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Al llegar aquí podríamos preguntarnos: ¿en virtud de qué el agente asume consciente y reflexivamente dichas preferencias? De nuevo, la respuesta de Gauthier prohíbe que se apele al contenido de tales preferencias, o a los fines que busca el agente. Lo cual se hace aún más confuso, ya que nuestro filósofo insiste en hablar de valor en vez de mera utilidad, al tiempo que recalca la diferencia cualitativa que separa a las preferencias verbalizadas de aquellas otras que simplemente son reveladas por la mera conducta de elección. Gauthier intenta ser tan radicalmente fiel a su consigna de no concederle importancia a los contenidos expresados en esta verbalización de las preferencias que creo que con ello en ocasiones su intención normativa se hace cada vez más difícil de sostener. Volvamos de nuevo a la famosa frase de Hume. El filósofo canadiense señala que, frente a la persona que sostenga que prefiere la destrucción del mundo a sufrir un rasguño, podríamos válidamente lanzar el juicio de que no está en sus cabales y que, por lo tanto, acaso sufra una suerte de desorden orgánico, incluso equiparable a una indigestión (p. 49). Pero de ningún modo estaríamos autorizados a afirmar que se trata de un agente irracional ni, mucho menos, podríamos para ello invocar nuestros valores, dado que estos (como todos los valores) son meramente subjetivos, pues expresan nuestros sentimientos o afecciones frente a aquello que puede ser objeto de nuestras preferencias. La evaluación de estas últimas debe remitir a un examen de su base epistemológica, pero este examen se refiere al conocimiento que el agente tiene de los hechos relevantes para la formulación de tales preferencias; conocimiento que, según Gauthier, es necesariamente empírico: no se trata en absoluto de una suerte especial de conocimiento no empírico o intuitivo cuyo objeto fuesen los valores o los fines perseguidos por los agentes.
Como ya se ha dicho, para nuestro autor los fines y los valores no poseen un estatus de objetividad en virtud del cual pudiesen proporcionar los estándares normativos que permitiesen juzgar o evaluar las preferencias de los agentes. Antes, por el contrario, al ser deducidos de estas, los valores son objeto del mismo tipo de conocimiento que empleamos para evaluarlas a ellas. De esta manera, de acuerdo con Gauthier, se puede asegurar el peso normativo de las preferencias consideradas y con ello una posición no relativista o no irracionalista frente a estas, al tiempo que se puede y se debe suscribir el viejo dictum —empirista y subjetivista— humeano de que no puede juzgarse de irracional ninguna preferencia, incluyendo, v. g., la de “preferir la destrucción del mundo a sufrir un rasguño”. Pues el contenido de esta preferencia específica o el fin que persiga el agente que la suscriba no son, en sí mismos, susceptibles de examen racional. A lo sumo, repito, y solo después de que se hayan considerado otros hechos relevantes en relación con el agente, v. g., su estado de salud, podemos afirmar, según Gauthier, que dicho agente no está en su sano juicio. Sin embargo, un dictamen como este no puede basarse en el contenido de su —tal vez excéntrica— preferencia, ni debe referirse a la racionalidad o irracionalidad de esta, sino solo a un desorden en las afecciones del sujeto. Empero, estas últimas, según nuestro autor, al ser independientes de la capacidad racional del agente, no son susceptibles de examen racional alguno; del mismo modo en que tampoco se examinan racionalmente los desórdenes digestivos.33
Although […] we might have grounds independent of the content of this preference, for holding such a person to be mad, we should not have grounds for considering his preference arbitrary. Madness need not imply either a failure of reason or a failure of reflection. (Madness we should hold, is primary a disorder of the affections. But this does not imply that the affections are irrational, any more than a disorder of the stomach implies that it is irrational.) [...] Subjectivism is also not to be confused with the view that values are unknowable. Evaluation, as the activity of measurement, is cognitive. Preference, what is measured, is knowable. What the subjectivist denies is that there is knowledge of value that is not ordinary empirical knowledge, knowledge of a special realm of the valuable, apprehended through some form of intuition differing from sense-experience. Knowledge of value concerns only the realm of the affects; evaluation is cognitive but there is no unique ‘value-oriented’ cognition (pp. 48-49).
No obstante, estas últimas afirmaciones suyas, creo que sigue siendo difícil que Gauthier asegure un estatus normativo para las preferencias consideradas. Nuestro autor trata de salvar este estatus, pero, en su intento por separarse de un supuesto “objetivismo” de los valores,34 reduce todo valor a mera expresión de preferencias, con lo cual, como hemos visto, caeríamos o en una argumentación circular o en una contradicción. En este punto, pienso que habría que atender a la objeción que plantean Brandom (2001) y Ripstein (2001): solo podemos evitar caer en esta argumentación circular si se piensa a los estándares normativos como algo que no puede ser reducible a meras preferencias. Se los debe concebir, entonces, como aquello que explica, precisamente, el que algunas de estas preferencias merezcan el título de “consideradas”. Esto es, como aquello que permitiría que hubiese una evaluación de las preferencias. Más exactamente, los estándares normativos serían esa instancia a la que se apela cuando se hace tal evaluación. Pero Gauthier parece estar más preocupado por librar una batalla contra lo que él llama posiciones “objetivistas” frente al tema de los valores o contra un “intuicionismo” de los valores, que por contestar este tipo de objeciones. Y en esta batalla contra molinos de viento, termina por atacar al cognitivismo ético que creo que tendría que suscribir de alguna forma, si no quiere caer en posiciones emotivistas como aquellas de las que él querría separarse.35
Si las “afecciones”, tal como las llama nuestro autor, no tienen contenido cognitivo de ningún tipo36 —hasta el punto de compartir una naturaleza común con los desórdenes digestivos— y si los valores son expresión de tales afecciones, entonces estos pertenecen al reino de lo irracional; reino que, en mi opinión, en el discurso de Gauthier parece hacerse cada vez más amplio frente al cada vez más estrecho reino de una racionalidad que, por lo visto, quedaría reducida a muy poco, tal vez a mera consistencia lógica. Por supuesto, nuestro autor no estaría en absoluto de acuerdo con estas críticas. Muy al contrario, intenta mostrar la amplitud y complejidad de los terrenos de la racionalidad tal y como él la concibe. Veamos entonces, a continuación, cómo aparecen los contornos de dicha racionalidad en la propuesta de Gauthier y, en estrecha relación con ello, de qué manera, para apuntalar mejor su tesis de que la moral se justifica a partir de razones utilidad, nuestro autor propone al mercado como modelo de la interacción moral-racional y, por lo tanto, a la agencia económica como modelo de agencia humana.
1.3. La “arena de la moral”: cooperación, autointerés y agencia económica
Con lo dicho hasta acá parecería que el modelo de racionalidad práctica asumido por Gauthier se limitaría al de una racionalidad paramétrica ejercida por un agente que actúa en solitario. No obstante, nuestro autor advierte que él está pensando en una racionalidad estratégica, es decir, aquella que orienta el tipo de decisiones en las que debe tenerse en cuenta cómo las propias elecciones y expectativas son afectadas por (y afectan a) las elecciones y expectativas de los demás agentes. Esto es lo que Gauthier llama la “arena de la moral” (pp. 60 y ss.). Se trata del ámbito de interacción que nos es propio en tanto que agentes racionales vinculados mediante constreñimientos morales que, a su vez, serían el instrumento con el cual se intentaría restringir la tendencia de cada individuo a maximizar su propio beneficio. Esta restricción que tiene como finalidad que se alcance una situación estable o deseable para todos los sujetos. Nuestro autor afirma que, aunque se hable de una interacción entre maximizadores, el hecho de que esté mediada por constreñimientos morales hace que se la pueda pensar, así mismo, como un juego cooperativo en el que se busca armonizar dos tendencias racionales que no siempre son conciliables: la tendencia al óptimo y la tendencia al equilibrio:37 “Moral theory is essentially the theory of optimizing constraints on utility-maximization” (p. 78). Según el filósofo canadiense, la armonía que imponen las restricciones morales a las interacciones humanas se produce de tal manera que estas últimas se rigen por una estructura esencialmente cooperativa, lo cual arroja el resultado opuesto al que se obtiene de una situación de dilema del prisionero (p. 79).
Recordemos que, como ha sido comentado por tantos autores, en una situación de esta naturaleza cada agente no tiene, al parecer, otra alternativa distinta a la de buscar su propio beneficio, i. e., elegir ‘racionalmente’ en el sentido de maximizar su utilidad esperada; con ello, e incluso sin que sea consciente de ello, el sujeto estaría decidiendo de acuerdo con los cánones de la teoría de la elección racional. Sin embargo, lo interesante del dilema del prisionero es que, a pesar de la racionalidad desplegada por cada agente y, por ende, aunque cada cual opte por aquella elección que considera la ‘mejor’ o ‘más racional’ (siguiendo los mencionados cánones), dicha racionalidad es el factor que paradójicamente termina por producir una situación final que resulta ser indeseable para todos los implicados. Esto es, un resultado que estaría lejos de considerarse como ‘elegible’ o ‘racional’ de suyo.38 En otros términos, lo característico de esta indeseable situación resultante es que se obtiene a causa de una estructura de interacción no cooperativa a la que parecen ‘estar condenados’ los agentes que allí participan, no pudiendo escapar de ella justamente en virtud de su ser-racionales, con lo cual, repito, podría parecer que estamos ante una suerte de aporía.
Frente a este conocido quebradero de cabeza, Gauthier cree que uno de los mayores aciertos de su teoría está precisamente en que permite hacer plausible tanto un esquema de interacción como un resultado completamente opuesto a los que se ven abocados los agentes involucrados en una situación de dilema del prisionero. Nuestro autor cree que él sí logra mostrar la plausibilidad de unas circunstancias de interacción que, al contrario de lo que sucede en la indeseable situación del dilema, llevarían a cada agente a adoptar una actitud cooperativa, dado que el sujeto prevé que ello le significa un precio razonable —renunciar a parte de su utilidad esperada—; precio que está dispuesto a pagar en vista de los beneficios que espera obtener al participar en el esquema cooperativo de interacción, tal y como este se propone en La moral por acuerdo. Partiendo de dicho esquema, cada uno de los agentes así relacionados motu proprio se movería a colaborar para el logro del beneficio de todos. Cada uno estará dispuesto, sin que a ello le empuje coerción alguna, a restringir en parte su conducta maximizadora, ya que sabe que al mismo tiempo lograría una ganancia personal a la que solo puede acceder en tanto se obtenga el beneficio de todos los involucrados.
De esta manera, según el filósofo canadiense, la moral reemplazaría a la mano invisible a la que se refiere A. Smith para tratar de explicar la armonía social como producto final de las interacciones entre individuos que, al buscar cada uno su propio beneficio (o el de su familia), contribuyen sin proponérselo a la producción del bien general.39 Si para Gauthier la moral es lo que explica tal armonía, entonces ella es lo que permite que el resultado de la interacción entre agentes racionales, a diferencia del resultado de una situación de dilema del prisionero, sea “racional” y en él coincidan óptimo y equilibrio. Nuestro autor afirma que esta deseable situación también puede esperarse como producto del funcionamiento de un mercado que esté libre de aquellas imperfecciones a causa de las cuales unos agentes podrían ser explotados por otros, o se darían transacciones forzosas en contra de los intereses de quienes lleven la peor parte. Veamos, pues, cómo establece Gauthier este vínculo entre mercado y moralidad.
1.3.1. El mercado, sus agentes egoístas y por qué la moral reemplaza la mano invisible. Las tensiones entre el mercado sin fallos y los mercados reales
Si bien Gauthier reconoce el poder metafórico de la mano invisible, también advierte que habría una diferencia fundamental entre la situación que (mediante dicha imagen) describe Smith y lo que sucede con el sistema de moralidad que se propone en La moral por acuerdo. En el caso de un mercado perfecto que pareciera estar guiado por la mano invisible, no habría razones para que los agentes acepten restricciones morales a la búsqueda de su propio interés, restricciones que, recordemos, son las que intenta justificar el filósofo canadiense mediante su estrategia de mostrar que estas nacen del autointerés de los agentes racionales no concernidos por sus congéneres. De allí que nuestro autor considere que un mercado sin fallos debe ser pensado como un terreno moralmente neutro, i. e., una zona en la que la moral no jugaría papel alguno, puesto que quienes allí participan no serían víctimas de ninguna forma de explotación, por lo que en ese tipo de escenario no tendría sentido intentar poner freno a la actitud maximizadora de los agentes involucrados. Empero, se pregunta Gauthier, ¿qué sucede si tal mercado no existe, y si lo que hay en realidad son mercados que presentan imperfecciones que harían deseables los constreñimientos morales, a fin de prevenir las injusticias y perjuicios originados en tales imperfecciones?
La respuesta del canadiense viene dada por una tesis que resulta fundamental dentro de su texto: “Morality arises from market failure” (p. 84). Las restricciones morales a la búsqueda del propio interés se hacen necesarias porque, en ausencia de estas, se presentarían precisamente esas situaciones de explotación y desventaja debidas a los fallos del mercado. La moral se hace indispensable, según el autor, allí donde haya imperfecciones del mercado, e innecesaria e injustificada en aquellos mercados que sean perfectamente competitivos.40 Por lo anterior, Gauthier anuncia que su estrategia para fundamentar su propuesta de una moral por acuerdo consistirá, en primera instancia, en describir cómo habría que pensar esa zona moralmente neutra en la que no estarían justificadas las restricciones morales; es decir, un sistema de interacciones que funcione como un mercado perfecto. En segundo término, el filósofo canadiense mostrará por qué se haría necesaria la moral en un escenario totalmente opuesto, es decir, dentro de aquel en el cual el mercado presente fallos. La tesis de nuestro autor, así como esta estructura argumentativa con la que promete justificarla, en mi opinión, amén de ser plausible y bastante trajinada, no tendría en principio por qué despertar reticencias.41
Sin embargo, creo que dicha estrategia argumentativa no es desplegada de manera clara ni en el orden anunciado por Gauthier, puesto que este introduce elementos que pueden hacerla aparecer como inconsistente. En muchos apartes de La moral por acuerdo se advierte, por un lado, que el mercado perfecto o ideal no existe y que por ello se hace necesaria la moral, con el fin de prever o solucionar los problemas causados por los fallos de los mercados reales. Empero, por otro lado, el canadiense así mismo se empeña en postular como un ejemplo por seguir el modelo de una sociedad que funcione a la manera de un mercado perfecto guiado por la mano invisible, esto es, una sociedad en la cual sería innecesaria la moral, o en la que no se haya diseñado ex profeso un sistema de incentivos para seguirla o, mejor aún, donde estos últimos aparecerían como no justificados a los ojos de quienes participen en un mercado de tal naturaleza, ya que en él nadie es víctima de explotación. Si se coteja el mencionado anuncio que hace Gauthier de su estrategia argumentativa con lo que sigue de su exposición, creo que en ella se introduce un elemento que la vuelve un tanto confusa: el elogio de esta zona moralmente neutra, pero no tomada como un mero ideal, sino como el ejemplo por seguir, como el modelo que debería aplicarse en toda sociedad real o posible.
El problema es que este elogio se funda en razones morales. Nuestro autor considera al mercado perfectamente competitivo como el mejor esquema de interacción desde el punto de vista moral, lo cual confunde aún más, dado que anteriormente se ha reiterado que en dicho esquema de interacciones no tiene cabida la moral, o no serían deseables las restricciones morales a la conducta maximizadora, en vista de que tales restricciones no estarían justificadas —i. e., serían irracionales— tratándose de un mercado en el que este tipo de conducta no produce situaciones de explotación.42 Si se busca demostrar la necesidad de una moral para maximizadores egoístas, así como la razonabilidad que estos le atribuirían, razonabilidad que explica el que estos agentes voluntariamente se comporten de acuerdo con las normas que dicha moral les imponga, entonces creo que en este punto se le podría preguntar a Gauthier: ¿qué es aquello que puede, pues, modelar el modelo de un mercado ideal que no requiere de restricciones morales, o que es moralmente neutro? Amén de lo anterior, ¿qué relevancia moral tendría dicho modelo, sabiendo que tal mercado ideal se identifica o bien con una zona pensada como no necesitada de moral, o bien con una situación irreal que es claramente contradicha por mercados que sí existen y que acusan situaciones moralmente indeseables?
Aun suponiendo que, precisamente por esto último, se entienda la pertinencia metafórica y pedagógica de apelar a dicho modelo, ¿cómo se puede desde allí lograr que se haga plausible o útil la pintura opuesta, esto es, la de una zona moralmente regulada? Si nuestro autor se propone justificar las restricciones morales dentro de un contexto en el que interactúan maximizadores egoístas, sería más aconsejable comenzar reconociendo los límites morales de dichas interacciones y de la actitud de este tipo de agentes no concernidos por sus congéneres. Por ende, el punto de partida no tendría que ser el elogio moral, sino la crítica a los mercados reales y al ethos egoísta que estos puedan propiciar. Así, una vez reconocidos los problemas presentes en dichos mercados, podría luego mostrarse por qué en ellos se hacen necesarias/deseables las normas morales, a fin de evitar los daños producidos por las imperfecciones del mercado, imperfecciones agravadas por la actitud de los agentes maximizadores egoístas. Sin embargo, no es esta la estrategia seguida por el filósofo canadiense, quien, repito, comienza por elogiar moralmente una zona no necesitada de moral, proponiéndola como el ejemplo por seguir por parte de toda sociedad humana, para terminar con un movimiento argumentativo bastante curioso y ante el que cabe la sospecha de un interés ideológico por parte de Gauthier: mostrar al mercado como institución moderna y a la moderna sociedad de mercado —en tanto que eventos reales/históricos, y no en tanto que meros modelos conceptuales— como los ejemplos de perfección moral que deberían seguir todas las sociedades actuales o posibles (pp. 99-101).
Otro de los elementos que puede contribuir a esta confusión a la que aludo se debe al hecho de que la referencia que hace el canadiense a la mano invisible de Smith la convierte en una metáfora difícil de manejar en La moral por acuerdo. Ya es un lugar común que el clásico escocés acude a esta figura para explicar la armonía artificial de intereses que, según él, parece producirse a pesar de que los individuos que detentan dichos intereses persigan su propio bienestar o el de sus familias, y no contribuyan de una manera consciente o intencionada al logro de un bienestar general en la sociedad. Sin embargo, también creo que no debería perderse de vista, como en ocasiones se desdibuja en Gauthier, que en Smith la mencionada armonía de intereses no puede surgir sin que previamente se hayan establecido unas reglas de juego para el buen funcionamiento no solo del mercado, sino de las interacciones sociales en general. El cumplimiento de tales reglas es lo que permite que surja y se sostenga el mercado, de modo que las primeras no son el producto de dicho sistema, sino que, por el contrario, son aquello (el marco restrictivo) que lo hacen posible y condicionan al mercado como un terreno de cooperación no forzosa y menos riesgosa.
En este punto, y como se irá viendo en lo que sigue, un lector puntilloso podría objetarle a Gauthier el hecho de que restrinja el alcance que Smith quería darle a su idea de la armonía (no intencionada) de intereses, la cual el filósofo escocés, repito, planteaba como válida a nivel de toda la gama de interacciones sociales, mientras que el autor canadiense pareciera reducir dicha armonía al mero ámbito de las transacciones económicas. Para Smith y en contraste con el uso que hace Gauthier de la metáfora de la mano invisible, la naturaleza que puede uno atribuirles a las mencionadas reglas de interacción social no es de suyo económica, como parece entenderlo el autor de La moral por acuerdo. Y aun cuando se conviniera en no calificarlas como ‘morales’, por lo menos sí creo que se las podría considerar o bien ‘políticas’,43 o bien ‘institucionales’, en tanto que condición de un orden económico no coercitivo.44 Por lo tanto, en contraste con la pintura que muestra Smith, pienso que en Gauthier las cosas se tornan un tanto confusas, pues a veces sostiene que la moral sigue al mercado, pero en otras ocasiones afirma que ella hace parte del marco normativo que permite, como en Smith, que haya mercado. De todas maneras, al final lo que queda claro en Gauthier es que, si ha de haber sociedad y cooperación humanas, estas deben seguir el modelo —normativo— del mercado.
Esta última afirmación hace que la disyuntiva obvia ante la cual se encuentra el lector es si debe entender que aquí el filósofo canadiense se refiere al modelo que ofrece el mercado perfecto o ideal, o si más bien postula como ‘ideales’ o ejemplos por seguir a los mercados reales. Si se elige la primera opción, entonces se presenta el ya mencionado problema de que el mercado ideal no parece ser un hecho histórico, sino que es solo eso: un ideal, y un ideal dentro de cuya concepción, paradójicamente, no entra la moral, con lo cual no se vería su pertinencia como modelo de sociedad justa o de cooperación humana justa. Y si se opta por la segunda alternativa, entonces habría que entender que aquí nuestro autor propone que se siga el ‘modelo’ (si es que puede hablarse así de ellos) ofrecido por los mercados reales. Pero esto último nos pondría ante el inconveniente de que dichos mercados, los que sí existen, presentan fallos que propician el que unos agentes sean explotados por otros, quedando, por lo tanto, en entredicho el carácter de modelo ‘ejemplar’ y moral que parece atribuirles Gauthier. En mi opinión, la solución a esta disyuntiva no aparece claramente expuesta en La moral por acuerdo. Por una parte, repito, el filósofo canadiense afirma lo que todos sabemos: que el mercado perfecto no existe. De allí la tesis que tanto le interesa demostrar: que la moral se hace necesaria dadas las imperfecciones del mercado y que, por ende, ella es la respuesta racional a dichas imperfecciones.
Esta tesis no ofrecería mayores problemas e, incluso, podríamos darle la razón a Gauthier, en vista de que los mercados reales, tal y como lo hemos dicho, no son propiamente un ejemplo de moralidad y, por ende, dicha moralidad sería la solución a la que estaría racionalmente dispuesto a contribuir cualquier grupo de agentes, incluso los maximizadores egoístas.45 Empero, de manera sorprendente nuestro autor elogia dichos mercados reales-históricos como un auténtico ejemplo de superioridad moral, elogio que se aprecia claramente en sus reiteradas y entusiastas apologías de la sociedad de mercado que es real-histórica, y no meramente ideal. Finalmente creo que al lector no puede menos que asaltarle la duda de si era realmente necesario acudir al modelo del mercado —bien sea ideal, bien sea fáctico— tanto para justificar la moral, postulándola como la clave de toda cooperación humana no forzosa, como para defender un modelo de agente en tanto que partícipe de dicha estructura de cooperación. Mi intuición es que Gauthier utiliza todas estas complicadas maniobras en su argumentación como una manera de apuntalar su modelo de agente entendido como un ser no concernido por sus congéneres, como un individuo egoísta que acude a la moral únicamente en razón de su autointerés. En lo que sigue, el lector podrá juzgar si esta intuición es plausible. De modo que, por el momento, no insistiré más en estas críticas a la pertinencia de la estrategia argumentativa de nuestro filósofo y trataré de seguir su esquema expositivo, partiendo de su descripción del mercado perfecto en tanto que zona no moral o no necesitada de moral, para, posteriormente, detenerme en lo que más me interesa analizar: el tipo de agente que opera en ese contexto especial que proporciona el mercado.