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Es apremiante desprenderse, por lo tanto, de cualquier fantasía de formación soberana. Por lo que, para una comprensión de la capacidad intencional del arte, se deberá ceder el paso a un concepto de poder considerablemente más estratégico, a la vez que dúctil, maleable, divisible e incluso intercambiable. Tal concepto es el de agencia38, entendida aquí como “la capacidad que tiene un actor para tomar decisiones en un entorno determinado”39.
Tal concepción del poder ha facilitado a las ciencias sociales y los estudios culturales alejarse de visiones de corte determinista a la hora de explicar la relación de los agentes humanos con los contextos donde estos desarrollan su actividad. Por tanto, con el concepto de agencia, se puede suponer un poder de actuación que, si bien es de intensidad variable, a la vez es persistente, lo que hace que cualquier agente disponga dondequiera que sea de cierta capacidad tanto para adaptarse como para resistirse a las condiciones que le vienen dadas. Desde el prisma de la agencia es inconcebible, por lo tanto, que los contextos sean tajantemente determinantes sobre lo que ahí suceda, del mismo modo que tampoco procederá que un solo agente pueda decidir con autodeterminación sobre la acción que por su cuenta emprende.
En lo que se refiere a los fenómenos artísticos, la noción de agencia llevará a redefinir desde una perspectiva relacional la capacidad de actuación de los elementos que se encuentran tanto del lado del arte como los que lo hacen del lado de la institución. El análisis de esta relación requerirá que se establezca una nueva dialéctica con la que de un polo como del otro emana simultáneamente cierta capacidad de actuación. De esta manera, las dos posiciones que se definen con la figura 2 podrán dejarse de entender como los dos lados de un interruptor que alterna solamente entre las posiciones de encendido y de apagado: a diferencia de la mentalidad de que solo es posible conmutar entre conceder la totalidad del poder al arte o bien a lo instituido (que en realidad es el verso y reverso de una misma mentalidad), activar la noción de la agencia permitirá desplegar un imaginario artístico donde la capacidad intencional de cada agente, aunque condicionada, no está totalmente dada de antemano.
El arte se describirá, de este modo, como una secuencia de agenciamientos, esto es, de “multiplicidades compuestas por términos heterogéneos”, en palabras de Gilles Deleuze. Según este filósofo, en el agenciamiento “la única unidad es el co-funcionamiento”40. Esto coincide con la descripción del término dispositivo, tal y como lo concibió Michel Foucault, y que ha sido retomado por Giorgio Agamben recientemente: “Lo que trato de identificar con este término [dispositivo] es ante todo un conjunto heterogéneo que incluye discursos, instituciones, estructuras arquitectónicas, decisiones regulativas, leyes, medidas administrativas, enunciados científicos, proposiciones filosóficas, morales y filantrópicas […]. El dispositivo es la red que se establece entre estos elementos”41.
Así pues, en el análisis del arte en tanto que dispositivo, la agencia de la proposición artística (el instrumento de captura) será tan determinante como lo es la agencia de los humanos y no-humanos que interactúan con este. De igual manera, a medida que se empieza a desplegar la red que conforma el proceso artístico y las agencias empiezan a activarse, se puede observar cómo estas asumen distintos contornos y comportamientos, e incluso sufren alteraciones y cambios de identidad. Andrew Pickering ha descrito este proceso como un baile, una “danza de la agencia”: una vez que empieza el experimento artístico, entre las distintas agencias se alternan los momentos de actividad y de pausa, al mismo tiempo que, con el afán de capturarse y de defenderse las unas de las otras, se alternan también los momentos de resistencia y acomodación. Tal y como lo describe Pickering refiriéndose al análisis de los experimentos científicos: “La agencia humana y la agencia material están recíprocamente y emergentemente entrelazadas por su misma lucha”, mientras que la interacción entre estas, a su vez, es “capturada por las tecnologías que van tomando registro de su rendimiento”42.
Concedida tal centralidad a la interacción entre las agencias, Pickering declara que la ciencia no la hacen los científicos. La ciencia es el resultado de encadenamientos más complejos entre agencias de distinta naturaleza. De un modo similar, podría decirse aquí que el arte no lo hacen los artistas, si bien esto sería profundamente rechazado de acuerdo con las convenciones que actualmente rigen el campo artístico.
Tal y como Foucault trae a colación con la noción de dispositivo, es importante considerar que las interacciones entre agencias conllevan la movilización de un sinfín de convenciones en el plano simbólico, las cuales inciden sobre su comportamiento así como en la asignación de identidades para su singularización. Por tanto, con cada experimento artístico, solamente algunas agencias se establecerán finalmente como las propiamente “artísticas”, mientras que una gran cantidad formarán parte del arte en tanto que dispositivo pero caerán en el reino del “no-arte”. Así, entre estas últimas, se pueden encontrar aspectos tan heterogéneos como pueden ser las limaduras y los desechos de la producción material, así como el display, el comisariado, la negociación con activistas antiglobalización, una charla con chavales de educación secundaria, un gato43, el certificado de autenticidad o las copias derivadas y no autorizadas de las obras, etc.
Ahora bien ¿cómo se da la producción de diferencia en el seno de un arte concebido en tanto que agenciamiento? O bien, una vez más, en la visión que aporta el agenciamiento, ¿solo impera de nuevo la convención? El concepto zona de contacto, que Mary Louis Pratt acuñó a principios de la década de los años 90, nos ayudará a esclarecer estas cuestiones.
Por zona de contacto se refirió Pratt “a los espacios sociales en los que las culturas se encuentran, chocan y luchan las unas contra las otras, a menudo en el contexto de relaciones de poder considerablemente asimétricas, como son el colonialismo, la esclavitud, o sus secuelas tal y como son vividas actualmente alrededor del mundo”. Según Pratt, la zona de contacto es el lugar de la frontera y, por esta razón, el lugar donde suceden los fenómenos de intercambio y de transculturación, para devenir así propiamente el lugar de “la crítica, la colaboración, el bilingüismo, la mediación, la parodia, la denuncia”, así como, también, el lugar “del malentendido, la confusión, las cartas devueltas, las obras maestras incomprendidas, la absoluta heterogeneidad del significado”44.
Una perspectiva de contacto establece el choque cultural como un momento constituyente. Lo que está aquí en juego es, pues, la posibilidad de que cada agencia se reconozca en las respectivas diferencias. Tal y como lo explica Pratt, en la zona de contacto es donde se origina una suerte de semilla del pensamiento crítico y diferencial. Bajo esta perspectiva, ninguno de los agentes que participa del contacto se podrá atribuir el monopolio de la producción de disrupción por sí mismo, sino que esta solo se podrá dar por medio de la relación entre una multiplicidad de agencias45.
Para concluir con la figura 2, se ha procurado describir en ella con las líneas “C” y “C’” el fenómeno artístico en tanto que el resultado de la interacción entre entidades que se significan en calidad de agencias. Tanto a las agencias que se identifican como parte de la proposición artística como las que lo hacen como parte de la institución arte se les supone la capacidad de reaccionar de modo acomodaticio o resistente; al mismo tiempo, ni la capacidad de disrupción ni la capacidad para generar convención se consideran aquí como patrimonio exclusivo de ninguno de los dos lados.
Contrariamente, en el contacto entre agencias es donde existe la posibilidad de entretejer nuevos híbridos, y de redefinir las identidades e instituirlas de nuevo –de purificarlas, en el vocabulario de Latour–. De ahí que las líneas “C” solamente se puedan dar en tanto que multiplicidad y que, asimismo, de cada interacción que se produzca se requiera reconocer la emergencia de una doble flecha: esta indica el doble movimiento que se activa a partir de los contactos relacionados con la producción de convención y la producción de diferencia46.
La figura 2 recoge también que los puntos donde se produce el contacto son los que se van a reconocer propiamente como los espacios donde sucede la mediación. El concepto de Pratt permite dejar de identificar la mediación como un medio para la dominación total de las agencias de un bando sobre las agencias del otro, para establecer, en cambio, una mayor complejidad en términos relacionales. En la mediación es donde las agencias se encuentran, luchan, colaboran, intercambian y, lo que es más importante, donde se diferencian y se constituyen en tanto que identidades singulares47. En la mediación es, pues, donde el arte encuentra la posibilidad de ser disruptivo, a la vez que la posibilidad de sustentarse en tanto que convención.
Gracias a la luz que los zande trajeron a Occidente, el arte no se deberá más a la particularidad de alguna de sus agencias. El arte –en tanto que identidad convencional y proceso diferencial al mismo tiempo– no radica en ninguna agencia en particular, sino que esta es una cuestión que se encuentra sujeta, eminentemente, a la calidad de los vínculos.
2. EL ARTE DE LA MEDIACIÓN
El modelo de zona de contacto tal y como se ha desarrollado en el capítulo anterior implica admitir que el arte no es solamente aquello que es mediado por un agente externo, sino que el arte actúa también por sí mismo en tanto que agente de mediación. Esto es, las proposiciones artísticas no esperan pasivas a entrar en acción por medio de la actividad de un agente externo, sino que el arte es también un agente que tiene capacidad para desarrollar su propia actividad, condicionar el despliegue de redes de su entorno, e incluso incidir en la formación de asociaciones entre agentes humanos y no-humanos.
Raimundas Malasauskas lo apunta con ingenio cuando dice: “Quizás, las obras de arte son los únicos comisarios a tiempo completo que conozco”; es decir, “las obras de arte comisarían también”48. Ahora bien, si tomamos esta aseveración en serio vemos que conlleva un cambio epistemológico de notable magnitud, que ni siquiera Anselm Frankle supo afrontar satisfactoriamente con la que fue su influyente exposición Animism (Extra City y M HKA, Amberes, 2010). En las primeras páginas del correspondiente catálogo, el mismo comisario admite que, si bien se puede hacer una exposición sobre animismo, no se podría hacer una exposición animista, pues la tecnología del museo no tiene otra misión que la de “des-animar las entidades animadas”49. Como dispositivo engendrado por una modernidad de corte naturalista, el museo niega un principio básico del animismo como es que los objetos dispongan de un ánima que los dota de intencionalidad.
Por lo tanto, vamos a preguntarnos: ¿realmente comisarían o no comisarían las obras de arte? ¿Median estas por sí mismas o tan solo pueden estar mediadas? ¿Tienen una actividad animada o precisamente esta se desvanece cuando el museo acecha en el umbral?
EL HECHIZO DE LA MÍMESIS
En su What Do Pictures Want?, W.J.T. Mitchell recoge un curioso ejercicio que atribuye a su colega Tom Cummings y que califica de pedagógico: cuando en la clase de arte precolombino los estudiantes se mostraban escépticos al respecto del poder que su profesor atribuía a las imágenes, e incluso se burlaban de la influencia que estas pueden llegar a ejercer sobre los humanos y otras formas de vida para afectarlas, alterarlas e incluso transformarlas para siempre, Cummings les invitaba a comparecer a la parte delantera de la clase, tomar una fotografía de sus respectivas madres y, a continuación, recortar la imagen vaciando la zona de los ojos.
Un enunciado así parece que era lo bastante estremecedor como para disuadir de inmediato a los estudiantes. Sin embargo, si la proposición de Cummings conseguía tal efecto, no era porque estos pertenecieran en masa al Candomblé, sino que lo que permitía reconocer era la pesadumbre que las imágenes causan a los sujetos –y especialmente a los que las manipulan y a los que aparecen en ellas representados–. Es así como Mitchell llega a la conclusión de que “las actitudes mágicas hacia las imágenes son tan poderosas en el mundo moderno como lo fueron durante la Edad Media [...]. No es algo de lo que nos desprendamos cuando crecemos, cuando devenimos modernos o cuando adquirimos consciencia crítica”50.
La aseveración que hemos recogido de Anselm Frankle respecto al languidecer moderno del animismo puede ser rebatida si atendemos a otro pasaje que pone en juego la estructura de un museo: en el Museo de l’Almodí de Xàtiva cuelga hoy en día bocabajo el retrato con que en 1719 se personó el monarca Felipe V en el salón de la Casa de la Ciudad. La estrategia de consolidar el poder de un gobernante sobre el territorio gobernado por medio de la diseminación de su propia imagen se remonta al Imperio Persa, donde el grabado de la efigie de los sátrapas en las monedas recordaba a los recaudadores de impuestos a quiénes debían su lealtad. Asimismo, tal y como recoge Ignasi Prat en su proyecto Inventario del Retrato Político Oficial (desde 2013), en todo el Estado Español todavía sigue vigente el Real Decreto que regula disponer una imagen del jefe de Estado “en un lugar preferente” de los salones de plenos de todos los ayuntamientos. De este modo, la presencia del retrato de Felipe VI es lo que inviste actualmente de autoridad a estos espacios para el ejercicio del poder en cada plaza51.
Ahora bien, no por extendida y prolongada en el tiempo esta estrategia es infalible, sino que, contrariamente, el poder de las imágenes nunca es soberano. Aunque se trate de la imagen del rey, ya se ha visto que el poder de las imágenes tiene que ver con una cuestión de agencia. Por lo que, tal y como demuestra el caso de Xàtiva, el mismo retrato colgado del revés sirve para articular el mensaje contrario, tratándose en este caso de prácticamente un conjuro antimonárquico: cuando en 1956 el retrato ingresó en el Museo de l’Almodí, el entonces párroco de la ciudad convenció al director de la institución para colgar el cuadro de este modo y dejarlo así hasta que los Borbones se disculparan por lo menos tres veces por la orden que dio su antecesor de devastar la ciudad durante la Guerra de Sucesión. A día de hoy, mientras que la pintura se ha convertido en una de las mayores atracciones turísticas de la ciudad, Xàtiva no ha recibido aún ninguna disculpa por parte de los monarcas. Sin embargo, desde que la imagen se dispuso a la inversa, también se dice que nadie de la familia de los Borbón ha vuelto a poner los pies allí. Por lo que se puede otorgar al montaje una cierta función antropopaica: la imagen así dispuesta tal vez estaría protegiendo a los setabenses de la monarquía española mientras no se haga efectivo su arrepentimiento.
En todo caso, lo que quiero subrayar con este retrato real, así como con los retratos maternos y con el ejemplo de Cummings, es el papel central que en todos se confiere a la mímesis: si las imágenes adquieren agencia para consolidar el poder real, es porque los retratos remiten al aspecto físico de los gobernantes. Así también, en tanto que las figuras que aparecen en las fotos remiten a las madres, con su manipulación se puede ejercer una cierta influencia sobre estas y, asimismo, sobre el lazo filial.
Tal y como lo ha desarrollado Alfred Gell, la mímesis es lo que confiere a los signos la posibilidad de absorber su referente. Es decir, mediante la estrategia de la mímesis, los signos dejan de ser meras abstracciones para pasar a funcionar como indicios, indicadores de cualidades que son inherentes a lo representado. La relación que la imagen guarda con su referente no tiene nada que ver con la relación que la palabra “mesa” establece con una mesa. Sino que, frente a las imágenes, los humanos tenemos por hábito comportarnos según una relación indicial, tal y como la que tiene el humo en relación con el fuego –ejemplo clásico de indicio donde los haya–. Si vemos humo, pensamos que hay fuego; del mismo modo que si vemos la imagen de nuestras madres con los ojos recortados pensamos que nada bueno querrá de ellas quien lo haya ejecutado.
Gell propone el encantamiento vudú como un ejemplo paradigmático para comprender el funcionamiento de la mímesis: debido a la relación indicial, la copia no se puede a llegar a desvincular del todo de su referente, por lo que los muñecos que remiten a un sujeto determinado se pueden usar para conseguir ejercer una cierta influencia sobre este. Algunas teorías desarrolladas en torno al arte occidental también han comprendido la mímesis según este modo de proceder. La llamada “mímesis invertida” es, de hecho, un aspecto clave de la teoría de la performatividad de John Austin, así como de la teoría de la narratividad de Paul Ricoeur. Encontramos un ejemplo exacerbado en Oscar Wilde cuando, en la cúspide del idealismo estético, el escritor profirió que “la vida imita al arte mucho más que el arte imita a la vida”. Wilde se refería con sus palabras a la mímesis tal y como la había visto practicar a William Turner, a quien –como veremos en el siguiente capítulo– le fueron suficientes un manojo de pinceles y la distribución estratégica de las telas para dejar cubierto de niebla el Londres victoriano.
La sospecha de que la vida imite al arte, y no al revés, fue lo que definitivamente desalentó a los estudiantes de Cummings para recortar los ojos de las imágenes. Y, por alguna razón similar, plataformas de todo el mundo recomiendan en la actualidad prudencia a los progenitores a la hora de colgar fotografías de sus bebés en las redes sociales. Una vez más se trata, aquí, de prevenirnos de la vulnerabilidad que reporta la distribución masiva de la imagen para los sujetos que aparecen representados. Si la imagen confiere poder –tal y como ya imaginaron los sátrapas hace algunos milenios–, esto siempre es a cambio de que las imágenes insertan a los sujetos en unas redes que, al fin y al cabo, también los mantienen atados. Por tanto, en la imagen mimética se encuentra un poder específico a la vez que también es portadora de vulnerabilidad.
La eficacia del hechizo vudú no es algo que, sin embargo, tenga que ver con la trascendencia religiosa ni con alguna creencia supersticiosa determinada. Contrariamente, tal y como lo explica Gell, la psicología que sostiene este hechizo tiene que ver con la misma consciencia social que es inherente a los sujetos humanos: “Nosotros sufrimos, en tanto que receptores, las formas de agencia que están mediadas por nuestra propia imagen”, dice el antropólogo; lo cual se debe a que nos pensamos en tanto que “personas distribuidas”. Como seres sociales, “no estamos presentes solo en nuestros cuerpos en singular, sino también en todo aquello que nos rodea y que parece soportar el testimonio de nuestra existencia, nuestros atributos y nuestra propia agencia”. Así, el sujeto, una vez aparece representado, piensa: “Soy la causa de la forma que toma mi representación”52, por lo que se forma un vínculo íntimo entre el yo y la representación que lleva a cuidar de la propia imagen como si se tratara del cuidado de uno mismo.
LAS TRAMPAS DEL ORNAMENTO
Alfred Gell encuentra en los motivos ornamentales un segundo procedimiento de agencia artística. A diferencia de la mímesis, la agencia no se debe en este caso a la remisión de los motivos a alguna referencia externa. Al contrario, con el ornamento, la efectividad del arte guarda relación con una cierta tendencia hacia la autorreferencialidad. Esto es lo que posibilita que los ornamentos se resistan a ser descodificados en tanto que signos. Los ornamentos consiguen mantener en tensión la mente de los humanos pues la obstaculizan en términos cognitivos. Según el antropólogo, las superficies de un objeto se animan cuando los motivos decorativos proceden a articular “una intrincada danza a la que nuestros ojos se muestran dispuestos a abandonarse”53, resolviéndose aquí la agencia por vía de la relación interna que se establece entre los motivos que se disponen en la superficie de un objeto.
El arte ornamental funciona, de esta manera, como una tecnología que también es capaz de capturar a los humanos, así como de generar lazos entre estos con objetos y “los proyectos sociales que las cosas entrañan”. Efectivamente, ya se trate de patrones simples o más complicados, los ornamentos no tienen otra razón de ser que la de captar la atención, algo que los vincula también a comportamientos sociales. En su texto “Technology of Enchantment and the Enchantment of Technology” (1992), la condición ornamental sirvió a Gell para plantear una hipótesis del arte como agente de mediación: “La obra de arte es inherentemente social en un sentido que no se remite meramente a la belleza o misterio del objeto: el arte es una entidad física que tiene como facultad mediar entre dos seres, por lo que crea una relación social entre ellos, la cual a su vez provee un canal para el desarrollo de otras relaciones sociales e influencias”54.
De esta manera, “cuando se trata de ofrecer protección y confort al niño durante el sueño, unas sábanas no decoradas en un lecho infantil serán probablemente menos funcionales que otras decoradas, porque el niño se sentirá menos inclinado a dormir en ellas, y serán menos funcionales socialmente, pues es objetivo primordial de los padres es que sus hijos duerman protegidos y cómodos”55. Claude Lévi-Strauss recogió, en este sentido, que con los motivos ornamentales se articula una relación primigenia entre los cuerpos, las imágenes y la sociabilidad. Según este antropólogo, en el hecho de pintarse la cara o bien cubrirla con una máscara es donde se encuentran los primeros indicios históricos de que el cuerpo se ha convertido en un medio social56.
Otro ejemplo que aporta Gell son las alfombras con motivos orientales, de las cuales el placer de poseerlas se encuentra en la misma imposibilidad de estar uno nunca seguro de haber comprendido del todo cómo se ha formado su patrón. Aunque las relaciones que se establecen entre los distintos motivos de una alfombra pueden ser comprendidas racional o matemáticamente (simetrías entre motivos, rotaciones de un motivo, etcétera), las composiciones resultantes consiguen desafiar una y otra vez el desciframiento visual. De este modo, “el poseedor de una alfombra oriental de intrincado diseño […] ve en su trenzado una imagen de su propia existencia inconclusa”57, lo cual tendría según el antropólogo un cierto valor tecnológico, ya que el “intrincado diseño” incidiría directamente sobre la articulación de relaciones sociales de temporalidad duradera.
Aun así, por lo que a la ornamentación se refiere, algunos de los ejemplos más brillantes están relacionados con la decoración de armas. No es anodino que estos instrumentos hayan sido tan propensos a acogerla. Thomas Golsenne sostiene que “la ornamentación aumenta la eficacia de un arma”. Lo explica a partir de la consideración de Gilles Deleuze del ornamento en tanto que estética de la diferencia: según este filósofo, el ornamento constituye “un proceso dinámico de crecimiento [de un motivo] constituido por zonas de intensidad variable”. Golsenne entiende así que el ornamento no es parte del “embellecimiento externo y accesorio de un cuerpo o de un soporte, sino que es la expresión de una fuerza interior de diferenciación”. El ornamento constituye “la vitalidad misma de la cosa a la que confiere su potencia”58.
Por todas estas razones pienso que se debe otorgar parte de razón a Adolf Loos cuando, en los albores del siglo XX, reparó en su polémico Ornamento y delito (1908) en que el ornamento es una epidemia que tiene a los humanos esclavizados. Ciertamente, el ornamento funciona como una trampa para los humanos. Sin embargo, lo que resulta inaceptable de su ensayo es que el arquitecto vienés de fachadas austeras condenara el ornamento en tanto que “signo de degeneración estética y moral”, como un artilugio engendrado por delincuentes y como, en definitiva, “un delito, puesto que perjudica enormemente a los hombres atentando contra la salud, el patrimonio nacional y, por ello, la evolución cultural”59.
Loos, uno de los críticos de su tiempo que más se empecinó contra la voluptuosidad del Art Nouveau, con su práctica arquitectónica empezó un concienzudo proceso de depuración formal que resultó decisivo para la definición de los parámetros del arte y la arquitectura modernos: “La evolución cultural equivale a la eliminación del ornamento”, pensaba Loos. Y así, refiriéndose a la modernidad, añadió: “Lo que constituye la grandeza de nuestra época es que esta es incapaz de realizar un ornamento nuevo”60.






