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“No es esencial para nosotros ser capaces de definir con precisión qué es el Espíritu Santo. Cristo nos dice que el Espíritu es el Consolador, ‘el Espíritu de verdad, el cual procede del Padre’ (Juan 15:26). Se asevera claramente, tocante al Espíritu Santo, que en su obra de guiar a los hombres a toda verdad, ‘no hablará de sí mismo’ (Juan 16:13).
“La naturaleza del Espíritu Santo es un misterio. Los hombres no pueden explicarla, porque el Señor no se la ha revelado. Los hombres de conceptos fantásticos pueden reunir pasajes de las Escrituras y darles interpretación humana; pero la aceptación de esos conceptos no fortalecerá a la iglesia. En cuanto a estos misterios, demasiado profundos para el entendimiento humano, el silencio es de oro” (Los hechos de los apóstoles, p. 43).
“Todos nuestros maestros deben mantener una relación viva con Dios. Si Dios mandase a su Espíritu Santo a nuestras escuelas para amoldar los corazones, elevar el intelecto y dar sabiduría divina a los estudiantes, habría quienes, en su estado actual, se interpondrían entre Dios y los que necesitan la luz. No comprenderían la obra del Espíritu Santo; nunca la han comprendido; en lo pasado ha sido para ellos un misterio tan grande como lo fueron para los judíos las lecciones de Cristo. Su obra no consiste en crear curiosidad. No toca a los hombres decidir si pondrán las manos sobre las manifestaciones del Espíritu de Dios. Debemos dejar a Dios obrar” (Consejos para los maestros, pp. 358, 359).
La tercera persona de la Deidad
Observemos, también, que la misma instrucción inspirada establece incontrovertiblemente la certeza de su personalidad. Él es “la tercera persona de la Deidad”:
“El mal se había estado acumulando durante siglos, y solo podía ser restringido y resistido por el grandioso poder del Espíritu Santo, la tercera persona de la Deidad, que vendría no con energía modificada, sino con la plenitud del poder divino” (Testimonios para los ministros, p. 392).
Hay “tres personas vivientes” en el Trío celestial: “El Padre es toda la plenitud de la Deidad corporalmente, invisible a los ojos mortales.
“El Hijo [de Dios] es toda la plenitud de la Deidad manifestada. La Palabra de Dios declara que él es ‘la imagen misma de su sustancia [“personal”]’ (Heb. 1:3). ‘Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna’. Aquí se muestra la personalidad del Padre.
“El Consolador que Cristo prometió enviar después de ascender al cielo es el Espíritu en toda la plenitud de la Deidad, manifestando el poder de la gracia divina a todos los que reciben a Cristo y creen en él como un Salvador personal. Hay tres personas vivientes en el trío celestial; en el nombre de estos tres seres grandiosos: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, se bautizan los que reciben a Cristo por medio de una fe viva, y estos poderes cooperarán con los obedientes siervos del cielo en sus esfuerzos por vivir la nueva vida en Cristo” (Testimonies, serie B, Nº 7, pp. 62, 63, año 1905; El evangelismo, p. 446).
Cuatro atributos de personalidad
Dios no es un hombre magnificado o sublimado. Solo él posee personalidad perfecta. La ha tenido desde los días de la eternidad, infinitamente antes de que existiera cualquier ser humano con sus limitaciones. Se puede mencionar cuatro atributos de la personalidad: 1) voluntad, 2) inteligencia, 3) poder, 4) capacidad para amar. La personalidad comprende, por lo tanto, un ser consciente de sí mismo, que se conoce a sí mismo, con voluntad propia y con poder de autodecisión.
Una persona es un ser con quien nos podemos comunicar, en quien se puede confiar o del que es posible dudar, a quien se puede amar u odiar, adorar o insultar. En el hombre, estos atributos esenciales de personalidad se encuentran en forma limitada o imperfecta, pero Dios los posee perfecta e ilimitadamente. De modo que la personalidad del Espíritu Santo no admite comparaciones.
Sería de gran ayuda que escucháramos la forma en que Jesús se refiere a este punto, en los capítulos 14 y 16 del Evangelio de Juan. No expresa él siquiera una palabra que pudiera aducirse en apoyo de la idea de que el Espíritu Santo sea simplemente una influencia. Jesús se dirige a él, y lo trata como una persona. Lo llama el Paracleto, un título que solo puede ostentar un ser personal.
La idea de personalidad domina la construcción gramatical de sus oraciones. En los capítulos 14, 15 y 16 de Juan, se usan no menos de 24 veces diversos pronombres personales aplicables al Espíritu (nótense, por ejemplo, Juan 15:26 y 16:13). No es que las personas de la Deidad sean masculinas en contraste con lo femenino, sino que son seres personales en contraste con lo impersonal.
En ciertos textos, la personalidad del Espíritu se presenta subordinada con el propósito de dar énfasis a otra característica. Cristo presenta al Espíritu como alguien que enseña, habla, testifica, guía, escucha y declara. Estas son señales de inteligencia y de discriminación, por lo tanto, lo son de personalidad.
Se le atribuyen cualidades personales
Hagamos ahora un rápido examen del testimonio bíblico acerca de la personalidad del Espíritu Santo. Se le atribuyen cualidades personales, acciones personales y relaciones personales. No es la posesión de pies y manos lo que caracteriza a una personalidad, sino el conocimiento, los sentimientos, la voluntad y el amor.
1. CONOCIMIENTO: “Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así tampoco nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios” (1 Cor. 2:11). El Espíritu Santo es una persona calificada para tratar con seres personales en forma consciente e inteligente, haciéndoles saber lo que hay para ellos en el corazón de Dios, así como lo que existe en sus propios corazones. Es un absurdo referirse a una influencia, energía o poder como algo que posea esa clase de comprensión.
2. VOLUNTAD: “Pero todas estas cosas las hace uno y el mismo Espíritu, repartiendo a cada uno en particular como él quiere” (1 Cor. 12:11). Aquí tenemos la más contundente prueba de personalidad. La voluntad es el elemento más distintivo de cualquier persona.
3. MENTE: “Mas el que escudriña los corazones sabe cuál es la intención del Espíritu, porque conforme a la voluntad de Dios intercede por los santos” (Rom. 8:27). En el idioma griego, esto implica tanto pensamiento como propósito. En Hechos 15:28, se encuentra un ejemplo de esto mismo: “Porque ha parecido bien al Espíritu Santo, y a nosotros, no imponeros ninguna carga más que estas cosas necesarias”. Conforme a esto, leemos:
“Por medio del poder del Espíritu Santo, toda obra que Dios ha señalado debe elevarse y ennoblecerse, y debe dar testimonio en favor del Señor. El hombre debe colocarse bajo el control de la mente eterna, cuyos dictados debe obedecer en todo sentido” (Consejos sobre la salud, p. 525).
4. AMOR: “Pero os ruego, hermanos, por nuestro Señor Jesucristo y por el amor del Espíritu” (Rom. 15:30). El Espíritu Santo no es un poder ciego sino una persona que ama con los afectos más tiernos.
5. COMUNIÓN: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios, y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros. Amén” (2 Cor. 13:14). En esta forma, el Espíritu está unido con la personalidad suprema del Padre y el Hijo en la bendición apostólica. Y la comunión con el Espíritu Santo solo puede lograrse sobre la base de su personalidad. Esta comunión implica sociedad y reciprocidad.
6. SE LO PUEDE CONTRISTAR: “Y no contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención” (Efe. 4:30). ¡Cómo moldeará enteramente la vida la comprensión de este pensamiento, referente a la santa persona del Espíritu!
7. SE LO PUEDE INSULTAR Y TENTAR. SE LE PUEDE MENTIR: Notemos los siguientes pasajes bíblicos: “¿Cuánto mayor castigo pensáis que merecerá el que pisoteare al Hijo de Dios, y tuviere por inmunda la sangre del pacto en la cual fue santificado, e hiciere afrenta al Espíritu de gracia?” (Heb. 10:29). “Y Pedro le dijo: ¿Por qué convinisteis en tentar al Espíritu del Señor? He aquí a la puerta los pies de los que han sepultado a tu marido, y te sacarán a ti” (Hech. 5:9). “Y le dijo Pedro: Ananías, ¿por qué llenó Satanás tu corazón para que mintieses al Espíritu Santo?[...]. No has mentido a los hombres sino a Dios” (Hech. 5:3, 4). Estas son evidencias de que el Espíritu es susceptible de maltrato.
Atributos y obras divinos
La más solemne amonestación proferida por Jesús en los cuatro Evangelios declara que si sus palabras o su persona fueran rechazadas por los hombres podrían ser perdonados, pero ninguno que pecara contra el Espíritu Santo y finalmente rehusara sus enseñanzas podría ser perdonado. Es inconcebible que un ser humano pudiera pecar en esa forma contra una influencia, un poder o una energía, corriendo el riesgo de cometer, así, un pecado imperdonable.
Revisemos, a continuación, algunos de los hechos adjudicados al Espíritu, realizables solo por personas. Pensemos en su acción de inspirar las Sagradas Escrituras, sus órdenes y prohibiciones, su nombramiento de ministros, sus deprecaciones y oraciones, sus enseñanzas y testimonios, sus luchas y esfuerzos por convencer. Hay unas veinte acciones diferentes, contadas entre los actos más elevados que una personalidad inteligente puede efectuar y que no podrían ser realizados por una influencia.
Pero, el Espíritu Santo es más que una mera personalidad. Es una persona divina. Se lo llama Dios (Hech. 5:3, 4), la tercera persona de la Deidad. Posee atributos divinos: omnisapiencia (Luc. 1:35); omnipresencia (Sal. 139:7-10); y vida eterna (Heb. 9:14). Estos pertenecen solamente a Dios y, sin embargo, también se atribuyen al Espíritu. Él es mayor que los ángeles porque, como representante de Cristo, dirige en la tierra a los ángeles que batallan contra las legiones de las tinieblas.
“Todos los seres celestiales están en este ejército. Y hay más que ángeles en las filas. El Espíritu Santo, el representante del Capitán de la hueste del Señor, baja a dirigir la batalla” (El Deseado de todas las gentes, pp. 318, 319).
Además, se adjudica al Espíritu Santo la realización de obras divinas: creación (Job 33:4); regeneración (Juan 3:5-8); resurrección (1 Ped. 3:18); y el ser fuente de profecía (2 Ped. 1:21). Estas obras podrían ser realizadas únicamente por Dios mismo. Así que el Espíritu Santo no es solo una persona sino también una persona divina. En el plan de Dios, su ministerio incluye creación, inspiración, convicción, regeneración, santificación y capacitación para un servicio más efectivo.
Su relación con la Deidad
Esto nos lleva a un breve examen de la relación del Espíritu Santo con las otras personas de la Deidad. Nuestra concepción de la Trinidad a veces nos inclina a imaginar tres dioses en lugar de uno. Nuestro Dios es uno solo (Deut. 6:4); pero hay tres personas en esta Deidad singular. La dificultad surge al tratar de concebir los seres espirituales en términos físicos. Probablemente, una ilustración cruda podría ser apropiada: un triángulo es una figura, pero posee tres lados. Así, también la Deidad, siendo una, se manifiesta como el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El mismo Jesús aseveró: “Yo y el Padre uno somos” (Juan 10:30). La siguiente declaración es de gran ayuda:
“‘Si me conocieseis –dijo Cristo–, también a mi Padre conocierais: y desde ahora le conocéis, y le habéis visto’. Pero los discípulos no lo comprendieron todavía. ‘Señor, muéstranos al Padre –exclamó Felipe, y nos basta’.
“Asombrado por esta dureza de entendimiento, Cristo preguntó, con dolorosa sorpresa: ‘¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido, Felipe?’ ¿Es posible que no veáis al Padre en las obras que hace por medio de mí? ¿No creéis que he venido para testificar acerca del Padre? ‘¿Cómo, pues, dices tú: Muéstranos al Padre?’ ‘El que me ha visto, ha visto al Padre’. Cristo no había dejado de ser Dios cuando se hizo hombre. Aunque se había humillado hasta asumir la humanidad, seguía siendo divino” (ibíd., pp. 618, 619).
Con referencia a la venida del Espíritu Santo, Cristo afirmó, nuevamente:
“Yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros. No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros [...] y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él” (Juan 14:16-18, 23).
De modo que la presencia del Espíritu Santo implica también la presencia de Jesús y del Padre. En otras palabras, en esta dispensación del Espíritu Santo, la plenitud de la Deidad se halla presente y operante en el mundo. Entonces, el Espíritu Santo es, por así decirlo, el otro yo de Jesús, y mediante él Jesús hace real su presencia universal en todo su pueblo.
“Los que ven a Cristo en su verdadero carácter, y le reciben en el corazón, tienen vida eterna. Por el Espíritu es como Cristo mora en nosotros; y el Espíritu de Dios, recibido en el corazón por la fe, es el principio de la vida eterna” (ibíd., p. 352).
Tres dispensaciones consecutivas
Antes de que Cristo se humanara, el Padre era la persona más conspicua en el horizonte de la Deidad; cuando Cristo vino al mundo, la segunda persona llenó este horizonte; y en esta dispensación del Espíritu, la tercera persona ocupa el lugar de preeminencia, constituyendo la culminación de las provisiones progresivas de Dios.
En la dispensación del Padre, la norma de la ley era sobresaliente; en la dispensación del Hijo, se agregó la reconciliación; y en la dispensación del Espíritu Santo se añade el poder santificador y habilitador. Por lo tanto, estos tres conceptos son acumulativos. Cada uno refuerza y suple al anterior.
En cada dispensación, la espiritualidad de la iglesia ha estado condicionada a su adhesión a la verdad principal del período en que vivía. Se estableció la norma de la justificación, se proveyó el medio de reconciliación y expiación, y por último, ahora el agente que había de aplicar estos beneficios al hombre ocupa el campo en forma predominante.
Las tres grandes pruebas históricas de fe referentes a la santificación son: primero, en el período anterior a la encarnación, la prueba de “un Dios” versus el politeísmo, y el derecho divino de gobernar, con la ley como norma y el sábado como señal; segundo, la prueba de comprobar si, en ocasión del primer advenimiento de Cristo, quienes habían cumplido la primera prueba aceptarían a Jesús como el Hijo y el Redentor divino; luego la tercera, después de haber aceptado las primeras dos, ver si nos someteremos enteramente al poder del Espíritu Santo, con el fin de que él haga eficaz, en nosotros, todo lo que se nos había preparado.
Estos amplios principios fundamentales contienen todo lo que es vital en el plan divino de salvación.
La Deidad es una Trinidad
La pluralidad de la Deidad se indica por primera vez en Génesis 1:26, cuando Dios dice: “Hagamos al hombre a nuestra imagen”. El Padre es la fuente, el Hijo el intermediario y el Espíritu Santo es el medio a través de quien la creación llegó a existir. La Trinidad de la Deidad se halla implicada varias veces en el Antiguo Testamento. En Números 6:24 al 27, el nombre del Señor es repetido tres veces –no cuatro ni dos, sino tres–, después de lo cual se indica: “Y pondrán mi nombre sobre los hijos de Israel”. “Jehová te bendiga, y te guarde; Jehová haga resplandecer su rostro sobre ti, y tenga de ti misericordia; Jehová alce sobre ti su rostro, y ponga en ti paz”.
Esta triple repetición conforma, precisamente, un estrecho paralelismo con la bendición apostólica del Nuevo Testamento, encontrada en 2 Corintios 13:14: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios, y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros. Amén”. Aunque aquí el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se mencionan por nombre, en la cita de Números el nombre del Espíritu se halla asociado con los del Padre y el Hijo, en la triple mención del nombre singular de Jehová.
Leemos, además, en Isaías 6:1 al 3:
“En el año que murió el rey Uzías vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y sus faldas llenaban el templo. Por encima de él había serafines; cada uno tenía seis alas; con dos cubrían sus rostros, con dos cubrían sus pies, y con dos volaban. Y el uno al otro daba voces, diciendo: Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria”.
Encontramos, en ese pasaje, otra triple alusión a una Persona. Pero, nótese de nuevo esta referencia de Isaías 48:16:
“Acercaos a mí, oíd esto: desde el principio no hablé en secreto; desde que eso se hizo, allí estaba yo; y ahora me envió Jehová el Señor, y su Espíritu”.
Aquí hallamos al “Señor”, al “Espíritu” y al “Yo” (el que vendría). Tan pronto como Jesús anduvo sobre la tierra entre los hombres, con su propia individualidad se hizo inevitable que se reconocieran claramente las personas de la Deidad. Y no hay argumento bíblico en favor de la divinidad y personalidad del Padre y el Hijo que no establezca, también, las del Espíritu Santo.
En ocasión del bautismo de Jesús (Mat. 3:16, 17), la voz del Padre anunció el contentamiento que halla en el Hijo, y descendió al mismo tiempo la unción del Espíritu divino. En este incidente se advierten claramente las tres personas de la Deidad. También, en la Gran Comisión de Mateo 28:19, la fórmula bautismal contiene el nombre del Espíritu Santo colocado en igualdad con los del Padre y el Hijo. Por su parte, en su sermón pentecostal, Pedro declaró:
“Así que, exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís” (Hech. 2:33).
La misma idea se evidencia también en los capítulos de Juan que estamos considerando:
“Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre”. “Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Juan 14:16, 26).
“Pero cuando venga el Consolador, a quien yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad, el cual procede del Padre, él dará testimonio acerca de mí” (Juan 15:26).
“Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir. Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber. Todo lo que tiene el Padre es mío; por eso dije que tomará de lo mío, y os lo hará saber” (Juan 16:13-15).
A esto debe agregarse la declaración de Pablo: “Porque por medio de él los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre” (Efe. 2:18). Y en Hebreos 10:9 al 15, el Padre decide, el Hijo obra y el Espíritu testifica.
Concerniente a este insondable misterio, no tenemos absolutamente ninguna teoría que ofrecer. No pretendemos definir ni analizar la naturaleza de la Trinidad. Esto es, simplemente, una verdad revelada y declarada.
Un vistazo a una historia de perversión
Una palabra más antes de terminar con esta sección sobre el carácter del Espíritu Santo. Un breve comentario sobre la historia de la tergiversación de esta verdad puede ser útil. En el siglo III –un tiempo de apostasías florecientes–, Pablo de Samotracia presentó una teoría que negaba la personalidad del Espíritu, considerándolo como una simple influencia, una expresión de energía y poder divinos, una fuerza que emanaba de Dios para ser ejercida entre los hombres. Luego, durante el tiempo de la Reforma protestante, hubo dos hombres, Laeleus Socinus y su sobrino Fausto, que revivieron esa teoría, y muchos la aceptaron.
La influencia enfriadora de este concepto se deja sentir aún en todas las iglesias protestantes. En la Versión Inglesa Autorizada de la Biblia, que data de 1611, el pronombre personal aplicado por Cristo al Espíritu Santo se traduce por el pronombre neutro ‘lit” o “itself”, en Romanos 8:16 y 26. Este es un indicador de la actitud imperante en aquel tiempo, porque los cristianos de entonces hablaban del Espíritu como de algo neutro.
Es muy significativo el hecho de que las declaraciones del Espíritu de Profecía referentes a este asunto contradijeran directamente los sentimientos prevalecientes de algunos pioneros del Movimiento Adventista quienes, al referirse al Espíritu, se inclinaban hacia esta idea de una influencia impersonal, descartando así la doctrina de la Trinidad. Verdaderamente, la fuente de esos escritos inspirados es el cielo, y no la tierra.
No solamente se atacó la personalidad del Espíritu Santo en aquellos lejanos siglos, sino también su divinidad fue puesta en duda por Arrio, un presbítero de Alejandría del siglo IV. Él enseñaba que Dios es una persona eterna, infinitamente superior a los ángeles, y que su Hijo unigénito ejerció poder sobrenatural en la creación de la tercera persona, el Espíritu Santo.
La diferencia entre estas dos herejías, el socinianismo y el arrianismo, consiste en que el último reconoce la personalidad del Espíritu Santo mientras que niega su divinidad. Según Arrio, el Espíritu Santo es una persona creada; y, como creada, no pertenece a la Deidad. Hasta aquí nuestro estudio sobre la personalidad del Espíritu.
1 La idea de pronombres neutros o impersonales para referirse al Espíritu no puede apreciarse en castellano con la misma claridad que en inglés, por no existir el problema en nuestro idioma (N. del T.)
Capítulo 3
LA MISIÓN DEL ESPÍRITU
Llegamos ahora a la tercera fase de nuestro estudio, la misión del Espíritu Santo. Su oficio es quíntuple:
1. En primer lugar, revela a Cristo, como una presencia que mora dentro del alma.
2. Revela la verdad de Dios, haciéndola una realidad en lo más íntimo del ser.
3. Se le ha confiado la tarea de santificar al hombre.
4. Testifica acerca de Cristo.
5. Glorifica a Cristo.
De todas las declaraciones del Señor Jesús, ninguna más que la siguiente dejó perplejos a los discípulos:
“Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuere, el Consolador no vendría a vosotros” (Juan 16:7).
¡Cómo debió haberlos sorprendido! Durante tres años Jesús había vivido entre ellos. Habían escuchado la musicalidad de sus palabras; habían presenciado las maravillas de sus hechos. Sus esperanzas más caras se hallaban centradas en él. Pero, ahora les asegura que su partida será ganancia para ellos. ¿Por qué? Porque, en la carne, podía comunicarse con ellos solo mediante el vehículo externo del imperfecto lenguaje humano. Su presencia y su comunión eran externas.
La presencia personal de Cristo localizada
Por lo demás, su presencia era local, limitada e individualizada. Si estaba en Judea, no se hallaba en Egipto; si en Jerusalén, no en Capernaum. Después de enseñar sus principios, después de ordenar y comisionar a sus discípulos y después de ofrecerse a sí mismo por todos, finalizó su misión corporal. Su partida era un preliminar necesario para la venida del Espíritu; y para sus discípulos, esa venida sería ganancia.