
4.2 Experiencia y subjetividad en el idealismo de Kant y Fichte
Tras la acerba recepción del FDC, Fichte se siente apremiado a aclarar el nexo entre subjetividad y realidad, pues sus detractores le imputaron al Yo absoluto una suerte de dotes fantasmagóricas de reificación con la mera fuerza de los silogismos. Se defiende de la acusación de logicismo invocando al propio Kant, quien no sólo no apela a un contenido dado desde fuera, sino que nunca ha dado a la experiencia como fundamento de su contenido empírico algo distinto del Yo. Fichte mantiene la imposibilidad de pensar una cosa independientemente de nuestra facultad de representar, y esta actitud revela la fisonomía de la filosofía crítica:
El sistema crítico… enseña que el pensamiento de una cosa que poseería en sí e independientemente de toda capacidad de representar la existencia y ciertas cualidades, es una quimera, un sueño y un sinsentido (GA I/2 57).
El riesgo de extraviarse en una lógica vacua es difícil de evitar cuando Fichte afirma la conveniencia de partir en filosofía de un principio formal a la vez que existencial (GA I/2,53). La realidad entonces se define íntegramente desde el Yo (GA 1/4, 203). Por tanto, la idea de una cosa en sí, de un No-Yo independiente del Yo, es contradictoria: