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El imperativo de la humanidad
La fundamentación estética
de los derechos humanos en Kant
El imperativo de la humanidad. La fundamentación estética de los derechos humanos en Kant
Juan Manuel Garrido
Santiago de Chile, abril 2012 (edición impresa).
Epub: marzo 2020
Imagen portada: ilustración tomada de GALENO, Claudio. Chirurgia, trad. de Guido Guidi. París, 1544, p. 221. Pierre Gaultier impresor.
ISBN: 978-956-9058-30-1
Registro de propiedad intelectual: 215.322
© Juan Manuel Garrido
Diseño y diagramación: Orjikh editores limitada
orjikh.editores@gmail.com
www.orjikheditores.com
Epub: Realizado por Orjikh editores.
El imperativo de la humanidad
La fundamentación estética
de los derechos humanos en Kant
Juan Manuel Garrido

Índice
Prefacio
Sobre las referencias a las obras de Kant
1. La crisis del humanismo kantiano
2. El hombre como principio del imperativo categórico
3. Estar obligado
4. El sentimiento de respeto
5. El problema de la afectividad
6. Un oscuro fundamento moral de lo sublime
7. El sentimiento moral en el hombre
8. El entusiasmo y la conciencia moral
9. La humanidad
10. La figura humana
11. Para una estética de la libertad
12. El imperativo de la humanidad
Agradecimientos
Obras citadas
Prefacio
Escribí este ensayo en diciembre del año 2000 y enero del 2001, es decir, durante el período que sigue inmediatamente a la acusación a Pinochet por secuestro y desaparición de personas en el caso Caravana de la muerte. A mi mirada rígida de estudiante de filosofía le parecía urgente —me sonrío ahora recordando este sentido para las urgencias que nadie más que uno y un puñado de amigos tienen— refundar los derechos humanos. El problema no era menor para un filósofo que, aunque principiante, estaba ya demasiado entrenado con las muertes del sujeto, del hombre y con las superaciones de la metafísica. ¿Qué hacer? Un texto inédito de Pablo Oyarzún me caía del cielo1. Se trataba de un ingenioso ensayo escrito a comienzos de los años noventa que sugería entender la tortura con las herramientas filosóficas del § 17 de la Crítica de la facultad de juzgar de Kant sobre la “figura humana” como ideal de belleza. Se me confiaba así la pista para una fundamentación “estética” de los derechos humanos. No calculé, ni en ese momento ni hasta bastante tiempo después de iniciada la redacción de mi texto, las consecuencias teóricas con que me iba a tropezar. Lo bello (o como diré hacia el final del libro: lo digno-de-ser-mirado) no abre paso al bien moral. El gusto, aunque inmediato y concretísimo, no puede dictar pautas para la acción. Se tiene o no se tiene, como dicen, y la belleza acontece o no acontece, con perfecta indiferencia a cualquier regla o principio que la pudiera hacer acontecer, y con perfecta indiferencia para lo que sea que constituya el “bien” y el “mal” de ese acontecer. Forzar la conexión entre estética y moralidad en un sistema filosófico que prohíbe con más fuerza que ningún otro esa asociación era quizás prueba de virtuosismo escolar, pero solo podía terminar destruyendo la posibilidad de lo que me había propuesto. Esta destrucción me permitió descubrir, sin embargo, una dimensión de la experiencia que, debido a su gratuidad y a su reticencia a erigirse en principio universal, nos deja mucho más cerca del vértigo, de la constitutiva incertidumbre de la decisión moral.
Santiago de Chile, 15 de marzo de 2012
1. El texto, titulado “La figura y la ley”, aparecería más tarde en el número 4 de Et Cetera, Revista de Filosofía de la Universidad de Playa Ancha, 2001.
Sobre las referencias a las obras de Kant
Las obras de Kant son citadas según la edición de la Academia (en adelante Ak.): Gesammelte Schriften, hrsg. von der Königlich Preussischen Akademie der Wissenschaften, Berlín, 1902-1983. Para la Crítica de la razón pura, remitimos a Kritik der reinen Vernunft, nach ersten und zweiten Originalausgabe (mencionadas A y B respectivamente), hrsg. von Jens Timmermann, Hamburgo, Felix Meiner, 1998.
Uso las siguientes abreviaturas para referirme a las obras citadas de Kant:
GMS: Grundlegung zur Metaphysik der Sitten (Fundamentación de la metafísica de las costumbres)
KrV: Kritik der reinen Vernunft (Crítica de la razón pura)
KpV: Kritik der praktischen Vernunft (Crítica de la razón práctica)
KU: Kritik der Urteilskraft (Crítica de la facultad de juzgar)
MSR: Die Metaphysik der Sitten. Rechtslehre (Metafísica de las costumbres. Doctrina del derecho)
MST: Die Metaphysik der Sitten. Tugendslehre (Metafísica de las costumbres. Doctrina de la virtud)
Rel: Die Religion innerhalb der Grenzen der bloβen Vernunft (La religión dentro de los límites de la mera razón)
Las traducciones de las citas son todas mías.
1. La crisis del humanismo kantiano
El supuesto problema de la filosofía práctica de Kant es viejo y conocido. Aunque los principios morales se encuentran —Kant lo repite sin parar— incluso en las almas más sencillas, estos quedan indeterminados en tanto que normas concretas para la acción individual. La conciencia no saca nada con saber que para actuar moralmente debe actuar en virtud del deber si no sabe qué debe hacer en cada caso para cumplir con su deber. La ley moral se presenta a la conciencia o se da como ley solo formalmente. Su legislación implica la sustracción rigurosa de todo bien concreto como principio material de determinación (costumbres, tradición, etc.). Nada, es decir ningún bien, podría ser conmensurable con la ley.
Se le reprocha obstinadamente a Kant haberse limitado a describir la “forma” que debe tener una acción moral para ser digna de su nombre (debemos actuar de manera tal que nuestra acción deba poder querer expresar o instaurar una ley universal de la voluntad) y en cambio haber sido incapaz de explicar satisfactoriamente algún mecanismo para averiguar cuáles son las acciones específicas que, en cada caso, cumplirán con esta exigencia formal de la moralidad. Se le reprocha al filósofo no habernos dado la receta para saber qué debemos y que no debemos hacer en cada caso. Estos reproches no reparan en que si fuera posible concebir un mecanismo como ese, suprimiríamos con él la moralidad misma —la libertad y la responsabilidad— de nuestras acciones, pues dejaríamos en manos de otra cosa —de un saber dado, de un mecanismo o de otra voluntad—, el principio de determinación de nuestro libre actuar.
Como se supone que el imperativo categórico en su formulación concerniente a la humanidad como fin en sí (“actúa de tal manera que te valgas de la humanidad, tanto en tu persona como en la de cada cual, en todo momento a la vez como fin y nunca meramente como medio”) debía ofrecer un referente concreto para el sentido puramente formal del deber (se trata, en efecto, de la formulación del imperativo que expresa la “materia”, la “pluralidad”, GMS, Ak., IV, 436), su crisis, hoy por hoy —se piensa— incontestable, habría terminado por sepultar definitivamente la filosofía práctica de Kant. En efecto, se diría fácilmente —con la facilidad, y con la tozudez, del sentido común— que el imperativo categórico de la humanidad ya no sirve para fundar ningún respeto verdadero por la humanidad. Hoy por hoy, poco hacemos la experiencia moral de este mandato, y nada es más improbable que un consenso a su respecto. En eso el sentido común pretende ser bastante más radical y más agudo que las críticas meramente filosóficas a la filosofía práctica de Kant. Ocurre que el sentido común ha sido —se cree— el testigo de una experiencia radical que imposibilitaría o aun ridiculizaría cualquier tentativa de regreso al humanismo kantiano: la experiencia de lo inhumano en el hombre.
Hoy en día, quién podría negarlo, alguien puede querer transgredir los principios inalienables de la persona humana. Existirían seres humanos intrínsecamente perversos o intrínsecamente inhumanos que no dejan, con todo, de ser seres humanos. Los sueños de la razón han engendrado finalmente sus monstruos: han aparecido los entes racionales malvados, más desalmados que todos aquellos que otrora pudo imaginar el maestro de Königsberg1. Hoy en día alguien tan siniestro como Osvaldo Romo puede decir: “La moral. La moral mía, es cierto, yo estoy tranquilo. No. Es una moral muy buena. La moral mía. Mira, si alguien me dice a mí: ‘Oye, tú torturaste’. Mira, puedo haber, puede que haya torturado, pero fue mi oficio[,] yo lo hice porque yo era ordena[d]o, yo cumplí un mandato”2. ¿Acaso la naïveté de Kant no consistía en proponer como principio de determinación de la voluntad, justamente, el cumplimiento de mandatos?3 El sentido común, en cambio, no cierra los ojos ante esta cosa aterradora: los fines conforme a los cuales la voluntad se autodetermina pueden ser también los peores fines.
A pesar entonces de las buenas intenciones de Kant, su filosofía práctica habría terminado proclamando una moral inhumana. Acaso sea su absolutismo, su ambición descomedida de universalidad y necesidad. Frente a eso, el sentido común ha hecho suyo el lema y la práctica de una resistencia ética que se funda en una dignidad de lo humano irreductible a toda especulación abstracta y que no necesita ninguna fundamentación para ejercer su autoridad. La evidencia empíricamente indesmentible de los “crímenes de lesa humanidad” y la urgencia de combatirlos han vuelto indiscutible que la humanidad, o que los derechos de la humanidad, son un valor más sagrado que toda ley moral. En este sentido convendría más bien volver a una perspectiva “pre-crítica” y deducir la ley a partir de este bien que es la humanidad. Pero en todo caso ésa es una tarea inútil reservada al filósofo; el sentido común no tiene tiempo que perder: debe, en nombre de la humanidad, defender los Derechos Humanos, que no parecen ya poseer por sí mismos ningún derecho sobre nuestra conciencia. Y son los paladines del sentido común quienes libran la batalla por este bien moral, quienes asumen la defensa pública y jurídica de aquello que en el fuero interno de los seres humanos se revela incapaz de defenderse solo.
Sin embargo, bien haría el sentido común si nos explicara lo que debemos comprender por “humanidad”, y si justificara la humanidad de su lucha. Bien haría, pues esta lucha suya, fundada entera y sagradamente sobre el valor de la humanidad, no se enfrenta sin más a cualquier tipo de inhumanidad (la irracionalidad de las bestias o los azotes de la naturaleza, la enfermedad mental o los terremotos), sino que muy en particular a la inhumanidad de lo humano. Pero aceptar la existencia de lo inhumano en lo humano es inmediatamente poner en entredicho lo absoluto e irrestricto del bien que supuestamente es la humanidad, y con ello lo absoluta e irrestrictamente bueno de la lucha por sus derechos. Y no se resuelve nada declarando que lo inhumano es una excepción a la humanidad, un desliz inhumano de lo humano: si lo absoluto se permite una excepción, ¿cómo entonces recobrar la fe en su firmeza, cómo entonces creerse con el derecho de condenar irrestricta y absolutamente lo inhumano? Reivindicar y afirmar un bien irrestricto y absoluto a sabiendas de que no hay tal bien irrestricto y absoluto para luego salir a perseguir sin respiro a los malvados que se exceptúan de él es claramente rayar en lo inhumano. ¿Acaso la lucha del sentido común humanista persigue en el fondo despertar, indirectamente, el fuero interno de los malvados, para que comprendan que sus acciones son injustas e inmorales, para traerlos de vuelta a la humanidad? ¿Acaso se persigue constreñir desde el exterior el interior de la conciencia humana? Eso sería ostentar una idea harto pobre de fuero interno. Y sería, ay, conceder que los malvados pueden actuar desprovistos de una conciencia sana y bien instituida. Y que entonces ni siquiera son malvados.
Por lo demás, ¿quién pudo nunca sacar a Romo de la convicción de que no torturó, de que en cambio realizó un trabajo de “inteligencia” remunerado por el Estado (es decir, por los ciudadanos), y esto no —o no solo, ni en principio— para satisfacer sórdidas inclinaciones de su voluntad, sino precisamente por el bien de la humanidad, salvándola día y noche de sus verdaderos verdugos, los “comunistas”? Por el bien de la humanidad: por el bien, claro está, de lo que él —pero no solo él— entiende por humanidad. Y una vez que el debate ha sido rebajado a ese nivel, lo único a lo que puede aspirar el sentido común es a que se aclare el malentendido a propósito del concepto de “humanidad”. Y entonces el crimen de Romo consiste en haber sido indescriptiblemente estúpido. A un malentendido: es a eso, y a nada más, a lo que el sentido común termina reduciendo la perversión y la inhumanidad de los crímenes de lesa humanidad. Padecer la pesadilla del remordimiento y escuchar la voz inflexible de la conciencia equivale a padecer la pesadilla de procesos públicos y a escuchar el sonsonete monótono de abogados que por principio solo pueden conseguir que se despeje un malentendido de “palabras” (y ni eso, como se sabe). Si es verdad que nos inquieta —¿es verdad que nos inquieta?— alguien como Romo, esa inquietud consiste en saber que los “crímenes de lesa humanidad”, en cuanto que crímenes, simplemente no son absolutos y que —aporía insoportable— si las víctimas de tales crímenes jamás podrán ser “compensadas” por alguna justicia del mundo, se debe menos a la magnitud de los crímenes que al simple hecho de que son solo crímenes. Con qué cara, desde entonces, levantar el Tribunal de la Humanidad y pararse frente al mundo (y a los mundos) para juzgar su inhumanidad, y hoy en día desde cualquier lugar del mundo.
¿Por qué entonces no reconocer que la lucha por los derechos humanos, que la absoluta urgencia de esta lucha, su universalidad y necesidad, solo pueden legitimarse en un imperativo desprovisto de conceptos adquiridos y adquiribles —formulables, comunicables, estipulables, dictables— de “bien” y de “humanidad”? ¿Acaso el propio sentido común no reconoce el deber de defender los derechos humanos contra cualquier otro deber y acaso este deber no se legitima entonces más allá de cualquier legitimación? ¿Acaso no es con este deber que se instaura por primera vez eso que llamamos “ley” y “legitimación”, eso que llamamos “bien” y “humanidad”? Pero es cierto: dicho así, formulada así la necesidad de ese deber, volvemos a hablar de un imperativo categórico, demasiado riguroso y formal, demasiado inhumano y demasiado irracional para nuestro correcto sentir.
El sentido común reprime la pregunta acerca de la naturaleza del mandato al que pretende obedecer. Muchas veces ni se asombra de que haya tal mandato (pero es que no tiene tiempo para asombrarse…). No repara en que la única cosa que en su lucha tiene sentido es la forma categórica de la urgencia a la cual se consagra, o debiera consagrarse. No se asombra de ver que posee la fuerza que la humanidad por sí misma no posee. No se asombra, y por ende no formula la pregunta: “¿cómo es posible este imperativo categórico?”. No se pregunta por qué la “tortura” le parece horrorosa y a priori inadmisible, más acá de todo concepto de persona elaborado por el discurso moral, jurídico o religioso. El sentido común reprime esta pregunta: ¿qué cosa es el hombre, que puede ser apremiado y estar obligado por esta exigencia, por este imperativo de la humanidad, más allá o más acá de cualquier certeza teórica o práctica de lo que pueda ser la humanidad, más allá o más acá de lo jurídico, religioso y moral, incluso más allá o más acá de los crímenes contra la humanidad?
1. Cfr. por ejemplo GMS, Ak., IV, 454: “no hay nadie, ni el peor de los desalmados, que, de estar acostumbrado a usar la razón, no quiera, cuando le ponemos ante la vista ejemplos de lealtad, de firmeza en el cumplimiento de máximas buenas (y eso incluso cuando va unido a grandes sacrificios de beneficios y de bienestar), ser capaz conducirse también él así”. Añado de paso que si una acción estuviera de antemano determinada por una voluntad malvada, no podría juzgársela moralmente: habría estado predestinada mecánicamente a ser malvada, y no queda por tanto nada atribuible a la libre decisión del sujeto de la acción. Solo pueden juzgarse moralmente aquellas acciones que pueden querer ser buenas...
2. Nancy Guzmán, Romo. Confesiones de un torturador, Santiago: Planeta, 2000.
3. Apenas hace falta, supongo, recordar en este punto los análisis de H. Arendt sobre el proceso de Eichmann en Jerusalén, en particular aquellos en relación con las declaraciones en que el ex-agente de la SS afirmaba haberse regido siempre por la moral kantiana (Eichmann en Jerusalén, Barcelona: Lumen, 1999). Por supuesto, Osvaldo Romo no fue educado como para poder creer que él también está siendo, en el mismo sentido torcido, un “kantiano”.
2. El hombre como principio del imperativo categórico
A fin de cuentas, las clásicas críticas filosóficas a la ética kantiana (su “formalismo”, el problema de la “indeterminación” de la ley moral), aun fundadas todas en la “confusión hegeliana” como decía Eric Weil1, parecen más penetrantes que cualquier balbuceo del sentido común. Al menos porque son capaces de entender, en mayor o menor medida, que es la propia filosofía práctica de Kant, y no su “aplicación” a los tiempos que corren, la que, en el momento mismo de introducir el imperativo categórico, pone en crisis el humanismo y suspende todo consenso moral respecto del valor presupuesto de la persona humana.
Kant nos advierte claramente que el principio de la humanidad como existencia racional, fin absoluto para sí mismo y para los otros, en la medida en que pretenda establecerse como el principio supremo de la moralidad, no debe fundarse en ningún saber acerca de la naturaleza humana2. Con el fin de evitar la antropología o el antropologismo, Kant reduce el hombre al concepto de ente racional, conservando aquello que, del concepto de hombre, no puede derivar de la mera experiencia (del concepto de su naturaleza particular), sino que solo de la razón pura (cuyo estatuto irreductiblemente formal es el que, conforme a su indeterminación, termina supuestamente por instituirse como principio inhumano…).
Ahora bien: es obvio que si el imperativo categórico en su formulación concerniente a la humanidad como fin en sí no puede ser fundamentado a través de ningún tipo de saber antropológico sobre la naturaleza humana, se pone en entredicho el sentido, el alcance o la pertinencia de esta formulación. Si el “hombre” no puede ser definido más que como un “ente racional”, y la humanidad que se presenta como objeto de respeto no más que como “racionalidad”, ¿qué podría aportarnos de realmente novedoso esta formulación, y que no lo hayan aportado ya las otras, que, al ser más “formales”, enuncian o expresan mejor la naturaleza del vínculo que mantienen voluntad subjetiva y ley moral —a saber, la obligación—, y cuál es su importancia desde el punto de vista de la fundamentación de la metafísica de las costumbres?
Averiguar si los imperativos categóricos son o no posibles no es algo que pueda decidirse en virtud de ejemplos extraídos de la experiencia (no puede haber ningún testimonio exterior del móvil de la acción moral propiamente dicha, ésta puede siempre derivar de un imperativo condicionado), sino solo por medio de una investigación acerca de su posibilidad a priori (GMS, Ak., IV, 417 y ss.). La dificultad para captar esta posibilidad es considerable, debido a que se trata de una proposición sintética a priori (expresada como principio práctico universal y necesario). Cierto, este principio tiene sentido por sí mismo (fe de ello dan los ejemplos que ofrece Kant, sobre el suicida, el endeudado, el ocioso y el mal amigo, cuyas soluciones resultan de un análisis formal o lógico del querer); pero no puede decidirse todavía “si en general lo que se llama deber no es un concepto vacío” (GMS, Ak., IV, 421), en el sentido de carente de una realidad o de una referencia que pudiera ofrecer una determinación objetiva a su sentido. La pregunta de Kant es la siguiente: ¿acaso el principio práctico (debo querer lo que puedo querer universal y necesariamente) posee no solo una realidad lógica, sino también una realidad efectiva para el sujeto? ¿Acaso si escojo contradecir el principio práctico lo transgredo al mismo tiempo, efectivamente? ¿“Reconocemos realmente la validez del imperativo categórico” (GMS, Ak., IV, 423)? ¿Contiene el deber “un sentido y una legislación real para nuestras acciones” (GMS, Ak., IV, 424)? El problema es que estas preguntas tampoco pueden solucionarse con la ayuda de una antropología, que se limitaría a determinar el deber de acuerdo a lo que la naturaleza humana puede querer. ¿Cuáles pueden ser el sentido y la realidad del deber determinado por el querer puro, formal, universal y necesario de la voluntad? Se podría responder a esta pregunta si pudiera señalarse un ente que estuviera ligado a priori a un tal querer. Un ente cuya voluntad individual o subjetiva pudiera querer determinarse a sí misma, ser ella misma el fin de su querer. La existencia de ese ente —es decir, el querer puro mismo en el proceso o en acto de quererse a sí mismo como fin— constituiría por sí misma el sentido y la realidad del deber. De ahí que pueda establecerse:
Supuesto que haya algo cuya existencia tenga en sí misma un valor absoluto; que, como fin en sí mismo pueda ser un principio de leyes determinadas; en eso, y únicamente en eso solo ha de reposar el fundamento de un imperativo categórico posible, esto es de una ley práctica (GMS, Ak., IV, 428).
Se entiende entonces que el fundamento de la determinación de la voluntad no puede ser alcanzado mientras no se establezca previamente que hay dicho ente que efectivamente existe como fin en sí. Kant continúa:
Ahora bien digo: el hombre, y en general cada ente racional, existe como fin en sí mismo, no meramente como medio respecto del cual [es posible] un uso arbitrario (beliebigen Gebrauch) para esta o aquella voluntad, sino que debe ser considerado en todas sus acciones, tanto aquellas sobre sí mismo como sobre los otros entes racionales, en todo momento a la vez como fin (GMS, Ak., IV, 428).
El hombre, y en general todo ente racional, existe pues como fin en sí. El hombre —en tanto existencia de la voluntad pura— es el fundamento supremo del imperativo categórico, el límite inviolable para sí mismo y para los otros, etc.
Sin embargo, al final de la segunda sección de la GMS, tras haber formulado el imperativo de la humanidad, el principio del hombre como existencia que posee el fin en sí misma aparece como insuficiente para fundamentar la realidad práctica del imperativo categórico. Dice Kant:
Los imperativos, conforme a las precedentes maneras de representarlos (…) eran aceptados como categóricos porque debían serlo si queríamos explicar el concepto de deber. Pero que hubiera proposiciones prácticas que imperen categóricamente no podía probarse por sí solo, así como en general tampoco puede ser probado todavía aquí en esta sección (GMS, Ak., IV, 431).
Es entonces insuficiente el principio de la humanidad para llevar a cabo una verdadera fundamentación del imperativo categórico. Quizás esto se deba, en última instancia, a que el concepto de “hombre”, en estos pasajes, en el fondo no dice nada que no esté contenido en el concepto de “ente racional”, y éste no puede adquirir realidad práctica sino desde la perspectiva de una ‘Crítica de la razón pura práctica’ (la última sección de la GMS). No sirve establecer un referente “material” para el sentido del deber para dar con el fundamento de la moralidad; este solo puede alcanzarse cuando se muestre la posibilidad a priori de los imperativos categóricos en la tercera sección (GMS, Ak., IV, 453 y ss). Pero en el camino que así se emprende nunca más se tratará del hombre. La voz del imperativo no volverá a hablar el lenguaje humano, ni quizás lenguaje alguno, y se perderá en el abismo de su indeterminación…