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Los trozos de cristal saltaron por todas partes, fue un milagro que no me cortase con alguno. Acabé con las deportivas cubiertas de esquirlas; el papel cayó a mi lado. Ya que había hecho tanto estruendo, lo recogí y lo abrí. Me temblaron las manos al leer: «Diez cosas que quiero hacer antes de morir».
Iba a seguir, pero la llegada de mis padres me interrumpió la lectura. Doblé el papel lo más rápido que pude y me lo guardé en el bolsillo. Si era de Hilary, supuse que lo correcto habría sido dárselo a mi madre. Sin embargo, mis reflejos me llevaron a esconderlo, como si hubiera descubierto algo prohibido.
Mamá se apoyaba en el marco de la puerta; había llegado dando trompicones. Papá me miraba, confundido, desde el pasillo.
Ella fue la primera en moverse.
Se acercó, me apretó los brazos contra el cuerpo y me sacudió con fuerza.
—¡¿Qué haces?! —me gritó—. ¿Por qué estás aquí? ¿Por qué has entrado? ¡Mira lo que has hecho!
Dio media vuelta para mirar el desastre, se acuclilló junto al espejo y acarició un borde de la estructura de madera. Giró la cabeza y me miró de una forma que nunca antes había visto.
—Vete de aquí. ¡Esta habitación debe permanecer intacta!
Tragué con fuerza. Tenía los ojos muy abiertos y la respiración agitada. ¿Por qué me prohibiría entrar en el cuarto de mi hermana? Al parecer, aunque ya no estuviera, seguía siendo la favorita de mamá. Un espejo y un dormitorio eran más importantes que yo.
Me giré y salí sin responder. Papá me paró en el pasillo.
—¿Estás bien? —me preguntó—. ¿Te has hecho daño?
Parecía que, después de todo, le importaba a alguien.
Negué con la cabeza, dominada de nuevo por el nudo en la garganta, y hui a mi habitación.

3
La lista
Mi habitación, que siempre había sido un refugio, parecía una cueva siniestra. No solo me sentía devorada por el dolor, sino que, además, estaba molesta. No entendía la actitud de mamá: para mí, usar las cosas de mi hermana era una forma de honrarla. Para ella, el simple hecho de tocarlas era un pecado. Intenté convencerme de que se trataba de algo pasajero y de que, con el pasar de los días, entraría en razón. Tenía que ser así.
Me senté en el borde de la cama. Metí la mano en el bolsillo del pantalón y saqué la lista. Ahora que podía observarla mejor, se trataba de un papel blanco escrito con boli negro. La letra de Hilary era inconfundible: meticulosa y redondeada, casi como un dibujo.
«Diez cosas que quiero hacer antes de morir».
¿Podía alguien resumir su vida en apenas diez deseos? ¿Cuántos habría llegado a cumplir? ¿Cuándo habría escrito esa lista?
Bajé la vista y fui directo a la firma. Ponía «Hillie», como solíamos llamarla, y debajo había una fecha. Ya tenía la respuesta a una de mis preguntas: había escrito la lista cuando el cáncer había hecho metástasis, es decir, cuando la enfermedad había empeorado. Después, Hilary solo vivió cuatro meses, la mayoría de los cuales se los pasó conectada a las máquinas que la mantenían con vida. Aún no sabía qué había escrito, pero estaba casi segura de que, si había logrado cumplir algo, no había sido mucho.
Respiré hondo y empecé a leer.
1. Decir lo que pienso más a menudo.
2. Ver a la abuela sin importar lo que diga papá.
3. Ir a un concierto de rock.
4. Nadar en el mar al amanecer.
5. Hacerme un piercing.
6. Tener sexo.
7. Comer la pizza más grande del mundo.
8. Ir a ver un partido de la NBA.
9. Besar a alguien en Times Square la noche de Año Nuevo.
10. Hacer algo que valga la pena por alguien.
¡¿Así que Hilary aún era virgen?!
Después de pensar eso estuve a punto de mirar el cielo. No era una persona religiosa ni mucho menos, pero me sentí fatal. ¿Cómo se me podía ocurrir semejante tontería cuando estaba asistiendo a lo más triste de la existencia de una persona: la comprensión de que la vida nunca es lo suficientemente larga para hacer todo lo que queremos?
Dejé el papel sobre la almohada y me quedé mirando la pared fijamente.
No vivíamos en un pueblo en medio de la nada; estábamos en Nueva York, y mi hermana nunca había ido a un partido de la NBA. ¡Es que nunca nos hubiésemos imaginado que quisiera ir a uno! O, al menos, yo no.
Nunca le había gustado el baloncesto, y a mi familia tampoco. Era animadora del equipo de fútbol americano. Quizá no le interesaba el deporte, sino hacer algo distinto. El concierto de rock era obvio, pero lo de nadar en el mar al amanecer también me había sorprendido. Sentí que ese deseo representaba ser libre. Libre de las máquinas, de la enfermedad, de la muerte.
Tenía que darle la lista a mamá, seguro que la ayudaría a conocer mejor a su hija ahora que se había ido, si es que le pasaba lo mismo que a mí. Sin embargo, estaba enfadada y preferí quedármela. Me puse de pie y, para que mis padres no la descubrieran, la escondí en el último cajón de mi cómoda, debajo de unos jerséis que ya no me ponía.
Volví a la cama y abracé la almohada hasta quedarme dormida.

Alguien llamó a la puerta y me despertó. Papá abrió y me avisó de que la gente se había ido y que debía bajar a comer algo. Le di las gracias y me levanté enseguida.
Era el único que quedaba en la cocina, recogiendo el desorden que habían dejado las visitas.
—No hagas mucho ruido, tu madre se ha tomado unas pastillas que le recetó el médico y se ha quedado dormida —me informó.
Me senté en la mesa, acerqué un plato con algunos canapés y me los quedé mirando. Después de meter vasos en el lavavajillas, papá se giró, se apoyó en la encimera y se cruzó de brazos.
—Val —le miré—, me gustaría saber si estás bien.
—Estoy bien —aseguré.
—Hoy has actuado de forma muy extraña. Es imposible que la muerte de Hillie no te duela. Sabemos que estás sufriendo tanto como nosotros y creemos que deberías exteriorizarlo.
—¿«Creemos» o solo tú lo crees?
—Mamá también. Pero le está costando asimilar lo que nos pasa y aún no puede hablar de ello —«ello» era la muerte—. Sabes que ella vivió la enfermedad de Hillie más de cerca; le costará reponerse y tenemos que ayudarla.
—¿La conversación es sobre ella o sobre mí? —pregunté. No porque no me importara mi madre, sino porque no quería sentirme mal por haber entrado en el dormitorio de Hilary y haber armado un desastre. Como he dicho antes: podía ser muy torpe y, por cómo se había puesto mamá, eso no la había ayudado para nada.
—La conversación es sobre ti, cariño, lo siento —respondió papá—. Queremos que estés bien. Bueno, al menos, lo mejor posible. Te ofrecimos ir a un psicólogo cuando enfermó, ¿lo recuerdas? No insistimos porque el dinero escaseaba y consideramos que tu hermana lo necesitaba más.
—Lo sé. No me hacía falta ir a terapia, no te preocupes.
—Pero ahora podemos pagarlo.
—No hace falta, papá, gracias.
—No te precipites en tomar la decisión, solo es una propuesta. Decide cuando te sientas preparada.
Asentí con la cabeza y me metí un canapé en la boca para que no insistiera y para que creyera que estaba bien.
—Esa ropa… —continuó él.
—Era de Hillie, sí —dije antes de que siguiera hablando.
—Creo que sería mejor que no usaras ropa de Hillie delante de mamá. Al menos durante un tiempo.
—¿Irá al psicólogo?
—No lo sé, aún no lo hemos hablado.
Nos volvimos a quedar en silencio.
—Papá.
—¿Sí, cariño?
—Será extraño dormir sabiendo que los gritos de dolor de Hillie no nos despertarán a media noche.
No sé de dónde salió eso o por qué lo dije justo en ese momento, pero le acabé de romper el corazón.
—Hillie ya no sufre más —dijo con entereza, aunque se le quebró la voz—. Vamos, come; tienes que mantenerte fuerte. ¿Qué harás mañana? Tengo el día libre en el trabajo, ¿quieres ir a al instituto?
No lo había pensado.
—Sí, quiero ir —dije.
—¿Estás segura?
—Estoy segura. Gracias.
Asintió y se giró para seguir vaciando platos en la basura y colocarlos en el lavavajillas. Me lo quedé observando un momento: la espalda ancha, los hombros erguidos, las piernas largas. Papá. Prácticamente lo miraba con los mismos ojos de cuando era niña; esperaba que, ahora que Hillie se había ido, dejara de vivir para trabajar.
Después de comer dos canapés, le ayudé a tirar los restos a la basura y a guardar la vajilla limpia. Poco después nos despedimos con un abrazo y cada uno se fue a su habitación.
Casi no dormí pensando en Hilary. Me preguntaba dónde estaría y si me estaría espiando. Sentí miedo, pena, tristeza y dolor, todo al mismo tiempo. Lloré un rato, recordé nuestros mejores momentos y, al final, me acabé riendo al recordar que, una vez, cuando tenía cinco años, me pidió que le cortase el pelo y le hice un estropicio.
Sí, Hilary había sido una buena hermana, y eso me acompañaría toda la vida.

Cuando bajé las escaleras la mañana siguiente, mis padres aún no se habían levantado. Me preparé un bol con cereales, comí un par de tostadas y me fui al instituto.
Glenn fue la primera en correr hacia mí cuando me vio abriendo la taquilla.
—¡Val! ¿Cómo estás? Pensaba que no vendrías —dijo.
—¿Qué sentido tendría quedarme en casa? —respondí.
—¡Cuánto lo siento! Lamento no haber ido ayer. Estaba en la iglesia, mi padre no me dejó faltar a misa para ir.
Glenn era morena y vivía en Harlem, un barrio lleno de afroamericanos. Cantaba como nadie y no se perdía un solo día de ensayo —y mucho menos de celebración— con el coro de su iglesia.
Se me escapó una sonrisa: el padre de Glenn era pastor, así que en su casa eran muy religiosos. Sin embargo, no había permitido que su hija faltara a la iglesia un domingo para acompañar a una amiga que acababa de perder a su hermana.
Como parecía compungida de verdad, me tragué las emociones y le dije que no pasaba nada, que había recibido su mensaje y que le agradecía que rezara por mi familia. ¡Lo hacía! Pero�necesitaba algo más. Algo que ni mi familia, ni mis amigas, ni ninguna de las personas que conocía podía darme. Lo peor de todo era que no sabía qué me faltaba. Hilary, por supuesto. Pero había algo más. Era como si su muerte me hubiera hecho darme cuenta de que, en realidad, siempre había estado un poco vacía.
Intenté sobrevivir a ese día entre las condolencias de los profesores y las clásicas tonterías de mis compañeros. Aunque una persona hubiese muerto, el mundo seguía girando. Nada cambiaba, excepto los afectados por esa partida, que en este caso se reducía solo a mamá, papá y a mí. Tres contra el mundo.
Ir al instituto, de todos modos, me ayudó. Sin embargo, a veces pensaba en cosas como que Hilary no había podido ir a la universidad. Aun así, me entretuve con un experimento en clase de ciencias, leí en voz alta un poema en literatura y hasta me atreví a defender a mi amiga.
—Hoy en día la gente no ama —dijo Liz. Estábamos hablando sobre el amor—. Los chicos solo buscan una chica bonita de la que puedan presumir delante de sus amigos y pasar el rato con ella.
—Envidiosa —murmuró uno, fingiendo que tosía. Los demás se rieron. Liz era una de las chicas más guapas del instituto; ese tonto no sabía lo que decía.
—Chicos —les regañó la profesora, muy poco enérgica para mi gusto, y volvió a mirar a mi amiga—. Eso que expones es una problemática muy cierta, Elizabeth. Más adelante trabajaremos el tema de la mujer como objeto sexual —los profesores llamaban a Liz por su nombre completo, aunque ella lo odiaba. Se oyeron algunas risas más—. Pero no todos los chicos son así, te lo prometo. Fíjate: Lord Byron era un romántico.
—Pues entonces tendríamos que ir al siglo xviii para encontrar un chico que valga la pena —acoté, mirando al idiota que había llamado envidiosa a mi amiga. Los demás hicieron un largo «Uh», sorprendidos por mi nueva actitud.
Cuando llegué a casa, mamá seguía en la cama y papá no estaba. Como ella dormía, bajé las escaleras e intenté llamar a papá. Descolgó al cuarto pitido.
—Lo siento, Val, ha habido una urgencia en el trabajo y he tenido que ir a la oficina. Volveré tarde. Hay comida en la nevera. Por favor, asegúrate de que mamá coma algo.
—Sí, de acuerdo. Adiós.
Dediqué el resto de la tarde a hacer deberes y a preparar la cena. Nada muy elaborado, solo lo que me permitía mi mala mano para la cocina. Preparé dos platos, dos vasos, dos pares de cubiertos y subí a buscar a mamá.
—Mamá —la llamé mientras le tocaba el brazo. Me pareció que no se había levantado en todo el día—, vamos a cenar.
—No tengo hambre, Val, gracias —respondió con un hilo de voz. Las sábanas estaban llenas de pañuelos de papel, de los cuales aún tenía uno en la mano. Hacía mucho calor y me dio la impresión de que estaba sudando.
—Por favor… Ya la he preparado. Acompáñame a la mesa.
—Déjame en paz.
Me erguí de golpe; la frase me sacudió. Sentí rabia y bajé las escaleras corriendo. Llené el plato de comida, serví agua en su vaso y lo puse todo en una bandeja. No iba a rechazarme de esa manera; le había prometido a papá que comería, así que lo haría.
Subí la bandeja llena y la dejé sobre la mesita de noche. La volví a despertar y hasta la sacudí.
—Te he traído la cena. Papá me ha pedido que te obligara a comer. Por favor, no me hagas esto —supliqué.
Nunca respondió.
Fue la peor semana de mi vida. Mamá casi no se levantó de la cama, papá trabajaba todo el día y yo solo tenía el instituto.
El domingo, deseé huir a un mundo paralelo. Glenn estaba en la iglesia y Liz estudiando para sacar las mejores notas de la clase. Mamá seguía en la cama y papá intentaba que se levantase. Entonces entendí que estaba completamente sola, que la enfermedad no había acabado con la muerte de Hillie y que mi familia quizá estaría enferma toda la vida.
Me sentía triste e impotente. Estaba tan molesta que hasta me enfadé con Hilary. Le pregunté por qué se había puesto enferma y por qué se había ido, como si ella tuviera la culpa.
Así fue como volví a la lista. Me senté delante de la cómoda y busqué entre la ropa hasta encontrarla. Releí cada palabra que había escrito Hillie, cada deseo, y sentí como se me llenaba el alma.
Esa semana había sido espantosa en casa, pero diferente en el instituto. Me había atrevido a participar en clase, algo que nunca hacía porque el rechazo me daba demasiado miedo, y había disfrutado de las asignaturas, quizá porque eran lo único que me ayudaba a desconectar. Por primera vez, los estudios habían sido mi válvula de escape. ¿Y si había otros métodos? ¿Y si el modo de honrar a alguien no era hacer un funeral y mantener su dormitorio intacto? ¿Y si Hilary, desde el más allá, había tirado ese espejo para que yo tuviera su lista?
Bueno, eso último suena muy exagerado. Pero, fuese como fuese, había llegado a mis manos y debía hacer algo al respecto.
Hilary no había tenido tiempo de cumplir sus sueños, y aunque no podía darle más días, podía cumplir sus deseos.

4
La estafadora
Me puse manos a la obra y copié la lista de Hillie en otra hoja. No quería tocar la suya porque quería guardarla de recuerdo. Además, no descartaba dársela a mamá algún día.
La releí varias veces y me pregunté si dejaría alguna sin cumplir. Había algo que me perturbaba cada vez que lo leía, y era el punto del sexo. Podía besar a un desconocido en Times Square la noche de fin de año, pero el sexo era algo que simplemente llegaba, y no pensaba acostarme con cualquiera solo para cumplir un sueño de mi hermana. Nunca tendría sexo por el simple hecho de que me lo indicara una lista, así que taché el punto número seis. Mi decisión era irreversible: el punto número seis no existía.
El segundo me parecía el más difícil. Ir a ver a la abuela cuando a duras penas me acordaba de ella y papá no la había querido ni en el funeral de su hija, era, como mínimo, una locura. Si él se enteraba de que había desobedecido sus órdenes, se desataría una guerra.
Me detuve enseguida. No podía empezar a tachar deseos a diestro y siniestro; habría sido como jugar con los sueños de mi hermana. ¿Qué es la vida, sino una aventura tras otra? Si quería demostrarme a mí misma que era capaz de cumplir los deseos de Hillie a pesar de que a mí nunca se me hubieran ocurrido, me convenía empezar con algo difícil. Cualquier persona se podía comer una pizza. Ir a ver a la abuela era de valientes.
Lo primero que hice fue buscar «Rose Clark» en internet. Por supuesto, aunque se la veía bastante jovial, no tenía redes sociales. También podía ser que usara su apellido de soltera, pero no sabía cómo averiguarlo si no era preguntándoselo a mi padre. Enseguida se me ocurrió que una persona de sesenta años quizá no tendría Facebook, pero sí teléfono fijo, así que la busqué en el listín telefónico.
Cuando descubrí que existía una Rose Clark en el barrio chino, me dio un vuelco el corazón. La alegría solo duró unos segundos: si era china, era imposible que fuera era mi abuela. Pero allí no solo vivían chinos, aunque sí que eran la gran mayoría. Tendría que ir para salir de dudas.
Como mamá se pasaba el día encerrada en su habitación y papá en el trabajo, ni siquiera tuve que darles explicaciones. Al día siguiente, cuando salí del instituto, me resultó muy fácil tomar el metro hasta el barrio chino. No solía ir mucho por ahí, así que tuve que usar el móvil para encontrar la dirección.
Cuando llegué a la puerta, me quedé pasmada. Se trataba de un pequeño local con una ventana cubierta por cortinas rojas. Detrás del vidrio había un cartel luminoso que anunciaba «Mentalista». Me reí sin tapujos, aunque corría el riesgo de que los transeúntes considerasen que estaba loca. Nunca me había creído ese cuento de que algunas personas podían adivinar el futuro, y dudaba de que mi abuela fuera una estafadora que se aprovechara de la gente que entraba en su tienda en busca de mentiras místicas. Una mujer que hacía eso no podía haber criado a un hombre intachable como mi padre. Aun así, ya que me había tomado la molestia de ir, entré.
No había acabado de abrir la puerta cuando se oyeron unas campanitas. El olor a incienso me golpeó en la nariz. Hice una mueca y entrecerré los ojos, como si así pudiera ver mejor a través de la penumbra escarlata del negocio. Había una cortina roja muy pesada y, detrás, una mesa redonda y una silla.
—Adelante —dijo una voz de ultratumba.
Aunque sentí un poco de miedo, seguí avanzando. Empecé a darme ánimos: «Vamos, Val, una estafadora no puede asustarte. Debería ser ella la que te tuviese miedo. Si la denuncias…».
Esperaba encontrarme a una china de unos cuarenta años desesperada por encontrar clientes. Me quedé de piedra cuando descubrí que la voz no pertenecía a la mujer que había imaginado, sino a la señora que había visto en la entrada de casa. Sí: mi abuela era una estafadora y, por si fuera poco, ni siquiera me había reconocido. En el fondo esperaba que la enemistad que había entre ella y mi padre no fuera para tanto y que él le hubiese enviado fotos de sus hijas. Al parecer, no era así.
—Adelante, querida —dijo señalando la silla libre.
Llevaba el pelo rubio largo y ondulado sobre los hombros, y una blusa blanca muy parecida a la que le había visto en casa. Sobre la pequeña mesa redonda había cartas de tarot y unas piedras, las cuales supuse que eran runas. El olor a incienso aún era más fuerte en este lado de la cortina y me estaba mareando; el humo me impedía terminar de estudiar su rostro. Solo supe que llevaba las manos llenas de anillos y las muñecas de brazaletes.
Sujeté el respaldo de la silla y la aparté despacio. Me quité la mochila y la dejé al lado mientras me sentaba. No quité la mano de las correas, por si tenía que salir corriendo. El ambiente daba miedo.
—Déjame decirte lo que veo —pidió sin que yo le explicara nada—. Acabas de salir del instituto. Tienes un problema muy grave y necesitas ayuda.
Entreabrí los labios, indignada. Mi abuela no solo era una estafadora, sino que, además, se atrevía a robarle a una menor de edad.
—Sí —contesté para seguirle el juego.
Entrecerró los ojos y me miró de la cabeza a la cintura, que es hasta donde me llegaba el borde de la mesa.
—Estás triste. Si quieres puedes contarme el motivo o bien dejar que lo averigüe.
No era difícil adivinar que una adolescente acudiría a una mentalista porque estaba triste o tenía problemas. No iba a conformarme con frases hechas.
—¿Y cómo le llega esta información? ¿Por correo electrónico? —pregunté haciéndome la ingenua.
Me arrepentí al instante de haber hecho la broma.
—Se te dan muy mal los deportes —soltó de la nada. Me quedé atónita—. Pero tu hermana es muy buena. Excelente.
—Era —la corregí con voz temblorosa.
—¿«Era»?
—Murió la semana pasada.
Sentí escalofríos. Nunca había reconocido la muerte de Hilary en voz alta. Además, esa mujer acababa de adivinar que se me daban mal los deportes pero que tenía una hermana a quien se le daban bien.
Estuve a punto de huir, pero justo en ese momento la mirada de mi abuela cambió y una fuerza invisible me apretó contra la silla. Rose se llevó una mano al pecho mientras fruncía el ceño y murmuró:
—¿Eres Valery?
—Sí —respondí con cautela.
—Oh… —tan solo «Oh». ¡Pero ese monosílabo escondía tantas cosas!
Se levantó de la silla y apagó el cartel luminoso de la ventana. A toda velocidad, giró el que decía «Abierto» a «Cerrado» en la puerta y echó la llave.
—Vamos a tomar un té —me invitó, extendiéndome una mano.
No la toqué, pero, a pesar de sentirme un poco insegura, cogí la mochila y me levanté para seguirla al fondo de la tienda.
Llegamos a un piso decorado con el mismo estilo que el local. El suelo estaba cubierto con una alfombra persa, había un sillón de dos plazas y una mesa con un pañuelo de seda negro y dorado encima. La sala estaba abarrotada de objetos; destacaban un gato egipcio de porcelana que me llegaba hasta la cadera, un mueble antiguo y un centenar de frascos y velas.
«Por favor, que no sea una bruja como las de las películas. Que no sea una bruja, que no sea una…»
—Siéntate —me ofreció señalando una silla. Por ir pensando tonterías no me había dado cuenta de que acabábamos de llegar al comedor.
Los muebles eran de madera y había una ventana con las cortinas cerradas. Al otro lado de la habitación había una puerta que daba a la cocina y una encimera baja que hacía de isla para desayunar.
Me senté y ella me miró durante unos segundos. Supongo que pensaba «¡Qué grande está mi nieta!» y todas esas cosas que piensan las abuelas, por más joviales que parezcan.
—Prepararé un té —anunció, y se fue a la cocina.
Por suerte podía verla desde el comedor a través de la isla y controlar que no pusiera nada extraño en la infusión. Estaba actuando de forma paranoica, lo sé, pero en la vida había estado en casa de una mentalista. Y que encima fuera mi abuela… No me lo podía creer. Un poco más y tengo que ir a visitarla a la cárcel por quitarle el dinero a la gente con mentiras.