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Romeo y Julieta era uno de otros tantos night clubs que Wagner Soto gobernaba. Su actividad principal era el comercio sexual, pero también los utilizaba para el tráfico de drogas y de armas en alguna ocasión. El sobrenombre de la Bestia procedía de la ferocidad con la que maltrataba a todo el que se interponía en la realización de sus planes y de su imagen, un tanto terrorífica. Tenía una quemadura en la parte derecha del rostro que le afectaba a la frente, a la ceja y a parte de la cuenca externa del ojo y del pómulo. Un rostro ovalado con cicatrices dejadas por un acné mal cuidado. Un peso de unos ciento veinte kilos repartidos a lo largo de un metro noventa de altura. Todo en él era a lo grande. Alardeaba de tener un principio que nunca incumplía: jamás les ponía una mano encima a las mujeres, aunque ordenaba palizas descomunales e incluso sus asesinatos sin inmutarse.
—Me resulta difícil comprender el alma y el cerebro de un criminal consumido por el odio, sin esperanza alguna —dije interrumpiéndole.
—Hasta para los especialistas es complejo.
Rafa no paraba de hablar. Era como si siempre se dejara algo importante por decir. Por desgracia, yo carecía de la capacidad necesaria para asimilar tanta información continuada.
—Antes de que sigas, me gustaría hacer un resumen de lo expuesto.
—Adelante, a ver si tu capacidad de síntesis es la adecuada para un agente en potencia —dijo mientras sonreía.
En su sonrisa podía intuir el convencimiento de quien pretende engatusar al amigo hacia sus intereses cuando este parece haber mordido el anzuelo.
Levantamos las copas, brindamos, miramos en derredor y asentimos con la cabeza en un gesto de aprobación hacia la belleza de muchas de las chicas que por allí andaban. Ambos dejamos escapar un suspiro cargado de sugerencias y posibilidades.
—Me basta un minuto para recapitular. Por un lado, tenemos a Abdel Samal y a Adira Kintawi. Su relación, que atraviesa por el Triángulo de las Bermudas, y la evolución de sus diferentes identidades. Él, cada vez más radicalizado. Ella, labrándose un futuro con mucho esfuerzo. Por otro, a Teo Areces, que ya desde adolescente apuntaba maneras de matón. La dificultad de los tiempos que corren para encontrar trabajo y su predisposición a meterse en líos le han situado dentro de una organización mafiosa que trafica con mujeres, drogas y armas. ¡Casi nada! De la organización hemos hablado del jefe supremo, Wagner Soto, y de uno de sus lugartenientes, el famoso Aquiles. Y, por último, ¡los buenos! —exclamé con una sonrisa de oreja a oreja—. Está tu cuñado, Luis, con todo el CNI detrás; tú, que has empezado a colaborar, aunque desconozca cómo lo haces, y la probabilidad de que yo también pase a formar parte de esta misteriosa trama.
—¡Bravo! —gritó, al tiempo que aplaudía de forma poco sonora para no levantar las miradas de extrañeza en la concurrencia—. Breve y certero —apuntilló.
Las copas de ron estaban vacías. Llevábamos hablando alrededor de dos horas. El calor fuerte de la tarde dio paso a uno más transigente. Era el momento de cambiar de lugar. Decidimos ir a tapear por una zona cerca del Brillante, donde habían abierto algunos bares que, al parecer, estaban de moda. Eran aproximadamente las diez de la noche cuandocogimos cada uno nuestro coche y condujimos hasta la terraza donde habíamos quedado.
—Muy útil este riego por aspersores que evita que salgamos ardiendo.
—Es una locura que cerca de las once de la noche estemos alrededor de los treinta y tres grados —replicó Rafa, con gesto de fastidio.
Al terminar de cenar, Rafa sugirió tomar una copa allí mismo, para proseguir la parte del enredo que aún desconocía.
A pesar de las ganas que mi amigo mostraba por inocularme con rapidez el virus, se dio cuenta de que me costaba trabajo mantener la boca cerrada sin bostezar. Madrugué, hice el viaje por carretera y, sin descansar un minuto, llegué a la cita acordada.
—Lo dejamos para otro día —dije entre bostezos.
—Lo siento. Soy muy pesado. No me he dado cuenta de la falta que te hace descansar. Te envío al correo dos archivos con información de Teo y de Abdel para que los leas con tranquilidad.
—Me parece bien.
Era una gran idea. Podría seguir informándome a mi ritmo una vez que el jet lag dejase de sacudirme.
Cada vez tenía la consciencia más clara de meterme en un callejón, cuya salida no iba a resultar nada fácil.
5
Me levanté cansado después de dormir más de nueve horas. Las maletas y el resto de enseres estaban esparcidos por la casa pidiendo que los colocara en su sitio. No había prisa. Con la sensación de estar buscando algo sin saber qué, terminé de ordenar los bártulos. No había hablado con nadie de mi familia. Nadie me esperaba, pues.
Recibí el correo de Rafa esa misma tarde. Como me había comprometido a asistir a la presentación de la novela de un amigo, decidí dejarlo sin abrir hasta que regresase del acto.
La Casa Góngora es una casa solariega del siglo XVII que perteneció a la noble familia de los Fernández de Córdoba. Tras una rehabilitación integral por parte del ayuntamiento desde el año 2007, se conoce como Casa Museo Luis de Góngora. En su bello patio porticado, que aloja una fuente de piedra negra en el centro del mismo, se presentaba la novela. Cuando llegué, aún había sillas libres. Muy poca gente me era familiar. El calor obligaba a ir ligeros de ropa. Muchos de los asistentes ya lucían una brillante piel tostada. La novela contaba las alegres y peligrosas peripecias de unos estudiantes en sus años más alocados. El formato de entrevista pactado entre autor y presentador resultó interesante y ameno. Los últimos rayos de sol dieron paso a un cielo estrellado que hizo de la oscuridad un bonito espectáculo a modo de colofón. Una brisa ligera y agradable acompañó la firma de ejemplares y los cotilleos propios de los actos literarios.

Se fue el día sin que pudiera pasar a saludar a mis padres. Vivir a caballo entre dos ciudades tiene sus inconvenientes. Son muchos los compromisos que adquieres a lo largo de las ausencias y, a veces, cuesta trabajo cumplirlos.
Nada más llegar, conecté el ordenador y abrí el correo. Estaba impaciente por saber más de las vicisitudes de los asombrosos personajes que volvían a cruzarse en mi vida. El informe tenía dos apartados. El primero era el más breve. Teo Areces había escalado peldaños de forma meteórica en la organización criminal. Su función principal era la de transportista. Trasladar a las chicas de un lugar a otro y hacer entregas de drogas era el premio a una carrera brillante de agresiones y palizas brutales a más de un corazón rebelde y extraviado. Sus jefes valoraban la gran lealtad demostrada.
La organización de Wagner Soto se hacía con las chicas a través de dos fórmulas distintas. Una de ellas consistía en pagar las deudas contraídas por las víctimas, mujeres que ejercían la prostitución, con otras organizaciones criminales para explotarlas en sus locales de alterne. La otra era la introducción de mujeres procedentes de otros países, que también tenían que saldar la deuda contraída en un viaje de falsas promesas prostituyéndose aquí. La organización tenía establecido un reglamento severísimo que aprovechaba para ampliar la deuda adquirida por las mujeres. Se les sancionaba si llegaban tarde, si la vestimenta no era adecuada o si no conseguían un número de servicios semanales. Se encontraban en un régimen de semiesclavitud difícil de abandonar. Una pesadilla tan real que la mente tardaba en asimilarla. Muchas de esas mujeres tenían la certeza de que solo había dos maneras de sobrevivir en ese mundo injusto: abandonarse al dolor de lo inaceptable o aliarse con él. Pocas cosas tan tristes e irracionales había leído como esta parte del dosier.
En la segunda parte, aparecía un nuevo y siniestro protagonista también conocido. No era algo fortuito. Rafa y el CNI estaban al corriente de esa pequeña gran coincidencia.
A Adira, la entrada a la universidad le brindó la oportunidad de conocer un mundo de sensaciones desconocidas hasta ese momento. Chicos y chicas con inquietudes comunes, asociaciones estudiantiles o fiestas más animadas de las que frecuentaba eran algunas de ellas. Pronto se le aparecieron los fantasmas que anidan en toda relación con sabor a cárcel.
Abdel empezó a vivir un auténtico infierno. No conseguía trabajo. La falta de recursos económicos acrecentaba sus problemas y acentuaba su odio por todo lo que le rodeaba. Su chica se alejaba más y más. Su único refugio era el locutorio regentado por Kadar Adsuar, que cada vez visitaba con más frecuencia.
Cuando leí el nombre de Kadar Adsuar, parte del puzle empezó a encajar. Este siniestro personaje era quien enseñaba a Abdel las suras del Corán, el mismo que le daba más importancia al aprendizaje de dichas suras que a los deberes del colegio.
No soy partidario de impartir la asignatura de religión en las escuelas. Cualquier religión es una cuestión de fe. La fe pertenece al ámbito privado de cada uno y, por lo tanto, debería estar fuera de la logística que lo público ofrece como bien general. En ocasiones, he sido testigo de cómo se manipula la historia o de cómo se miente acerca del futuro de todos los que profesen el credo de la religión en cuestión. Con ello se pretende exacerbar los sentimientos de unos niños inocentes de todo, tremendamente permeables a los razonamientos que carecen de fundamento alguno.
Kadar nació en Rabat en 1969. Llevaba en España alrededor de veinticinco años. Los diez primeros los pasó trabajando en diversas ocupaciones como la hostelería, la construcción o la recolección de frutas y verduras. Los últimos quince, como maestro de religión islámica en diversos centros de Educación Primaria en Córdoba, al tiempo que regentaba el locutorio.
Era un individuo de constitución ancha, con piernas gruesas y una barriga prominente, barba muy poblada, pronunciadas entradas en la cabeza, tez oscura y agrietada, voz suave y déficit de audición. Lo que siempre me llamó la atención era la amputación del dedo índice de su mano derecha. Cuenta que se lo lastimó trabajando en una fábrica. Sin embargo, la leyenda que manejaba la policía era que él mismo se lo cercenó al estilo de los yakuza japoneses en una turbia historia entre delincuentes.
Su locutorio servía de tapadera a una red financiada por Arabia Saudí, Catar y Kuwait, así como por empresarios musulmanes afines a la causa. Kadar era uno de los eslabones que un grupo de saudíes destinaba para el control de la colonia musulmana partidaria del wahabismo en Córdoba. Bajo el pretexto de la religión, los fines del patrocinio no eran otros que la implantación de sus costumbres, sus «tribunales» y sus «policías religiosos» al margen de la legalidad española vigente. La desescolarización de niñas, los matrimonios forzados y el reclutamiento de personal para la yihad o guerra santa formaban parte de su peculiar ley islámica o sharía.
La captación para la yihad era el principal objetivo de este complejo entramado. Para conseguirlo, los aspirantes debían completar el ciclo de preparación. Primero, se les obligaba a formar parte de bandas organizadas en el robo de todo cuanto pudiera tener valor. Con los botines conseguidos se sufragaba la propia tela de araña tejida y también se enviaba dinero a diferentes campos de entrenamiento repartidos por la zona del Sahel, Malí, Mauritania, Níger o la propia Arabia Saudí. Los alistados que superaban esa primera etapa y se entusiasmaban en la contienda pasaban a la segunda y definitiva: convertirse en muyahidín, versión lobo solitario. Los lobos solitarios podían elegir su propio objetivo y trazar su plan de actuación, aunque sería la cúpula de poder quien, en última instancia, daría el visto bueno a la ejecución.
El locutorio poseía una habitación trasera que se utilizaba a modo de mezquita para las oraciones y como lugar de reuniones clandestinas. En esa estancia se proyectaban vídeos de contenido terrorista y se pregonaban soflamas sobre la lucha espiritual. La tapadera que les servía de sostén era el estar dados de alta como asociación cultural islámica. Abdel fue una presa fácil. Una vez captado, el proselitismo y el reclutamiento se llevaron a cabo en dichas instalaciones.
6
No me fue fácil conciliar el sueño tras lo leído. Cuarenta páginas de la novela recién adquirida fueron mi somnífero.
A la mañana siguiente, conseguí ver a mis padres. Comí con ellos. Nos pusimos al día de los últimos acontecimientos. Por supuesto, nada de la aventura que estaba por llegar. ¡Cómo habían cambiado las cosas desde mi niñez! La relación ahora era fluida, cordial e incluso cariñosa. Ya no hablaban de futuro. Las inquietudes, cuando se ha vivido más de lo que queda por vivir, son banales si al otro lado están los hijos o los nietos.
Sin embargo, no siempre fue así. Durante muchos años tuve la extraña sensación de que mi madre y yo no nos queríamos. Lo hablé con mis hermanas en varias ocasiones, pero ellas no lo sentían así. Pudiera ser que no fuesen más que vapores de un espejismo. De niño envidiaba a los amigos que iban a sus casas y decían: «mamá, tengo un problema», y su madre les daba un beso y les solucionaba la adversidad. Mi madre no tenía ese poder mágico. No la culpo. Trabajó mucho para ponernos el plato en la mesa y que los cinco hermanos fuésemos aseados al colegio. El resto queda en un segundo plano.
No era hora de llamar a nadie. Las cinco de la tarde en julio es hora de siesta en Córdoba. No tenía sueño ni ganas de ir a mi casa. Calibré la situación, me arriesgué a que Rafa me soltara algún exabrupto y le llamé.
—¿Leíste lo que te mandé?
—Hasta la última coma. ¿Te hace un café?
Ni rastro de mal humor ni salidas de tono. Acerté.
—¿Nos vemos en media hora en Fidiana?
Fui el primero en llegar. Rafa no tardó. Tenía que irse a las nueve.
—No te preocupes. Tres horas dan para mucho.
—¿Has conseguido unir las piezas del puzle?
Expuse que podía entrever los vínculos entre Kadar Adsuar y Abdel Samal. No tenía ni idea de la relación que pudiera existir entre ellos y Teo Areces. Tampoco calibraba el rol de Adira en toda esta trama, más allá de la historia de amor imposible con Abdel.
—Con lo que te voy a decir, desaparecerán todas tus dudas. Esta es la situación —dijo mientras carraspeaba.
—Nos fumamos un cigarro y me lo cuentas.
Mientras fumábamos, una pareja de mediana edad entró y se sentó frente a nuestra mesa. Los dos parecían malhumorados. La voz del él sonaba beligerante y a la defensiva. Daba la impresión de ser alguien a quien le gusta decir siempre la última palabra. En su mirada no había el menor rastro de solidaridad. Era guapo y fuerte, con grandes tatuajes en los brazos. En los ojos de ella se apreciaba una expresión condescendiente. Era de esas chicas que se recuerdan, aunque solo las veas una vez en tu vida, de proporciones armoniosas y ojos negros muy vivaces. Quizá demasiado sufrimiento sobre la piel para su edad.
—¿Llegarán a casarse? —preguntó Rafa al ver las chispas que saltaban entre ambos.
—No pasarán por la vicaría —contesté con rotundidad al tiempo que me imaginaba que yo sería el nuevo novio de la chica triste y con aura de ángel. Eran las trampas de una mente calenturienta.
Mi capacidad de asombro se vio desbordada cuando me narró la última parte de la telenovela con guion adaptado que me tenía en ascuas. Los augurios de que algo más cercano al desastre que a la ventura iba a suceder estrechaban sus lazos en mi subconsciente.
Tres semanas atrás encargaron a Teo un trabajo un tanto especial. Hubo una fiesta universitaria en la Facultad de Ciencias de la Educación. Teo entregó dos paquetes a un estudiante llamado Juan Carlos Moreno, uno con cocaína y otro con shabú, una nueva droga sintética muy nociva y adictiva, pues enganchaba desde la primera dosis.
—¿Shabú?
—Una combinación de metanfetamina con potencia devastadora para el cuerpo humano —aclaró Rafa.
Los universitarios son un campo fértil para sembrar todo tipo de drogas. La osadía de su juventud les permite llegar a territorios imposibles para otros.
Realizada la entrega, decidió quedarse y disfrutar del ambiente festivo con todos esos jóvenes presuntuosos y atrevidos. Con Juan Carlos de cicerone, Teo no tardó en entablar conversación con algunos de sus conocidos.
Juan Carlos era un joven alto y atractivo, con la frente ancha debido a unas entradas pronunciadas, un tono de voz cálido, mucho ingenio y gran rapidez de respuesta, lo que le permitía granjearse la amistad del respetable con facilidad.
A Teo le fascinaba la manera en la que se comunicaban los chicos, el pánico al compromiso con las chicas y la capacidad de beber ingentes cantidades de alcohol. El sexo era lo que menos le atraía. Tenía todo al que podía corresponder. Le entusiasmaba la idea de seducir a alguien que no fuese prostituta. Su hambre no era de carne, sino de sensibilidad y compañía.
Juan Carlos repartió parte de la entrega entre el colectivo ansioso por alargar la fiesta. Teo bebía un gin-tonic cuando se fijó en una chica esbelta, de cuello largo cubierto por un cabello oscuro y ondulado, grandes ojos de color aceituna, finos y largos dedos con uñas recortadas, cintura estrecha y nalgas respingonas. Le hizo una señal a Juan Carlos para que se acercase y le preguntó:
—¿Conoces a la chica del vestido verde de tirantes?
—No te lo va a poner fácil. Además, es muy joven —contestó Juan Carlos, una vez que vio quién era.
—Es lo que pretendo. Lo sencillo no me excita.
—Como quieras. Ven y te la presento. No quiero quejas de ningún tipo —añadió intuyendo que los mundos poéticos de ambos habitaban en universos opuestos.
Se acercaron y Juan Carlos le presentó a Adira Kintawi.
—¡No me lo puedo creer! —exclamé.
Lo último que podía imaginar era una relación entre Teo y Adira. Empezaba a vislumbrar la luz al final del túnel. Una luz que se me hacía rocambolesca. Si la relación de Adira con Abdel me pareció difícil, con Teo imaginé que era imposible. Pero la experiencia me ha hecho comprender que las relaciones son un tipo de juego sin reglas. Mejor no opinar. El encuentro en la fiesta universitaria incrementó sus ganas de relacionarse. Teo posee el atractivo macarra por el que se sienten atraídas muchas mujeres a una edad en la que todavía no hacen planes de futuro.
Mide alrededor de un metro ochenta centímetros. Fuerte, con el músculo dorsal muy desarrollado y hombros voluminosos; manos trabajadas y grandes como palas; rubio, de pelo rizado, cara alargada y tez clara; con voz grave, de las que intimidan sin necesidad de esforzarse. Lo que podríamos llamar un tipo duro con cierto hechizo varonil. Poco instruido en cualquier ámbito que no sea la ley de la calle, nervioso, impulsivo y con una inclinación pasmosa hacia la violencia.
La seguridad de Teo en sí mismo tiene su origen en la combinación de arrogancia y la incomprensión de por qué el mundo que le rodea tiene ese formato. Un hombre a prueba de balas convencido de poseer una belleza de galán de cine.
Sin dejar de mirar a Rafa y escucharle con atención, puse la parte creativa de mi cerebro a imaginar a Adira y a Teo corretear cogidos de las manos por un campo de amapolas. Un segundo después, la imagen se hizo añicos.
—¿Te pasa algo? —inquirió Rafa.
—No, nada. ¿Por qué lo preguntas?
—Durante unos segundos, te he visto con la mirada perdida y me ha dado la sensación de que te estabas poniendo algo pálido.
—No te preocupes, prosigue.
Después del bombazo que podía suponer la relación entre Teo y Adira, pocas cosas iban a sorprenderme; al menos, eso pensé de nuevo. En ese primer encuentro, Adira percibió el ego arraigado de una persona que sin duda había sufrido mucho a lo largo de su vida. Alguien con una firme resistencia al cambio, por mucho que deseara alcanzar la meta propuesta. Un alma parecida a la que poseía el que todavía era su pareja. Pero, a diferencia de Abdel, Teo se mostraba triunfador en los campos de batalla que propone la vida. De un tiempo a esa parte, empezaba a ganar bastante dinero, disfrutaba de una excelente salud, se había granjeado la estima de su entorno cercano y gozaba de una cantidad de sexo que para muchos hombres resulta inalcanzable.
La combinación entre el pozo oscuro detectado en el alma de Teo y el atractivo del macarra chulo y hortera sedujo en cierta medida a Adira. El tono de voz melódico, la cadencia de palabras de quien se siente segura desde su atalaya de sinceridad y la belleza de Adira dejaron al descubierto las debilidades de Teo, que cayó rendido en un amor de intensidad parecida al que hubo en los tiempos del cólera. La diferencia de edad (Adira veinte, Teo veintiocho) no supuso obstáculo alguno para ambos.
Adira decidió poner fin a la relación con Abdel para dejarse llevar a una travesía de rumbo enigmático. No le fue nada fácil. Quería a Abdel, a pesar de que su amor estaba abocado al destino de los amores contrariados.
Abdel enloqueció al ser rechazado. La ruptura ejerció un efecto descomunal en su radicalización y odio hacia la cultura occidental. Kadar Adsuar terminó de tender su red y Abdel se sumergió en el oscuro mundo de las huríes de grandes y brillantes ojos negros en el paraíso.
—Voy a salir de nuevo a fumar. A ver si asimilo lo que me acabas de descubrir.
—Te acompaño.
En ese momento, los dos giramos el cuello como si se tratara de un faro de mar para observar minuciosamente a una chica que se dirigía a la mesa en la que le esperaba un chico. La muchacha, de unos veintipocos años, revelaba más potencial que Cleopatra y no le importaba dejarlo entrever. Al sentarse, nos vimos en la obligación de dejar de mirarla. Los dos le dimos un trago a la copa y suspiramos como dos viejos verdes.
—Intuyo que estás interesado. ¿Te animas a participar?
—No vislumbro con claridad cuál sería el rol que tendría que desarrollar.
—Tranquilo, es lo único que me falta por contarte.
Atónito pero sereno. Así me encontraba. El maremoto en ese momento era la chica que nos había hecho suspirar con anterioridad. No podía dejar de mirarla, aunque fuese de soslayo. Desde mi posición, observaba con intensidad sus pechos grandes y firmes. Permanecían quietos, como en un espacio ingrávido, provocando un deseo que la muchacha no podía esconder. Una palmada de Rafa me sacó del estado absorto en el que me encontraba. Le di un nuevo trago a mi cubata y dije:
—Es en lo único que pienso desde mi ruptura con Elo. Para qué te voy a engañar.
—Estás peor que yo, y eso es mucho decir.
Mientras nos reíamos, sonó su teléfono. Era una antigua compañera con la que mantenía una relación parecida a la del perro del hortelano. Le recordó que a las nueve debería recogerla. La chica que tanta atención nos acaparó se marchó de la mano de su acompañante.
—Qué lejos estaba mi intuición sobre cómo había transcurrido el tiempo para Abdel.
—No te podrías ganar la vida como vidente.
Siempre supe que sería de los chicos que transitarían a ambos lados de la línea que separa el bien del mal. Lo que nunca imaginé que pudiera pasar tan deprisa es que su odio le llevara por el lado negro de manera tan marcada. Adelantándome a lo que venía a continuación, pregunté:
—Entonces, ¿Teo y Adira están enrollados?
—Blanco y en botella.
Se quedó dubitativo. Era tanto lo detallado que reflexionó acerca de lo que pudiera haber olvidado. Le dio un nuevo trago a la copa, que ya estaba bastante aguada. El tiempo se le echaba encima. El local se había ido llenando de gente que se agolpaba alrededor de la barra a la espera de que los veladores quedaran libres.