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Primera edición: mayo de 2021
Revisión y adaptación: Textos BCN - Judit Abelló
© Anabella Franco, 2018
© VR Europa, un sello de Editorial Entremares, S.L., 2021
c/ Vergós, 26, 08017 Barcelona - www.vreuropa.es
Todos los derechos reservados.
ISBN: 978-84-123146-9-4
Maquetación: Leda Rensin – Diseño de cubierta: Carolina Marando
Fotografía de cubierta: aerogondo2/Shutterstock.com Yodchai Prominn/Shutterstock.com
Armado de ebook: Tomás Caramella
Este libro se ha impreso en papel procedente de bosques gestionados de forma sostenible y que ha seguido un proceso de fabricación totalmente libre de cloro.
«All we are is dust in the wind».
Solo somos polvo en el viento.
Kerry Livgren (Kansas)

1
Hilary era… perfecta.
Los mejores recuerdos que tengo de ella son de hace dos años, cuando yo tenía catorce, y ella, dieciséis.
Es imposible olvidar que se levantaba cada mañana con una sonrisa. Su largo cabello rubio se agitaba cuando saludaba, efusiva, a mamá y a papá. Le daban un bol de leche con cereales y ella se sentaba en un taburete, a veces frente a mí, a leer mensajes en el móvil. Sonreía mientras respondía, mostrando una hilera de dientes blancos. Casi nunca me saludaba; todos sabían que yo tenía un humor de perros de buena mañana.
A decir verdad, por ese entonces, todo lo que tenía que ver con mi familia me ponía de mal humor. A veces me parecía que mis padres intentaban ponerse en mi lugar sin entender nada de nada.
El día que mamá me sentó en el salón y me preguntó si ya había perdido la virginidad, fue como si me obligaran a comer una abundante pila de basura. Por supuesto, me negué a responder. Como siempre, ella puso a Hilary como ejemplo. Respondió que mi hermana no había tenido ningún problema en decirle la verdad; le había hecho la misma pregunta cuando tenía mi edad. No me importaba lo que hubiese hecho Hilary: ella era perfecta. En cambio, yo no podía decirle a mamá que ningún chico me querría porque en la escuela me llamaban «gorda». Mamá nunca lo entendería. De hecho, estaba segura de que respondería: «Por favor, no les hagas caso, Val; tú no estás gorda». Pero no estamos hablando de mí, sino de ella: Hilary, mi hermana mayor.
Tenía una melena rubia hasta la cintura, unos preciosos ojos azules y la belleza que a mí me faltaba. Yo tenía el pelo castaño y los ojos verdes, pero en el instituto tenían razón: estaba gorda. Bueno, quizá solo un poco. Digamos que no tenía el cuerpo esbelto de mi hermana mayor, y que mis tetas eran demasiado grandes en comparación con las de ella, aunque yo era más pequeña. Me daba mucha vergüenza, así que me encorvaba para que no se viera tanto. Solo una gorda podía tener tanto pecho, así que sí: los chicos del instituto tenían razón.
Hilary destacaba por ser muy buena animadora y tener un historial académico excelente. Yo, en cambio, era un desastre. No había nada que me gustara realmente. Las matemáticas se me daban fatal y lengua me aburría. Llegué a dormirme en clase de física e hice explotar un tubo de ensayo en química. ¿Gimnasia? ¡Dios! Cada vez que tenía que padecer ese tormento volvía a casa con varios pelotazos marcados en el cuerpo. Un día hasta me golpearon con un bate de béisbol y estuvieron a punto de tener que ponerme un yeso. Fue mi culpa, por supuesto, por cruzar por donde no tocaba.
Sí, además de gorda, era torpe. Y toda la escuela lo sabía. Pero también era la hermana de Hilary: la chica popular, exitosa y divertida. Y eso me mantenía a salvo de las burlas. Me criticaban, claro, y yo sabía perfectamente de qué hablaban a mis espaldas. Pero al menos nunca me habían metido la cabeza en un retrete, ni me habían hecho esas cosas horribles que sí les hacían a otros.
Saltaba a la vista que Hilary y yo éramos muy diferentes. Hasta nos gustaban estilos de música incompatibles. A ella le encantaba el rock. Se podía pasar horas escuchando recopilatorios de gente que entonaba frases ininteligibles y baterías que competían con el sonido de las guitarras. Yo, en cambio, me dejaba llevar por la música que estaba de moda.
Los compañeros del instituto que venían a casa para hacer algún trabajo conmigo la adoraban. ¿Y quién no? Si teníamos que subir al piso de arriba, espiaban por la puerta entornada de su habitación para ver qué había adentro. Los trofeos deportivos que Hilary había ganado estaban en la vitrina del comedor, y a mamá le encantaba contarles a sus amigos y a mis compañeros historias sobre mi hermana, y ellos las escuchaban encantados.
Sé que dije que hablaría de Hilary, pero me resulta imposible no hablar de mí. Mentiría si dijera que en la vida sentí celos. Lo cierto es que, a veces, hasta me daba la sensación de que era la hija preferida de mamá, y eso me llevaba a ser hostil. Mi mal humor de buena mañana era una excusa para demostrarles que no les necesitaba y que podían hacer lo que quisieran con su amor. Lo cierto es que, por otro lado, las diferencias que había entre Hilary y yo nunca consiguieron alejarme de ella.
A veces nos reíamos juntas y veíamos alguna película cuando papá y mamá salían. No le gustaba que tocara sus cosas, sin embargo, cuando había quedado y me quejaba porque nada me quedaba bien, ella aparecía en mi habitación con algo para prestarme. Su ropa siempre me quedaba mejor, quizá porque tenía mejor gusto a la hora de vestir. En mi armario destacaban el negro y el marrón; el hecho de estar «gorda» me hacía querer pasar desapercibida y me escondía tras colores oscuros. Toda la ropa de Hilary era colorida, como ella, y conseguía transformar a las personas que nos rodeaban. Aunque teníamos cuerpos distintos, me quedaba bien porque era más alta que yo.
Nunca olvidaré el sonido de mi teléfono cuando Hilary me llamaba. El tono que le había puesto era una canción de los 70 que nuestros padres solían poner en el coche cuando éramos pequeñas: Dust in the Wind, de Kansas. Les hice creer a todos que había elegido semejante reliquia por el significado del título: «polvo en el viento», en el sentido de que habría sido mejor que su llamada se evaporara. La gente se reía cuando les contaba esa tontería.
Como he dicho: todos amaban a Hilary. O, al menos, lo hicieron hasta que se puso enferma.
Entonces, los aplausos en el gimnasio se apagaron, las buenas notas terminaron y las visitas fueron disminuyendo. Al principio, sus amigas venían cada dos por tres. Cuando la quimioterapia hizo que perdiera el cabello y le salieran ojeras, ya solo venían unos pocos. La única que venía a casa cada semana era su mejor amiga, Mel; le traía los deberes para que se entretuviera y le leía libros que le daba su profesor de literatura. Incluso mis únicas amigas, Liz y Glenn, dejaron de venir. Supuse que Liz estaba ocupada con los estudios, ya que vivía para el instituto, y que el padre de Glenn se había vuelto más estricto de lo que era y ahora también le impedía ir a casa de sus amigas. Al final me confesaron que, como habían notado la gravedad de la enfermedad, no querían molestar.
Cuando Hilary se puso enferma, mamá dejó de trabajar. Estaba agotada y solo vivía para mi hermana. Papá conservó su trabajo —de algo teníamos que vivir, ¡ya os digo yo que el cáncer acaba con las finanzas de cualquiera!—, así que, si antes ya me prestaban poca atención, ahora mucho menos. Por si fuera poco, cuando las cosas empeoraron, en lugar de pasar más tiempo en casa, empezó a pasar más tiempo en la oficina. Decía que necesitábamos dinero. Mamá le reprochaba que necesitábamos su ayuda. Los problemas no paraban de crecer.
Debo ser sincera: por aquel entonces aún no era consciente de todo lo que estaba pasando. En el fondo, no acababa de entender la gravedad de la situación y me imaginaba que, con el esfuerzo de nuestros padres, Hilary se recuperaría. Mamá también lo creía, por eso la llevaba al médico y a las sesiones de tratamiento todas las semanas. No sé qué pensaba papá.
Mientras tanto, yo seguía con mi rutina habitual: iba al instituto, me lo pasaba bien con mis amigas, espiaba al chico que me gustaba en clase.
El sábado que todo cambió, fui al cumpleaños de un compañero. Liz también estaba allí. Glenn no había ido; como era de noche, seguro que su padre no se lo había permitido. A decir verdad, no nos llevábamos bien con nadie de la fiesta; el chico solo nos había invitado porque era nuevo y tenía aún menos amigos que nosotras. Debido a su personalidad, Liz no solía caer bien a la gente. Era una alumna de sobresaliente, pero a veces podía llegar a ser muy egoísta. A Glenn también la criticaban, aunque en su caso era porque la consideraban ingenua. Iba mucho a la iglesia y todos la encontraban bastante aburrida. De algún modo, éramos tres inadaptadas.
La música sonaba muy fuerte. Liz estaba sentada en un sofá, a mi lado, editando una foto que acababa de hacer. Alzó la mirada cuando un chico empezó a volcar cerveza dentro de un jarrón para beber de allí con sus amigos.
—Este novato no sabe en qué lío se ha metido al invitar a toda esta gente —bromeó, gozando un poco de la situación—. Esta fiesta no da para más. Me voy —determinó mientras se levantaba—. ¿Vienes?
La cogí de la mano y ella se inclinó para oír lo que iba a decirle:
—Hay un chico que lleva mirándome toda la noche. No le conozco, debe ser amigo del novato.
—¡¿Por qué no lo has dicho antes?! —exclamó, riéndose—. Me habría alejado para que pudierais estar solos.
—La mayoría te miran a ti. Lo raro es que ese se haya fijado en mí.
—No es raro, ¡tonta! —me dio un golpe en el brazo—. Eres preciosa, y eso es lo único que les importa. Quédate un rato más. Más te vale escribirme luego y contarme cómo ha ido todo con tu admirador. Ojalá valga la pena, aunque lo dudo —me guiñó el ojo y se alejó.
A pesar de que éramos muy amigas, Liz hablaba poco de su vida. Solo sabía que sus padres se habían divorciado hacía años, que su padre se había mudado a otro estado y que ella vivía con su madre. Nunca hablaba de su familia ni de problemas personales si estaban relacionados con sus padres, y casi nunca nos invitaba a su casa. Aunque era muy guapa y muchos chicos le iban detrás, Liz no estaba interesada en ellos. Decía que ninguno valía la pena, que eran todos iguales y que solo les importaba nuestro cuerpo. No creía en el amor, aunque no tenía mucha experiencia. Yo suponía que el divorcio de sus padres la había afectado en ese aspecto, aunque nunca me lo confesaría.
Cogí un vaso y bebí un poco de cerveza. Quería olvidar que el chico que me miraba podía perder interés en cuanto alguien me llamase «gorda». Aunque tenía dieciséis años, no contaba con la lucidez suficiente para entender que un idiota que se dejase llevar por los demás no se merecía a una chica como yo. En ese momento, ese chico me gustaba y me alegraba que fuera recíproco.
El chico del cumpleaños se acercó y me puso una mano en el hombro.
–Val, hay dos personas fuera. Dicen que son tus tíos y que han venido a recogerte.
—¿Mis tíos? —pregunté frunciendo el ceño.
Cogí el teléfono, que había dejado tirado sobre la mesa, rodeado de vasos plásticos, platos y aperitivos, y revisé los mensajes. Tenía dos llamadas perdidas de papá y un mensaje de mamá: «Ven a casa ya».
Me puse incluso más nerviosa que cuando Brian me tiró la bebida encima y Tim abrió la puerta del baño mientras yo estaba en ropa interior, intentando quitar la mancha.
—Gracias —le dije, y salí recogiendo el abrigo que había dejado en un perchero junto a la puerta.
Subí al coche, enfadada. No me podía creer que mi madre hubiera enviado a su hermana y su marido a recogerme solo porque no quería que me fuera a una fiesta mientras ella tenía que quedarse a cuidar de Hilary.
—¿Por qué habéis venido a buscarme? —me quejé. ¿Qué más daba si estaba en casa o no? Mis padres ni siquiera se enteraban de que estaba ahí, ¿por qué querían que volviera?
Mi tía se giró y yo me quedé de piedra. Lloraba a mares. Se sonó la nariz mientras volvía a llorar y sollozó:
–Lo siento, Val. Tu hermana ha muerto.

2
Lágrimas
Cuando alguien muere, la gente parece quererle más que nunca. Todo lo malo que hizo, los errores que cometió, las injusticias que perpetró, todo eso se olvida. Una vez muertos, todos somos buenas personas, y los vivos fingen estar compungidos. En realidad, solo unos pocos se quedan realmente afectados. El resto solo aparece como si, de repente, necesitáramos su presencia, aunque antes pareciera que se hubieran evaporado.
Mi hermana era muy buena persona. Pero, aun así, muy pocos vinieron a visitarla cuando se estaba muriendo. Ahora no les necesitábamos. Lo habíamos hecho cuando Hilary gritaba de dolor por las noches. Cuando vomitaba por la quimioterapia, cuando cada vez nos visitaba menos gente, como si temieran que la muerte se los llevara por error cuando la viniera a buscar. Ahora que se había ido, paradójicamente, la gente había «resucitado», pero yo solo quería que se marcharan.
Estaba sentada en el sofá de casa, rodeada de personas vestidas de negro que comían canapés como si estuvieran en una fiesta. Al contrario del noventa por ciento de mis días, no deseaba vestirme con colores oscuros. Había combinado algunas de las últimas prendas que me había prestado Hilary: una blusa roja, un pantalón verde y unas deportivas.
—¡Val!
La voz de Liz me alejó de mi ensimismamiento. Se sentó con la corrección que la caracterizaba y miró al hombre que tenía al lado. Ni siquiera yo lo conocía, creo que era un compañero de trabajo de mi padre. Liz le pidió disculpas por haber movido el sofá al sentarse. El señor hizo un gesto cortés con la cabeza.
Mi amiga era tan perfecta como Hilary: sacaba buenas notas, era inteligente y guapa. En ese momento, me recordó a ella.
—¿Cómo estás? —preguntó acariciándome la muñeca.
—Bien —respondí en voz baja. No acostumbraba a ser el centro de atención, pero desde que había empezado el funeral, cada dos por tres venía alguien a darme el pésame.
Una compañera de mi hermana nos interrumpió para saludarme.
—Hola, Val. Lo siento mucho. Hilary era tan buena…
Me quedé en silencio. ¿Por qué no había aparecido cuando mi hermana estaba enferma y necesitaba el apoyo de sus amigas? ¿Por qué la gente pensaba que era obligatorio hablar bien de los muertos? Resultaba irónico que, mientras la persona seguía viva, hicieran todo lo contrario. Porque Hilary era popular y todo el mundo la quería, pero estoy segura de que, alguna vez, también la habían criticado.
De pronto escuché como mamá empezaba a llorar otra vez. Esta situación ya se había repetido varias veces desde el inicio del funeral. No pude evitar buscarla con la mirada y la encontré de pie, abrazada a una amiga.
¡Mierda! No quería estar ahí.
Los funerales son una cosa estúpida. No entiendo para qué querrías llorar abrazada a alguien que no te sostuvo la mano cuando tú sostenías la de tu hija enferma. Pero así funciona el mundo adulto: pura hipocresía. Bueno, a decir verdad, tampoco se diferenciaba demasiado del instituto.
Liz pasó mucho tiempo conmigo, aunque se fue con la excusa de que su madre la llevaría de compras. La noche anterior me había contado que ya la había llevado al centro comercial hacía una semana. Aunque no parecía muy contenta por ir de compras, supuse que ella, como yo, odiaba los funerales, pero no se atrevía a confesármelo. Hacía bien en irse; si yo hubiera podido, habría hecho lo mismo.
La gente iba llegando a medida que otros se iban, pero yo no lo soportaba más. Si escuchaba una sola condolencia más, gritaría. Miré por la ventana y vi como una figura conocida se acercaba. Aunque era una mujer de unos sesenta años, conservaba una apariencia juvenil. Tenía el pelo rubio y llevaba una falda de colores que había combinado con una blusa hindú blanca. ¡Vaya! No era la única a la que no le importaban las normas de vestimenta.
Para mi sorpresa, mi padre bloqueó el camino de entrada e impidió que la mujer llegara hasta la casa. Resultaba imposible escuchar qué le decía, pero me di cuenta de que la estaba echando. Ella intentó acariciarle la cara. Él le apartó la mano y señaló la calle. Al final, la mujer volvió sobre sus pasos mientras se secaba las mejillas.
La única persona a la que mi padre podría haber echado de esa manera era a mi abuela, su madre. Así que ahí estaba: después de diez años de ausencia, Rose Clark había aparecido en el funeral de su nieta. La seguía llamando «Clark» porque ni siquiera recordaba su apellido de soltera. ¿Cómo iba a recordarlo si cuando desapareció de nuestras vidas yo solo tenía seis años y mi padre nos prohibió hablar de ella? Bueno, no es que nos sentara un día y nos dijera: «En esta casa no se habla de la abuela», pero resultaba evidente que el tema le fastidiaba y que simplemente no se hablaba de ella.
La escena terminó justo cuando una vecina se sentó a mi lado y me sonrió, compungida. Tenía un pañuelo húmedo en la mano, había estado llorando.
—Tienes buen aspecto—comentó—. Eso no es bueno. No hay que guardarse el dolor dentro.
Tenía ganas de responderle: «¿Y a usted qué le importa?»; no quería que me diesen consejos que no había pedido. Sin embargo, no había derramado ni una sola lágrima desde que me había enterado de que Hilary había muerto. Se me nublaron un poco los ojos cuando llegué a casa y papá y mamá me abrazaron. Pero llorar, lo que se dice llorar, no lo había hecho.
No sabía qué contestar, así que me encogí de hombros.
Dos hombres que estaban sentados cerca de nosotras se rieron. Uno de ellos se tapó la boca y los dos se miraron como si acabaran de cometer una imprudencia.
Estaba cansada de que me dieran el pésame y no quería hablar con nadie, así que saqué el móvil. Eliminé los mensajes de algunas personas que seguían enviándome saludos —no era tan popular y no era mi cumpleaños—, y busqué un juego.
Creo que la música de circo se oyó hasta en la acera de enfrente. Me había olvidado de desactivar el sonido.
Cuando levanté la cabeza, varias personas me miraban. Nunca había visto tantos sentimientos en los ojos de la gente: pena, indignación, curiosidad. Cada persona experimentaba un sentimiento diferente, y eso me despertó un lado rebelde que no sabía que tenía. En vez de pedir disculpas y guardar el móvil, bajé la cabeza como si nada hubiera pasado y seguí jugando.
Papá se acercó a los poco minutos.
—¿Qué haces? —me regañó, tapando la pantalla con una mano.
Le miré al instante. Ya no me cabía ninguna duda de que se había enfrentado a su madre; era la única explicación a su mal humor. Más allá del dolor propio de la situación tan horrible que estábamos atravesando, pude ver que estaba muy enfadado, y apostaba a que no se debía solo a mi actitud.
—No quiero estar aquí —me atreví a manifestar.
—¿Por qué no? Es el funeral de tu hermana.
—¿Puedo irme a mi habitación? —pregunté con la voz entrecortada. No iba a llorar, el ardor que sentía en los ojos solo era resentimiento.
—Vete —respondió mi padre, señalando las escaleras del mismo modo en que le había indicado la calle a su madre hacía solo un momento.
Me puse de pie y me alejé del tumulto.
Por un lado, me sentí aliviada. Por el otro, parecía que una mano me estuviese oprimiendo la garganta.
Camino a mi cuarto, pasé por la de Hilary. Me quedé de pie frente a la puerta, mirando a la nada. Por un instante, deseé abrir la puerta y que ella estuviera en la cama, aunque fuese sobreviviendo gracias a los aparatos médicos. Enseguida recordé que eso no era vida y me la imaginé sentada frente al armario, pintándose las uñas, y deshice la primera fantasía.
Abrí la puerta despacio, no fuese a ser que me encontrara con su fantasma. La habitación estaba a oscuras; las cortinas seguían cerradas. Encendí la luz y me atreví a dar un paso. Hacía frío y había poco espacio. Todavía no habían retirado la camilla y los aparatos que habían mantenido a mi hermana con vida durante los últimos meses, así que todo estaba abarrotado. Su preciosa habitación, pintada de color rosa, parecía un hospital y a la vez un depósito.
Entré sin cerrar y observé el armario. Abrí una puerta y me quedé observando las fotografías que Hilary había pegado dentro. Se la veía sonreír con sus amigas, con papá y mamá cuando era niña… ¡conmigo! Nunca me había dejado mirar sus fotos, así que supuse que no tendría ninguna de las dos. Pero ahí estaba: ella, con seis años, dándole la mano a una Val de cuatro. Se me hizo un nudo en la garganta.
Cerré la puerta y me giré, suspirando, hacia las paredes empapeladas. Observé las cortinas rosas, el tocador blanco. Fui hacia ahí y pasé un dedo por el joyero, los perfumes y el maquillaje. Cuando me pareció que el nudo se me hacía más grande, me senté en la cama. Saqué el móvil del bolsillo y, masoquista como era, busqué la canción de nuestra infancia.
Y así, escuchando Dust in the Wind, me eché a llorar como si la que debiera enfrentarse a la muerte fuera yo y no mi hermana.
Escuchando Dust in the Wind comprendí que Hilary se había ido para siempre. Entendí que no regresaría, que nunca jamás volvería a llamarme. Supe por primera vez que, a veces, la vida era dura e injusta, y que estaba enfadada. Muy enfadada. No con la gente, ni con mis padres, ni siquiera con la vida misma, sino con la muerte. La muerte que todo se lo lleva y todo lo arruina.
Las lágrimas son arte. Indican tanto tristeza como felicidad, y caen de una manera sublime. Salen de los ojos, es decir, de dentro, y se deslizan por la cara hasta derramarse en cualquier parte: un pañuelo, los dedos, la piel de otra persona. Las lágrimas aprisionan y liberan, pero, sobre todo, son lo más auténtico que tenemos.
Lloré tanto que no me quedaron fuerzas para nada más.
Alcé la cabeza y deseé haber saludado a Hilary cada mañana. Deseé haberme alegrado de sus logros en vez de sentir envidia, haber sido mejor como hermana. Quizá algún día, como aquel en que nos sacamos la foto que tenía colgada en el armario, lo había sido.
Volví a mirar el tocador y el enorme espejo de pie en el que Hilary se miraba cada vez que iba a salir. Ahora era yo quien se reflejaba en él, con los ojos enrojecidos de tanto llorar y la ridícula ropa con la que intentaba demostrarle al mundo mi opinión acerca de los funerales. Los muertos se llevan por dentro, no deberían ser máscaras sociales.
Me quedé un largo rato sentada en la cama, y cuando sentí que el frío iba a devorarme, me puse de pie para irme.
Entonces lo vi. La esquina de un papel sobresalía de la parte posterior del espejo, justo por el lado más alto. Supuse que estaría allí por alguna razón estúpida, como separar el cristal del espejo de la estructura de madera, pero enseguida me di cuenta de que eso no tenía sentido.
Me acerqué y lo observé mejor. Quizá era mi imaginación, pero me pareció ver algo escrito.
La curiosidad fue más fuerte que la cautela y di un salto, intentando alcanzarlo. Por supuesto, fracasé: estaba demasiado alto. Me acerqué más al espejo y volví a saltar, con la intención de atrapar el papel con los dedos.
Mi caída fue espectacular. Pisé mal, me precipité hacia delante y empujé el espejo con todo el peso de mi cuerpo. Enseguida me eché hacia atrás, intentando recuperar el equilibrio, y me olvidé por completo de sujetar el espejo. Cuando quise darme cuenta, era demasiado tarde: se inclinó hacia delante después de haberse tambaleado. Apenas tuve tiempo de apartarme de un salto antes de que se estrellara contra la camilla que había junto a la cama.