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1.3.2. El modelo de Robinson Crusoe. El agente económico: los problemas para su autonomía y moralidad
Al mercado perfectamente competitivo, dice Gauthier siguiendo los manuales clásicos, se lo debe concebir como careciendo de fallos. Esto quiere decir que habría que pensarlo como libre de externalidades; sin los problemas que plantea la existencia de bienes públicos; con unos derechos de propiedad claramente definidos; sin trabas a la libre actividad económica y, por lo tanto, sin un centro que controle dicha actividad. Se trataría de un mercado en el que ninguno de los agentes involucrados se vería forzado a relacionarse económicamente con otro(s) en contra de sus propios intereses. Allí nadie sería explotado, ya que no sería objeto de ninguna forma de traslado unilateral de costes; no habría, pues, rentistas, parásitos, ni polizones. Igualmente, no se presentarían ni monopolios ni competencia desleal; la libertad de actividad económica y la no coacción estarían garantizadas para todos por igual, de manera que nadie saldría perjudicado por la libertad ejercida por otros agentes, garantizándose así una competencia limpia, mediante unas reglas de juego que serían las mismas para todos. Si los anteriores requerimientos se cumplen, entonces la producción y el intercambio se darían en condiciones de certidumbre y seguridad, al tiempo que coincidirían la optimización y el equilibrio. El resultado de esta hipotética situación es que, como antes se mencionó, parecería estar guiada por la mano invisible de Smith, pues cada agente, buscando su propio beneficio, contribuiría sin quererlo al beneficio de todos.46 Este panorama constituye aquello a lo que Gauthier se ha referido como una zona “moralmente neutra”, a la que cabría pensar como el locus en el que no serían necesarios los constreñimientos morales, en tanto que estos se tomen como limitaciones a la búsqueda del interés individual o como intervenciones extraeconómicas que impidan el despliegue de la libre actividad económica. Dichas limitaciones tampoco estarían justificadas a los ojos de los propios agentes, ya que ellos, ante el hecho de que las reglas de juego favorecen a todos —y no solo a algunos—, no verían razones para restringirse en su actividad maximizadora. Cada uno podría desarrollar sin trabas su libre actividad (free activity) con la única restricción que suponen unas leyes justas, defendidas por un aparato judicial y unas instituciones eficientes e imparciales (que hagan cumplir los contratos, e impidan el fraude y las transacciones forzosas), así como aquellas normas orientadas a salvaguardar una libre y limpia competencia económica.47
Para ilustrar la importancia de la libertad de la que gozaría un sujeto que se encontrara en la situación de los agentes económicos que transan en un mercado perfectamente competitivo, Gauthier acude a una figura que, en mi opinión, resulta muy reveladora del modelo de agente por el cual apuesta el filósofo canadiense: Robinson Crusoe. Si Robinson es el único habitante humano de su isla y no se encuentra con ninguna restricción a sus actividades —salvo aquellas que le imponga la naturaleza—, los beneficios que él obtenga de tales actividades dependen únicamente de sus esfuerzos y talentos, los cuales puede invertir en lo que a él le parezca. De este modo no podría culpar a nadie, más que a sí mismo, si ocurriera que no lograra obtener los beneficios que esperaba. Gauthier subraya que es esto lo que justamente le aseguraría un mercado perfectamente competitivo a cada agente económico: el que cada uno pueda ser tan libre como Robinson, quien solo tiene que desplegar una racionalidad paramétrica, dado que no se tiene que enfrentar con ningún otro agente. En la isla de Robinson no habría nadie que pudiera ejercer un control, en su propio beneficio y posiblemente en contra de Robinson, de los términos en los que se daría una interacción con dicho personaje.
Así, para Gauthier, un mercado perfectamente competitivo tendría que asegurar que todos gocen de una libertad como aquella de la que disfruta Robinson. Esta idea de libertad explica el enorme atractivo moral que tiene para nuestro autor el modelo ofrecido por el mercado y, en conexión con este, el modelo del agente solitario que puede actuar libremente dentro de dicho mercado.48 De allí que, para el filósofo canadiense, aquel tipo de situaciones en las cuales los agentes se encuentran en circunstancias completamente opuestas a las de su Robinson libre, es decir, aquellas en las que unos agentes resultan ser explotados por otros, son las que caracterizan a los mercados imperfectos, en los cuales se abre una brecha entre las dos direcciones en las que opera la racionalidad estratégica: el beneficio mutuo y el beneficio netamente individual. Según Gauthier, en ello reside el origen o la razón de ser de la moral: en la necesidad de cerrar esa brecha,49 y esto explica por qué los calificativos morales de ‘bueno’ o ‘malo’, que no tendrían sentido en el contexto de un mercado perfectamente competitivo, en cambio sí se justifican en los mercados que acusan imperfecciones: “We assess outcomes as right or wrong when, and only when, maximizing one’s utility given the actions of others would fail to maximize it given the utilities of others” (p. 93).
De este modo Gauthier asume que se ha logrado demostrar concluyentemente su tesis de que aquellos constreñimientos morales que se harían innecesarios en un hipotético mercado perfecto, se vuelven imprescindibles y deseables allí donde no se dan las condiciones del mercado ideal, esto es, en aquellas circunstancias en las que los mercados presentan fallos a causa de los cuales unos agentes son explotados por otros. Llegados a este punto surgen algunas preguntas. En las mencionadas circunstancias en las que la moral soluciona los problemas originados por las imperfecciones del mercado, ¿qué tipo de agente es el que actúa, puesto que es claro que no podría tratarse de un Robinson solitario y absolutamente libre? En los mercados reales, tratándose de situaciones en las que se hace necesaria la moral, ¿coincidirían, entonces, el agente moral con el agente económico, esto es, estaríamos hablando de uno y el mismo agente? La respuesta de Gauthier a esta última cuestión es positiva, si bien el autor se hace cargo de las críticas que se le pueden presentar una vez que ha señalado que el origen y la justificación del ejercicio de la agencia moral se encuentran en la necesidad de superar los fallos del ámbito económico.
Gauthier trata de responder a dos objeciones que podrían presentarle quienes intenten descalificar su modelo de agente pensado como un participante del mercado, quien sería lo que el autor también llama nuestro “yo del mercado” (market-self), y al que luego se referirá utilizando la expresión más conocida: homo oeconomicus. Las críticas a las que se enfrenta el filósofo canadiense apuntan, por un lado, a lo distorsionante o poco realista que puede parecer a los ojos de algunos, según él mismo lo reconoce, la figura de un sujeto moral pensado bajo el modelo de un agente económico y autointeresado, tal y como Gauthier lo propone. Por otro lado, habría quienes señalarían lo antipático y nada ‘moral’ que este personaje pueda resultarnos, a pesar de que, como el propio autor también parece aceptarlo, podría ser más real de lo que desearíamos, ya que admitiría ser visto como un indeseable pero también innegable producto de la forma de socialización que caracterizaría a nuestra sociedad capitalista (pp. 100-101). Esta última acabaría moldeando a sus miembros de manera tal que estos se parezcan cada vez más a sus market-selves: individuos definidos simplemente por sus funciones de utilidad, sus derechos de propiedad, su dotación natural (natural endowment), pero, sobre todo, su autointerés y su esencial no concernimiento por la suerte de sus congéneres.50
No obstante lo dicho, nuestro autor contradice enérgicamente a quienes sospechen de la imparcialidad que reinaría en este mercado perfecto o, peor aún, parezcan atribuirle un mal moral esencial que se traduciría en que el sistema moldee a sus miembros y no precisamente para que desarrollen actitudes cooperativas ni capacidad para la autonomía. Según esta crítica, los agentes terminarían por tener las preferencias y los factores de producción que de hecho tienen, con lo cual el mercado se reproduciría a sí mismo, mientras que quienes en él transan solo serían los medios del sistema. Así, este último, mas no los sujetos, sería lo que realmente importa, mientras que el valor que puedan tener los agentes quedaría reducido a muy poco: tan solo al que tendrían las piezas de una gran máquina, incluso si ellos no son conscientes de esto y actúan creyendo que sus elecciones se orientan a maximizar su utilidad individual. Frente a este problema que se le atribuye al mercado, como sistema ajeno e incluso hostil a la moral y a la autonomía de los individuos, nuestro autor advierte que él realmente no cree que nosotros, como agentes morales, debamos identificarnos con nuestro yo del mercado. Su apelación al modelo de Robinson Crusoe se debe, según Gauthier, simplemente a que todos, en parte, somos y aspiramos al personaje de Daniel Defoe. Pues en esta figura se aprecia una idea de libertad que resulta ser muy atractiva y, sobre todo, que es de la mayor importancia para entender tanto la necesidad de la moral como la del mercado. Se trata de aquella libertad que, según lo afirma nuestro autor, todos deberíamos o quisiéramos tener con el fin de poder dirigir nosotros mismos nuestros talentos y esfuerzos, así como nuestra “dotación natural” (la cual incluye nuestras capacidades mentales y físicas) al servicio de nuestras preferencias, y no al de las preferencias de otros agentes. Es decir, a la satisfacción de nuestros intereses y no de los intereses ajenos ni, mucho menos, de unos supuestos intereses colectivos. “We do want to argue that each person is defined in part by an appropriately-based factor endowment […] this is presupposed even in our account of Robinson Crusoe and the freedom she enjoys to direct her capacities to the service of her preferences” (p. 99).
A estas alturas de su argumentación Gauthier no ofrece una solución al problema que plantea la perturbadora idea de un mercado que moldearía a sus agentes y que, por lo tanto, estaría lejos de ser el reino de la autonomía y la moralidad. No obstante, el autor anuncia que responderá a esta objeción, si bien solo lo hará hasta el final de su texto, cuando intente corregir su figura del homo oeconomicus mediante los aportes de su idea de un “individuo liberal”. Por lo pronto, el canadiense intenta mostrar la necesidad de asumir su presupuesto del no concernimiento mutuo, propio de los agentes del mercado. Para ello incluso apela a la autoridad de un filósofo moral que, como Kant, difícilmente podría ser asociado a estas ideas del mercado y del egoísmo de quienes en él participan. Empero, según Gauthier, su propuesta es bastante cercana a un tema kantiano: la tesis de que debemos aplicar las restricciones morales independientemente de los gustos e intereses de aquellos por quienes nos preocupemos. La persona podría estar interesada en la suerte de otros sujetos, o sentir algún vínculo de afecto o de lealtad por algunos de ellos, pero este interés y estos vínculos no serían pertinentes para los mandatos morales. Es más, desde una postura kantiana, estos últimos deberían aplicarse y ser obligatorios al margen de cualquier interés en el bienestar de otras personas o de los lazos afectivos que se pueda tener con ellas. Estamos, pues, según el autor de La moral por acuerdo, ante una idea kantiana que dice querer rescatar, al hacer énfasis en su tesis del no concernimiento mutuo que debe atribuirse a los agentes que transan en un mercado.
En mi opinión, dos problemas que el lector podría ver acá son, en primer término, que si se tratase de un mercado en el que se haga necesaria la moral, entonces no sería fácil ver por qué razón el filósofo canadiense apela a una supuesta idea kantiana de moralidad como no concernimiento mutuo si, precisamente, dicho no concernimiento, según lo ha afirmado el mismo Gauthier, es característico de aquellos agentes que operan en una zona libre de moral. En segundo término, creo que en este punto se le podría recordar a nuestro autor que un agente propiamente kantiano aplicaría la ley moral no solo independientemente de los intereses y gustos de otros individuos, sino también al margen de los suyos propios. Lo cual incluiría aquello que, usando el lenguaje de los teóricos de la decisión y de Gauthier mismo, conformaría el sistema de preferencias del agente. Si un sujeto racional, tal y como lo entiende el filósofo canadiense, no debería decidir al margen de estas últimas, es obvio que, por el contrario, la moral kantiana sería ajena a la centralidad que tienen, para Gauthier y para la teoría de la elección racional, dichas preferencias y la búsqueda —por definición, autointeresada— de la satisfacción de estas. De allí que acaso podría considerarse insólito el acudir a la idea kantiana de agencia moral, si se está intentando defender el autointerés y el no concernimiento (por sus congéneres) como las notas fundamentales del agente modélico que propone el autor de La moral por acuerdo.
Tal vez previendo estas objeciones, el filósofo canadiense intenta explicar con mayor detenimiento su problemático supuesto del no concernimiento mutuo, trazando una pintura bastante ilustrativa de su modelo de agente moral que, por ahora, en mi opinión, no se ve claramente si se halla completamente separado del yo del mercado o si se entrelaza con este. Gauthier acude a esta pintura buscando sortear la innegable dificultad que plantea el describir a los agentes morales como agentes económicos, en el sentido de no estar concernidos los unos por los otros, y atendiendo cada individuo únicamente a sus propios fines. Es claro que resulta difícil aceptar esta descripción por parte de quienes, como ya se ha mencionado y lo reconoce nuestro autor, o bien la consideren poco representativa de cómo somos los agentes morales en la vida real, o bien, por el contrario, la ven como el corazón de la caricatura de una naturaleza humana detestable y poco proclive a la moral, por más que, para algunos, esa caricatura nos recuerde —y no precisamente por irreal— mucho de aquello que más nos pueda preocupar o avergonzar de nuestra propia sociedad. La respuesta de Gauthier a estas críticas es que su idea del no concernimiento mutuo simplemente da cuenta de un hecho constatable por el mero sentido común: los seres humanos solemos preocuparnos fundamentalmente por nosotros mismos, nuestros amigos y parientes. En cambio, al decir de nuestro autor, nos sentimos poco o nada concernidos por aquellos otros agentes que no pertenecen a nuestro círculo de afectos, salvo en circunstancias excepcionales en las que alguien ajeno a ese círculo se encuentre en una situación de extremo peligro y tengamos la posibilidad de ayudarle. Por lo tanto, el filósofo canadiense insiste en que su pintura del hombre común y corriente como un ser básicamente egoísta no resulta para nada falsa ni repulsiva. De allí que su supuesto del no concernimiento mutuo no deba escandalizarnos, ni hacernos ver un monstruo moral en el modelo de agente que Gauthier nos presenta. Por el contrario, según él, tendríamos que apreciar con claridad que dicho supuesto constituye un elemento fundamental tanto de la lógica con la que funcionan las interacciones en el mercado como de aquella que gobierna en general todas las interacciones humanas.
The assumption of mutual unconcern may be criticized because it is thought to be generally false, or because true of false it is held to reflect an unduly nasty view of human nature, destructive not only of morality, but of the ties that maintain any human society. But such criticism would misunderstand the role of the assumption. Of course persons exhibit concern for others, but their concern is usually and quite properly particular and partial. It is neither unrealistic nor pessimistic to suppose that beyond the ties of blood and friendship which are necessarily limited in their scope, human beings exhibit little positive fellow-feelings. Where personal relationships cease only a weak negative concern remains, manifested itself perhaps in a general willingness to refrain from force and fraud if others do likewise, and in a particular willingness to offer assistance in extreme situations […] But this limited concern is fully compatible with the view that each person should look after herself in the ordinary affairs of life with a helping hand to, and from, friends and kin (pp. 100-101).
1.3.3. El carácter ejemplar de la sociedad de mercado.
La fusión entre agencia moral y agencia económica
Es posible que nuestro autor haya caído en la cuenta (si bien no lo dice expresamente) de una objeción que podría hacérsele a este (su) argumento del “sentido común” que él le atribuye al agente moral no concernido. A saber, que puede señalarse un hecho que en absoluto resulta insólito en el ámbito de las interacciones humanas: que también en ocasiones nos preocupamos por la suerte de otros sujetos a los cuales no nos ata un previo vínculo de afecto. Es más: ni dicha preocupación ni, por el contrario, la falta de ella necesariamente tienen que considerarse como justificadas en razón de un tal vínculo, ni tampoco únicamente por el ‘tamaño’ del peligro que corre quien demanda auxilio, si bien cabe indicarse igualmente que, como de algún modo lo reconoce Gauthier, entre mayor sea dicho peligro y menos riesgos se corran al prestar la ayuda, solemos ser más proclives a condenar la insolidaridad de quien se niegue a ayudar. El punto es que si ocurre que alguien se abstiene de socorrer a otra persona, a pesar de que puede hacerlo y sin que en ello ‘se juegue la vida’, e independientemente de que el sujeto en peligro sea —o no— uno de los ‘suyos’ o de los ‘nuestros’, pertenezca —o no— al círculo de afectos de quien es objeto de la demanda de socorro, el caso es que no encontramos excusable su conducta a menos que nos ofrezca una explicación realmente convincente. Y es muy probable que dicha explicación no nos satisfaga si solo apela al hecho de que ese ‘otro’ que solicita ayuda es, para quien se niega a prestársela, un simple ‘extraño’ ajeno a sus lazos de parentesco/amistad. Tampoco creo que nos parezca muy convincente el argumento de que la situación no reviste ‘tanto’ peligro como para que se justifique el socorrerle (v. g., solo se va a resbalar ‘un poco’, no a romperse la crisma); o que el agente a quien se le ha solicitado ayuda tendría que incomodarse o pagar ciertos costes (podría llegar tarde a una cita, etc.). De hecho, algunos autores contemporáneos ven en nuestras reacciones de reproche ante ciertas muestras de insolidaridad (y no solo tratándose de ‘graves’ peligros para quien demande la ayuda) una forma de experiencia que para nada resulta extraña en nuestra vida en sociedad y que señalaría el ámbito de aquello que estaríamos dispuestos a llamar “lo moral”.51
Creo que un ejemplo bastante ilustrativo de esto que aquí se intenta mostrar podría verse en el intento de E. Tugendhat por determinar qué es eso que, por lo menos a partir de la modernidad, solemos llamar “lo moral”. Su respuesta indica que las demandas y expectativas mutuas que, según él, parecen hacer parte del campo moral se presentarían en (o atravesarían) un amplísimo conjunto de praxis que no se reducen a la posibilidad de establecer vínculos de afecto. Sobre todo, dicha ‘amplitud’ significa que en franco contraste con otras formas de praxis más reducidas —v. g., un juego específico, como el fútbol, cuyas reglas solo rigen en aquellos escenarios donde se jueguen partidos de fútbol—, según Tugendhat, aquello que llamamos “moral” atraviesa o “permea” unos terrenos mucho más incluyentes en los que pueden situarse diversas formas de praxis —entre muchas otras, también los partidos de fútbol—.52 Pienso que esto podría autorizar que en este punto del análisis de su propuesta se le señale de nuevo a Gauthier que estaría restringiendo excesivamente el ámbito de aplicación de “lo moral”, pero esta vez de manera más explícita por la vía de extender acaso demasiado el campo en el que regirían las reglas del juego económico, y los supuestos de los que tiene que partir quien analice esa porción específica de la vida social. Por ello, cabría aquí la sospecha de que este tipo de análisis y de supuestos aplicables a lo estrictamente económico, y que resultan aceptables e incluso imprescindibles para modelar lo que ocurre dentro de dicho ámbito de interacciones, no sean los más apropiados para modelar el ámbito de todas o de muchas de las interacciones humanas, incluyendo de manera especial a la moralidad.
Sin embargo, Gauthier insiste en que la asunción de su idea de unos seres no concernidos los unos por los otros parece estar de acuerdo no solo con nuestras intuiciones de sentido común, en cuanto a cómo suelen comportarse los agentes humanos en los contextos corrientes de la interacción social en general, sino también con el tipo específico de cooperación que constituye el mercado. En este último los agentes, en tanto que no concernidos los unos por los otros, no deben ser pensados como teniendo lazos de amistad ni de parentesco y, por ende, sus funciones de utilidad han de tomarse como independientes. No obstante, en mi opinión, algo que sorprende de esta situación tal y como la presenta el autor es que, según él, se trata de un estadio moralmente superior a aquellos otros escenarios en los cuales normalmente se piensa a las personas que mantienen esos vínculos de afecto o, por lo menos, de solidaridad, ausentes del esquema del mercado. Pues, para el filósofo canadiense, los yoes del mercado, a diferencia de quienes están relacionados afectivamente entre sí, pueden transar y cooperar con aquellos otros agentes con los cuales no desarrollen tales vínculos. Según Gauthier, esto contrasta con lo que suele ocurrir en las sociedades precapitalistas o de mercados no desarrollados, en las cuales existe la tendencia a hacer negocios solo con aquellos en quienes se confía en razón de los lazos de parentesco o amistad. Esta situación “primitiva” es superada, afirma el autor, por la sociedad de mercado, y ello se constituye en una muestra de la superioridad moral de esta última.53 Quienes viven en ella pueden escoger con quiénes se relacionan, tanto para hacer negocios y llevar a cabo sus actividades económicas, como para construir sus relaciones afectivas. En un contexto así, estas últimas tampoco les son impuestas a los agentes como, en cambio, sí les ocurre, nos dice Gauthier, a quienes viven en sociedades precapitalistas o no capitalistas. Para él, confianza y libertad en los negocios, así como liberación de los lazos de la tribu, son las ganancias innegables de la moralidad propia de la sociedad de mercado; ganancias que se traducen en el resultado que produciría la mano invisible: cada uno, persiguiendo su propio interés, aporta al de todos.
The superiority of market society over its predecessors and rivals is manifested in its capacity to overcome this limitation and direct mutual unconcern to mutual benefit. If human interaction is structured by the conditions of perfect competition, then no bond is required among those engaged in it, save those bonds that they freely create as each pursues his own gain. The impersonality of market society, which has been the object of wide criticism and at the root of charges of anomic and alienation in modern life, is instead the basis of the fundamental liberation it affords. Men and women are freed from the need to establish more particular bonds (pp. 101-102).
Llegados a este punto, creo que el lector puede apreciar con más claridad algo que antes ya se mencionó: un preocupante desliz por parte de Gauthier, quien parece haber pasado sin mediaciones desde la asunción de una metáfora, la del mercado perfecto y sus market-selves —tomadas como ficciones necesarias para modelar a la sociedad en tanto que sistema de cooperación, y a los agentes que en ella participan—, a lo que ahora puede ser visto como el elogio de un tipo real-histórico de sociedad, la cual debe ser pensada como el ejemplo por seguir por parte de cualquier otra (actual o futura). A mi entender, no queda claro si, por una parte, estamos hablando en términos de ficciones o metáforas útiles para modelar ciertas realidades a un nivel meramente conceptual y normativo, o si, por la otra, estamos al nivel de hechos verificables. Tampoco creo que quede claro el alcance que finalmente quisiera darle Gauthier a sus metáforas ni, por consiguiente, cómo concebir la relación y las posibles distancias que habría (en el contexto de su discurso) entre lo fáctico y lo modélico. Pues, de un lado, como hemos visto, nuestro autor se defiende en contra de quienes querrían criticarle por tomarse demasiado en serio sus ficciones o metáforas y creer, por lo tanto, que efectivamente así de monstruosos y de egoístas es como somos los seres humanos, y así de insolidarias son las sociedades que de hecho establecemos; esto es, meros market-selves interactuando en meros mercados. Pero, de otro lado, ahora resulta que Gauthier nos dice que el mercado es la mejor expresión de lo que somos y de lo que deberíamos aspirar a ser todos los agentes humanos, pues en él se da, como un hecho y no solo como una idea regulativa, la liberación de los lazos de la tribu, tanto para hacer negocios como para establecer sin coerción nuestras lealtades y afectos personales.