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—¿Su primera visita? —preguntó el más alto de los camareros mientras me servía la copa.
—Así es. ¿Se nota mucho?
—No se preocupe. Aquí todas las chicas son amables y muy serviciales.
Aún con la sonrisa tonta de pardillo y el cubata en la mano, por el flanco derecho se me acercó una chica mulata, entradita en carnes, de labios gruesos y mejillas voluminosas. Llevaba botas altas de tacón, short tremendamente ajustado y un sujetador al que le costaba hacer su trabajo.
—Es la primera vez que te veo, papito —me dijo al tiempo que ponía su mano en mi entrepierna.
Sentí una especie de escalofrío y noté cómo mi miembro iba cogiendo turgencia. El sexo humano no es más que una febril negociación comercial entre dos criaturas de familia distinta.
—Sí, pero si llego a saber que tú estás aquí hubiese venido antes —dejé caer en un alarde de casanova bobo.
Era una de las chicas que menos me atraía del lugar, pero el ingenio de mi ego estaba dispuesto a tenderme una trampa tras otra. En el único sitio del universo donde no hace falta ser locuaz para atraer a una chica, estaba yo con mi verborrea cándida en un alarde de ingenuidad. A mamita, curtida en esas lindes, no le costó trabajo alguno mantenerse a mi lado y sacar todo aquello que iba buscando. Tomamos dos cubatas cada uno, nos metimos mano y nos contamos historias de las que provocan insomnio. No supe negarme a su insistente persuasión, a pesar de que pronto me di cuenta de que no podía ser la chica que andaba buscando. Subimos a la segunda planta como unos recién casados que llevan treinta años de novios, con la fantasía que genera la situación y con el convencimiento de que parte del deseo se ha quedado en el recorrido. Lo pasé muy bien. Cuando Dulce, propicio nombre para una cubana, se puso a la faena y desplegó todos sus encantos, demostró una gran profesionalidad. Entre las bebidas y el amor corsario me gasté cien euros que no sirvieron para la cruzada emprendida.
9
Tendría que esperar un tiempo antes de regresar al Romeo y Julieta para no levantar sospechas. Tenía intacto el ímpetu, a pesar de mi pequeña derrota. Con el tiempo he aprendido a mantener las ilusiones por mucha desesperanza que crezca a mi lado. Tocaba trazar el plan de acercamiento a Teo a través de la pandilla de amigos. Ahí todo sería diferente. Me conocían y estimaban. No habría problemas, al menos en la fase inicial de aproximación.
La explosión de la burbuja inmobiliaria y la ruina del sector joyero en Córdoba dejaron un panorama desolador entre los antiguos camaradas de la plazuela Cañero. El paro continuado de las personas provoca la sensación de haber entrado por la puerta equivocada y salir por otra donde te regalan un collar de tristeza. En esas situaciones, no hay nada como reunirse entre amigos para paliar sus efectos.
A pesar de la calima que al mediodía golpea con dureza la ciudad en esas fechas, solían reunirse en algún banco de la plaza, bajo el refugio que da la sombra de las palmeras. De mi casa al lugar de las reuniones hay dos minutos andando. Conforme me acercaba, pude ver con más claridad a alguno de los miembros allí presentes.
—Buenas tardes, chicos. No sé cómo no os derretís —saludé al grupo.
—¡Joder, cuánto tiempo sin saber de ti! Te vendes caro, colega —expuso mi amigo José Luis, al tiempo que se levantaba para darme un abrazo.
—¿Sigues por Málaga? —preguntó el Canijo, apodo de otro de los viejos camaradas.
—Pídete unas birras para tus compañeros de equipo —me espetó Lorenzo, hermano de Teo y uno de los capitanes del equipo de fútbol siete.
—Pero si del equipo solo estás tú, canalla —le contesté.
—Así te saldrá barato, profe —replicó, al tiempo que sonreía para toda la comunidad allí reunida.
Había nuevos miembros en el clan a los que no conocía. Eran más jóvenes y descarados. Dirigiéndome a ellos, pregunté:
—¿Alguien quiere beber algo?
—Una birra —dijo Lorenzo.
—¡Otra, si puede ser! —exclamó uno de los jóvenes atrevidos que veía por primera vez.
Con un guiño y un gesto de asentimiento con la cabeza, giré y me dirigí al bar. Pasé un rato agradable. Charlamos con ira de la corrupción política reinante, para todos causa principal de la trágica situación que atravesaba el país y, en particular, de la de muchos de ellos. No dejamos títere con cabeza. A Lorenzo le hice saber que contara conmigo para el campeonato que unos días más tarde iban a jugar. Sin necesidad de preguntarle, él mismo me informó sobre Teo. Dejó entrever algún trapicheo oscuro. Le resultaba rara la cantidad de pasta manejada por su hermano para ser el simple encargado de un night club. Suponía que su novia marroquí desconocía quién era en realidad la persona de la que se había enamorado. Su lesión de rodilla le impedía jugar al fútbol, pero en ocasiones se acercaba a verlos y recordar viejos tiempos. En definitiva, nada que no supiese. Pero el paso estaba dado. Era cuestión de tiempo. Lo vería en alguno de los partidos del campeonato o en alguna de las asambleas que se montan alrededor de la plaza, como en la película Los lunes al sol.
Durante esa semana me dejé ver por las reuniones con la intención de seguir indagando sobre Teo y con la esperanza de que un día se presentara allí. No hubo suerte. No obstante, constaté que el sentir general del grupo sobre él era que se había adentrado en un terreno de minas, sin posibilidad de dar marcha atrás y esquivarlas.
10
El sueño se me fue estabilizando a lo largo de esos días. La lectura prolongada en los tiempos de duermevela me ayudó a conseguirlo. Tomé la estrategia de pensar que todo tenía un porqué. No había nada que temer. Aprovechar las ventajas que ofrecía la excitante y nueva experiencia era lo más sensato.
La memoria dejó de manipularme los sueños por la noche y pude olvidarme de los episodios de narcolepsia diurnos.
Una de esas lecturas fue otro informe que Luis nos envió para conocer con más detalle parte del funcionamiento del entramado que Kadar Adsuar tenía establecido. También contenía información acerca de otros protagonistas cercanos a Abdel. Se trataba de la descripción de un robo cometido tiempo atrás.
La documentación, más que sorprenderme, incrementó aún más mi interés. En líneas generales, reflejaba lo siguiente:
En la primera fase de acondicionamiento, en esa en la que los aspirantes a muyahidines costeaban su preparación a través de robos, timos o cualquier otra variante para estafar dinero, Abdel conoció a Faysal Rasi y a Ezequiel Chadid. Los tres, en estrecha colaboración, cometieron diversos robos organizados por Kadar Adsuar. Este disfrutaba de una tupida red de colaboradores que le proporcionaban información sobre posibles objetivos. Él los seleccionaba, trazaba con precisión de cirujano hasta el más mínimo detalle y establecía las condiciones del reparto del botín.
Hacía más de un año del primer saqueo con constancia de la participación de Abdel. Fue en una joyería de Torremolinos.
—¡No me jodas! —exclamé para mis adentros.
Muy cerca de donde vivo, durante el curso escolar anterior hubo un saqueo muy sonado a una joyería. Para mi sorpresa, Abdel y dos compinches nuevos que entraban en escena fueron los responsables del mismo.
Recibí la caricia de una brisa de cierta culpabilidad. La tristeza secreta que los profesores sobrellevamos cuando observamos cómo se despeña un alumno me embargó. No obstante, encontré consuelo al recordar el mandato del samurái: «No existe deshonor en la espada, sino en la mano que la empuña».
Kadar poseía la información necesaria y precisa para acometer el atraco. Abdel, Faysal y Ezequiel tuvieron que desplazarse desde Córdoba hasta un descampado cerca del centro comercial Plaza Mayor, situado entre Málaga y Torremolinos. Una vez allí, cambiaron de automóvil. Su jefe y guía espiritual les había preparado un coche robado para ejecutar el plan, quemarlo al terminar y huir con el que llegaron a las inmediaciones del centro comercial. De esta forma, destruirían todas las pruebas y evitarían ser interceptados en posibles controles de carretera.
Faysal actuó de conductor. Su misión era esperar aparcado cerca de la joyería con el motor del coche encendido. Abdel y Ezequiel entraron con el rostro cubierto por un pasamontañas, una Walther de nueve milímetros y un revólver Ruger del calibre 22, respectivamente, en las manos. Sabían que se encontrarían a dos dependientas. Ezequiel tenía que vigilarlas, mientras Abdel desvalijaba todo lo que diese tiempo en cinco minutos. Esperaron el momento acordado y entraron como un rayo.
—¡Manos arriba, no queremos hacerles daño! —gritó Ezequiel.
Tras un grito, las dos chicas se quedaron paralizadas con las manos arriba. Abdel, que se había colocado a su altura, las encañonó de cerca y les ordenó que se sentaran en el centro de la tienda con las manos atrás. Obedecieron en el acto. Ezequiel las vigiló atentamente mientras, de reojo, miraba la puerta de la calle. Abdel rellenó las sacas previstas con todo lo que encontró a su alcance.
—¡Es la hora, vámonos! —indicó Ezequiel a Abdel.
—Un minuto más, fíjate en esa estantería. Son pulseras y relojes de oro.
—¡Rápido, esa estantería y nos marchamos! Ya hemos conseguido lo suficiente —contestó Ezequiel, subiendo el tono de voz.
Abdel bordeó el mostrador en dirección a la puerta. Cuando pasó a la altura de las dependientas, volvió a encañonarlas y les advirtió de que no se movieran durante quince minutos, si no querían que volviese y les metiera un tiro en su linda cabecita. Ezequiel esperaba con la puerta de la calle abierta. Los dos corrieron hacia el coche, donde les esperaba Faysal. En menos de diez minutos regresaron al descampado, donde cambiaron de vehículo, lo incendiaron y regresaron a Córdoba. Una misión rápida, limpia y fructífera.
El trabajo finalizó con la entrega de la mercancía a Kadar Adsuar. El pago por los servicios prestados podía tardar meses. Dependía de la facilidad con la que Kadar pudiera venderla en el mercado negro o enviarla a Arabia Saudí. Por lo general, no solían dar más de un golpe cada dos o tres meses. A veces, incluso tardaban seis o siete en volver a actuar.
Los intereses personales que movían a cada uno de ellos eran distintos. Abdel Samal era el más radical. A pesar de que necesitaba dinero por su precaria situación económica, el motor que le impulsaba no era otro que el de llegar a ser un guerrero de la yihad. Un lobo solitario de la estepa española. Un fanático que ve en la muerte la posibilidad de resarcirse de todo el mal que la sociedad ha ejercido contra él.
Faysal Rasi era un argelino que llegó a España en la década de los noventa huyendo de las vicisitudes económicas, sociales y políticas que padeció Argelia en aquella época. Con treinta y cuatro años, era el mayor de los tres. Desde hacía diez, gozaba del permiso de residencia en España. Era un tipo sereno, comedido en sus actuaciones. Anhelaba regresar a su país con el dinero suficiente para llevar una vida sin necesidades que le sobresaltaran. Por todo ello, actuaba con más temor que delirio y con más cautela que desasosiego. Kadar sabía de la importancia de Faysal en el grupo para templar el enardecido corazón de Abdel y añadir sentido común a las pocas luces de Ezequiel Chadid.
Ezequiel Chadid, hijo del matrimonio separado de Isabel Aguirre y del marroquí Abad Chadid, era el resultado de la desestructuración familiar. Isabel y Abad se separaron poco tiempo después de nacer Ezequiel. Su infancia y adolescencia fueron un ir y venir entre su padre, que se lo llevaba durante largos periodos a Tetuán, y su abuela materna en Córdoba. Isabel siempre fue una mujer impulsiva. Se quedó embarazada cuando apenas tenía diecinueve años e intentó ser autodidacta en el complejo mundo de la maternidad. Huelga decir que todo le fue muy difícil y sucumbió. Dejó su crianza y educación en manos de su propia madre. La abuela intentó hacerlo lo mejor que supo y pudo, pero Ezequiel era un rebelde con causa. Terminó la Educación Primaria por la imposibilidad de abandonarla a causa de la normativa vigente, pero nunca finalizó la Educación Secundaria Obligatoria. Su existencia fue un exilio al caos, donde modeló una personalidad farsante y agresiva. De no ser por su baja estatura y una musculatura débil, todos los días mandaría al hospital a uno de los que se le cruzaran en su camino.
11
La noche del viernes quedé con Rafa para cenar en alguna terraza y disfrutar con una cerveza del poquito fresco que se levantaba a partir de las diez de la noche. Decidimos ir a un bar situado en los márgenes del Guadalquivir. La cercanía a sus aguas refrescaba el ambiente y hacía más agradable cualquier tipo de actividad.
Tras narrarle mis primeras andanzas, dijo:
—Has aprovechado el tiempo más de lo que imaginaba. No tengas prisa. Recelan de todo lo que suponga una variación en su forma de percibir la normalidad, por muy pequeña que sea. Además, no olvides que son muy peligrosos.
—Entiendo. Gracias por los consejos —manifesté con la boca chica, ocultando una sensación de desasosiego.
Su tono cambió de forma sustancial desde los primeros contactos. Tanto los acordes de su voz como su juego gestual ahora no incitaban a la aventura, sino a la mesura. ¿Habría tenido alguna experiencia peligrosa que no me había contado? ¿O tal vez pensaba que, una vez contagiada la insensatez, lo mejor era dejar que esta actuara como le correspondiera?
—Tengo que contarte lo último de Abdel.
—Adelante —le inquirí.
Pasaba por un momento muy delicado. No asimilar el fracaso de su relación con Adira le llevaba a una deriva cada vez más peligrosa. Descubrió que estaba saliendo con Teo, sin tener la menor idea del energúmeno que era, claro está. Corrió el bulo de que Adira era una puta, que renegaba de su fe y abrazaba muchos de los preceptos de la religión católica. A su vez, Kadar Adsuar, que no tenía un pelo de tonto y sabía sacar a la desesperación de los individuos un gran partido para sus intereses, hizo suyo el grito de ira de Abdel. De esta forma, conseguiría adherirlo a la yihad, si es que no estaba ya suficientemente comprometido.
Ambos coincidimos en sospechar que, por el camino que iban los acontecimientos, sería muy difícil que Teo y Abdel no se encontraran. Su enfrentamiento podría tirar por tierra todo el plan de neutralizar tanto el entramado wahabista de Kadar Adsuar como la organización criminal de Wagner Soto. Al mismo tiempo, aumentaban las posibilidades de que Adira pudiera sufrir la cólera de Abdel ante el cinismo de Kadar y sus secuaces. Esto último era lo que más nos preocupaba.
Se intuía que el trío formado por Abdel, Ezequiel y Faisal se preparaba para un nuevo golpe. Abdel comunicó que la siguiente semana no podría asistir a clase. Ezequiel, por su parte, no tenía problema alguno para actuar. Todo su mundo era el locutorio de Kadar y la nueva mezquita que acababan de abrir en sus inmediaciones. Sin embargo, entre el guía espiritual de este reciente templo y Kadar Adsuar existían oscuras rencillas. Faysal era autónomo; cuando le parecía oportuno cerraba su negocio sin dar explicaciones a nadie.
—Teniéndolo todo tan controlado, ¿no lo van a impedir? —pregunté de manera incauta.
—En absoluto. No tendría justificación alguna. Son solo tres desgraciados dentro de la pirámide que dirige Kadar. Detenerlos ahora en cualquier golpe solo serviría para poner en alerta al clan yihadista y, con toda probabilidad, la pena que les caería no superaría los dos años. Por lo tanto, no entrarían en prisión. Antes de hacer redada alguna, pretenden acumular pruebas sobre la conexión entre Kadar y los terroristas de la organización saudí.
Puse cara de perplejidad al tiempo que asentía con la cabeza en señal de comprensión. Desde que llegué a Córdoba y me reuní con Rafa, no había una sola ocasión en la que al terminar nuestra conversación no me sintiera sorprendido y receloso al mismo tiempo.
—¿Has vuelto a tener contacto con Elo?
—Solo por WhatsApp —contesté, afectado.
Ni mi antigua novia ni yo nos resignábamos a pasar página. Cada tres o cuatro días nos escribíamos algo absurdo para mantener de manera asistida una relación en coma irreversible.
—Quizá no todo esté perdido.
—Lo suficiente.
Es cierto, hay que perder mucho para renunciar a lo que se tiene, sobre todo si lo que se tiene responde a una obstinación caprichosa del entorno que te rodea.
—Todos hacemos concesiones.
—Hasta un límite.
Rafa seguía pensando que mi amor por Elo podía reflotar. Estaba convencido de que era lo mejor para los dos. Se equivocaba. El paso del tiempo rebaja las expectativas y obliga a conformarse con versiones low cost de lo que se soñó, pero cuando lo que compensa deja de ser una opción no hay que dejar que la inercia de compromisos absurdos te arrebate otras opciones.
—Nadie como uno mismo para calibrar pros y contras.
—Dejemos para otro momento esta historia. Estamos de vacaciones. Hagamos algo divertido.
Le sugerí subir al centro de Córdoba y tomar alguna copa de manera relajada. Estaría prohibido hablar una sola palabra más de la empresa que pretendíamos llevar a cabo y de amores pasados. Así lo hicimos. Nos encajamos en la calle Teniente Braulio Laportilla, donde se encuentra un bar de copas llamado Long Rock. Nos agradaba mucho la música que pinchaban en ese local. Escuchando grandes éxitos de artistas tan variopintos como Michael Jackson, Elvis Presley o Loquillo transcurrió aquella velada premonitoria sobre lo que iba a acontecer en un futuro no muy lejano.
12
A las nueve de la noche del domingo estaba citado para jugar el primer partido del campeonato de fútbol siete. Teo no apareció. No hice una sola pregunta sobre él por temor a levantar suspicacias. El bochorno y la falta de entrenamiento estuvieron a punto de provocarme una lipotimia. Llegué extenuado, con la intención de hidratarme y preparar un nuevo asalto al Romeo y Julieta.
A pesar de no estar conforme con el resultado de mi primera visita al lugar, donde los misterios del deseo dejan de ser tan enigmáticos, repetí los rituales de la vez anterior.
El portero de acento español desconocido no estaba. Al balcánico le acompañaba otro con rasgos muy parecidos. Conforme me acercaba a la barra, el simpático camarero de la vez anterior me miraba sonriendo. Di los pasos necesarios para que fuese él quien me atendiese.
—Bienvenido a su casa. Dudaba si volvería a verle. No le vi muy entusiasmado con Dulce; me equivoqué.
—Hizo muy bien su trabajo —respondí, mostrando cara de satisfacción a la homilía que me ofreció aquel atento camarero.
—¿Lo mismo que la vez anterior?
Sorprendido, le contesté que sí. Mientras lo servía, escrutaba con sigilo a todas y cada una de las chicas allí presentes. En esta ocasión, un cliente menos. En total, cuatro.
—Dulce se ha marchado, tardará algún tiempo en volver.
—Pero ¿está bien? —pregunté fingiendo cierta preocupación.
Era una fantástica noticia para mí. No tendría que esquivar su amistad, pero me interesó dar la sensación contraria. De esta manera no sospecharían nada. A la simulación de deseos o de falso interés hay que darle prioridad. En esta ocasión estuve atento y creo que mis palabras resultaron convincentes.
—Sí, solo que durante algún tiempo estará en otra ciudad.
Me acordaba de la mayoría de las chicas. Muchas de ellas habían cambiado su indumentaria. Tuve la sensación de que entre ellas habían intercambiado las prendas seductoras que las vestían. ¿Qué importancia podría tener? ¿Acaso no lo hacen las amigas y las hermanas? ¿Por qué iba a ser diferente en aquellas trabajadoras del sexo?
Sin embargo, había una nueva, o al menos no me acordaba de haberla visto la noche de Dulce. No pude dejar de mirarla. Llevaba un vestido de tirantes cortísimo de látex negro, ajustado, como si se lo hubiese esculpido el mismísimo Miguel Ángel. Una cremallera lo recorría de arriba abajo. En lo alto del cierre se vislumbraban dos voluminosos, redondeados y turgentes senos, que me provocaron más que nunca la idea del paraíso. Donde acababa el vestido, la oscuridad parecía decir: «Por mucho menos de lo que encontrarás han caído reyes». Botas negras hasta las rodillas, con plataforma y tacones rojos. Muy alta, con un corte de pelo a lo Amelie, flequillo corto y una media melenita recogida hacia dentro.
No tardó en darse cuenta de que babeaba. Es mi forma de explicar la sensación de aturdimiento que me provocó aquel ángel de entre veinticinco y treinta años, morena, con las cejas depiladas y unas pestañas que enfatizaban aquellos enormes ojos color cielo.
Se llamaba Sophía. La invité a una copa. Me contó que era serbia, nacida en Belgrado. Llevaba en España tres años, repartidos entre Barcelona, Valencia, Madrid, Sevilla, Málaga y, los últimos dos meses, en Córdoba. Su idea era volver a Serbia en pocos años más, cuando ahorrase algún dinero para montar un negocio de peluquería. En Belgrado vivía junto a su familia, en un bonito barrio llamado Stari Grad. Hablaba bien el castellano, con un léxico y una capacidad de expresarse que ya la quisieran algunos alumnos de Bachillerato para sí.
—¿Te aburren mis cosas?
Hablaba conmovida por una melancolía profunda. Era como si de sus recuerdos extrajese la fuerza para sobrevivir a la transformación sufrida desde que llegó a España.
—En absoluto. Comprendo que eches de menos a tu familia.
—¿Qué buscas?
—Bálsamo para las cicatrices.
—Mientes. Tus heridas están curadas. Son otros los motivos que te traen.
Me quedé callado unos segundos. Sus grandes ojos como faros me observaban buscando unas respuesta que yo mismo desconocía.
—Me has descubierto.
A diferencia de la vez anterior con Dulce, casi ni nos tocamos, pero nos besamos mucho. Ella, en el juego usual hacia el cliente, ofertando la gloria y dejándome con la miel en los labios. En mis besos, al contrario que en los de ella, ardían los anhelos de mis sueños. La vida es una trampa enorme que no puedes esquivar.
¿A qué había ido yo allí? A enamorarme de mentira. Entonces, ¿por qué sangraba con lo que decía? ¿De dónde venía ese ahínco por emocionarme con una prostituta?
En algún momento de la conversación tuvo que hablarme de sus honorarios. Eran más caros que las del resto. No le presté la atención que debiera y, cuando pasé por delante de la mami, sentada en el recodo del pasillo, me pidió noventa euros. En ese momento, mudé el semblante. Nada como un breve destello de cicatería para poner las cosas en perspectiva. Pagué, me di la vuelta y Sophía ya no estaba. Fue la mami la que me indicó la habitación donde me esperaba.
Cuando entré, ya no tenía el vestido. Estaba de pie, con la espalda apoyada en una de las barras de madera labrada que sostenían el dosel de la cama. Mantenía las botas negras y rojas, un tanga y unas pezoneras negras en cruz. Los pechos al descubierto confirmaron mis sospechas de su ingravidez. Mi pene erecto llegó a la conclusión de que había merecido la pena pagar los noventa euros, más los veinticuatro de los cubatas. Con el dedo índice hizo señales para que me acercara. Solo veía sus pezoneras y el rictus sonriente de quien se sabe dueña de los deseos más íntimos del contrincante. Estaba a unos cincuenta centímetros del Edén. Mi boca acompañaba a mis brazos para lamer y acariciar aquellos camafeos convertidos en senos. Cuando estaba a punto de hacer la acometida, ¡plaf!, recibí un guantazo que me tiró hacia atrás con virulencia.
—¡Me cago…!
—¡Desnúdate, idiota! —escuché medio aturdido, ofuscado y abriendo la boca. Abrí la boca porque me acordé del consejo que un amigo me dio para cuando creyese que tenía los tímpanos rotos. La enorme bofetada alcanzó la parte baja de mi oreja.