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Sí, es más fácil, pero quienes dividen el mundo entre capaces e incapaces prefieren que olvidemos este asunto, prefieren hacernos creer que la inteligencia está dividida en dos: una inteligencia superior, que determina cuándo una explicación ha sido suficientemente asimilada, y una inteligencia inferior, encarnada en quienes deben resignar lo que piensan por sí mismos en nombre de una razón que los extorsiona. Estos últimos pertenecen supuestamente a una edad infantil de la historia en la que se pensaba a través de asociaciones, semejanzas o correspondencias no fundadas en el campo de lo inteligible, es decir, como pensaban Kircher, Benjamin, Warburg, Darger o el mismo Baudelaire, quien alguna vez se atrevió a decir que lo único que quedaría del pensamiento humano son sus fórmulas analógicas. Los primeros, en cambio, los “inteligentes”, proceden según reglas metódicas que conducen de lo simple a lo complejo, de la parte al todo, del principio al fin. Saben razonar, creen que la razón tiene un fin en sí mismo, pero como este fin es justamente “en sí mismo”, no saben muy bien para qué “razonar”.
No es desconocido hasta qué punto autores como Frances Yates, por mencionar solo un nombre, dieron cuenta acerca del modo arbitrario en que el arte de la memoria fue siendo desplazado lentamente por este progreso razonado de los maestros del orden.14 Si el Oedipus de Kircher15 puede considerarse hoy la summa del siglo XVII,16 así como son summae del XX El libro de los pasajes de Benjamin o el Atlas Mnemosyne de Warburg, es porque al tránsito que va del jeroglífico a la interpretación platónica, del cielo constelado de las citas al sistema expositivo de la filosofía metódica o de las rimas visuales a la deducción razonada subyace una memoria fuerte, una de la que la ciencia o el progreso, en virtud de que esta memoria atesora una legibilidad del mundo a la que todos teníamos el mismo acceso, tratan de apartarnos a través de esa distancia artificial que el orden explicador despliega y la palabra del maestro reabsorbe.
Esta distancia el maestro explicador parte por hacerla valer ante quien más amenaza su orden, los niños, esos “perversos polimorfos”, pues son ellos (y lo que de ellos perdura en cada uno de nosotros) quienes se mantienen apegados a las palabras que fabrican, que fabrican o hurtan a los adultos y que luego escriben, como es previsible, tal como las oyen. Las palabras son para ellos llaves que conducen a un mundo propio y secreto y también pequeños útiles de los que se valen, como los estudiantes de Jacotot, para asemejar cosas entre sí, para descomponer determinadas escisiones y reconfigurar otras, haciéndose así parte del universo que los rodea. Edmond Jabès dice por esto que “la primera palabra escrita por un niño es una palabra de victoria, la palabra de su victoria. Él la defenderá el mayor tiempo posible, y el momento en que se le obligue a escribirla según las reglas, será para él una gran decepción. Su victoria se habrá transformado en derrota”.17
Aunque a veces no: Warburg está encerrado en la clínica de Kreuzlingen; todos sabemos que nadie ha hecho por la lectura de las imágenes algo más importante y radical que él, y sin embargo está encerrado, acaso porque su método, como el de los niños, debe cambiar, debe entender que las imágenes no son formas vivas o anímicas, debe entender que no componen un amasijo de serpientes que se comunican entre sí una memoria. Entonces dicta una de sus conferencias más famosas, “El ritual de la serpiente”, de la que luego dirá que la hizo para que los psiquiatras de Kreuzlingen lo creyeran en razón y lo dejaran en paz.18 Después de todo ¿no fue acaso Foucault quien en la Historia de la locura nos enseñó cómo la sumisión de la demencia por el sistema de la psiquiatría oficial terminó siendo defendida por esos mismos psiquiatras con una obstinación de dementes? Warburg no quiere, como tampoco los niños lo quieren, resignar los recursos con los que lee y se sumerge en el mundo, recursos que lo expresan completamente y que le sirven y ante los que el maestro explicador colocará, como ya lo hizo con Sultán, una serie infinita de obstáculos. No basta –dice el maestro al niño– con anexar o quitar vocales o consonantes según cuánto agradan a quienes las utilizan, no basta con acceder a las cosas por medio de los senderos que cada quien diseña a través de las asociaciones que va elaborando. Hay un camino más corto y otro más largo, pero siempre debemos tomar el segundo; en el primero hay bosques en los que podemos perdernos, bosques en los que habitan desconocidos, lobos que nos devoran.
El camino más largo es el emblema de la distancia que el maestro impone al niño a fin de separarlo de ese mundo gozoso y sucio, de ese planeta de la inmediatez en el que se desenvuelve. En ese planeta sin maestros aprendimos un día a usar las palabras con las que casi podíamos palpar el mundo. Debiera llamar la atención como mínimo que sean justamente esas mismas palabras de las que aprendimos mejor su sentido, de las que mejor nos apropiamos para su uso, las que no requirieron de ningún maestro que nos las explicara. Esto quiere decir, como observa Rancière, que “en el rendimiento desigual de los diversos aprendizajes intelectuales, lo que todos los niños aprenden mejor es lo que ningún maestro puede explicarles: la lengua materna”.19
No es ilógico que sea de esto que no pudo enseñarle al niño aquello de lo que el maestro trata a la vez de separarlo. El método que prodiga es el de la distancia y el recelo, el de la desafección y la sospecha: hay que aprender a tomar distancia y a sospechar de todo. Hay que sospechar del tamaño de la luna y de la piel del cuerpo que nos roza y de la autonomía del sabor de las aceitunas, hay que desconfiar de los sentidos y también de los atajos por los que estos quieren llevarnos. Esta distancia y esta sospecha el método se las ha dado prudentemente primero a sí mismo y ahora un desertor de las tropas de Maximiliano de Baviera las recomienda a toda la humanidad en un libro que escribe sentado al calor de una estufa. El desertor no ha tenido que moverse ni por un segundo de ese cuartel en el que escribe (no necesita de la inmediatez de esa experiencia de la que requería el narrador de Benjamin); es un filósofo, un filósofo que considera que una buena idea funciona en cualquier contexto.
Y una vez que esta idea se impone –se impone o actualiza, porque la filosofía no ha hecho otra cosa que difundirla desde sus inicios–, la instrucción hará que todo suceda como si ya nadie pudiese aprender nada por sí mismo ni ninguna voluntad fuera capaz de volver a servirse de aquella inteligencia con la que aprendió un día nada menos que una lengua. Lo que esto prueba para Rancière es que la lógica del orden explicador, lejos de ser el acto natural del pedagogo, comporta el mito que introduce un régimen regulado de desigualdad en el seno de la igualdad primera de las inteligencias. Paradójico sería esperar, por lo mismo, que este régimen de desigualdad sea interrumpido por quienes insisten en restituir a las masas la porción de conciencia que les ha sido secuestrada por el arte estetizado o la sociedad del espectáculo. Lo que Jacotot llama “atontamiento” reside justamente en este principio explicador que el arte comprometido quiere aportar a los espectadores.
Jacotot no ve, según Rancière, en el atontador la clásica figura del maestro resentido que utiliza a sus seguidores para imponerles ideas regresivas sobre el mundo; el atontador es un hombre educado, un hombre sensible a quien, precisamente por esto, se le ha vuelto holgada la distancia que lo separa de quienes no han recibido ninguna instrucción. Goebbels también era un hombre educado, además de ser un asesino; pero no todos los hombres educados son como Goebbels. Algunos piensan que el pueblo es susceptible de usos más dignos que aquellos que lo limitan a ser la materia de una ola en el estadio o un poco de barro en las manos del artista. Es el principio el problema: la idea de que el hombre no es capaz de organizar desde sí mismo la interrupción de la cadena que lo oprime, como si fuese su conciencia un vacío contingente que dos manipulaciones contrarias luchan por rellenar.
Lo que menos importa es que una quiera rellenarla con el gas adormecedor de las imágenes del espectáculo y la otra con las coreografías libertarias que lo conducirán a la sociedad sin clases. Ninguna de las dos se ha impuesto a lo largo de la historia y ambas, como si creyesen de mutuo acuerdo que esta conciencia que no han modificado gira al infinito sobre el vacío de su periplo, solo sobreviven en el prejuicio que las une: que el hombre no es capaz de pensar por sí mismo. Por la senda de ese prejuicio el maestro revolucionario –la vanguardia política o artística– se ha acercado demasiado a su oponente: el maestro policía que resguarda la gobernabilidad del orden. Lo que uno de esos maestros propone destruir no prescinde, a fin de que el trabajo quede bien hecho, de la construcción de esa calle de dirección única de la que el otro es guardián y devoto. La destrucción del orden quedará así soldada al infinito, como por lo demás no ha cesado de ocurrir, a la construcción eterna de ese orden con el que llevarla a cabo. En ese mundo arquitectónico ideal, como en aquel otro que el señor Speer proyectó para el mismísimo Hitler y del que Canetti dijo que probaba cómo “el placer de construir y la destrucción, en la imaginación del paranoico, están presentes y actúan uno al lado del otro de una forma aguda”,20 lo que se impone en verdad es una obsesión ilustrada que la policía de gobierno y la del partido comparten: ningún hombre es confiable con relación al camino que traza para alcanzar lo que quiere.
Esta obsesión ilustrada vigila por igual que nadie viva donde no se le ha permitido o tome, a fin de emanciparse, caminos que para acceder a la sociedad sin clases no han sido aún habilitados. Al desatinado prestigio que el método ha solido infundir a la lógica del camino más largo se suma este otro que el dogma revolucionario divulga e impone: estos caminos no son muchos sino uno. De esta división planificada del mundo se aprende, si se logra invertir en algo su funcionamiento, que los hombres no se emancipan más siguiendo como hormigas esa hoja de ruta que el revolucionario de café ha diseñado para ellos que aceptando vivir en la zona de invisibilidad que el poder les depara. La forma invariable que une el camino más largo con el único camino se llama “progreso”, una ilusión de la que los caballos del maestro policía y los del maestro revolucionario tiran con la misma firmeza.
A nadie escapa que lo que está al centro de esta ilusión que sin embargo arrasa, como se comprueba en los funestos procesos de los dos últimos siglos, con los senderos laterales que se desperdigan o con esos laberintos en los que Jacotot invitaba a perderse a sus estudiantes a fin de que potenciaran sus propias capacidades, es la razón como tal. La aporía del progreso consiste en desplegarla cuando lo que en realidad hace es todo lo contrario: frenar su movimiento, interceptar sus extensiones, podar sus experimentos. Lo suyo es dividir los caminos en dos: el de la doxa o el de la episteme, el del sentido común o el de la ciencia, el de quien se pierde en el bosque y el de quien lo atraviesa siguiendo el método. Una vez que este camino se ha bifurcado, una vez que el mundo de la inteligencia se ha partido en dos, ningún perfeccionamiento, piensa Rancière siguiendo a su segundo maestro, podrá ser algo más que un progreso hacia el atontamiento.
10 Rancière confesó en más de una ocasión haberse encontrado con la figura de Jacotot mientras realizaba sus investigaciones para escribir La noche de los proletarios
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