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De este modo, se toma en consideración lo que puede hacer un observador que simplemente ‘ve’ que en determinadas situaciones de elección el individuo A suele simpatizar más con el resultado o el estado de cosas X que con el resultado o estado de cosas Y. Es decir, el observador puede concluir, a partir de la conducta desplegada por A, que A manifiesta una cierta preferencia por X antes que por Y. Ahora bien, ¿cómo medir qué tanto es que A prefiere X a Y, y cómo dar cuenta de dicha preferencia y de su relación con las demás preferencias de A? Aquí habría que hacer uso de otro supuesto: dicha medida vendría dada por el mayor peso que tendría para A su deseo de X si se lo compara con el peso que tiene su deseo de Y. Pero esto último, si se tiene en cuenta lo dicho respecto a la asepsia valorativa y metafísica, también envolvería dificultades, puesto que un término como ‘deseo’, o expresiones parecidas, que podrían ser utilizadas para designar aquello que explicaría que A suele preferir X a Y, expresiones tales como ‘atracción’, ‘necesidad’, ‘inclinación’, no designarían objetos directamente observables. Si antes se ha dicho que habría que deducir las preferencias de los agentes a partir de su conducta observable de elección, entonces ahora, de acuerdo con lo anterior, habría que también ‘deducir’, sin incurrir en falta de rigor, una cuantificación adecuada o una expresión cuantitativa o numérica adecuada del ‘mayor peso’ o la mayor ‘fuerza’ que tienen unos deseos de A, comparada con el peso o la fuerza que tienen otros de sus deseos.
Dicha cuantificación se hace necesaria si se va a efectuar algún tipo de cálculo o se intenta llegar a alguna forma de predicción. De modo que habría que ofrecer una expresión numérica o una cuantificación, a pesar, repito, de la dificultad que entraña el hecho de que tal fuerza/peso tampoco es directamente observable ni, por lo tanto, mensurable. Por tal razón, se requiere de nuevo alguna salida indirecta que, para el caso de la medición de ese peso/fuerza, implique dar cuenta no directamente de tal magnitud, sino de lo que pueda observarse y pueda atribuírsele como su efecto en la conducta observable de elección. La solución será acudir a una medida estadística: aquella que vendría proporcionada por la mayor probabilidad de que en aquellas situaciones en las cuales A pueda elegir entre X y Y, elija la primera antes que la segunda opción. Dicha medida probabilística/estadística es designada, precisamente, mediante un término clave: ‘utilidad’. Este vocablo tendría la ventaja de que, amén de que nos evita caer en los problemas presentados por expresiones tales como ‘deseo’, también podría designar la medida de aquello que intenta maximizar un agente racional con sus elecciones, las cuales, como se ha dicho, serían la expresión de sus preferencias. En conclusión, A es considerado un agente ‘racional’ en tanto que busca maximizar su utilidad, lo cual significa que en situaciones en las que se le presente la oportunidad de escoger entre X y Y, sabremos que efectivamente ocurre que A prefiere X a Y porque en dichas circunstancias el resultado más probable es que A termine por elegir X a Y. Las elecciones de A son racionales si se corresponden con sus preferencias, es decir, si A elige buscando maximizar su utilidad esperada. Esto puede ser deducido por el observador si este advierte cierta coherencia en la conducta de elección de A. Así, un individuo es considerado ‘racional’ en tanto que a sus elecciones se las puede calificar de coherentes, deduciéndose de ellas un sistema —también consistente— de preferencias y, por lo tanto, si puede afirmarse, en vista de su conducta recurrente de elección, que el agente busca satisfacer sus preferencias, i. e., maximizar su utilidad esperada. En otros términos, racionalidad es, justamente, maximización de utilidad.
Hasta acá, Gauthier suscribe estas nociones básicas de la teoría de la elección racional, aunque, como veremos, también se propone introducirle algunos cambios. Pero antes de continuar, en este punto me atrevo a señalar la coherencia que puede apreciarse entre la versión que hace nuestro autor de aquellos aspectos en los que dice coincidir con la teoría de la decisión y lo que anteriormente se comentó con respecto a cierto sesgo reduccionista en la propuesta de Gauthier, sesgo que en este aparte se vería reflejado en la asepsia metafísica y la neutralidad valorativa de los supuestos que el filósofo canadiense comparte con ciertas versiones de la teoría de elección racional. Creo que en Gauthier la aplicación de estos supuestos cuando se busca dar cuenta de los criterios para la racionalidad/irracionalidad de las decisiones y acciones humanas se traduce en un conductismo de fondo,24 desde el que se evita apelar a referentes que vayan más allá de la mera conducta observable de elección, referentes que tal vez permitirían hacer menos opacas nociones tales como ‘preferencia’ y ‘racionalidad’. De hecho, pienso que este conductismo de fondo puede verse en la utilización que hace nuestro autor tanto del concepto de preferencia revelada como, en general, del esquema y los supuestos que le atribuye a la teoría de la elección racional. En todo lo cual cabría advertir otro de los parentescos reduccionistas del filósofo canadiense que nos lleva a recordar la crítica que Brandom y Ripstein hacen de la propuesta de Gauthier. En breve se verá cómo dicho parentesco se puede apreciar también —e incluso a pesar suyo— en la centralidad que sigue teniendo, en el discurso del canadiense, la noción de preferencia tal y como la hereda de la teoría de la elección racional.
No obstante lo anterior, en algunos aspectos nuestro autor expresamente dice que intentará distanciarse de ciertos aspectos de dicha teoría, concretamente del hecho de que en ella puede acusarse la ausencia de un elemento normativo que vaya más allá de la mera consistencia lógica de los sistemas de preferencias. Gauthier considera que dicho elemento se hace necesario si se quiere dar cuenta de qué es lo que permite que tales sistemas sean evaluados como racionales/irracionales, en lo cual creo que no le falta razón. Empero, igualmente pienso que esta ausencia de lo normativo no debería sorprender, dado que, como ya se habrá hecho patente con lo dicho en lo que va de este aparte, los referentes normativos desaparecen si se iguala elección a conducta racional, y conducta racional a manifestación de preferencias. Si cualquier conducta de elección del agente A resulta siempre explicable —y sin necesidad de acudir a una complicada teoría de la mente— como la expresión de las preferencias de A, esto es, como la maximización de su utilidad esperada, entonces, para hacer un juicio evaluativo que busque establecer qué tan ‘racionales’ son la conducta de elección o las preferencias de A, bastaría simplemente con un único criterio normativo, y bastante débil, que permitiera evaluarlas en este sentido: la consistencia lógica del sistema de preferencias de A. Es importante señalar que aquí se habla de sistema, pues, como veremos, Gauthier también advierte que no se puede/debe evaluar la racionalidad de una preferencia considerada aisladamente. Así, cualquier conducta de elección y cualquier sistema de preferencias pueden ser considerados ‘racionales’ solo a condición de ser consistentes,25 y ninguna preferencia admitiría ser vista como racional ni como irracional de suyo sin que previamente se hayan examinado sus relaciones con el sistema de preferencias al que pertenece.
En esto último Gauthier estaría de acuerdo con la teoría de la elección racional, pero se separa de esta en lo que se refiere al vacío normativo que advierte en ella, suscribiendo, por ende, algunas de las críticas más importantes que dicha teoría ha recibido. Nuestro autor admite que las mencionadas críticas aciertan al señalar que el mandato “maximiza tu utilidad” dice muy poco sobre cómo ser más racional. Entre otras cosas, porque tiene la simpleza de las tautologías; equivaldría a ordenar algo parecido a “haz lo que quieras (hacer)”.26 Para superar esta falencia de la teoría, Gauthier se propone complementarla con la introducción de criterios normativos que permitan evaluar algo más importante que la mera consistencia lógica de los sistemas de preferencias de los agentes humanos. Dichos criterios permitirían sensu stricto establecer si estas últimas, así como las conductas de elección de las que hacen parte, son o no propiamente ‘racionales’.27
1.2.2. Las preferencias cualificadas o “consideradas” y el problema de lo normativo
Gauthier se propone sugerir algunas mejoras al andamiaje conceptual básico de la teoría de la decisión para que, de ahora en adelante, esta cuente con el criterio normativo que le hace falta. Tal criterio puede ser ofrecido si se repara en la diferencia cualitativa que, según el autor, distingue a un tipo especial de preferencias: aquellas que él propone llamar (p. 27) preferencias “consideradas” (considered). Creo que nuestro filósofo introduce esta noción en vista de los aprietos en los que se ve una vez que ha decidido comprometerse con el modelo de racionalidad que le atribuye a la teoría de la elección racional. Pues está claro que el precio que termina pagando por este compromiso es la renuncia a toda posible evaluación de las preferencias, esto es, a cualquier apelación a lo normativo, ya que toda instancia normativa desde la cual se intente llevar a cabo tal evaluación colapsaría, finalmente, en la mera expresión de preferencias no susceptibles de crítica. Como puede preverse, este sería un resultado indeseable para una propuesta moral como la que pretende hacer Gauthier. Pienso, entonces, que el autor utiliza su noción de preferencias “consideradas” para evitar dicho resultado y proporcionarle así un peso normativo tanto a la noción misma de preferencia —que, visto lo anterior, pareciera estar blindada frente a cualquier intento de evaluación— como al esquema general que el canadiense ha presentado de la teoría de la decisión, y, por supuesto, también al modelo de racionalidad que se desprende de este.
Gauthier reconoce que muchas de las preferencias que tiene cualquier agente no han pasado por un proceso de evaluación, reflexión o cualificación por parte de este y simplemente se manifiestan en su conducta de elección, a veces sin que el propio sujeto sea consciente de ello. Estas preferencias son, pues, algo muy parecido a las preferencias “reveladas” a las que se refieren, según el autor, los teóricos de la elección racional. Pero también puede ocurrir que un agente tenga otro tipo de preferencias que sí han pasado por un proceso de examen, y con respecto de las cuales el individuo expresa un compromiso en el largo plazo. Se trata, precisamente, de esas preferencias que Gauthier propone llamar “consideradas”. Según él, estas han sido formuladas por el sujeto bajo ciertas condiciones que las cualifican racionalmente. Por ejemplo, el agente las hace suyas contando con la información relevante; se fundan en creencias plausibles o adecuadas; no son el producto de la ignorancia o de estados psicológicos adversos, como el miedo o la sugestión; no son el mero producto de la manipulación, ni de los traumas de infancia, ni de pasiones que obnubilen el juicio, como el odio irracional, y un largo etcétera.28
Conforme con Gauthier, para que la formulación de estas preferencias consideradas se haga posible, es necesario que el individuo las haga conscientes y, por ende, que también las verbalice, las exprese en forma de proposiciones. Pues solo así puede examinarlas y determinar si son o no consistentes con otras preferencias suyas, de manera tal que pueda decidir si se compromete (o no) con ellas. Este compromiso se hace manifiesto en lo que el agente dice expresamente preferir, es decir, a nivel de su discurso y no solo a nivel de su conducta observable de elección, como en cambio sí ocurre en el caso de las preferencias simplemente reveladas. Todo lo anterior explica por qué, en comparación con estas últimas, las preferencias consideradas son más estables a lo largo del tiempo. Para dar satisfacción a sus preferencias consideradas, a las que el autor también se refiere como “actitudinales” o relativas a las actitudes del agente (related to attitudes), este tendría que maximizar lo que Gauthier llama “valor”, en contraste con la mera utilidad que el agente espera maximizar cuando intenta satisfacer sus preferencias meramente reveladas, a las que el filósofo canadiense también denomina “conductuales” (pp. 27-28), y que serían aquellas que solo se relacionan con el aspecto conductual de la elección (related to behaviour). Así, para nuestro autor, existe una clara diferencia entre maximizar la utilidad de las preferencias aun sin que estas hayan sido objeto de evaluación por parte del agente, y maximizar el valor de las preferencias cuando previamente se las ha sometido a examen. Por esto, y he aquí la diferencia cualitativa, i. e., normativa que le interesa introducir a Gauthier, la conducta propiamente racional consiste en la maximización del valor de las preferencias consideradas o actitudinales. Este valor, pues, no es lo mismo que la mera utilidad; presenta un plus normativo frente a ella, si bien y por mor de economía del lenguaje, Gauthier seguirá hablando en términos de “utilidad”, aunque entendiendo por esta aquello que el agente busca maximizar cuando intenta satisfacer únicamente sus preferencias consideradas.
Ambos grupos de preferencias —actitudinales y conductuales— pueden ser consistentes entre sí y, en este caso, lo que el agente dice preferir coincide con lo que de hecho prefiere en sus elecciones. Pero también puede ocurrir que ambos grupos de preferencias entren en conflicto y, entonces, lo que el individuo dice preferir no resulta ser lo mismo que termina por elegir en su conducta efectiva de elección. Si ocurre esto último, entonces puede decirse que el agente no busca maximizar el mismo tipo de utilidad cuando intenta dar satisfacción a sus preferencias actitudinales que cuando busca satisfacer sus preferencias conductuales. Por lo tanto, cuando se presenta este tipo de inconsistencia, se puede concluir que el sistema de valores del individuo es confuso o irracional, o que la persona no elige racionalmente —o es un agente irracional—, dado que su sistema de preferencias es inconsistente. De este modo hemos arribado, según Gauthier, a la instancia normativa que nos permitirá juzgar la racionalidad o irracionalidad de las preferencias y la conducta de elección de los agentes.
No obstante estas distinciones introducidas por el autor, en este punto creo que aún puede insistirse en preguntar: ¿qué es aquello que permite que solo algunas preferencias sean “consideradas” y tengan, por lo tanto, un peso normativo frente a las demás? La respuesta de Gauthier a esta cuestión, con lo que llevamos hasta acá, aparentemente no ofrecería mayores problemas. Sin embargo, al profundizar un poco más en ella y al cotejar lo ya expuesto con lo que sigue de La moral por acuerdo, aparecen interrogantes que en mi opinión no dejan claro este asunto de la normatividad. Nuestro filósofo va a reafirmar que la racionalidad o irracionalidad de las preferencias es independiente de su contenido y de los fines que se busque maximizar con ellas (o de los cuales ellas sean una expresión de compromiso). Para Gauthier, la racionalidad de las preferencias solo depende de su consistencia lógica en tanto que sistemas de preferencias, así como de la cualificación epistemológica de las creencias asociadas a dichas preferencias. De allí que el autor insista en que no podamos juzgar como racional ni irracional una preferencia aislada, por ejemplo, aquella que se expresa en la famosa frase de Hume: “No es contrario a la razón el preferir la destrucción del mundo entero a tener un rasguño en mi dedo”.29 En este orden, según Gauthier, tampoco podríamos juzgar como irracional al individuo que exprese esta preferencia específica, por lo menos no sin antes haber examinado las relaciones de consistencia o inconsistencia que pueda haber entre dicha preferencia y el resto de preferencias que tenga el agente en cuestión.
Not the particular preferences, but the manner in which they are held, and their interrelations, are concern of reason. Once more we find ourselves in agreement with Hume, in this case when he says that it is “not contrary to reason to prefer the destruction of the whole world to the scratching of my finger”. It may be contrary to reason to hold such a preference in an ill considered manner, or to conjoint it with certain other preferences. But considered in it self we cannot assess its rationality. [...] Ends may be inferred from individual preferences; if the relationship among these preferences and the manner, in which they are held, satisfy the conditions of rational choice, then the theory accepts whatever ends they imply (pp. 25-26).
En mi opinión, estas últimas afirmaciones sorprenden, ya que resulta difícil sostener que la racionalidad o irracionalidad de las preferencias no se debe ni a su contenido, ni al compromiso del agente con ciertos fines, compromiso del que dichas preferencias son una expresión, si al mismo tiempo se sostiene, como lo ha hecho Gauthier, por una parte, que las preferencias deben ser enunciadas a fin de evaluar eso que ellas enuncian, lo cual no veo cómo puede ser disociado de su contenido. Por otra parte, lo afirmado en la cita también resulta insólito si antes el autor ha sostenido que aquello que cualifica o hace racionales a las preferencias depende, en buena medida, de su base epistemológica, la cual tampoco veo cómo puede ser evaluada sin que al mismo tiempo se evalúe el contenido de las preferencias. Del mismo modo, tal vez resulte difícil defender la tesis de que la racionalidad o irracionalidad de las preferencias solo puede determinarse luego de que se establezca la consistencia o inconsistencia que haya entre ellas, en tanto que sistemas de preferencias, si al tiempo que se reclaman criterios normativos que vayan más allá de la mera consistencia lógica con la que se contentaban, según la crítica que les hace el mismo Gauthier, los clásicos de la teoría de la decisión.30 Tampoco creo que resulte fácil, por lo menos no a primera vista y sin que medie alguna explicación adicional, considerar irrelevante/ilegítima una evaluación de los fines cuando se intenta evaluar la racionalidad de las preferencias, si al mismo tiempo se insiste, como lo hace nuestro filósofo, en que la racionalidad consiste en la maximización de un valor. Para aclarar un poco más este último punto, centrémonos por ahora en la discusión en torno del concepto de valor.
1.2.3. La noción de valor y el subjetivismo de los valores defendidos por Gauthier. La tensión entre dicho subjetivismo y el interés por lo normativo
Gauthier nos previene de ser cautelosos en cuanto al uso del término “valor”, pues no ha de llevarnos al equívoco de que él crea en la existencia de valores sustantivos u objetivos —los cuales, a su entender, serían una quimera— ni, por lo tanto, en la existencia de fines que sean racionales o irracionales por sí mismos. Para nuestro autor, algo es un valor sencillamente porque busca ser maximizado con nuestras preferencias consideradas. Pero no ocurre al revés: la cualificación de estas no se debe a que sean la expresión de un —supuesto— valor objetivo. En otras palabras, las preferencias consideradas son el referente gracias al cual se establece que algo es un valor; este es deducido a partir de ellas. Por lo tanto, resulta ilegítimo y engañoso suponer de entrada la supuesta existencia de un valor ‘objetivo’, para luego concluir que este debe ser el objeto de preferencias consideradas. Vistas así las cosas, Gauthier cae en la cuenta de que tendría que responder a una pregunta ineludible: ¿cómo puede, entonces, explicarse que sea tan extendida la creencia en los valores? La respuesta del filósofo canadiense es que los valores son un producto, no un punto de partida ni un marco de referencia; se deducen de la evaluación que hacemos de las muchas formas en que nos afectan los estados del mundo.31 Nuestro autor cree que cuando valoramos algo de manera positiva, lo hacemos porque hemos experimentado que satisface nuestros intereses y deseos, los cuales se expresan en nuestras preferencias y conductas de elección. Sin embargo, insiste Gauthier, lo anterior no debe hacernos perder de vista que, a diferencia de la mera utilidad, el valor es aquello que se intenta maximizar mediante elecciones que obedecen a esa subclase especial de preferencias, las cualificadas o consideras, que son las que poseen un peso normativo frente al resto, es decir, frente a las meras preferencias sin evaluar. De este modo, el filósofo canadiense advierte que aunque él se adhiriere a una posición netamente subjetivista en cuanto a la naturaleza de los valores, sin embargo, no se debe confundir esta posición suya con un relativismo frívolo desde el cual se afirme que podemos considerar como un valor a cualquier cosa que nos produzca placer, o que sea objeto de nuestros deseos. Por lo tanto, tampoco se debe negar el peso normativo que tienen las preferencias consideradas con las que se busca maximizar valores.
Objects or states of affairs may be ascribed value only in so far as, directly of indirectly, they may be considered as entering into relations of preference. Value is then not an inherent characteristic of things or states of affairs, not something existing as a part of the ontological furniture of the universe in a manner quite independent of persons and their activities. Rather, value is created or determined through preferences. Values are products of our affections. [...] Subjectivism is not to be confused with the view that values are arbitrary […] Values are not mere labels to be affixed randomly or capriciously to states of affairs, but rather are registers of our fully considered attitudes to those states of affairs given our beliefs about them. Although the relation between belief and attitude is not itself open to rational assessment is not therefore arbitrary (pp. 46-48; las cursivas son mías).
En esta última cita me he permitido subrayar la tesis de que no sería racionalmente evaluable la relación entre las creencias que proporcionan la base epistemológica de nuestras preferencias y aquellas actitudes nuestras que se expresan en nuestros juicios de valor, pues creo que no resulta fácil hacer compatible esta tesis con la importancia que el mismo Gauthier dice asignarle a la cualificación epistemológica de las mencionadas creencias. Igualmente, a mi entender, dicha cualificación tampoco parece ser compatible, ni con la poca importancia que ahora el autor le otorga al contenido de las preferencias, ni con su prohibición de asignarle algún sentido normativo a los valores. Por todo ello no creo que nuestro filósofo responda a la siguiente objeción: si tal y como él mismo lo había sostenido, resultaba tan importante la cualificación epistemológica de las creencias asociadas a las preferencias, entonces resultaría muy difícil que ahora se afirme, sin más, como lo hace el autor, que el contenido de las preferencias no es evaluable racionalmente, sino que solo pueden serlo los nexos formales entre las preferencias. Pienso que, por ende, sería insólito que ahora Gauthier advierta que no puede llevarse a cabo un examen racional de la relación entre creencias y actitudes, relación que tendría que ser valorada como fundamental para que podamos tener preferencias consideradas.
Creo que las dificultades que aquí señalo se deben, en último término, a un doble intento que, de no ser visto como estrictamente contradictorio, al menos sí sería difícil de sostener: 1) De un lado, nuestro autor busca establecer unos estándares normativos para las preferencias consideradas, estándares exigentes desde el punto de vista epistemológico y que irían más allá, repito, de la mera consistencia lógica con la que se contentaban, según el mismo Gauthier, los teóricos de la decisión. 2) De otro lado y en clara tensión con ello, están las reticencias del filósofo canadiense a asociar dichos estándares con los contenidos de tales preferencias, o con los fines que el agente busque al formulárselas. En otros términos, por una parte, Gauthier afirma que debe haber referentes normativos que permitan evaluar la racionalidad de las preferencias y de los agentes (o de su conducta de elección). Pero, por otra parte, insiste en rechazar referentes normativos que no sean reducibles a meras preferencias o que, finalmente, no colapsen en meras preferencias. Para satisfacer ambos propósitos suyos, el autor intenta asignarle a las preferencias mismas un peso normativo, mediante el establecimiento de criterios que las cualifiquen. Con esta maniobra se lograría que por lo menos algunas de ellas admitan ser vistas como el producto de una reflexión y de un compromiso cualificado por parte del agente; compromiso que se hace posible gracias a las circunstancias en las que este se las ha formulado.32 Esto implica que el individuo tendría que ser consciente de tales preferencias, para lo cual es necesario que las haya verbalizado y que para hacerlas suyas haya contado con la información relevante, así como con las ya mencionadas condiciones para la formulación de creencias plausibles que puedan dotar de una buena base epistemológica a las creencias del agente. De esta manera, los estándares normativos con los que deben cumplir las así llamadas preferencias consideradas, para que cuenten como tales, se resumen en que ellas sean precisamente eso: “consideradas”. Con esto, como puede ver el lector, o bien se concluye que estamos ante una petitio principii, o bien habría que admitir que no son claros los criterios que propone Gauthier para calificar de “consideradas” a esta exclusiva subclase de preferencias.