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―Por el momento no sabemos nada del Consejo, pero seguro que Taras está también preparado ―le dijo Sethor, volviéndose a poner las gafas.
―Bueno ―dijo la señora, esbozando una sonrisa como si no hubieran dicho nada preocupante―. Eso es todo, ¿verdad, Sethor? Ya nos seguirás informando cuando haya noticias, ¿sí?
Sethor asintió y se marchó sin despedirse. A nadie le pareció extraño.
―Creo que es hora de retirarse ―la señora dio unas palmadas, y todos empezaron a recoger. Algunos salieron y otros se adentraron en la casa, susurrando.
―Un placer conocerte, Kiru ―oyó que alguien le decía, a la vez que le daban un toque en el hombro. Se giró y se encontró con el chico del sombrero amarillo―. Yo soy Rib.
Kiru no se atrevió a decir nada y simplemente asintió.
―Kiru ―la llamó la dueña de la casa―. Ven conmigo.
Volvió a salir al pasillo y Kiru la siguió hacia el interior de la casa. El pasillo zigzagueaba continuamente y parecía que descendía. Pronto, Kiru se dio cuenta de que no estaba segura de en qué parte de la casa se encontraban. La señora, en cambio, no se detuvo. Continuaron girando esquinas del pasillo y descendiendo durante otro par de minutos. «¿Dónde iban?». Kiru escuchó.
Los suelos de madera crujiendo debajo de sus pies y por encima de su cabeza. Había varios pisos más por encima y un par por debajo. Pasos lejanos, correteando de un lado al otro. Agua salpicando contra el suelo. Botes de cristal. Risas. Sonidos de sábanas. Gente yéndose a dormir. Luz, vibrando. Una cocina. Alguien masticando. Susurros. Casi podía entender lo que decían…
―Ya vale ―dijo la señora, que se había detenido de pronto y se había girado a mirarla―. En la casa no espiamos, ¿de acuerdo?
Kiru enrojeció. ¿Cómo lo sabía? Nunca nadie antes había podido distinguir cuando estaba escuchando.
―Que podamos hacer cosas, no quiere decir que las hagamos continuamente. Aquí en la casa nos respetamos, ¿entendido?
Kiru asintió. La señora dejó caer la mueca de enfado y volvió a sonreír.
―Ya hemos llegado a tu cuarto. Lo compartirás con Vila, ¿te parece bien? Cada vez llega más gente y no hemos podido empezar las obras de ampliación.
La señora abrió la puerta y la invitó a pasar. Kiru se sorprendió al encontrar una habitación enorme, más grande que la que había tenido nunca en Sertis. Había una cama en cada esquina. Un lado estaba completamente vacío mientras que el otro tenía multitud de objetos y decoración sobre las estanterías. Supuso que era el lado de Vila.
―Cómo sabes, Vila ha salido, pero no creo que tarde…
Kiru entró y se fijó en una ventana al fondo, que daba al exterior. Se podía ver la casa de Jink, algo ennegrecida, pero sin rastro de llamas.
―Las llamas ya no están… ―susurró Kiru.
―Ah, sí, claro ―le respondió la señora―. Las llamas que provoqué eran de corto alcance. Lo suficiente para distraerlo un poco, pero no causan más que un poco de humo.
Kiru se quedó mirando la casa de enfrente, sin atreverse a preguntar…
―Jink estará bien, pero mejor que no te dejes ver hasta que se le olvide. Es bastante molesto y no necesitamos más gente detrás de nosotros.
Un gato saltó fuera de la ventana y se apoyó en el alféizar. Kiru abrió los ojos. Era el mismo gato que había visto saltar al principio de la noche delante de la casa abandonada… ¿Dónde estaba exactamente? Se giró a preguntarle, pero no encontró las palabras.
―Sí, sí, es la casa abandonada ―sonrió―. Que no es otra cosa que un anexo a la mía y que mantenemos oculta. Ya te explicaré como funciona ―parecía orgullosa―. El gato es de la casa, se llama Eme.
―¿Y usted…? ―se atrevió a decir Kiru.
―Ah, ¿no me he presentado? ¡Qué despiste! Yo soy Nora, aunque he oído que me llaman Maestra a veces, así que igual te suena más ―parecía hacerle mucha gracia el apodo, como si aún no lo tuviera asumido.
―¿El Maestro…? ―se corrigió, dándose cuenta del error―. ¿La Gran Maestra del Eco?
Kiru no pudo contener la expresión de asombro. Estaba en casa de la legendaria Maestra del Eco que, según las historias de los Sertis, había conseguido vencer los elementos y había creado una academia en la que los Malditos aprendían a dominarse a ellos. Las leyendas no decían que fuese una maestra, pero eso no le sorprendía; las leyendas siempre ocultaban a las mujeres. De todas formas, los Sertis hablaban de esta persona como la más poderosa del continente, solamente después del emperador de Nixandría, y aunque había venido precisamente a encontrarla, no podía creérselo. Sin embargo, ahí estaba, delante de ella, con una sonrisa afable y divertida, viendo todo lo que le pasaba por la cabeza en unos segundos. Kiru había embarcado en las cámaras frigoríficas, huyendo de su tierra natal para conocerla y ahora que la tenía delante... Kiru comenzó a temblar.
―Tranquila, tranquila ―se rio Nora―. Ay, me temo que las historias cada vez exageran más.
Kiru intentó calmarse y le sonrió de vuelta.
―Bueno, ahora intenta descansar, ¿vale? Mañana hablaremos de Sertis, de las minas, de la escuela… ―volvió a su semblante serio―. Tenemos mucho que hacer, así que duerme un poco. Vila te despertará por la mañana.
Nora se giró para marcharse y pareció pensárselo mejor:
―Ah, bienvenida, Kiru ―le dijo por último antes de marcharse y dejarla sola en la habitación.
VIII
PLEGARIAS
Taras avanzó un tramo de camino, agarrado todavía de la ritualista porque sabía que el guardia de la puerta lo estaría observando, y porque ella no parecía querer soltarlo.
―Me llamo Seyla ―le dijo ella―, y es maravilloso que haya decidido usted unirse a la expedición lunar esta noche. La luna está esplendida…
―Bueno, verá ―comenzó Taras, intentando soltarse suavemente del abrazo de Seyla―. Con todo el respeto, yo es que iba a…
―Alzar una plegaria a la luna rojiza, ¿verdad? ―otra persona lo había cogido por el otro brazo.
Taras intentó zafarse y giró la cabeza para decirle a su nuevo acompañante que no pretendía hacer tal cosa cuando vio quien era. Vila. Empezó a sofocarse.
―Creo que sería una muy buena idea alzar la plegaria, señor consejero ―repitió Vila―. Desde luego que no nos vendría mal un poco de ayuda, ¿no cree?
Sin esperar a que Taras respondiera, Seyla apretó más fuerte su brazo al otro lado.
―Efectivamente, con ese asunto del ataque a la mina estamos bastante preocupados. Yo sé que ustedes los consejeros lo tienen todo solucionado ―añadió Seyla, acariciándole el brazo―, pero una no puede evitar preocuparse.
―Pero no hay nada de lo que preocuparse, ¿verdad, consejero? ―dijo Vila, apretándole el otro brazo.
―No, bueno… ―llego a decir Taras confuso.
―En cualquier caso, la luna rojiza nos ayudará ―dijo Vila.
―Efectivamente ―añadió Seyla.
Taras se dejó llevar por el camino del bosque entre las dos algo nervioso, pero ya no tan apurado. Si tenía que reunirse con Vila, desde luego la había encontrado. Taras suponía que Vila había necesitado también una excusa para salir de la ciudad con el cierre de puertas y se había unido a la expedición lunar de la misma manera que él. Sin embargo, no estaba muy seguro de cómo iba a hablar con ella de lo que debía, delante de toda esa gente…
Llegaron al claro del bosque junto al acantilado, el lugar en el que Taras había quedado con Sethor, o Vila. No había nadie más que el grupo de lunáticos. Por fin lo soltaron y Taras sintió que la sangre volvía a circular por sus brazos. Agitándolos un poco, miró el acantilado y se preguntó cómo iban a reunirse a partir de ahora. En la distancia, veía el mar y la playa, completamente vacías. Al parecer las noticias sobre el toque de queda se había extendido con velocidad.
Se dio la vuelta y vio al grupo de personas haciendo estiramientos. Confuso buscó la mirada de Vila, que imitaba al resto, como si siempre hubiera formado parte del grupo. Vila alzó la ceja y le indicó a Taras que los imitara. Sin ganas, Taras copió los últimos estiramientos e intentó hacerlos al ritmo de los demás, lo que le resultó totalmente imposible.
Al acabar los estiramientos, todos se tumbaron en el suelo boca arriba. Vila aprovechó y, fingiendo que buscaba sitio, se acercó a Taras para situarse a su lado. Vila se tumbó a sus pies y le hizo gestos para que hiciera lo mismo. Con un gemido apenas audible, Taras se agachó también al suelo, y se tumbó junto a ella. Su capa quedaría para el arrastre, y su pijama también. Iba a matar a Sethor y sus malditas ideas.
A la altura de sus ojos podía ver la luna rojiza brillando con más fuerza que nunca. Oyó la voz de Seyla algo más lejos, que comenzó a entonar una canción dedicada a la luna. La mayoría del grupo la siguieron a distintos pulsos, formando un canon musical. Entre el sonido y la imagen de la luna, parecía realmente una experiencia mística hasta que Vila susurró en su oído, rompiendo la magia.
―¿Qué has oído de las minas?
Taras tuvo que hacer casi un esfuerzo para recordar por qué motivo había salido casi corriendo del Consejo. Giró el rostro hacia Vila y encontró el suyo bastante cerca. Se sintió incómodo y apartó la mirada. Volvió a mirar a la luna, mientras susurraba:
―El Gran Líder ha pedido colaboración de los consejeros, pero no ha dicho mucho más. Había intrusos. ¿Eran…?
―Sí ―respondió Vila.
―¿Y dónde…?
―Llegaron a la ciudad. Han sido vistos por unos guardias.
Taras cerró los ojos. Si atrapaban a estas personas, probablemente les sonsacarían el paradero de la escuela…
―Tranquilo, los encontraremos antes. El resto han ido apareciendo.
Taras abrió los ojos. El grupo cantaba a la luna con cada vez más intensidad.
―¿Han sobrevivido a los frigoríficos?
―Claro ―dijo Vila, sonriendo, como si la respuesta fuera obvia.
―¿Y no odian a Sethor? ―comentó Taras.
―¿Y quién no? ―dijo Vila, reprimiendo una carcajada.
―Parece que la vigilancia en la ciudad se ha extremado. En el Consejo hablaron de peligro para la autonomía de Gathelic.
―Ya ―respondió Vila―. No podremos andar tan libremente. Necesitaremos una excusa para poder vernos.
―Me pregunto qué…
―La luna es preciosa. Creo que me apetece unirme a los ritualistas… ―dijo Vila, mirando al frente.
―¿Qué? No lo dirás en serio…
A modo de respuesta, Vila comenzó a cantar con los demás, repitiendo el estribillo que llevaban un rato oyendo. Taras suspiró y miró a la luna. La verdad es que la religión lunática podía ser una buena tapadera… Nadie le haría preguntas y entenderían que se marchara del Consejo con frecuencia. Muchos consejeros tenían fe en alguna religión del continente; no sería tan raro. Vila volvió a susurrar a su lado:
―Creemos que podemos encontrar la mina.
Taras volvió a mirarla, sobresaltado.
―¿La mina? ―no entendía. ¿Qué importaba ya la mina si los refugiados habían escapado?
―Hay que descubrir qué hay en ella y por qué tanto revuelo.
Taras la miró con asombro. ¿Pretendían volver a adentrarse en la mina? ¿Querían causar un conflicto?
―Es solo una mina del líder, una fuente de recursos importante para Gathelic ―dijo Taras, repitiendo las palabras de la presidenta.
―¿Sí? Entonces, ¿por qué tienen tanto miedo? ―preguntó Vila.
―Porque amenaza nuestra autonomía en el continente… ―dijo Taras, repitiendo las palabras que había oído en el Consejo. Se quedó callado, dándose cuenta de que ese no podía ser el único motivo. Giró la cabeza y vio que Vila lo miraba sonriendo.
―Hay que investigar más.
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