Cómo la iglesia católica puede restaurar nuestra cultura

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En el prólogo a este libro, el cardenal Schönborn cita el siguiente extracto del Ecclesia in Medio Oriente del papa Benedicto XVI:
En esta tierra elegida por Dios de manera especial anduvieron los patriarcas y los profetas. Fue el glorioso escenario de la Encarnación del Mesías, vio la cruz del Salvador asomándose y fue testigo de la resurrección del Salvador y el derramamiento del Espíritu Santo. Recorrido por los apóstoles, los santos y muchos Padres de la Iglesia, fue el crisol de las primeras formulaciones dogmáticas.
En el mosaico del ábside de la capilla del Hospicio, bajo el libro apocalíptico de los siete sellos sobre los que descansa el Cordero de Dios, volvemos a encontrarnos con algunos de estos peregrinos. En el medio nos mira severamente el Padre de la Iglesia Jerónimo de Dalmacia, a quien debemos la primera traducción latina de toda la Biblia, en la que estuvo trabajando en Belén junto a la Gruta de la Natividad. Ya en el siglo IV, san Jerónimo dijo que además de los cuatro Evangelios, hay un quinto: la propia Tierra Santa, que, por así decirlo, abre y explica los primeros cuatro Evangelios. Esta observación no ha perdido un ápice de relevancia en nuestros días.
San Jerónimo también está rodeado por algunos santos populares de la monarquía de los Habsburgo, desde san Leopoldo a san Esteban, de san Wenceslao a san Estanislao y san Florián. Esta asamblea la interpretan Wolfgang Bandion y Helmut Wohnout en su contribución a este libro como un motivo simbólico que apela a «una Europa unida por su identidad cristiana». No podría estar más de acuerdo, porque el Hospicio Austríaco fue siempre un monumento fascinante del Estado multiétnico de los Habsburgo antes de 1914 y lo sigue siendo hasta el día de hoy. El lugar siempre ha encarnado la tradición católica supranacional de este imperio europeo. Antes del fin del imperio multiétnico de los Habsburgo, se la conocía como la «hospedería austrohúngara para los peregrinos de la Sagrada Familia». Se suponía que era una casa donde las disputas nacionales quedaban a un lado, un lugar comunal para los pueblos de la monarquía bajo el sello de su fe común en el Resucitado.
Desde el tejado del Hospicio podemos discernir a simple vista en el sur de Jerusalén, a la distancia, en las colinas de Judea, el poderoso muro que hoy corta y divide la Tierra Santa. «Todos los muros caen, hoy, mañana o dentro de cien años», le gusta repetir al papa Francisco. No obstante, estamos viendo al mismo tiempo cómo Europa se está enfrentando ahora a desafíos existenciales completamente nuevos. Fronteras que aparentemente se creía superadas están tomando forma de nuevo. Nuevas líneas divisorias, nuevos rollos de alambre de púas, incluso nuevos muros amenazan con emerger en la nueva Europa, que se había reencontrado consigo misma hace veintiséis años cuando cayó el Muro de Berlín, o eso les pareció a muchos en aquel momento.
Precisamente en esta situación, cada peregrino de Tierra Santa volverá hoy y mañana al corazón de nuestra identidad. «Europa nació de las peregrinaciones», reconocía Goethe. Justamente por eso la peregrinación a Jerusalén puede ser de gran ayuda y apoyo para que nos cercioremos de cuáles son nuestras raíces. Durante siglos, el Occidente cristiano hizo una peregrinación a la «Jerusalén celestial» citada por el Apocalipsis de Juan. Esta última ciudad de Dios se convirtió en el modelo central de nuestra cultura. ¡Que este libro sea una pequeña pieza del mosaico en el camino de esta memoria, y dé a los creyentes del ámbito de habla alemana un impulso para emprender el camino hacia el origen material de nuestra fe!
Y es que es especialmente en tiempos de crisis cuando más peregrinos se necesitan en Jerusalén. Lo que está sucediendo aquí concierne directamente al cristianismo. Cada vez son más los cristianos que abandonan el país, cuyos antepasados han vivido allí alrededor de dos mil años. Que ocurriese lo contrario sería lo que ayudaría a la Tierra Santa. Los peregrinos no se van, los peregrinos vienen. Porque los peregrinos no tienen miedo y no deben tener miedo, especialmente en el Hospicio Austriaco. Los peregrinos no son turistas; van siempre en camino hacia Dios. Por tanto, los peregrinos son siempre constructores de puentes. Tierra Santa y Europa, y el mundo entero, los necesitan más que nunca.
Con esto termino. Como prefecto de la Casa Pontificia, por supuesto, ni puedo ni debo publicitar un albergue, por mucho que me fascine. Ese no es el asunto que nos reúne esta noche. Lo que en realidad me gustaría publicitar aquí y ahora es ante todo una nueva reflexión sobre una de las tradiciones más venerables de Occidente. Me gustaría promover la peregrinación a Tierra Santa, con una abrumadora variedad de lugares que pueden leerse como un único mosaico de la Encarnación de Dios. Cada torre de iglesia en Europa apunta a ese sitio. Así es que vayan, y tanto mejor si lo hacen en masa. Dicho de otra forma, con las palabras del evangelista Juan: «¡Ven y mira!».
[1] Palabras de presentación de un libro sobre el Hospicio Austríaco en Jerusalén, pronunciadas en Santa Maria dell’Anima (Roma, 12 de octubre de 2015).
4.
DIOS O NADA[1]
QUERIDO CARDENAL SARAH: cuando en verano leí las galeradas de su libro Dios o nada, su franqueza me recordó varias veces la audacia con la que el papa Gelasio I escribió una carta al emperador Anastasio I de Constantinopla, en Roma en 494. Cuando finalmente se encontró una fecha adecuada para la presentación de este libro aquí en el Anima, descubrí que hoy, 20 de noviembre, la Iglesia está conmemorando a ese mismo papa. Hoy es la advocación del papa norteafricano Gelasio. Por lo tanto, me gustaría comenzar diciendo unas pocas palabras sobre esta carta del año 494.
Dieciocho años antes, en el 476, las tribus germánicas habían irrumpido en la ciudad de Roma. Fue el comienzo de la migración en masa de los pueblos que acabaron con el Imperio romano de Occidente. Del antes todopoderoso imperio, solo quedó en pie la impotente Iglesia.
Esta era la situación cuando el papa Gelasio escribió lo siguiente al emperador romano de Oriente en Bizancio: «No hay solo un poder para gobernar el mundo, sino dos. Sabemos, desde que el Señor transmitió a sus apóstoles la misteriosa información después de la Última Cena, que las “dos espadas” que le acababan de entregar eran “suficientes”» (Lucas 22, 38). Sin embargo, en opinión de Gelasio, estas dos espadas tendrían que ser compartidas por el emperador y el papa en un momento de la historia. En otras palabras: con esta carta, el papa Gelasio puso el poder espiritual al mismo nivel que el secular. Ya no habría un poder omnipotente, a su juicio. De acuerdo con el plan divino, estaba pensado que el papa y el emperador fuesen socios, por el bien de la humanidad entera.
Fue un cambio de paradigma. Pero eso no es todo, porque Gelasio agregó que el emperador de Constantinopla estaba un poco por debajo de él, sucesor de Pedro en Roma, según la ley divina. ¿No debían incluso los gobernantes más poderosos recibir humildemente los sacramentos de la mano de los sacerdotes? Entonces, ¿cuánto más está obligado el emperador a presentarse humildemente ante el papa, cuyo sitial está por encima de cualquier otro obispado?
Era una aseveración tremenda. No es de extrañar que el emperador bizantino apenas se encogiera de hombros al saber de ella. No obstante, la «doctrina de las dos espadas», como se ha venido a llamar la afirmación que se hace en esta carta, describió la relación entre la Iglesia y el Estado durante aproximadamente los siguientes seiscientos años. Sus efectos indirectos duraron mucho más y son incalculables. El desarrollo gradual de las democracias occidentales hubiera sido impensable sin esta declaración, porque en ella están no solo los cimientos de la soberanía de la Iglesia, sino también de la soberanía de toda oposición legítima.
En cualquier caso, Europa creció y maduró dolorosamente en base a esta tensa dicotomía. La historia de la Iglesia católica como fuerza civilizadora es impensable sin el rastro que dejó Gelasio I cuando se opuso a la lucha por la omnipotencia del emperador Anastasio I en su tiempo. La posterior separación de la Iglesia y el Estado y el sistema de «equilibrio de poder» comenzó con esta carta, en la que de pronto un papa impotente y arrojado le negó al gobernante más poderoso del mundo el derecho a querer mandar sobre las almas de sus súbditos. Fue una época de agitación y grandes migraciones en que la Iglesia romana se convirtió en el poder decisivo del orden en Occidente.
Por supuesto, de todo esto es consciente el cardenal Sarah, que como Gelasio proviene de África, actualmente la parte más vital y dinámica de la Iglesia mundial, y que hoy ve cómo fluye de nuevo una gran migración de pueblos del este hacia las fronteras de Europa. Esta es probablemente la razón por la que los pioneros sínodos «africanos» de Cartago del siglo III al V para él están tan presentes como todos los concilios posteriores, hasta el Vaticano II. Está claro que él ve con una claridad reservada a unas pocas personas que muchos Estados de hoy están reclamando nuevamente con todas sus fuerzas ese «poder espiritual» que la Iglesia una vez les arrebató en un largo proceso, para el bien de la sociedad en su conjunto.
Si los actuales Estados occidentales, uno tras otro, comprando la agenda de los grupos de presión globales, socavan la ley natural y tratan de legislar sobre la naturaleza humana, entonces estamos ante algo que va más allá de una fatal recaída en la regla de la arbitrariedad. Se trata de una nueva claudicación ante las tentaciones totalitaristas que siempre han sobrevolado nuestra historia como una oscura sombra.
Cada generación conoce esta tentación, por más que en cada época adopte una nueva forma y se sirva de un nuevo lenguaje. El cardenal Sarah insiste hoy de manera muy contundente en que la Iglesia no debe fusionarse con el zeitgeist, incluso allá donde ese espíritu de la época se disfraza de ciencia, como sabemos que han hecho el racismo y el marxismo.
Nunca más debe institución alguna aglutinar todo el poder en sus manos. Ni el Estado ni el zeitgeist tienen derecho a esta omnipotencia y, por supuesto, tampoco la Iglesia. Al césar lo que es del césar. Indudablemente. ¡Pero a Dios lo que es de Dios! Esta es la distinción en la que hoy insiste el cardenal Sarah, con su propia voz, franca y valiente.
El Estado no debe convertirse en una religión, como acabamos de ver con horror en el llamado Estado Islámico. Y tampoco debe el Estado prescribir al pueblo el laicismo, como una cosmovisión supuestamente neutral. Este no es más que otra pseudorreligión que resurge tras las ideologías totalitarias del siglo pasado, para intentar reemplazar al cristianismo (y a todas las demás religiones) después de tacharlas a todas de inútiles y retrógradas.
Por eso resulta radical este libro del cardenal Sarah. No en el sentido en que hoy usamos el adjetivo, sino en el sentido original de la palabra. La raíz latina significa justamente «raíz», y es en ese sentido en que el libro es radical, porque nos lleva de regreso a las raíces de nuestra fe. Es el radicalismo del Evangelio el que inspira este libro. El autor está «convencido de que una de las tareas más importantes de la Iglesia es permitir que Occidente redescubra el rostro radiante de Jesús».
Por eso no le da miedo volver a hablar de la Encarnación de Dios y de la radicalidad de esta buena noticia, que contrasta con un análisis implacable del tiempo. Nos abre los ojos al hecho de que las nuevas formas de indiferencia hacia Dios no son solo aberraciones mentales de las que podamos sencillamente desentendernos. Reconoce una amenaza existencial para la civilización humana en la transformación moral de nuestras sociedades.
No hay duda de que en esta precaria situación el mandato de volver a predicar el Evangelio de forma viva está cobrando nueva urgencia. A esta hora la voz de Sarah se alza profética. Sabe que el Evangelio, que una vez reformó las culturas, corre ahora el peligro de ser reformado por las llamadas «realidades de la vida». Durante dos mil años, la Iglesia ha cultivado el mundo con el poder del Evangelio. No va a funcionar al revés. La revelación no debe adaptarse al mundo. El mundo quiere devorar a Dios, pero Dios quiere ganarnos a nosotros y al mundo.
De ahí que en esa lucha este libro no sea una contribución fugaz a ningún debate concreto. Tampoco es una respuesta específica a puntos de vista ajenos. Describirlo así no haría justicia a la profundidad y al resplandor de este testimonio de fe. Al cardenal Sarah no le preocupan los conflictos individuales, sino la fe en su conjunto. Demuestra cómo, desde el todo correctamente entendido, también se puede comprender al individuo; y cómo, a la inversa, con cada intento teológico de aislar cuestiones parciales, el todo queda dañado y debilitado.
En todo caso, con este libro no estamos ante un manifiesto ni ante un panfleto. Es una guía de viajes hacia Dios, que mostró su rostro humano en Jesucristo. Es un vademécum para el comienzo del Año Santo.
El 20 de noviembre de 2016 —justo dentro de un año— este Año Santo, dedicado al «Rostro de la Misericordia», llegará a su fin. Mientras tanto, podemos aprender de este libro las lecciones más valiosas sobre la naturaleza de la misericordia. Reginald Garrigou-Lagrange escribió ya en 1923: «La misericordia y el rigor de la enseñanza solo pueden existir juntos». Y añadió: «La Iglesia es intolerante en cuanto a sus principios porque cree, y es tolerante en su praxis, porque ama. Los enemigos de la Iglesia son tolerantes en cuanto a sus principios, porque no creen, e intolerantes en su praxis, porque no aman».
El cardenal Sarah es una persona que ama. Y es una persona que nos muestra en qué obra de arte Dios quiere transformarnos si no oponemos resistencia a las manos del artista. Su libro es un libro de Cristo. Es un credo. Tenemos que pensar en su título como un feliz suspiro: ¡Dios o nada!
[1] Palabras de presentación del libro homónimo del cardenal Robert Sarah en Santa Maria dell’Anima en Roma, el 20 de noviembre de 2015.
5.
LEVANTAOS, ALZAD LA CABEZA[1]
ES PROBABLE QUE TODOS LOS NIÑOS hayan visto que, cuando tocas las antenas de un caracol, se retraen instantáneamente. La mayoría de las veces también echa la cabeza hacia atrás y se mete completamente en su caparazón. El ciego caracol piensa que se ha topado con algo peligroso y, por miedo a este peligro, se retira a su interior.
Muchas personas hacen lo mismo: cuando husmean el peligro y sienten miedo, agachan la cabeza y huyen encerrándose en sí mismos. Lo que pasa es que los seres humanos no somos caracoles.
Lo que el Creador del caracol le dio como un instinto útil para su trayectoria vital no se aplica a los seres humanos. Por eso Jesús nos llama: «Levantaos, alzad la cabeza» (Lucas 21, 28). Es como si quisiera decirnos: ¡No agachéis la cabeza en cuanto la cosa se pone difícil! ¡No dejéis que el miedo os deprima! ¡Levantad la cabeza, mirad hacia arriba, no tengáis miedo, mirad al futuro a los ojos! ¡Porque al final de vuestro futuro no os espera el declive y la descomposición, sino que Yo os espero, vengo a vosotros, vuestro Redentor!
Al final de cada año litúrgico nos acompañan los textos apocalípticos del Nuevo Testamento. De esta manera, en los meses más oscuros del año, se nos recuerda conmovedoramente la necesaria vigilancia en la fe y el Juicio Final, que dará comienzo con la Segunda Venida del Señor. Esta Segunda Venida Suya y lo que la precede es precisamente lo que Jesús describe en el Evangelio de hoy: «Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y gloria» (Lucas 21,27). Se llama a este evento la Segunda Venida y, por lo tanto, «regreso» porque así fue descrito y anunciado por los dos ángeles durante la ascensión de Jesús cuarenta días después de su resurrección: «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse al cielo» (Hechos 1, 11).
«Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación». El Señor dijo esto en un extenso sermón que trata sobre los últimos tiempos, es decir, la última vez antes del último día. Predijo que sucederían cosas terribles: fenómenos inusuales en el cielo, olas de tormenta en el mar, guerras, terremotos y hambrunas. Todo lo que antes daba sostén y estabilidad al mundo empezaría entonces a tambalearse. También predijo que un gran temor se esparciría entre los hombres; frente a acontecimientos tan tremendos, se sentirían abatidos y profundamente perturbados. El miedo que se propaga como una epidemia es una señal del fin de los tiempos.
«Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, perplejas por el estruendo del mar y el oleaje», oímos de boca del Señor. Ahora estamos experimentando esto entre nosotros: no vivimos en guerra, no debemos temer al hambre, no habitamos una zona propensa a terremotos, y sin embargo el miedo se está extendiendo por todas partes. El miedo a perder el trabajo, la seguridad, la salud. El miedo a los accidentes, a los ataques terroristas, el miedo a los contemporáneos sin escrúpulos que toman decisiones cuyas consecuencias deben sufrir personas inocentes.
Que a medida que se aproxime la noche nuestro tiempo quedará marcado por sucesos y condiciones espantosos, y que la gente tendrá más y más miedo, ya lo dice el Señor muy claramente, no hay discusión al respecto. Realmente no dijo nada que los profetas del Antiguo Testamento no hubiesen ya anunciado. Algunas de las palabras que usó Jesús son citas literales de los profetas. Y tampoco esto es nuevo: todos estos terribles sucesos del final de los tiempos llegarán a un punto crítico en el gran día del Señor, que resultará en el juicio de Dios sobre todas las personas. El profeta Daniel ya predijo que el Redentor volvería visiblemente en ese día, y Cristo lo repitió casi palabra por palabra en su sermón: «Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y gloria». Inmediatamente después de esta cita, Jesús nos dice: «Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación».
«Cuando empiece a suceder esto», dice el Señor, refiriéndose a cuando los presagios aterradores ya se avisten, antes del amanecer del Día del Juicio. En otras palabras, ahora, hoy, cuando ya tenemos miedo de tantos presagios del Día del Juicio. Ahora, hoy: ¡no hagáis como el caracol, no escondáis la cabeza con miedo, no os refugiéis en vosotros mismos! Porque sabéis que todo tiene que suceder así; Dios predeterminó cómo serían los últimos tiempos del mundo. No: alzad la cabeza y mirad al frente, porque vuestra redención está cerca.
De hecho, hemos de tomar este miedo a muchas cosas que nos rodean como una señal de que el Señor vendrá pronto. Cuando llegue el momento, sucederá en circunstancias terribles. Todos los que lo niegan, los que no quieren conocerlo, morirán de miedo porque se darán cuenta: ¡Ayuda, Jesús realmente existe! Pero nosotros lo conocemos, sabemos que es nuestro Salvador, que nos redimió con su muerte en la cruz. Sabemos que no nos abandonará en el Día del Juicio porque Él mismo respondió por nuestros fracasos y nuestros pecados.
Sí, debemos esperar alegremente este último día, porque en él viene nuestro Redentor. Y con él viene la redención final, la consumación, la entrada en la Jerusalén celestial. ¿Quién querría agachar la cabeza ante este glorioso futuro? No actuéis, por tanto, como el caracol.
«Levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación». Con esta última frase del Evangelio de hoy se resume la actitud del cristiano creyente, cuya existencia está volcada por entero en seguir a Jesús, y en averiguar cómo reaccionar ante esos eventos extremos de guerra y terror y esos desastres naturales. Cuando estén «desfalleciendo los hombres por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene encima al mundo, pues las potencias del cielo serán sacudidas», el cristiano podrá ponerse de pie y levantar la cabeza gracias a su fe, porque reconocerá que su redención final está cerca. Esta calma interior ante la amenaza de destrucción y aniquilación requiere, no obstante, tener almacenado en el propio corazón suficiente aceite para la llama del amor a Dios y al prójimo, y no estar atado ya a los lazos terrenales que causan temores en el corazón humano.
Entonces: ¡hay que elevar la mirada, tener la cabeza bien alta!
Mira al Señor Jesucristo que está sentado a la diestra del Padre; nada escapa de su mano.
¡Mira a nuestro Salvador, quien vendrá otra vez para completar su obra de redención por nosotros!
¡Alzad la cabeza! A pesar del miedo, a pesar de los tiempos inciertos y de todos los horrores del mundo.
¡No nos escondamos en nuestro trabajo, en nuestras preocupaciones, en nuestras aficiones, en nuestros prejuicios! ¡Enfrentémonos al mundo en que Dios nos ha puesto! ¡Resistamos la tentación de escondernos en nuestras conchas de caracol a causa del miedo! ¡No hagáis como el caracol! Apostad todo a las palabras del Señor: «Alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación». Amén.
[1] Homilía pronunciada en el Sagrado Corazón de Jesús, en Berlín, el 26 de noviembre de 2015.
6.
EL ROSTRO DEL AMOR[1]
LLAMAMOS A ESTE DOMINGO OMNIS TERRA siguiendo las palabras del Salmo 66 (65) al comienzo de esta santa misa: Omnis terra adoret te, Deus, et psallat tibi! En castellano: «Que se postre ante ti la tierra entera, que toquen en tu honor». Este domingo tiene ese nombre desde hace ochocientos años. Entonces, como hoy, el evangelio de las bodas de Caná se leyó en todas las iglesias católicas. Desde entonces, han sucumbido imperios que se han ido como hojas de otoño. La Iglesia ha tenido noventa y dos nuevos papas. Revoluciones y guerras masivas han sacudido Europa, divisiones fatales han desgarrado al cristianismo. La calma parece casi un milagro con el que todavía cantamos en la liturgia de este domingo como lo hacíamos entonces: «Aclamad al Señor, tierra entera».
En este domingo de júbilo recordamos también al papa Inocencio III, que hizo traer hoy hace ochocientos ocho años el santo velo de Cristo de San Pedro a Santo Spirito. Era el velo sagrado que nos muestra el «rostro humano de Dios», del que el papa Benedicto XVI nunca se cansa de hablar, o el «rostro vivo de la misericordia del Padre», al que el papa Francisco ha dedicado este año jubilar. Ya entonces, en enero del año 1208, esta Santa Faz o velo de la Verónica quedó vinculado a esta iglesia con la idea de la misericordia activa de Dios hacia la especie humana. Además, en 1994 san Juan Pablo II consagró a la humanidad al rostro de la Divina Misericordia en honor de santa Faustina Kowalska, cuyas reliquias veneramos aquí. El papa de Polonia también fue un visionario, como podremos comprobar hoy y aquí una vez más.
Hace ochocientos ocho años, durante la primera de estas procesiones, el papa Inocencio III no hizo que trajeran la Santa Faz a los nobles de Roma, sino a los peregrinos enfermos y a los pobres de la ciudad, cuya casa más importante era este Ospedale Santo Spirito. Y decretó que el limosnero papal debía entregar tres denarios del tesoro de las ofrendas para san Pedro a cada uno de los trescientos enfermos y a los mil pobres invitados de toda la ciudad que asistieron a la ceremonia: uno para el pan, otro para el vino y un tercero para carne. También concedió grandes indulgencias a quienes visitaran la Santa Faz y acudieran a esta procesión. Fue prácticamente una anticipación de los Jubileos, que solo se introdujeron en Roma años más tarde, en 1300 bajo el papa Bonifacio VIII. ¡De modo que todo empezó aquí en aquel entonces!
Desde entonces, estas procesiones y exhibiciones del velo no se detuvieron hasta el comienzo de los tiempos modernos. Pronto fue prácticamente imposible contar los peregrinos que querían ver el rostro de Dios en Roma. Dante supo más tarde de esta procesión de la Santa Faz. Es el rostro frente al cual finaliza el «viaje cósmico» de su Divina Comedia, como dijo el papa Benedicto XVI hace diez años cuando presentó su encíclica Dios es amor. Era este el rostro del amor, el que «mueve el sol y las otras estrellas», como escribió en las líneas más célebres de la literatura italiana: «l’amor che move il sole e l’altre stelle».