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Mejor que su presencia corporal durante la Era cristiana, sería su morada en lo íntimo de sus seguidores, por medio del Espíritu. A través del Espíritu Santo, él tiene comunión con innumerables corazones en todo el mundo. Ahora se halla presente en todas partes, sin limitaciones geográficas. Cuando Cristo estaba en la tierra, había entre él y los hombres una distancia material, porque se hallaba fuera de ellos. Gracias a la provisión del Espíritu Santo, esta distancia ha desaparecido. Ahora el Señor está infinitamente más cerca que cuando lavó los pies a los discípulos. Observemos esto:
“Y en el día de Pentecostés vino a ellos la presencia del Consolador, de quien Cristo había dicho: ‘Estará en vosotros’. Y les había dicho más: ‘Os conviene que yo vaya; porque si no me fuere, el Consolador no vendrá a vosotros; mas si me fuere, os le enviaré’. Y desde aquel día Cristo había de morar continuamente por el Espíritu en el corazón de sus hijos. Su unión con ellos era más estrecha que cuando él estaba personalmente con ellos. La luz, el amor y el poder de la presencia de Cristo resplandecían en ellos de tal manera que los hombres, mirándolos, ‘se maravillaban; y al fin los reconocían, que eran de los que habían estado con Jesús’ ” (El camino a Cristo, pp. 74, 75; [la cursiva es nuestra]).
La morada interior del Espíritu
No se puede sobrestimar la importancia de esta tremenda verdad. Volvamos a leer Juan 14:16, 17 y 21 al 23:
“Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros”. “El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él. [...] Respondió Jesús y le dijo: El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él”.
El Espíritu Santo ha estado con los hombres en las épocas pasadas; pero, desde Pentecostés en adelante, el propósito de Dios ha sido que esté “en vosotros”. Esto ha de ser una realidad sagrada. El mundo no lo recibe porque no lo ve; la devoción del mundo se tributa a lo visible, lo material. Pero el cristiano debe experimentar en su ser la morada personal e interna de Dios el Espíritu Santo.
La primera y segunda personas de la Deidad residen ahora aquí, en la tierra, por medio de la tercera. El Espíritu es el representante omnipresente. Su presencia en el mundo abarca la de las otras dos personas. De esa manera nos percatamos de la presencia de Cristo. Para conocer al Padre, debemos conocer al Hijo (Mat. 11:27); y para conocer al Hijo, necesitamos conocer al Espíritu. De modo que el Hijo revela al Padre y el Espíritu revela al Hijo.
Así se termina nuestra orfandad. No hay más destitución ni soledad. Los seres humanos sienten hambre de la presencia personal de Cristo, y al someternos al Espíritu Santo obtenemos esa presencia transformadora. Acerca de esto leemos:
“La obra del Espíritu Santo es inconmensurablemente grande. De esta fuente el obrero de Dios recibe poder y eficiencia; y el Espíritu Santo es el Consolador, como la presencia personal de Cristo para el alma” (Elena G. de White, Review and Herald, 29 de noviembre, 1892 [la cursiva es nuestra]; Recibiréis poder, lectura del 17 de junio).
Une la vida de Dios con la del hombre
El Espíritu Santo viene como Dios a tomar posesión de la vida. Por medio de él, se percibe a nuestro Señor glorificado y viviente. Y él será impartido a cada alma tan completamente como si esta fuera la única en la tierra en quien mora Dios; y esta experiencia puede ser una relación ininterrumpida. Sin embargo, aunque el Cristo histórico es absolutamente necesario, no nos salva del poder del pecado. Para ello, debemos poseer un Salvador presente y viviente, y así el Cristo de la historia se transforma en el Cristo de la experiencia.
De nuevo leemos:
“El Espíritu Santo procura morar en cada alma. Si se le da la bienvenida como huésped de honor, quienes lo reciban serán hechos completos en Cristo. La buena obra comenzada se terminará; los pensamientos santificados, los afectos celestiales y las acciones como las de Cristo ocuparán el lugar de los sentimientos impuros, los pensamientos perversos y los actos rebeldes” (Consejos sobre la salud, p. 563).
“Y será en vosotros”. Para esto fue creado el hombre; para esto Jesús vivió y murió. Por falta de este hecho la vida del discípulo está plagada de fracasos, mientras que la verdadera vida cristiana consiste solamente en Jesús que vive su vida en nosotros. Debemos compenetrarnos del sentido de su presencia. Solo así el Señor será la realidad grande, gloriosa y viviente que llene todo nuestro horizonte.
El Hijo del hombre vino al mundo para unir la mismísima vida de Dios con la humanidad del hombre. Cuando él completó su obra mediante su obediencia, muerte y resurrección, fue exaltado a su Trono, para que el Espíritu Santo, que había vivido con él, pudiera venir como una presencia soberana y omnipresente, y el discípulo llegara a ser partícipe de su misma vida. Así, la vida del Creador penetra la de sus criaturas, y descubrimos lo que el Espíritu de Dios está haciendo por nosotros. Notémoslo:
“La transformación del carácter es para el mundo el testimonio de que Cristo mora en el creyente. Al sujetar los pensamientos y deseos a la voluntad de Cristo, el Espíritu de Dios produce nueva vida en el hombre y el hombre interior queda renovado a la imagen de Dios” (Profetas y reyes, p. 175).
Nos conduce a toda verdad
Además, el Espíritu también hace esto por nosotros: Nos guía “a toda verdad”. Porque él mismo es el “Espíritu de verdad” (Juan 16:13). Y nos enseñará “todas las cosas” (Juan 14:26). No hay verdad que necesitemos conocer para conducimos a la cual el Espíritu Santo no esté preparado. Y jamás pasaremos más allá de esa necesidad.
Había un guía, en los desiertos de Arabia, de quien se decía que nunca se había perdido. Guardaba junto a su pecho una paloma mensajera, con una fina cuerda atada a una de sus patas. Cuando se hallaba en duda acerca de qué rumbo tomar, soltaba la paloma en el aire y esta, al tratar de volar en dirección a su nido, tiraba de la cuerda mostrando inequívocamente a su amo el camino hacia el hogar. La gente lo llamaba “el hombre de la paloma”. De manea similar, el Espíritu Santo es la Paloma celestial, con capacidad y voluntad de guiarnos si tan solo se lo permitimos.
El Espíritu Santo es la vida interna de la verdad, la misma esencia de la verdad, el Maestro viviente y personal. Acerca de esto leemos:
“El Consolador es llamado el ‘Espíritu de verdad’. Su obra consiste en definir y mantener la verdad. Primero mora en el corazón como el Espíritu de verdad, y así llega a ser el Consolador. Hay consuelo y paz en la verdad, pero no se puede hallar verdadera paz ni consuelo en la mentira” (El Deseado de todas las gentes, p. 624).
“El Espíritu Santo viene al mundo como el representante de Cristo. No solamente habla la verdad, sino que es la verdad: el Testigo fiel y verdadero. Es el gran escrutador de los corazones y conoce el carácter de todos” (Consejos para los maestros, p. 66).
Y sin el Espíritu de verdad no habría hoy verdad salvadora para nosotros. Cristo es la personificación de la verdad (Juan 14:6), y nadie sino el Espíritu de verdad puede llevarnos a la comprensión del carácter y la obra, el sufrimiento y la muerte de Cristo. Cuando el Espíritu inunda e ilumina el corazón, la Biblia se transforma en un nuevo libro.
“No podemos llegar a entender la Palabra de Dios sino por la iluminación del Espíritu por el cual ella fue dada” (El camino a Cristo, p. 111).
En conexión con esto, es muy significativo que, en la profecía de Joel relativa a las lluvias temprana y tardía, se dé como acotación marginal para “lluvia temprana” (Joel 2:23) la expresión “maestro de justicia”. ¡Qué provisión más generosa! Aun en el Antiguo Testamento el profeta escribió: “Enviaste tu buen Espíritu para enseñarles” (Neh. 9:20).
El verdadero Vicario de Cristo
El asiento de la autoridad divina sobre la tierra es el Espíritu Santo. El cardenal Newman entró en la Iglesia Romana porque buscaba una autoridad suprema, y encontró una especie de reposo en la autoridad esgrimida por la Iglesia Católica. Pero, olvidó que en asuntos de fe y doctrina, y administración, la única fuente de autoridad es el Espíritu Santo, y que “Jesús es el Señor”. Ese es el centro ineludible de toda doctrina cristiana. Todo lo demás surge de allí, porque “nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo” (1 Cor. 12:3). Este señorío de Cristo es la base de toda nuestra doctrina relativa a los últimos días.
“Cristo, su carácter y obra, es el centro y circunferencia de toda verdad. Él es la cadena a la cual están unidas todas las joyas de doctrina. En él se halla el sistema completo de la verdad” (Elena G. de White, Review and Herald, 15 de agosto, 1893).
“Porque Cristo para esto murió y resucitó, y volvió a vivir, para ser Señor así de los muertos como de los que viven” (Rom. 14:9).
La nota distintiva del Papado, sin la cual no existiría, es la afirmación según la cual el papa es el vicario o sucesor de Cristo. La nota distintiva del protestantismo, sin la cual este tampoco existiría, es el hecho de que el Espíritu Santo es el verdadero vicario y sucesor de Cristo aquí, en la tierra. La dependencia de organizaciones y dirigentes, o de sabiduría terrenal, significa poner lo humano en lugar de lo divino; y en efecto es adoptar el principio del catolicismo romano.
Se completa la Reforma inconclusa
Se han producido tres grandes movimientos religiosos contrarios al Papado: La Reforma del siglo XVI, encabezada por Lutero; el movimiento evangélico dirigido por Wesley y sus asociados; y el mensaje y movimiento adventista de los últimos días.
La Reforma encabezada por Lutero era necesaria, porque en los primeros siglos de la Era cristiana el Espíritu Santo había sido destronado, y Constantino se había transformado en el patrono de la iglesia. Los hombres perdieron de vista la justificación por la fe debido a sus conceptos materialistas, porque abandonaron su lealtad al Espíritu Santo. Así perdieron, también, la aplicación del sacrificio de Cristo, su muerte, que el Espíritu Santo realiza en respuesta a la fe personal.
El reavivamiento evangélico era necesario porque la iglesia de la Reforma había perdido de vista la santificación, de modo que Wesley fue levantado para promover la santidad. La visión de la santidad estaba velada, en la iglesia, porque esta había desoído la voz del Espíritu Santo. Se da el nombre de Espíritu Santo a la tercera Persona de la Deidad no porque sea más santo que las otras dos, sino porque una de sus funciones especiales es cultivar la santidad en el hombre. Los clérigos cazadores de zorros, tan comunes en Inglaterra en el siglo XVIII, tenían muy poco interés en Dios y en la salvación de las almas. Pero Wesley y el Club de la Santidad, de Oxford, pusieron de relieve una vez más la verdad de la santificación de las vidas humanas para el servicio.
La reforma del siglo XX, o movimiento adventista, fue puesta en acción, en el plan divino, con el fin de completar las reformas inconclusas del pasado. Llama al pueblo a repudiar totalmente las desviaciones de la verdad bíblica introducidas por el Papado y retenidas por el protestantismo apóstata y, por otra parte, busca la completa restauración del Espíritu Santo al lugar exaltado y absoluto que le corresponde, tanto en la creencia como en la vida y el servicio del cristiano.
Es la aceptación total de este hecho lo que ha posibilitado el derramamiento parcial de la lluvia tardía durante el tiempo en que hemos vivido desde 1888, pero cuyo poder en su plenitud todavía nos espera en gran medida.2 La lógica inevitable de este asunto es indiscutible.
¡Cuánto necesitamos estar vivos y despiertos para enfrentar esta situación!
Hace algunos años, un vapor surcaba de noche las aguas de un río de los Estados Unidos. El piloto dio inesperadamente una fuerte señal para indicar su intención de reducir la velocidad. Era una noche de luna brillante, y no había obstáculos a la vista.
–¿Por qué mandó usted disminuir la velocidad? –preguntó el maquinista subiendo al puente de mando para averiguar la razón de la orden.
–Se está juntando neblina... La noche se hace más oscura y... yo... no puedo ver –fue la entrecortada respuesta del piloto.
Entonces el maquinista lo miró directamente a los ojos, y se dio cuenta de que estaba agonizando.
Resulta trágico, pero más de un “piloto” eclesiástico está muriendo espiritualmente, y no puede ver para guiar a otros por el verdadero camino. ¡Dios nuestro, en esta hora traicionera, concédenos nueva vitalidad de la Fuente de vida!
2 Véase la obra Christ Our Rigtheousness, por Arturo G. Daniells.
Capítulo 4
LA OBRA DEL ESPÍRITU POR LOS IRREGENERADOS
Ya hemos dicho suficiente acerca de la tarea del Espíritu en favor de los creyentes. Consideremos ahora, brevemente, su obra en favor del mundo irregenerado. Juan 14 trata primariamente acerca del Espíritu Santo en relación con la preparación y la vida personal del discípulo. Pero Juan 16 presenta su trabajo en conexión con la labor pública y el testimonio del obrero entre los inconversos. En el primero de estos capítulos, Jesús se halla en el creyente, y en virtud de esa morada interior el hombre tiene comunión con Cristo.
Pero el Espíritu Santo también lucha con el inconverso, como el Espíritu de convicción: “Y cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio. De pecado, por cuanto no creen en mí; de justicia, por cuanto voy al Padre, y no me veréis más; y de juicio, por cuanto el príncipe de este mundo ha sido ya juzgado” (Juan 16:8-11).
Proporciona un nuevo concepto de lo que es pecado
La venida del Espíritu Santo trae consigo al alma una sensibilidad más delicada para captar lo que es pecado. Pensemos en el aposento alto, cuando los discípulos estaban por participar de los emblemas del cuerpo que iba a ser quebrantado y de la sangre que se derramaría y, sin embargo, discutían sobre la posición y la prioridad que correspondían a cada uno. Esto habría sido absolutamente imposible si hubiesen comprendido cabalmente el significado del pecado.
A menudo hay cosas increíbles en la vida del cristiano, e inexplicables a no ser sobre la base de la ausencia de una percepción real del pecado oculto en ella. La lucha por alcanzar las posiciones encumbradas, la envidia, el odio, el mal pensamiento, las acciones impuras, los resquemores; todo esto existe, principalmente, debido a una pasmosa falta de comprensión de lo que es pecado. Pero, vayamos a las epístolas de Pedro, y leamos también las declaraciones de Juan después del Pentecostés, y descubramos cómo la venida del Espíritu Santo había conferido realidad a la santidad de Dios y a la absoluta repugnancia del pecado en la experiencia de los discípulos.
La perspectiva del pecador es pecado, justicia y juicio –que abarca su pasado, presente y futuro. Estos conceptos se hallan inseparablemente relacionados. El Espíritu Santo toma estos tres hechos cardinales y los coloca bajo su verdadera luz. Hay tres personas implicadas en este problema: El hombre, Cristo y Satanás. Por consiguiente, aquí está el núcleo de la gran controversia y el problema del pecado.
El convencimiento acerca de la justicia siempre precede a la experiencia de la justificación. Y el convencimiento acerca del Juicio es indispensable cuando presentamos las verdades del Santuario y el mensaje del primer ángel, para que los hombres no tengan excusa después de menospreciar el testimonio de Dios en contra de ellos.
A menudo nos frustramos, confundimos y desalentamos por nuestra desesperante inhabilidad de convencer a los hombres de pecado, de justicia y de juicio. Es que no podemos hacerlo, porque esa es la tarea del Espíritu. Notemos lo siguiente:
“El hombre no podría hacer nada bueno sin la operación divina. Dios llama a cada uno al arrepentimiento, pero el hombre ni siquiera puede arrepentirse a menos que el Espíritu Santo trabaje en su corazón” (Testimonies, t. 8, p. 64).
Este cambio es realizado por el Espíritu:
“Ninguna persona es tan vil, nadie ha caído tan bajo que esté fuera del alcance de la obra de ese poder. En todos los que se sometan al Espíritu Santo, ha de ser implantado un nuevo principio de vida: la perdida imagen de Dios ha de ser restaurada en la humanidad.
“Pero el hombre no puede transformarse a sí mismo por el ejercicio de su voluntad. No posee el poder capaz de obrar este cambio. La levadura, algo completamente externo, debe ser colocada dentro de la harina antes de que el cambio deseado pueda operarse en la misma. Así la gracia de Dios debe ser recibida por el pecador antes de que pueda ser hecho apto para el reino de gloria. Toda la cultura y la educación que el mundo puede dar, no podrán convertir a una criatura degradada por el pecado en un hijo del cielo. La energía renovadora debe venir de Dios. El cambio puede ser efectuado sólo por el Espíritu Santo. Todos los que quieran ser salvos, sean encumbrados o humildes, ricos o pobres, deben someterse a la operación de este poder” (Palabras de vida del gran Maestro, p. 69).
Trae convicción de esperanza
Pero, notemos que cuando él llegue a vosotros, ¡convencerá al mundo! Al salir a todo el mundo, en esta hora de juicio, llenos del Espíritu para interceder por los hombres, este nos acompañará para convencer de pecado y para revelar que hay justicia solamente en Cristo.
Él convence no de incredulidad, sino de pecado, por causa de la incredulidad. Él revoluciona los conceptos que el hombre tiene de lo que es pecado. Revela tanto el pecado del hombre como el juicio de Dios y los medios de escapar, mediante la sangre purificadora de Cristo y el reinado interior del Espíritu.
Entonces el Espíritu revela, también, la expiación provista, trayendo así consuelo juntamente con la convicción. Esto nos lleva a considerar la norma de la Ley, incluyendo la transgresión del sábado y todas las demás transgresiones. Así, la obra triple de Cristo como profeta, sacerdote y rey es aplicada al pecador mediante esta triple convicción que el Espíritu realiza en el hombre.
La conciencia trae la convicción de desesperación, mientras que el Espíritu Santo produce la convicción de la esperanza. El mismo viento que transforma el Atlántico en un océano de olas incesantes, también sopla sobre él convirtiéndolo en una tersa superficie. Lo que el mundo necesita no es la mera conciencia, sino que esta se encuentre iluminada por el Espíritu Santo y la Palabra.
Cristo no hizo perfecta su justicia en favor de nosotros hasta tanto se sentó a la diestra del Padre. Él “fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Rom. 4:25), y entronizado para nuestra seguridad. Esta obra del Espíritu no ha sido el trabajo de un día. Puede parecer lenta a los hombres, pero Dios está construyendo para la eternidad; y “todo lo que Dios hace, permanecerá para siempre”.
La tarea del Espíritu Santo es convencer al hombre del terrible pecado que significa rechazar a Cristo: “De pecado, por cuanto no creen en mí” (Juan 16:9; véase también Juan 3:18). Este es el punto en cuestión, y todo lo demás está incluido en él. La suprema responsabilidad del pecador es la de no rechazar la vida absolutamente suficiente de Jesús y su muerte vicaria. Dios ha hecho que la salvación eterna del hombre dependa de su fe en Jesucristo. La incredulidad es la madre de todo pecado.
La justicia es el objeto de la salvación
El problema de todo destino humano es alcanzar la justicia de Dios, porque sin ella ningún hombre podrá mostrarse jamás ante la presencia del Altísimo (Heb. 12:10, 14). Cristo fue hecho pecado por nosotros, “para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Cor. 5:21). Este es el objeto de la salvación, y no solamente la cuestión de nuestra vida moral externa. Este debe ser, también, el corazón de nuestro mensaje y de nuestros esfuerzos por levantar en alto las normas y por vindicar la pisoteada Ley de Dios ante esta generación rebelde.
¡Cuánto necesitamos del poder del Espíritu Santo para dar autoridad a la presentación de las terribles verdades del Juicio final, del inevitable día de la ira que se avecina y del triunfo de la justicia, para dar poder a la iglesia remanente! Los hombres desean establecer su propia justicia, en lugar de albergarse bajo la justicia imputada de Cristo. Se necesita un poder divino.
Ningún poder ni argumento humanos son suficientes a fin de iluminar el alma entenebrecida con el conocimiento de los pasos necesarios para andar por el sendero de la vida. Y esta es la obra asignada al todo suficiente Espíritu de Dios:
“Pero si nuestro evangelio está aún encubierto, entre los que se pierden está encubierto; en los cuales el dios de este siglo cegó el entendimiento de los incrédulos, para que no les resplandezca la luz del evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios” (2 Cor. 4:3, 4).
El supremo don de Cristo para nosotros
Gracias a Dios por el Espíritu Santo, quien ha venido como el Sustituto divino, la presencia divina, el instructor divino, el mentor divino, el testigo divino, el abogado divino, el consolador divino: el otro yo de Cristo.
¿Nos hemos imaginado lo que habría sido la tierra si no hubiese venido el Espíritu Santo? Ningún consolador, ningún poder omnipresente; la obra de Cristo habría sido vana; no habría habido convicción de pecado, de modo que tampoco habría existido arrepentimiento ni la fe en el Señor Jesucristo, ni hubiera habido perdón del pecado; ningún bálsamo para la conciencia turbada, ninguna liberación del poder del pecado, ningún maestro ni guía: ¡solo huérfanos, errantes y sin hogar en un mundo hostil! El punto neurálgico entre las tinieblas y la luz, en esta dispensación, fue la venida del Consolador.
Tiziano, el gran pintor italiano, se encontró cierto día con un soldado joven, que poseía un don artístico al parecer promisorio. Lo animó a que abandonara su carrera militar y dedicara sus talentos a la pintura. El soldado lo hizo, y se dedicó a trabajar asiduamente en un proyecto largo y ambicioso. Pero, llegó a un punto en que consideró que su genio había fallado. Con desesperación dejó caer sus pinceles. Tiziano lo encontró llorando desconsoladamente. El maestro no preguntó la razón de su llanto pero, al entrar en su estudio, comprendió de una mirada que el joven aprendiz había llegado al límite de su capacidad. De modo que Tiziano tomó la brocha y su paleta, y trabajó en ese cuadro hasta terminarlo.
A la mañana siguiente, el joven llegó al estudio resuelto a comunicarle a Tiziano su decisión de abandonar su carrera artística. Pero, al entrar, se encontró con el cuadro terminado. Vio que donde él había fallado, una mano maestra había suplido la falta. Instintivamente comprendió que el maestro lo había completado.
Con lágrimas de reconocimiento, se dijo: “No puedo abandonar mi arte. Debo seguir, por amor a Tiziano. Él ha hecho tanto por mí que debo olvidarme de mí mismo y vivir para él, porque ahora su fama es mi fama. Ha hecho por mí lo mejor; yo también haré lo mejor que pueda por él”. Y hoy sus cuadros se exhiben junto a los de Tiziano, en las galerías de arte del mundo.