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Taras sintió el pinchazo de dolor, pero prefirió ignorar el tema. Inspiró profundamente y trató de relajarse,
―Vale, eso es bueno.
―¡Claro que sí! Nadie quiere matarte todavía.
―¿Todavía?
Vila lo miró incrédula, y le dijo:
―Bueno en algún momento se destapará, ¿no? No podemos continuar en la sombra para siempre, ¿no crees? La profecía dice que un día podremos, ya sabes…
Taras reconoció la emoción de Vila y suspiró. Vila, como tantos otros, eran de los que odiaban esconderse y ocultarse y creían ciegamente en la profecía. Esta decía que llegaría un día en la era roja en el que los conocedores de los Ecos de la Tierra dejarían de ocultarse y retomarían su lugar en el mundo. Taras no recordaba las palabras exactas, pero algo así era.
Desde luego, nada decía la profecía acerca de cuál era el supuesto lugar que les pertenecía y cada uno tenía una idea y una versión. Los maestros traspasaban esa y otras muchas historias a sus alumnos y dejaban que cada uno interpretase lo que quisiera. Por otro lado, era imposible saber qué quería decir la profecía cuando mencionaba la Era Roja. Podía tener muchos significados, aunque la mayoría argumentaba que se trataba de una referencia a la época de la luz rojiza de la luna. Esa teoría tenía muchos adeptos, ya que la luna rojiza brillaba con intensidad desde hacía años.
Taras, en cambio, no creía en ninguna profecía. Conocía las leyendas y de niño había pedido a su abuela que se las contara una y otra vez, como hacían todos los otros niños, atraídos por el misterio. Sin embargo, poco a poco había ido dándose cuenta de que esperar destinos y profecías no llevaba a ningún sitio. Se había vuelto mucho más práctico. Le gustaba tener objetivos tangibles y realistas y poder solucionar cosas, paso a paso. En este momento su objetivo era mejorar las condiciones de vida en el barrio oeste. Allí se escondían la mayoría de los exiliados que poseían conexión con los Ecos de la Tierra y que habían tenido que huir de otras ciudades menos tolerantes y Taras deseaba poder acogerlos en unas mejores condiciones.
―¿Me estás escuchando? ―lo sobresaltó Vila.
―Ehm, sí, sí, la profecía. Sí, algún día ―intentó aparentar Taras, que no tenía ni idea de lo que había dicho.
―Espero que en el Consejo prestes más atención, porque si no vamos apañados ―dijo ella.
―En el Consejo se debate durante largas horas, y aunque intento estar siempre pendiente de todo y apuntar cada detalle, es cierto que en algunas ocasiones me he perdido un poco. Pero nunca en lo que respecta al barrio Oeste, obviamente.
Vila se rio.
―En fin, supongo que eres lo único que tenemos ahora mismo.
―Eh… ―quiso replicar Taras, ofendido, pero Vila continuó enseguida.
―Vale, entonces vamos al grano antes de que te echen de menos. Hemos conseguido dar un par de cambiazos más en los transportes hacia Gathelic. Lo que pasa es que ha habido un pequeño… problemilla.
―¿El qué? ¿Qué cambiazos eran?
―Esa es la cosa, que no estamos muy seguros de que fuera buena idea. Pero no te preocupes.
―Me estoy preocupando.
―Es que nos enteramos de que llegaba un cargamento de frigoríficos nuevos, ¿vale? ¡Desde la misma capital, desde Nixandría! Imagina. Era ideal, unos cuantos camiones saldrían de allí y pasarían por decenas de pueblos. Podíamos conseguir muchísimo. Así que mandamos a alguien a Sertis y a Rothand…
―Vale…
―Entonces nos enteramos de que los frigoríficos eran inmensos. De verdad, eran cubículos gigantescos en los que cabría hasta una persona de pie. ¿Te imaginas? ¿Has visto alguna vez algo así? ¿Para qué querrán frigoríficos tan grandes?
―¿Frigoríficos en los que caben personas? Pero ¿no se os habrá ocurrido…? ―preguntó alarmado Taras. Sethor era muy buena persona, pero en ocasiones un poco inconsciente.
―Sí, era una idea genial. Por primera vez podíamos olvidarnos de saltar encima del camión o atarnos. ¿Sabes lo fácil que ha sido? Esperamos simplemente a que los conductores hicieran sus paradas de servicio y, tachán, tan fácil como meterse dentro de uno. Nadie iba a mirar allí.
―Pero ¿no es peligroso?
―Claro que no, están apagados durante el transporte.
―Ah, claro ―contestó Taras, pensando en las miles de maneras en las que le resultaba peligroso meterse en un cubículo sellado del que no se podía salir si no te abrían―. Apagados.
―Hasta ahí todo bien. El problema es que hemos perdido algunos.
―¿Perdido? ¿Cómo que habéis perdido algunos? ¿Algunos qué?
―Algunos frigoríficos.
―¿Con gente dentro?
―Hmm sí, eso creemos.
―¡¿Habéis perdido algunos frigoríficos con gente dentro?! ―exclamó Taras.
―Bueno, a ver, tranquilízate, seguro que los encontramos rápidamente. El caso es que el camión transporte parece que ha realizado un par de paradas clandestinas. Para que luego nos digan a nosotros, creo que algunos consejeros del líder están metidos hasta el fondo en algo sucio…
―¡¿Pero dónde están esos frigoríficos?! ¡¿Y la gente?!
―A ver, que los vamos a encontrar, no te preocupes. Tienen que estar en algún sitio. Deben de haberlos dejado por el camino en alguna parada fuera de la ruta establecida. Tampoco pueden estar muy lejos. La cosa es encontrarlos antes de que los encuentren otros.
―¿Y la gente que hay dentro? ¿Quiénes son?
―Ay, eso no lo sé. Ya sabes que la identidad es una cosa de cada uno…
―Pero esa gente puede morir congelada si se les ocurre encender los frigoríficos… ―Taras estaba completamente horrorizado con el estúpido plan de Sethor―, ¡¿cómo se os ocurre meter a gente en cámaras frigoríficas en las que…?!
―Pues la verdad es que ha sido muy buen plan; hemos conseguido traer a bastantes refugiados, que lo sepas. La mayoría de los frigoríficos llegaron ayer a Gathelic en buen estado. Mientras el transportista pasaba la documentación en la muralla, les abrimos las puertas a todos y están sanos y salvos en el barrio Oeste. Solo hemos perdido tres o cuatro.
―¡¿Tres o cuatro?!
―Sí, debe de haber bastantes localizaciones clandestinas, ¿verdad? Para que necesiten tantos…
―Tres o cuatro personas atrapadas en localizaciones desconocidas que pueden ser descubiertas de un momento a otro. La escuela puede desmoronarse por completo, ¿no lo ves? Empezarán a hacer redadas y…
―No, no creo que sea para tanto. Probablemente se encargarán de mantenerlo en secreto y los refugiados sabrán encontrar la escuela. Pero nos vendría bien tu ayuda.
Taras volvió a inspirar profundamente, ignorando sus sentimientos y tratando de pensar en la parte práctica del problema.
―¿Qué puedo hacer? ―dijo.
―Necesitamos tu ayuda en el Consejo: hay que descubrir dónde han ido a parar esos frigoríficos. Obviamente tenemos a un par de personas peinando localizaciones cercanas a la ruta del camión, pero acabaríamos mucho antes si pudieras darnos alguna pista.
―¡No puedo ir al Consejo y preguntar dónde tienen campamentos clandestinos ilegales!
―No en voz alta, claro ―dijo Vila, suavemente, como si Taras fuera demasiado lento―. Pero puedes hacer más amigos en el Consejo, y preguntarlo en voz baja…
―Hacer amigos… ―Taras estaba muy enfadado, ¿es qué no veían lo difícil y peligroso que sería? El Consejo no era precisamente amigable, y menos con alguien como él: alguien que venía de la zona más pobre de Gathelic. Tenía suerte si algunos todavía le saludaban al pasar.
¿Cómo habían hecho tal estupidez? Meter a gente en cubículos con destinación desconocida solo podía ocurrírsele a Sethor. Sabía que saltar a los camiones era una tarea arriesgada y que solo les permitía traer gente en grupos muy pequeños, pero era lo más seguro hasta el momento. Debían mantenerse en secreto hasta que fuese el momento adecuado para… Se sorprendió a sí mismo pensando todavía en términos de la profecía: el momento adecuado para atacar. ¿A quién quería engañar? ¿Quién quería una guerra? Taras desde luego que no.
―¿Te has ido otra vez? ―Vila chasqueó los dedos delante de su nariz. Taras se sobresaltó y la vio levantarse ágilmente―. Bueno, me tengo que ir, ¿vale? Y tú deberías irte también pronto. Ya sabes lo que tienes que hacer. Busca esos frigoríficos, teje tus redes políticas, susúrrale cosas al oído al Gran Líder. Esas cosas que hacéis los consejeros.
Vila se encogió de hombros.
―Sí, sí, vale ―respondió Taras―. Lo haré.
―Perfecto ―dijo Vila―. Ya te volveremos a contactar, me piro.
A continuación, Vila desapareció entre los árboles junto al camino, dejándolo solo en la oscuridad, en esa extraña posición en la que había podido colocarse para no arrugarse la túnica. ¿Cómo conseguía siempre hacerlo sentir tan estúpido? Con un suspiro se puso de nuevo de pie, sintiendo un terrible cosquilleo en las piernas: se le habían dormido, ahora tendría que ir cojeando de vuelta a Gathelic.
III
PORTADORA DE MALA FORTUNA
Kiru aprovechó la multitud que se agolpaba en la entrada al pueblo para camuflarse un poco entre la gente. Era la hora en que los comerciantes que habían salido más tarde y a zonas más lejanas volvían cargados de cosas. La luna rojiza iluminaba lo suficiente como para no encender la luz de las calles. Desde que se había vuelto roja y brillante, la vida se había extendido pasado el atardecer.
No había apenas vigilancia en las puertas de la ciudad, más allá de un par de guardias que escaneaban por encima desde su garita en los torreones. Llevaban años de paz, y no había porqué sospechar de ningún ataque. Entre la gente era difícil saber en qué dirección debían ir. Kiru intentaba reconocer algo en las calles o leer algunos letreros, pero le era imposible; no estaba escrito en el alfabeto de los Sertis, que era el que ella conocía. Sin que se le notara la inquietud, siguió empujando a los caminantes para hacerse paso. La chica y el niño la seguían sin decir nada, mirando a su alrededor y parecían igual de perdidos que ella.
Después de la carrera entre los campos y el contacto con la temperatura exterior, sus cuerpos habían por fin entrado en calor. Ahora, entre la gente, Kiru se sentía sofocada. Además, tenía bastante hambre. En la siguiente esquina que doblaron, Kiru vio un puesto de comida callejero y se acercó. El dueño del puesto las miró, arqueando las cejas al fijarse en las capas de los mineros que aún llevaban puestas.
―¿Qué tienes de comer? ―preguntó Kiru, tratando de recordar parghi, la lengua franca de la zona.
El tendero pareció entenderla y señaló hacia una gran olla de barro. Con una mano abrió la tapa y con la otra movió el cucharón para que Kiru viera lo que había dentro. Era una especie de potaje que no tenía muy buena pinta, pero desde luego era potente. Les iría bien. Kiru buscó en sus bolsillos alguna moneda de las pocas que aún le quedaban. No había salido preparada de Sertis; no había tenido muchas opciones. Sacó una moneda plateada de Sertis y la colocó en la mesa del tenderete. El tendero la cogió y la miró de cerca, intentando descubrir de cuál se trataba. Durante el buen rato la estuvo observando y manipulando, asegurándose de que era real. Apareció un joven, que lo saludó y se sentó en la silla del tenderete.
Kiru los observó a ambos y no tuvo duda de que eran familia. El joven, a su vez, también la observó a ella, muy interesado en la capa que llevaba puesta. El padre le pasó la moneda a su hijo y le preguntó algo en un idioma que Kiru no entendió. No era pargui. A esto siguió una discusión, en la que el hijo no dejó de señalarla. Kiru esperó pacientemente a que terminaran, evaluando las opciones de salir corriendo de un momento a otro. Por fin, el hijo miró a Kiru y le habló en parghi.
―¿De dónde habéis sacado esas capas? ―preguntó.
Kiru, encogiéndose de hombros, contestó:
―Las encontramos y nos las pusimos.
―¿Dónde? ―volvió a preguntar el hijo del tendero.
Kiru volvió a encogerse de hombros, sin querer dar importancia a la capa.
―Por ahí.
El chico asintió con la cabeza, comprendiendo que no sacaría nada en claro de ella. Hizo un gesto hacia delante, como para ir a agarrar algo de debajo del tenderete. Kiru tensó los músculos, dispuesta a dar un salto de nuevo hacia la multitud en el momento en que sacara el arma. Con la mano derecha, buscó el brazo de la chica para avisarla de lo que pasaría a continuación. Esta se giró para mirarla, sin entender. Parecía muy cansada y muy poco dispuesta a correr. Kiru apretó los dientes; se iría sola, si hacía falta, no podía dejar que la atraparan allí solo por una desconocida…
El chico sacó lo que había ido a buscar debajo de la mesa del tenderete: unos cuencos de hoja de palma. Kiru respiró hondo. El chico comenzó a servir el potaje en los cuencos y volvió a preguntar bajo la mirada atenta de su padre, que parecía no hablar parghi:
―¿Nos cambias la comida por las capas?
Kiru se sorprendió y se miró la capa, sucia y muy gastada. No parecían tener gran valor. Además, probablemente les convenía deshacerse de ellas lo antes posible, cuando llegaran noticias de los mineros y las empezaran a buscar en Gathelic. Kiru asintió con la cabeza. Se quitó la capa y le dijo a la chica que se la quitara también. Se las pasó al padre del chico, que las tomó casi con reverencia, y las colocó lo más estiradamente que pudo en el suelo, tras el tenderete, para que no se arrugaran. Mala señal, pensó Kiru.
―Añade un pan de arroz ―dijo Kiru, dispuesta a sacar el mayor provecho de la situación―. Por cabeza.
El chico asintió con la cabeza, sin discutir, y envolvió tres panecillos en un trozo de tela. Kiru se guardó el paquete en el bolsillo de su chaqueta. Después tomaron los cuencos del potaje.
―¿De dónde venís? ―preguntó el chico.
Kiru se encogió de hombros, sin decir nada.
―Cada vez llega más gente de fuera ―añadió con una expresión ambigua. Kiru no estaba seguro de si estaba molesto o le gustaba la situación. Al fin y al cabo, el idioma que hablaban no parecía de la zona. Se preguntó si todos aquellos nuevos habitantes serían como ella y habrían llegado en cámaras frigoríficas. Lo dudaba mucho; aquel era un plan que evidentemente no había sido el mejor que el grupo había tenido.
―¿Dónde? ―preguntó Kiru, esperando que el chico entendiera su pregunta. La chica y el niño, mientras tanto, comían su comida a toda velocidad.
―Yo solo los veo entrar. Las personas que vuelven a pasar por delante ya no se parecen en nada a las que entraron. A veces ni las reconoces.
―¿A veces?
―Sí, hay caras que sí que recuerdo ―el chico la miró fijamente, pero con la expresión en blanco, y de nuevo Kiru no supo si se trataba de una amenaza o no.
―Buena memoria, sin duda ―dijo, optando por la expresión amable y alejándose en dirección contraria por un callejón que ascendía hacia la parte alta de Gathelic. Los otros dos la siguieron.
Llegaron a una especie de mirador y se sentaron en el muro que hacía de barandilla, junto a una fuente. Kiru terminó su cuenco y sacó los panecillos. Comieron en silencio, mirando hacia abajo. Kiru estaba maravillada las vistas del acantilado de Gathelic, las olas y el viento. En Sertis era diferente, el mar entraba en el puerto con un delta y la ciudad estaba casi al mismo nivel del mar. Aquí era diferente. Cerró los ojos. Escuchó. Buscó su Eco.
El ruido de las calles, la gente corriendo, caminando. Las ruedas de los carros, chirriando, crujiendo contra la piedra del suelo. Puertas que se abren, un llanto, una carcajada. Las risas de un grupo, los gritos de otro, hasta por fin, llegar al mar. El agua azotando contra la roca, cada gota separándose, yendo en una dirección, fragmentándose. Cada gota llena de vida. Llena de Eco.
Kiru abrió los ojos rápidamente, miró al mar. Había tanto Eco allí. ¿Sería posible que…? Se volvió a inspeccionar el mirador, la maravillosa construcción colgante de piedra contra la montaña. Las casas, casi colgantes en el precipicio, como si hubieran nacido de la piedra. Había Eco en ellas. Gathelic... estaba hecho de Eco. Sin duda. Lo observó de manera distinta, sorprendida, dándose cuenta por primera vez de cada marca, cada hendidura, cada huella de Eco. Era la mayor obra de ingeniería mediante el uso del Eco que había visto nunca. Habrían hecho falta millones de… gotas. Miró al mar de nuevo. Tenían tantas… Unas gotas le salpicaron, sacándola de sus pensamientos. La chica estaba lavándose la cara en la fuente, y el niño la había salpicado jugando. Kiru sonrió.
―¿Cuál es vuestro nombre? ―les preguntó por primera vez en parghi, dándose cuenta de que no había llegado nunca a hacerlo.
La chica levantó la cabeza, con la cara mojada y limpia, sin la tierra que le tapaba la expresión hasta entonces. Kiru se dio cuenta de que era mucho más joven de lo que pensaba, poco mayor que ella misma.
―Mi nombre es Leah, y este es mi hermano Sam ―le respondió, en el idioma de los pueblos del sur, tarhi. El idioma natal de Kiru.
Kiru negó rápidamente con la cabeza e hizo un gesto de silencio.
―¿Sabes hablar parghi?
Ella asintió.
―Úsalo entonces mientras estés aquí. Es mejor que no sepan de dónde eres.
Leah volvió a asentir, entendiendo.
―¿Y tú? ―preguntó en parghi.
―Llámame Kiru.
Kiru vio la expresión sorprendida de Leah al escuchar su nombre, como si no pudiera creérselo. Kiru se encogió de hombros y sonrió.
―Siempre ha sido mi diosa favorita.
La expresión de Leah se relajó, dispuesta a creerse que no era un nombre real, aliviada de no haber acabado escapando con la verdadera Kiru, conocida en los pueblos del norte como la portadora de la mala fortuna. Kiru suspiró y volvió a mirar al mar. A ella, en cambio, siempre le había traído buena fortuna ese nombre. Hasta ahora, claro.
En ese momento oyó unos pasos en la distancia que venían corriendo por el callejón de subida al mirador. Kiru se levantó como un resorte y les hizo gestos a Leah y a Sam para que la siguieran por el otro callejón que daba al otro lado del mirador. Se escondieron en silencio detrás de una casa. Escuchó los pasos acelerados de un grupo de personas llegando al mirador. Frenando en seco.
―Estaban aquí las dos chicas y el niño. Vestían como nos ha dicho el tendero ―decía una voz grave.
―No pueden estar muy lejos entonces.
Kiru se dio la vuelta rápidamente hacia Leah.
―Volvemos a correr.
Corrieron calle abajo, de vuelta a la muchedumbre de las calles comerciales, esperando encontrar un escondite mejor. Cascos de caballo se oyeron a su espalda, golpeando el suelo de piedra y haciendo saltar a la gente a su paso. Empujando a la multitud, Kiru y Leah se apresuraron, arrastrando a Sam. Les alcanzarían pronto. Allá donde pasaban, la gente les señalaba. Eran demasiado visibles. Con un giro brusco, tiró de Leah y Sam hacia un callejón perpendicular. Cerró los ojos un momento y escuchó. Eco.
Los cortes de la fruta siendo preparada en el puesto de al lado. Los pasos acelerados de la gente hacia su objetivo. Ciudadanos frenéticos apartándose del camino. Los cascos del caballo acercándose, seguido de unos cuantos guardias a pie corriendo tras él. Buscó más abajo. Alcantarillas. Agua. Suciedad. Chapoteo. Ratas corriendo. Se concentró en una de ellas. La rata se paralizó y empezó a emitir un sonido parecido a un chillido. El resto de las ratas entraron en pánico, chocaron unas contra otras, intentaron huir. Se agolparon contra la salida de la alcantarilla, al pie de la calle, y salieron a montones.
La multitud empezó a chillar cuando vio las ratas aparecer y correr despavoridas. Gritos, caídas, el caballo cada vez más cerca. Corría, pero quería parar. Un relincho. Frenesí. Kiru abrió los ojos y le dijo a Leah:
―Buscad al Maestro del Eco, en el Barrio Oeste ―le dijo a Leah, que la miró implorante, no quería quedarse sola―. Cambiaos la ropa en cuanto podáis.
Sin decir nada más, corrió hasta la calle principal y se tiró al suelo, justo en el momento en el que el caballo levantaba las dos patas delanteras, intentando tirar a su jinete, asustado por la multitud de ratas que corrían bajo sus pezuñas. Kiru rodó bajó el caballo y cruzó la calle, arrastrando a unas cuantas ratas con ella. Se levantó y miró hacia el callejón del que había salido. Vio a Leah y Sam alejándose, corriendo.
Delante de ella el caballo consiguió tirar a su jinete. Kiru salió corriendo en dirección contraria. A su espalda, escuchó el ruido atronador de los huesos del jinete rompiéndose. Los guardias que llegaban corriendo a socorrerlo. La rata chillando cada vez más fuerte. El resto corriendo de un lado a otro, provocando el caos. Kiru comenzó a alejarse, pero no dejó de escuchar y sentir el Eco. La rata calló, por fin, y volvió a adentrarse en las alcantarillas. Kiru se refugió tras un saliente de la piedra, en un callejón lejano. Se hizo el silencio.
IV
EL CONSEJO
Taras se desperezó en su cama, molesto con la luz del sol que se filtraba a través de las cortinas. Su nuevo mayordomo lo había llamado, como cada mañana desde que había llegado, y le había traído una bandeja con el desayuno. Bostezando, se incorporó un poco y cogió una uva del montón de frutas. El mayordomo, Feris, abría las cortinas y preparaba el baño y la ropa para que Taras acudiera al Consejo.
Al principio, a Taras, que provenía del barrio Oeste, no le había gustado tener a alguien que lo ayudara en su habitación y había intentado hacer las cosas él solo. Feris, que, aunque no era del barrio Oeste, también era de un barrio humilde, le había contestado que nadie lo tomaría en serio en el Consejo si hacía eso.
―Además ―le dijo―, para mí es un trabajo. Otros van a la mina y estropean sus pulmones. Yo abro las cortinas y preparo el agua caliente, usted trabaja para que la ciudad mejore. Haga su parte.
Ante ese argumento, Taras no había podido decir nada y había tenido que prometerse a sí mismo que cuando pudiera, aprobaría una subida de sueldo para los mayordomos del Consejo. Después de mejorar las condiciones del barrio Oeste. Si es que alguna vez le escuchaban en el Consejo. Tampoco les había contado a Nora y Sethor que le habían asignado un mayordomo, y mucho menos se lo iba a decir a Vila. Aunque probablemente Sethor lo supiera y no se lo había dicho a los demás.
Despertándose del todo, tomó un poco más de queso y fruta y llamó a Feris. Este acudió a llevarse la bandeja y miró con desaprobación la cantidad de comida que aún quedaba en ella.
―Dáselo a la gente de la puerta, como siempre.
―Señor, se ha corrido la voz. Cada vez hay más gente en la puerta de las cocinas, esperando que les des las sobras de tu comida. Esto no puede seguir así...
―Perfecto, tendré que dejar más comida pues.
―¡No me refería a eso! Además, apenas ha comido hoy.
―No tengo mucha hambre. Tengo que intentar conseguir una información en el Consejo y no sé cómo lo voy a hacer… ―comentó Taras, incómodo, mientras se iba hacia el baño y cerraba la puerta.
Desde el otro lado de la puerta, Feris continuó hablándole:
―Podemos repasar las estrategias de negociación y comunicación básicas. Puedo traer los libros de dialéctica de la biblioteca de…
Taras cerró los ojos, intentando concentrarse.
―O tal vez prefiere alguno de presión política. Nunca se sabe cómo puede salir la situación en ocasiones…
Taras volvió a abrir los ojos y le dijo:
―Feris.
―¿Sí?
―Dame un minuto, ¿quieres?
―Sí, claro, perdone.
El minuto se convirtió en casi media hora y, cuando salió, ya estaba vestido, duchado y peinado. Volvió a la habitación y se encontró a Feris muy sonriente, junto a una pila de libros de política y dialéctica que, apoyados en el suelo, llegaba hasta su hombro.
―He traído unos cuantos y los he ordenado por temática.
Taras, sorprendido, respondió:
―¿Unos cuantos? ¿Cómo has podido cargar con tantos tú solo?
―Bueno, no se preocupe, he hecho un par de viajes. ¿Por cuál quiere empezar? ¿Cuál es la naturaleza de la información que busca?
Feris estaba dispuesto a resultar útil a toda costa, tal vez sintiendo el inicial rechazo de Taras a tener un ayudante de cámara. Taras, en cambio, estaba ya convencido de que Feris era tan útil para él y para todos como cualquier otro miembro del Consejo. Tal vez mereciera ser miembro del Consejo más que él, que había llegado al puesto después de que Nora tirara de bastantes hilos.