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Al llegar a la segunda canción, quería que el líder se callara y que el guitarrista tomara su lugar. Las partes que más me gustaban eran aquellas en que el chico de pelo negro entonaba con fuerza partes específicas de Fortune Faded.
Ni siquiera me di cuenta de que, cuando los Dark Shadow acabaron de tocar, ya llevaba una hora en el bar.
Me acerqué a la barra, decidida a quedarme un rato más para escuchar a los Rats, que, según decía el folleto, versionaban canciones de los mejores grupos de metal, y me senté en el único taburete que quedaba libre. Me vibró el teléfono: me acababa de llegar un mensaje de Liz.
Liz.
¿Qué haces?
Val.
Estoy en el bar.
Liz.
¿Al final has ido a ese bar de abuelos?
Val.
Bueno, «los abuelos» están bastante bien. El cantante del
último grupo es el típico chico que les gusta a todas.
—Dos cervezas —ordenó alguien a mi lado.
Seguí pendiente del móvil hasta que uno de los vasos se interpuso entre mi vista y la respuesta de Liz. Levanté la cabeza en una fracción de segundo y me quedé de piedra: el cantante de los Dark Shadow me estaba ofreciendo una cerveza.
—¿Qué hace una chica tan guapa como tú pendiente de su teléfono en vez de disfrutar de la noche? —preguntó.
Mis neuronas empezaron a correr en todas direcciones, chocándose entre sí hasta el punto de dejarme sin habla. Primero: me estaba hablando el líder de una banda conocida por todos los que estaban en el bar. Segundo: me acababa de ofrecer una bebida. Tercero: acababa de decir que era guapa. Seguro que necesitaba gafas.
—Eh… —balbuceé.
—Vamos, ¡fría está más buena! —exclamó, y me puso la mano alrededor del vaso.
Cuando nuestros dedos se rozaron, sentí mariposas en el estómago. A pocos centímetros como estábamos, el chico parecía todavía más guapo que encima del escenario, y la voz le vibraba como las cuerdas de la guitarra.
—¿Cómo te llamas? —preguntó, y luego se bebió medio vaso de un trago.
—Valery —respondí—, pero todo el mundo me llama Val.
—«Val» —repitió—. Me gusta. Es la primera vez que te veo por aquí.
Un trago me devolvió la capacidad de conversar.
—Es la primera vez que vengo —admití.
—¿Y eso por qué? —preguntó.
—Creía que no me gustaba el rock.
—¿Y ahora?
—Pues gracias a tu grupo, ya no estoy tan segura.
Se rio con ganas y pidió otras dos cervezas.
—Para mí no, gracias —me apresuré a aclarar.
—No hay excusa que valga. Cuando aceptas un trago, aceptas dos —respondió con entusiasmo.
Seguimos hablando del bar, de su banda y de la noche en general mientras me bebía las dos cervezas que me había regalado. Me contó que habían empezado a tocar juntos cuando tenían dieciocho años y todavía iban al instituto, que cada sábado tocaban en el Amadeus y, los viernes, en un sótano llamado The Cult, como la legendaria banda de los 80. Yo solo conocía la música que sonaba en la radio, así que me contó algunas anécdotas de grupos que le gustaban, entre ellas, como era obvio, los Red Hot Chili Peppers.
—Soy Brad —se presentó, un poco tarde, y me tendió la mano para que se la estrechara.
—Val —respondí, entregándole la mía. Enseguida me di cuenta de que estaba un poco borracha y me eché a reír—. Pero creo que ya me había presentado —agregué.
Brad me estrechó la mano, tiró de mí y, en un microsegundo, me encontraba abrazada a su pecho. Casi al mismo tiempo, me empezó a besar y mi mundo se convirtió en una nube de confusión. Tenía los labios suaves y carnosos, que devoraron los míos con la precisión de un experto. No me pude resistir al deseo y respondí sin pensarlo. Le sujeté por la nuca, apreté aún más nuestros labios y empezamos un juego peligroso.
Sus dedos buscaron el borde de mi ropa y se metieron entre mi piel y la tela. Me acarició la espalda, la cintura y, de pronto, tenía su otra mano en mis pechos, por encima de la camiseta.
—Oh, por Dios, estás tan buena —me susurró contra el cuello.
Nunca me había sentido tan guapa. Nunca me habían deseado de ese modo, y eso me llevó por un camino en el que no era capaz de reflexionar nada.
—Ven. Quiero enseñarte algo —dijo de repente.
Me tendió la mano y dejé que me guiara mientras me mordía el labio. Me creía adulta y atractiva, algo que no había sentido en la vida. ¿Era así como se sentía ser perfecta como Hillie? Si le gustaba a un chico que podía tener a la chica que quisiera, entonces mis compañeros de clase, que me seguían llamando «gorda», eran unos idiotas.
Me condujo por un pasillo oscuro que las parejas usaban para besarse y tocarse, y apartó una cortina. El otro lado olía a marihuana y a tabaco. Aparecieron, además, los otros integrantes de su banda y algunos chicos de las anteriores. El batería de los Dark Shadow estaba sentado en el suelo, con una chica sobre las piernas; se besaban y tocaban como si estuvieran a punto de follar ahí mismo.
Brad se sentó en un rincón y me invitó a acomodarme a su lado. Era bastante ingenua, así que, ni siquiera cuando cogió un espejo, algo que parecía una pajita y se sacó una bolsita de la chaqueta, me di cuenta de lo que estaba haciendo. Volcó un poco de polvo blanco sobre el espejo e inhaló. Estaba esnifando cocaína.
La música sonaba muy fuerte y me embotaba los oídos. Me quedé boquiabierta, mirando como se drogaba. De pronto, lo bella y deseada que me sentía se transformó en miedo.
Miré a mi alrededor: casi todos sus amigos se estaban enrollando con chicas que, seguramente, también habían bebido y esnifado. Solo una se miraba las uñas, un poco despeinada y distraída, en un rincón, con el guitarrista de la voz dulce, que bebía con los ojos entrecerrados. Supuse que ya no se estaba drogando porque había llegado a su límite.
—Toma —me dijo Brad, ofreciéndome el espejo, y volvió a tocarme una teta.
—No, gracias —dije. Él se rio.
—Venga, no te hagas de rogar. Te gusta tanto como que te toque —murmuró, buscando mi cuello.
¿«Te gusta tanto como que te toque»? Le di vueltas a la frase que acababa de decir.
—Déjame —pedí. Él no me hizo caso—. Déjame, ¡no quiero! —grité, a la defensiva.
Intentando quitármelo de encima, golpeé el espejo sin querer. La cocaína voló por los aires y se esparció por nuestros pantalones.
—¡¿Qué haces?! —exclamó enfadado mientras me empujaba—. ¿Quién te crees que eres? —tiró el espejo a un lado y sacó el móvil mientras yo no cabía en mí por el asombro—. Ahora verás. Le voy a decir a todo el mundo que eres una puta histérica. Pobre del que se enrolle contigo.
El corazón me empezó a latir frenéticamente. Me temblaban las manos, no acababa de entender qué estaba pasando.
—¡¿Qué te pasa?! —proferí intentando arrebatarle el teléfono.
Él se puso de pie. Yo le cogí del antebrazo, con la intención de ver a quién iba a decirle todas esas cosas. ¿Acaso me conocía del instituto y yo no me había dado cuenta? ¿Por qué me amenazaba?
Se soltó de forma tan brusca que acabé en el suelo.
—¡Eh, Brad! —le llamó alguien. Los dos miramos al mismo tiempo: era su amigo, el guitarrista de la voz dulce, quien, en ese momento, sonaba como un cantante de heavy metal—. Ven a ver esto.
Le puso una mano en el hombro y le guio hacia la cortina. Yo seguía en el suelo, temblando, sin entender del todo qué había pasado. El chico de pelo negro que se llevaba a Brad me miró por encima del hombro y se apresuró a salir. Yo me quedé de pasta de boniato. Cuando conseguí, al menos, respirar calmadamente, recogí los fragmentos de mi dignidad, que se habían dispersado por el suelo, me puse de pie con las rodillas todavía temblorosas y salí al pasillo.
Me llevé a algunas parejas por delante y llegué a la calle con el corazón en la boca. No podía respirar. Me sentía angustiada y más sola que nunca, humillada hasta los huesos. ¿Cómo podía alguien hacerte sentir la más hermosa y, al segundo, la peor persona que existe?
Empecé a caminar con intención de alejarme de ese bar lo antes posible. Antes de que llegara a la esquina, me pareció que alguien me llamaba con un «¡Eh!».
Me giré y lo vi: el guitarrista de pelo negro me seguía. Se acercó con pasos largos y, en menos de un segundo, le tuve cara a cara.
—¿Estás bien? —me preguntó.
—¿Y a ti qué te importa? —protesté entre lágrimas.
—Si no me interesase, no te hubiera preguntado —respondió tajante, aunque calmado. Todo lo contrario a mí.
—Eres un imbécil… —espeté—. Aun así, para tu información, no, nada está bien. Mi madre está deprimida y mi padre se pasa el día trabajando. He venido a un bar de mala muerte, he dejado que un chico me sobara y mi hermana murió hace dos semanas. Así que no. Nada está bien.
Se quedó callado unos segundos.
—Siento mucho lo de tu hermana —dijo al fin con voz calmada.
Me reí como una histérica.
—¿Eres idiota? Por supuesto que no lo sientes. Solo mi madre, mi padre y yo lo sentimos, así que no seas falso. ¿Por qué no vuelves con tus amigos? Nadie que valga la pena se juntaría con ese inútil de Brad, así que déjame en paz. Ve a beber y a esnifar coca con tus amigos. Adicto.
Orgullosa de haberle dicho todo lo que querría haberle chillado a Brad, me di media vuelta y me alejé del bar.
«Siento mucho lo de tu hermana». ¡Ja!
¿Y si el rock era lo mío?
Estaba segura de que sí porqué había puesto en su lugar a ese idiota al que decidí llamar «Dark Shadow».

7
Dark Shadow
Dark Shadow, el guitarrista de voz dulce y pelo negro, se convirtió en una sombra oscura en mi conciencia.
Como era tarde, volví a casa en taxi, y me fui enfadando cada vez más por el camino. La humillación había dado paso a la ira. Debería haberle partido la cara a Brad, en vez de insultar a Dark Shadow.
Papá se dio cuenta de que había llegado y llamó a la puerta de mi habitación justo cuando terminaba de ponerme el pijama.
—Pasa —dije.
Entró mientras me metía en la cama. Cuando terminé de poner bien el edredón, se sentó en el borde de la cama y me miró de forma compasiva.
—¿Estás bien? —preguntó—. Juraría que has llorado. ¿Quieres contarme qué ha pasado?
—Me he peleado con Liz, no es nada importante —mentí. En la vida se me ocurriría preocupar a mi padre con lo que había pasado esa noche teniendo en cuenta nuestra situación.
—Esta semana internarán a mamá. No hay vuelta atrás. Será poco tiempo, para prevenir que la depresión empeore. ¿Qué opinas?
—Solo quiero que vuelva a ser la de antes —contesté—. Si esto va a ayudarla, entonces me parece bien —papá asintió y me sujetó la mano.
—Gracias por ser tan comprensiva, cariño. Sabes que puedes contarme cualquier cosa, ¿verdad? Todo lo que te pase.
—Sí, papá, gracias.
—Bien. Te dejo dormir.
Me dio un beso en la frente, se levantó y apagó la luz al salir.
Me recosté pensando en mamá. Quería que se sintiera mejor lo antes posible.
Pensé en Hilary. Cumplir sus deseos no estaba resultando tan fácil como esperaba; debería haber empezado por la pizza.
Después, para mi sorpresa, pensé en Dark Shadow. Repasé nuestra discusión a la salida del bar y me di cuenta de que, a decir verdad, la única que había discutido había sido yo. Él se había limitado a escuchar o a responder con voz calmada. Había hecho bien en apartarme de él, era igual de rastrero que su amigo rubio. Sin embargo, había algo que me reconcomía por dentro.
No paraba de darle vueltas a por qué me sentía mal por haberle insultado si se lo merecía. Era amigo de un gilipollas y solo la gente con ideas parecidas deciden formar un grupo de música. Casi no había hablado, así que me basaba en su silencio y dos o tres palabras. Al cabo de unos minutos comprendí que el secreto no radicaba en lo que había dicho o no, ni en cómo había actuado, sino en su mirada. Concretamente, la expresión que puso cuando lo llamé adicto.
Con esfuerzo logré conciliar el sueño, pero no sirvió de nada: cuando amaneció seguía pensando en Dark Shadow y esa mirada herida. Tenía los ojos azules… No, grises. No lo tenía del todo claro porque me había dedicado a insultarle, pero recordaba que eran preciosos.

—¿Qué tal en el bar? —me preguntó Liz antes de que llegara la profesora de matemáticas. Me encogí de hombros. Ella se rio—. ¿Qué pasa? ¿No era lo que esperabas?
—Me pasó algo horrible.
Le conté lo que había pasado con Brad y su amigo el guitarrista. Glenn llegó en medio del relato y tuve que empezar de nuevo para ponerla al corriente.
—No es culpa tuya —concluyó Liz, muy segura—. Si el guitarrista no quiere que le prejuzguen, que se junte con gente decente.
Así era ella: concreta y exigente, por eso caía mal a mucha gente. Sin embargo, era una de las razones por las cuales sus palabras significaban tanto, y consiguió que dejara de sentirme culpable, al menos durante un rato.
Las clases hicieron que me olvidara del guitarrista durante horas. Las bromas de Liz y Glenn sobre el bar me sacaron más de una sonrisa. Incluso encontramos una canción que se llamaba Rock Me Amadeus y jugamos a cambiarle la letra: «Amadeus, Amadeus, no me tientes, Amadeus».
Todo eso me ayudó a restarle importancia a lo que había pasado, pero cuando me acosté por la noche, Dark Shadow volvió a perseguirme como un fantasma. Repasaba los insultos y me sentía cada vez más desalmada. Lo había llamado imbécil, idiota, falso… adicto.
Me tapé la cabeza con la almohada y enterré la cara en el colchón hasta que me quedé sin aire y tuve que salir a respirar con la boca abierta. Me giré hacia arriba y empecé a hablar mentalmente con Hilary. Hasta que murió, creía que tenía mucha experiencia con los chicos. Al parecer, ni siquiera se había acostado con uno, pero seguía siendo mi hermana mayor y seguro que sabía, aunque fuera poco, algo más que yo.
Me sentí un poco decepcionada cuando no encontré consuelo. Había actuado mal y lo sabía, pero no quería reconocerlo.

El día siguiente fue horrible. El más horrible de todos después de la muerte de Hillie.
El doctor Hauser llegó con dos enfermeros, que entraron en la habitación de mamá junto a mi padre. Aunque cerraron la puerta, escuché los gritos de mi madre, hasta que, de golpe, se calló. Cuando salieron, me di cuenta de que la habían sedado.
Se la llevaron mientras estaba dormida y nos aseguraron que mejoraría en pocas semanas o, con suerte, en unos días. Sabíamos que recuperarse de una depresión llevaba tiempo, pero, al menos, superaría la crisis en la que se había sumido desde el funeral de Hillie.
Cenar a solas con papá ya se había convertido en una costumbre.
—¿Quieres que mañana vayamos a ver a mamá? —me preguntó mientras nos terminábamos las hamburguesas que había preparado—. El doctor dijo que podíamos ir todos los días. Es más, dice que sería lo mejor para ella.
—Iré todos los días —dije.
Después de la cena, me fui a mi habitación y taché el recital de la lista de Hilary. Me preguntaba cuál sería el siguiente paso. Aunque merecía un respiro y la pizza era lo más sencillo, decidí que me haría un piercing.
Lo de mamá, el instituto y cumplir el siguiente deseo me entretuvieron bastante, pero cuando me iba a dormir o cuando me despertaba, solo podía pensar en Dark Shadow. Me preguntaba por qué no había respondido a mis insultos, si su amigo Brad, sin que yo le hubiera hecho nada, me había humillado. Me habría gustado saber de qué color tenía los ojos, cómo se llamaba…
Pensé en volver a hablar de él con Liz y Glenn. Como buenas amigas, intentarían levantarme el ánimo y empezarían a bromear con que me gustaba un rockero y todas esas tonterías con las que pasábamos el rato. Pero eso no resolvería mi problema, ni acallaría la culpa. Me sentía mal por haberle insultado y temía haberle herido.
Contárselo a papá ni se me pasaba por la mente. Pero estaba mi abuela. Rose seguro que me daría un buen consejo, así que decidí visitarla el sábado.
Ir a ver a mamá al hospital fue casi tan horrible como ver a los enfermeros llevársela. Sin embargo, aunque pareciera increíble, unas horas con la medicación adecuada y buenos profesionales habían mejorado su aspecto y su carácter. Esperaba que volviera a casa pronto, que fuera otra vez ella misma.

—¡Val! —exclamó Rose al verme entrar en su negocio.
Del mismo modo que había hecho la vez anterior, cerró las cortinas, apagó el cartel luminoso y cambió el anuncio que decía «Abierto» por el lado que decía «Cerrado».
—¿Me vas a contar cómo adivinaste cosas sobre mí el otro día? —aproveché para preguntar mientras pasaba junto a la mesita donde descansaban las cartas y las runas.
Mi abuela sonrió con picardía.
—Está bien, te contaré el secreto en caso de que algún día quieras dedicarte al oficio.
—No, gracias —murmuré entre risas. Ella también se rio.
—Lo único que tienes que hacer es observar. Primero, la mirada del cliente; los ojos indican cómo se siente una persona. Por otro lado, aunque no lo creas, los problemas de la gente se repiten, y al final te das cuenta de que casi todas las personas siguen un patrón. Mirando al cliente puedes intuir cuál es ese patrón y, cuando aciertas con una cosa, el resto es fácil de deducir.
Entrecerré los ojos pensando en mis propias deducciones.
—Está bien: la mochila y cómo iba vestida te indicaron que venía de clase—admití—. Pero eso de que se me dan mal los deportes…
—Ese día tenías una marca en el dorso de la mano. Apuesto a que te tocó colgarte de las anillas en gimnasia. Solo una persona que no sabe hacerlo bien acaba con esas marcas.
Abrí la boca como si fuera a comerme una hamburguesa. Había dado en el clavo.
—¿Y lo de mi hermana?
—Muchas chicas de tu edad se comparan con sus hermanas, igual que los chicos lo hacen con sus hermanos. Es extraño que una chica y un chico se comparen entre sí. Fue arriesgado, pero no me equivoqué, ¿verdad? Si realmente te hubiesen interesado mis servicios, eso te habría convertido en mi cliente.
Hice una mueca.
—No te ofendas, pero me parece que estafas a la gente.
—¡No! Bueno, a veces le vendo algún producto que no es más que agua con hierbas aromáticas a algún cliente, pero la mayoría de las personas solo necesitan hablar con alguien, y lo mío es mucho más económico que ir al psicólogo.
—¡Rose! Sin el psiquiatra, mi madre se habría ido con Hillie.
—¡No estoy diciendo que sustituya a un psiquiatra, Valery! Solo digo que, a veces, las personas necesitan creer en algo para resolver sus problemas. Por eso van a la iglesia o buscan un mentalista. No me refiero a la salud, sino a asuntos de la vida. Les digo que mi producto puede acabar con su problema y, lo creas o no, la mayoría de las veces solucionan ese problema. ¿Sabes por qué? Porque las personas creyeron que lo haría —me puso una mano en el hombro y dijo una de sus frases cargadas de sabiduría—. No importa lo que pienses: pasará lo que tenga que pasar. ¿Te apetece un té?
Solo pude asentir con la cabeza.
Entramos en la casa y mi abuela fue a la cocina. Dejé la mochila en una silla del comedor y me planté junto a ella, frente a la encimera.
—¿Por qué has dicho eso de tu madre? —preguntó mientras llenaba dos tazas con agua.
—A mamá le está costando superar la muerte de Hillie. Pasará la semana en un hospital psiquiátrico —no sé si eran sus habilidades o qué, pero, cuando estaba con ella, solo sentía unas ganas irrefrenables de confesarme.
Me miró, preocupada.
—Ojalá eso la ayude —dijo.
—¿Tú qué crees? —pregunté. Me importaba su opinión porque era una persona muy perspicaz.
—Yo creo que mejorará —aseguró, y metió las tazas en el microondas.
—El sábado fui a un bar —fui directamente a la parte de la conversación que me había llevado allí en primer lugar. Seguí hablando mientras jugaba distraídamente con el borde de la encimera—, conocí al cantante de una banda de versiones y nos besamos —la abuela me miró con los ojos muy abiertos—. Después me llevó a un lugar privado y bueno, él y sus amigos empezaron a hacer cosas que yo no quería hacer.
—¿Se estaban drogando? —preguntó sin tapujos.
—Sí, estaban esnifando coca.
—¡Val! —exclamó. La miré al instante, a punto de arrepentirme de haber tenido la intención de contarle lo que me preocupaba.
—¿Vas a juzgarme?
—No —bajó la cabeza, después volvió a mirarme—. Tú no la esnifaste, ¿verdad? Sé sincera conmigo: ¿tú no…?
—No. Le dije que no quería, así que me rechazó. La cuestión es que, justo cuando la discusión se complicó, vino su amigo, otro chico del grupo, y se lo llevó. Cuando salí, me siguió y me preguntó si estaba bien. Y yo le insulté.
—¿Al que te rechazó o al amigo?
—Al amigo.
—¿Por qué te preocupa eso? Pareces preocupada.
—Porque no puedo dejar de pensar en él. ¿Y si en realidad se llevó a su amigo cuando estábamos discutiendo para protegerme? No sé por qué me siento culpable si se merecía todo lo que le dije.
—¿Él te había hecho algo?
—No directamente, ¡pero él y el otro chico eran amigos! Se supone que entablamos amistad con personas que se parecen a nosotros.
—Cuéntame: ¿quiénes son tus amigas?
Me daba la impresión de que esa pregunta no tenía ninguna relación con lo que le estaba contando y que no obtendría respuesta.
—Se llaman Liz y Glenn —respondí, un poco perdida.
—¿Y por qué sois amigas? —siguió indagando.
—No sé. Supongo que nos llevamos bien porque el resto nos ignora. A mí me llaman gorda, Liz les cae mal por su forma de ser y Glenn no es el tipo de chica que quieren tener cerca; les parece aburrida.
—Me preocupa eso de que te llamen gorda. Hablaremos de ello en otro momento. Ahora dime: si tuvieras que describir con dos palabras a cada una de tus amigas, ¿cuáles serían?
Lo pensé durante un momento.
—Mmm… Diría que Liz es estudiosa y perfeccionista; y Glenn, ingenua y religiosa. Con «ingenua» me refiero a que no tiene maldad y que es muy soñadora.
—Ajá. «Religiosa». Y tú, ¿vas a la iglesia? ¿Eres muy� «religiosa»?
Si antes me había dejado pensando, ahora estaba muda.
—N... no —balbuceé.
—Apuesto a que tampoco eres tan perfeccionista ni soñadora. Entonces, puede que ese chico tampoco sea igual que su amigo. Forjamos amistad con personas afines a nosotros, no idénticas. No subestimes tu intuición: si crees que, en realidad, el chico te salvó de su amigo, confía en tu percepción.
Miré como ponía unas cuantas galletas en un plato. Eran las mismas que había servido la vez anterior.
—¿Siempre horneas las mismas galletas? —pregunté, pellizcando una.
—Sí. ¿Quieres que te prepare otra cosa?
La oferta me entusiasmó.
—Me gustan los muffins de chocolate.
—¡Pues la semana que viene te haré muffins! —exclamó.
—Abuela… Quería pedirte algo más —dije. Ni siquiera me di cuenta de que, por primera vez, la había llamado abuela, pero ella sí que lo hizo. Lo supe por cómo me miró.