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―¿Información sobre presupuestos tal vez? ¿Sobre gestión? Sé que el tema puede resultar complicado; a la gente no le gusta hablar de dinero ―le acercó un libro.
Taras negó con la cabeza.
―No es dinero, no…
―¿Políticas sociales tal vez? ¿Educación? Ese es otro tema peliagudo. Nadie quiere un pueblo inútil, pero tampoco un pueblo erudito que cuestione todo…
Taras rio, pensando en el análisis de Feris. Tenía bastante razón.
―Tampoco es eso, ¿verdad?
―No…
―¿Qué información necesita, señor?
Taras inspiró, pensando lo que decir. Creía que podía fiarse de Feris, estaba seguro. «Casi seguro». Pero necesitaba hablar con alguien. Desde que había llegado al Consejo había tenido que disminuir mucho la comunicación con Nora para evitar sospechas, comunicándose solo con Sethor en mensajes y quedadas escuetas. La verdad es que necesitaba hablar con alguien y Feris parecía tan dispuesto, tan animado siempre… y tan leal. A pesar de que lo había conocido solamente hacía pocos meses al llegar al Consejo cuando se lo habían asignado. Pero para Feris, era su primer trabajo en el Consejo y estaba dispuesto a ser un ayudante tan leal y honrado como lo había sido su padre, que había trabajado allí toda su vida, pasando de consejero en consejero hasta que había llegado a ayudante del propio líder.
―Vale ―dijo Taras, dispuesto a revelar parte de lo que necesitaba―. ¿Sabes algo de una ruta clandestina? ¿Algún poblado oculto? ¿Qué libro necesito para eso?
―Ay, señor, ninguno de estos libros nos va a servir ―respondió Feris, mirando la pila, preocupado―. Sabía que tenía que haber cogido uno de geografía.
Taras soltó una carcajada. Feris, tras dudar un poco, finalmente se unió y se relajó un poco.
―No creo que la ruta clandestina esté cartografiada… y la verdad es que no sé cómo abordar a otros consejeros para esto ―se sinceró Taras.
―Vale ―contestó Feris, de nuevo con entusiasmo―. Empiece por acercarse poco a poco.
Feris hacia gestos, mientras sacaba algunos libros de la pila, probablemente de negociación.
―Invítelos a comer al salir del Consejo ―apartó el libro de etiqueta y se los pasó junto a los otros. Taras los tomó a regañadientes.
―¿Deberíamos pedir pescado o potaje? ―bromeó Taras, pero Feris le hizo caso omiso y continuó:
―Pescado, por supuesto ―respondió Feris, como si fuera evidente y continuó―. Después tantee el terreno, descubra en qué están interesados…
―Probablemente en nada de lo que lo estoy yo…―replicó en voz baja Taras.
―Entonces proponga votar a favor de aquello que quieren en la próxima votación…
―¿Sea lo que sea? Un poco arriesgado, ¿no?
―… y cuando estén contentos comente lo que le preocupa a usted y diga que ha oído unos rumores, pero que no está seguro de si son ciertos o no.
―Efectivamente, no estoy seguro… ―suspiró Taras.
―Échelo a broma, que no noten su interés real, que no vean su necesidad y no sientan que le están haciendo un favor. Entonces le dirán lo que saben sobre el tema.
Feris se quedó en silencio por fin y Taras lo miró sonriendo.
―¿Por qué no estás tú en el Consejo? Lo harías mejor que yo.
―¡Qué tontería! ―inmediatamente Feris se sonrojó, y comenzó a disculparse―. No pretendía decir eso, lo que quería decir es que cada uno…
―… hace su parte ―completó Taras la frase que le había oído decir con antelación.
―Exactamente. Lo hará bien, señor Taras ―Feris pareció calmarse un poco―. Solo tiene que leerse un par de estos. Me llevaré los de política social y economía, que no le van a hacer falta ahora mismo.
Taras asintió con la cabeza y colocó los libros que le había apartado Feris en su mesilla de noche, completamente consciente de que no iba a abrirlos ni una vez. Realmente el Consejo no era lo que había esperado en un principio, pero desde luego no creía que un montón de estrategias absurdas de manipulación psicológica fuera el modo de mejorar la vida de la gente. Tantearía el terreno, sí, pero lo intentaría a su manera. Se despidió de Feris, que le ayudó a ajustarse la capa, y salió de su cámara al pasillo de los dormitorios.
Todos los consejeros recibían unas cámaras propias en las que alojarse, para evitar desplazamientos. Sin embargo, a pesar de ser vecinos, no estaba bien visto llamar a la puerta de la cámara de ningún otro consejero sin tener concertada una cita previamente, así que tendría que abordarlos directamente en el salón del Consejo. Se dirigió hacía allí media hora antes de la hora a la que debían presentarse cada mañana con esta idea en mente. Cuando llegó, encontró el salón casi vacío, a excepción de un par de consejeros que hablaban en voz baja en una de las filas delanteras. Con su mejor sonrisa, se acercó a ellos y los saludó:
―Buenos días, ilustres ―les dijo, dirigiéndose a ellos con la fórmula de cortesía con las que se dirigían a ellos los ciudadanos de Gathelic cuando venían a hacer peticiones. ¿Tal vez estaba yendo muy deprisa?
Los consejeros se giraron sorprendidos. Se trataba de la consejera Regina y del consejero Ankar, ambos provenientes del barrio alto y con más dinero del que podían gastar. Lo miraron con desdén y volvieron a su conversación en voz baja. Taras, en cambio, no estaba dispuesto a darse por vencido. Bajó los escalones hasta situarse en la primera fila junto a ellos y los miró. Tenía las manos en los bolsillos de su capa e intentaba aparentar tranquilidad.
―He oído que un cargamento ha desaparecido.
Ambos consejeros levantaron la mirada, sorprendidos.
―¿Qué cargamento? ―respondió Regina, evidentemente interesada.
―Pues no estoy seguro, pero no es muy agradable despertarse con esas noticias. Seguro que muchos en el Consejo estarán preocupados ―dijo Taras, tratando de hacer como que no sabía nada.
―Seguro que son rumores y habladurías. Siempre están con lo mismo ―respondió Ankar, tajante. Parecía deseoso de acabar la conversación y volver a lo que estaban haciendo antes de que llegara.
―Ankar, ¿y si es cierto? ―Regina, que no tenía tanta prisa por volver a su negociación, se giró hacia su compañero―. Esto lo cambiaría todo.
―¿Cómo? ¿Porque venga el novato este y nos cuente cualquier tontería te lo vas a creer?
―Cálmate, no he dicho eso ―le espetó ella, molesta―, pero desde luego, es una opción que debemos considerar antes de seguir adelante.
―Regina, ¡seguro que se lo ha inventado!
Taras se sintió un poco cohibido al verlos discutir delante de él abiertamente sobre si estaba o no mintiendo.
―Ankar, voy a ir a hacer algunas comprobaciones antes de que comience la reunión.
―¿Qué? ―dijo enfadado Ankar, mientras Regina se levantaba y salía deprisa de la sala del Consejo y añadió lo suficientemente alto para que Taras lo oyera―. ¡¿Me vas a dejar aquí con este tarado?!
Se quedaron solos, Taras carraspeó, sin atreverse a decir nada. No estabas seguro de si ofenderse o no tras el comentario. Si se ofendía, no podría sacarle nada a Ankar, y probablemente se ganaría un enemigo; pero si hacía como si no lo hubiera oído desde luego que quedaría como un tarado… Ankar se levantó del asiento refunfuñando. Antes de que se fuera, Taras optó por la opción de tarado y lo alcanzó con una sonrisa, que pretendía ser amable, pero sabía que no se le daba muy bien.
―Ankar, quédese a hablar conmigo. No hace falta que se vaya.
―¿Pero has visto la que me has liado? Has espantado a Regina.
―Tal vez yo pueda ayudarle a conseguir lo que necesita ―dijo rápidamente Taras, tratando de recordar los Consejos de Feris: «ofrecer algo primero…».
―¿Tú? ¿Qué vas a conseguir tú? Llevas meses aquí en el Consejo y no has conseguido ni una mísera alianza con nadie.
Aunque Taras ya lo sabía, se sintió algo dolido de todas formas con la acusación. La verdad es que no le había ido muy bien hasta ahora, pero eso iba a tener que cambiar.
―Nunca es tarde, dice el dicho ―contestó, volviendo a intentar la sonrisa de antes.
Ankar resopló, subiendo los escalones con esfuerzo hasta la fila superior donde debía sentarse. Era un hombre mayor, con el pelo canoso y una forma redondeada que mostraba años de ingesta de licor de hierbas, y decían que no se movía del edificio del Consejo nunca. A pesar de ello, estaba metido en miles de ventas sobre terrenos a las afueras de Gathelic. Podía trabajar a distancia, mientras vaciaba la botella de licor desde su sillón. Taras volvió a probar:
―Déjeme intentarlo. Tal vez pueda conseguirle lo que necesita. ¡No perdemos nada!
Ankar se acomodó en su tribuna en la fila superior, hasta la que Taras lo había seguido, con gesto de aburrimiento.
―Está bien ―dijo Ankar―. Consígueme dos kilos de explosivos.
―¿Explosivos? ―preguntó Taras perplejo―. ¿No se venden en el pueblo?
―Están todos agotados aquí ―refunfuñó de nuevo Ankar―. Y solo Regina puede traernos más con su compañía de transporte.
―Hmm, de acuerdo, veré cómo puedo…
Ankar se rió:
―¿Cómo los vas a traer? ¿Tienes contactos fuera?
―Eh, no, claro que no, pero tal vez pueda convencer a Regina por usted.
Ankar volvió a reírse, cada vez más fuerte, atrayendo la atención de otros consejeros que empezaban a acudir a la sala. Se acercaba la hora del comienzo de la reunión. Taras volvió a sonreírle a Ankar y le prometió otra vez intentar hablar con Regina. Lo dejó riéndose en su tribuna y se fue hacia la suya. Mientras el Consejo se reunía, pensó en que tal vez su encuentro no había ido del todo bien, pero había descubierto algo interesante. La reacción de Regina a la desaparición del cargamento había sido de esperar, ya que la preocupación por el transporte de mercancías era algo que preocupaba a muchos consejeros… Pero tal vez sabía algo más. Algo satisfecho y con un objetivo en mente, pensó en abordar a Regina de nuevo después de la reunión.
Se dirigió a su tribuna, y vio que la de al lado estaba ya ocupada por la consejera del barrio Este, otro barrio humilde de Gathelic. Anthea era una mujer de mediana edad con cara de pocos amigos y nada sociable. Siempre que intentaba hablar con ella, le respondía con monosílabos, y nunca decía nada en el Consejo. Taras no estaba seguro de qué le pasaba por la cabeza, y qué estrategia tenía en mente, si es que tenía alguna. Normalmente se abstenía en las votaciones y permanecía en silencio con expresión concentrada durante toda la reunión.
Cuando Taras llegó hasta su asiento, se dio cuenta de que había un papelito arrugado sobre el cojín de terciopelo. Sorprendido, lo tomó y lo abrió mientras se sentaba. Había algo escrito: «Pregunta por la mina. S».
Asombrado, Taras miró a su alrededor, buscando quién podía haberle dejado el mensaje. Anthea, a su lado, miraba al frente con su expresión habitual y no parecía haberse percatado de nada. Se preguntó si habría sido ella capaz de escribirle la nota, pero enseguida lo descartó. Si fuera ella, podría haberle hablado directamente, no necesitaba escribirle. Aunque era una mujer tan rara…
Miró de nuevo el mensaje, y se fijó en la letra S. Tenía que ser un mensaje de Sethor. ¿Habrían encontrado algún frigorífico en la mina? Y, en ese caso, ¿cómo se le ocurría a Sethor enviarle un mensaje al mismo salón del Consejo? ¿Estaba mal de la cabeza? Pensó en la mina y se le ocurrió que quizás habría alguna noticia interesante en relación con alguna mina hoy entre los anuncios del Consejo. Se decidió a esperar a que llegara el momento adecuado y después abordar a un par de consejeros para saber más detalles. Probablemente nadie supiera nada. Las minas estaban regentadas por el líder y salvo en raras ocasiones, no se hablaba de ellas nunca…
El sonido de un martillazo lo devolvió al presente. La presidenta del Consejo pedía el silencio, mientras aparecía el Gran Líder Harr III por la puerta de la sala. Quedaron todos en silencio y Harr cruzó la sala de forma solemne y se sentó en la butaca principal de la zona inferior, frente al resto del Consejo. La presidenta procedió a leer el orden del día:
―Punto número 1. Ataque a las minas ―dijo en voz alta. Se armó un gran revuelo instantáneo.
―¿Ataque? ¿Cómo que ataque? ―susurraban los consejeros a su alrededor.
Taras, sorprendido, volvió a leer el mensaje que tenía entre las manos. Al parecer no iba a tener que esforzarse en preguntar mucho; le iban a responder a su pregunta ahora mismo. El Gran Líder murmuró algo a su mayordomo y este se levantó y caminó hasta la presidenta para entregarle un papel. La presidenta lo tomó y leyó en voz alta las palabras del líder.
―Estimado Consejo, la pasada noche, las minas de Gathelic fueron atacadas ―comenzó, a la vez que se hacía el silencio en la sala―. Según los mineros que han testificado, dos personas entraron por la noche en uno de los emplazamientos mineros mientras estos dormían. Fueron sorprendidos en el acto y perseguidos hasta la salida, por lo que no pudieron llevarse nada ni hacer lo que vinieran a hacer. Causaron destrozos en la puerta, pero no hubo heridos.
Más murmullos se sucedieron en la sala.
―Por el momento no estamos seguros de quiénes son ni del motivo, pero se están llevando a cabo investigaciones. Se trata de una zona estratégica, y como saben, una fuente de recursos necesarios para nuestra economía. Es una situación grave, ya que acciones como estas vulneran nuestra autonomía y posición con respecto al continente.
Los consejeros se giraban y se lanzaban miradas entre ellos, parecía que más de uno tenía algo en mente. La mención al continente servía para darle la relevancia necesaria a la noticia. Gathelic, que había conseguido ser independiente del continente tras un largo período de guerra y desacuerdos, valoraba por encima de todo su autosuficiencia y autoabastecimiento. Sin embargo, tras décadas de independencia efectiva, la relación con el continente seguía siendo tensa y a la vez necesaria. Cualquier situación que hiciera peligrar la frágil estabilidad del sistema se convertía inmediatamente en un asunto de máxima prioridad. Si las minas de Gathelic habían sido atacadas, podía significar muchas cosas, y desde luego, ninguna era buena para Gathelic.
La presidenta terminó de leer y dobló el papel, pero continuó hablando:
―Creo que no tengo que recordárselo, pero es de vital importancia que colaboren lo máximo posible los próximos días con la investigación. Se llevarán a cabo algunas entrevistas con los consejeros. No se preocupen, cualquier información nos puede ser útil. Se les notificará en sus cámaras de la hora y fecha convenida para la entrevista.
Los consejeros elevaban la voz y hablaban entre ellos agitados. Hacía mucho tiempo que se les interrogaba por última vez y, por la expresión de sus caras, muchos no estaban contentos. La presidenta volvió a hablar para hacer callar a la sala y pasar al siguiente punto del día. Sin embargo, encontró muy poco entusiasmo y las intervenciones fueron mínimas y muy escasas. En menos de media hora, la reunión se disolvió y los consejeros salieron a gran velocidad. Nadie quería quedarse a hablar o negociar después de la noticia. Taras salió también sin decir nada a nadie, arrugando el papelito en la palma de su mano, como si quisiera hacerlo desaparecer.
V
LA MUERTE ES LA ÚLTIMA SOLUCIÓN
Kiru sabía que había sido buena idea separarse de Leah y Sam para despistar a sus perseguidores. Buscaban a dos mujeres y un niño, y sería mucho más fácil pasar desapercibidas por separado. Efectivamente, un par de veces había pasado cerca de un guardia de seguridad que la había ignorado por completo. No encajaba en el perfil que buscaban. A veces era tan fácil…
Aun así, se preocupaba por Leah y Sam y esperaba que les estuviera yendo bien. No se los había encontrado en ningún momento desde que se separaron, lo que le parecía algo extraño. Llevaba todo el día deambulando por las calles de Gathelic entre la multitud. Había cambiado su chaqueta por otra más sucia, más rota y que le estaba más apretada en cuanto había encontrado a alguien lo bastante iluso para aceptar. Había cambiado una moneda por otro panecillo e incluso había robado un poco de fruta en un puesto de la plaza. Caía la noche y la luz rojiza de la luna empezaba a bañar las calles del barrio Oeste. No se había atrevido más que a pasar brevemente por una de las calles principales del barrio hasta ahora. No estaba segura de qué hacer. Por un lado, había evitado el barrio a plena luz del día, temerosa de que los guardias supieran donde se dirigía y la esperaran allí; pero, por otro lado, una parte de ella no estaba segura de si acudir a la cita o no.
A Kiru le habían dado un mensaje claro cuando la habían convencido para esconderse en ese frigorífico: tenía un destino pactado y una persona de contacto, pero hasta ahora no había sido consciente de lo que hacía realmente. Había huido de la cultura de su ciudad natal, Sertis, para unirse a los liberales de Gathelic. Y no solo eso, sino también para buscar al Maestro del Eco. Todavía no se lo creía, ni estaba preparada para dar el paso. Si bien era cierto que llevaba mucho tiempo usando sus habilidades en secreto en Sertis, especialmente en momentos de necesidad, nunca se había considerado parte del Eco. Sin embargo, cuando conociera al gran Maestro, no habría marcha atrás.
Con el anochecer, en cambio, sus pasos la habían llevado de manera casi inconsciente al barrio Oeste. Aunque podría encontrar un lugar donde dormir, no estaba segura de que pudiera posponerlo mucho más tiempo. Tarde o temprano la encontrarían. Su única opción después de haber llegado tan lejos era buscar al Maestro. Y todavía se resistía.
En una calle cercana, oyó a unos muchachos hablar pargui mientras bebían licor de arroz y se dio cuenta por la conversación de que uno de ellos debía de vivir cerca del lugar que estaba buscando. La localización que acababa de mencionar coincidía exactamente con la que le habían descrito. Debía buscar la casa en la que el consejero proveniente del barrio Oeste había vivido. Junto a ella, estaba la escuela del maestro, escondida a ojos de la gente normal. Solo los aprendices del Eco, se decía, podían ver el lugar y encontrar la puerta de la escuela.
El chico se quejaba de que el nuevo consejero llevaba ya meses en el Consejo y todavía no había hecho nada por el barrio. Mientras tanto, su abuela, que vivía enfrente de él, había empezado a recibir hogazas de pan cada mañana. «Qué derroche,» decía el chico, «hogazas enteras para ella sola». Kiru estaba segura de que se refería al lugar que buscaba, y decidió acercarse. Para hacer tiempo, se acercó al puesto y gastó su última moneda en un vaso de licor de arroz. Los chicos le hicieron espacio entre sonrisas y pasados unos minutos volvieron a hablar de la abuela del consejero en parghi. Kiru, fingiendo desinterés, preguntó sobre la abuela para saber más acerca del sitio que tenía que encontrar más adelante: la puerta escondida del Maestro.
―No sé qué hace con una hogaza entera la señora, cada día ―insistía el chico que vivía enfrente de ella, que se había presentado como Jink.
―¿Igual vive con alguien más? ―dijo otro de los chicos.
―No, no hay nadie más que salga de esa casa ―dijo otro.
―¿No se la da a algún vecino? ―preguntó Kiru, integrándose en la conversación.
―No vive nadie allí más que yo. Tan solo hay una casa abandonada y al otro lado la antigua escuela que se quemó ―respondió Jink―. Te digo que la anciana lo tira. Desde que su nieto está en el Consejo se le ha subido a la cabeza, ya no se da cuenta de nada…
―¿Y cómo es la casa abandonada? ―preguntó Kiru con una sonrisa―. ¿Hay fantasmas?
Los chicos se rieron, excepto Jink, al que parecía asustarle un poco el tema.
―No, ¡claro que no hay fantasmas! ―dijo Jink, con la voz algo alterada.
―Bueno, Jink ―dijo otro chico―. Cuéntale lo que has escuchado y visto allí alguna vez. Si eso no parecen fantasmas…
―No, pero eso no… ―comenzó a excusarse Jink.
―¿Qué escuchaste? ―preguntó Kiru, mirándolo fijamente.
―Nada, probablemente fuese algún animal o alguien buscando cobijo de la lluvia, no hay que darle más importancia…
―¡Pero si viniste aquí corriendo muerto de miedo! ―se rio otro de sus amigos.
―Me encantan las historias de fantasmas. ―Kiru le sonrió, buscando la complicidad para sonsacarle.
―Pues me pareció oír unos ruidos, como de madera crujiendo, pero bueno, que esto es muy normal cuando llueve…
―Y viste la casa mutando ―añadió otro de sus amigos, burlándose también―. Dijiste que la ventana del piso de arriba se había derretido y caído al suelo, ¡para después volver a aparecer!
―¿La ventana del piso de arriba? ―repitió Kiru, pensativa. Se le estaba ocurriendo la manera de entrar a la casa.
―Probablemente lo soñé, ¿vale? ―insistió Jink, enfadado y tratando de cambiar de tema―. Lo importante es que, si la abuela del consejero está derrochando comida, podíamos hacer algo. Podíamos comer los cuatro con esa hogaza; ella ya tiene bastante comida ahora que vive de las rentas de su nieto.
―¡Y será como recibir lo que nos debería de estar dando el consejero a estas alturas! ―se sumó otro.
―¡Eso! ―dijo el tercero levantando el vaso―. ¡A por la hogaza!
Kiru brindó con los demás, abstraída, trazando un plan. Pasado un rato, decidió que era momento de despedirse y se inventó una excusa. Prometió volver otro día y se marchó doblando la esquina del callejón. Ahí se escondió pegándose a la pared y escuchó su Eco:
La vibración de la luz rojiza de la luna iluminando las piedras del suelo. El murmullo de los vecinos que cenaban en sus casas. Los últimos carros que pasaban a varias calles de distancia, haciendo crujir la madera de las ruedas. El sonido de los vasos entrechocando en el puesto de comida. El dueño limpiando algunos que le devolvían. Las risas del grupo hablando de ella con palabras lascivas. Kiru apretó los dientes. Pasaron unos quince minutos hasta que los chicos se cansaron de beber y se despidieron por fin. Kiru seguía escuchando. Eco. Bromas sobre los fantasmas de la casa embrujada. Los pasos de Jink alejarse.
Kiru se puso la capucha de su nueva chaqueta, que no le cubría del todo bien, y comenzó a seguir a Jink por el callejón paralelo, sin dejar de sentir su trayectoria. Lo siguió durante una decena de calles hasta que llegaron a la calle en la que vivía. Kiru reconoció enseguida la escuela quemada. Un edificio enorme, que en otros tiempos había sido un lugar importante para el barrio, que había albergado a cientos de niños. Claramente construido en otra época más lujosa, quedaba ahora destartalado, mugriento y ennegrecido por el humo, con la maleza creciendo entre las paredes y cubriéndolo entero. Kiru se preguntó por qué no habrían construido otra escuela para sustituirla.
Más adelante estaba Jink, parado frente a la puerta de su casa, buscando una llave que parecía no encontrar. Kiru giró la cabeza hacia el otro lado de la calle y vio una pequeña casa cuidada, recién pintada de azul, con las luces encendidas. Era seguramente la casa de la abuela del consejero. A su lado derecho, estaba la casa abandonada que había mencionado Jink, tan triste como el colegio quemado, o incluso más. La casa parecía haber sufrido un derrumbamiento: las columnas yacían tumbadas entre muchos escombros y suciedad, bloqueando el acceso. El sitio no parecía muy alentador, si de verdad era el correcto. Kiru dudó. Tal vez se había equivocado después de todo.
Esperó a que Jink entrase a su casa y cerrase la puerta antes de adentrarse en la calle. En silencio, pasó por delante de la escuela y se situó de espaldas a la casa de Jink. Observó la casa de enfrente, abandonada, pero imponente de todas formas. Derrumbada y en la oscuridad, nada parecía moverse en su interior. Las hojas de los árbustos que se habían comido el jardín delantero se movían con el viento. Miró la ventana del piso superior, la que Jink había mencionado en su historia, y escuchó. Eco.
Los ruidos de la noche la invadieron. Unos transeúntes que pasaban por una calle cercana, las hojas de los árboles y entrechocando, la vibración de la luz en la casa azul de la abuela del consejero. Ruido de platos. Alguien comiendo. El entrechocar de sus dientes. Unos golpes que parecían de las botas de Jink al ser tiradas al suelo sin cuidado. Sus pasos arrastrando los pies hacia la escalera que conducía al piso superior. Los peldaños crujiendo. Kiru sacudió la cabeza. No le interesaba Jink. Trató de concentrarse en la casa derruida que tenía delante. Se esforzó más.