El espíritu de la filosofía medieval

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¿Qué se pretende decir al afirmar que el cristianismo no es nada “especulativo” cuando se le considera en sus comienzos? Si con ello se entiende que el cristianismo no es una filosofía, nada es más evidente; pero si se quiere sostener que, aun en el terreno propiamente religioso, el cristianismo no comportaba ningún elemento “especulativo” y se limitaba a un esfuerzo de ayuda mutua, a la vez espiritual y material, en las comunidades[12], quizá sea ir más allá de cuanto la observación histórica permite afirmar. ¿Dónde hallaríamos ese cristianismo práctico ajeno a toda especulación? Para encontrarlo deberíamos ir más allá de san Justino y eliminar de la literatura cristiana primitiva bastantes páginas de los Padres Apostólicos; suprimir la 1.a Epístola de Juan con toda la mística especulativa de la Edad Media, cuyos principios asienta; desechar la predicación paulina de la gracia, de la que pronto nacerá el agustinianismo; suprimir el Evangelio de san Juan, con la doctrina del Verbo contenida en el Prólogo; sería menester remontarse más allá de los Sinópticos, y negar que el propio Jesús enseñó la doctrina del Padre Celestial, predicó la fe en un Dios providencia, anunció a los hombres la vida eterna en el Reino que no tendrá fin; habría que olvidar sobre todo que el cristianismo primitivo estaba tanto más estrechamente unido al judaísmo cuanto más primitivo era. Ahora bien: la Biblia contenía una multitud de nociones sobre Dios y el gobierno divino, que, sin tener carácter propiamente filosófico, solo esperaban un terreno propicio para enunciarse explícitamente en consecuencias filosóficas. El hecho de que no haya filosofía en la Escritura no autoriza, pues, a sostener que esta no puede haber ejercido ninguna influencia en la evolución de la filosofía. Para que la posibilidad de semejante influencia fuera concebible, basta con que la vida cristiana haya contenido desde sus orígenes tanto elementos especulativos como elementos prácticos, aun cuando esos elementos especulativos solo fuesen tales en un sentido propiamente religioso.
Si, desde el punto de vista de la historia, nada se opone al intento de semejante estudio, podemos añadir que tampoco es absurdo a priori desde el punto de vista de la filosofía. Nada; ni siquiera la secular querella que libran ciertos agustinianos y ciertos tomistas. Si estos no se entienden es porque, bajo el mismo nombre, trabajan por resolver dos problemas diferentes. Los tomistas aceptarán la solución agustiniana del problema el día que los agustinianos reconozcan que, aun en un cristiano, la razón es esencialmente distinta de la fe, y la filosofía, de la religión. San Agustín mismo lo reconoce; de modo que admitir una distinción tan necesaria es propia de agustiniano. Inversamente, los agustinianos aceptarán la solución del problema cuando los tomistas reconozcan que, en un cristiano, la razón es inseparable de la fe en su ejercicio; el propio santo Tomás lo reconoce; nada se opone, pues, a que un tomista adopte esta posición. Si esto es así, aun cuando no sepamos todavía en qué consiste la filosofía cristiana, esta aparece como no siendo teóricamente contradictoria. Hay por lo menos un plano en el cual no es imposible: el de las condiciones de hecho en que se ejercita la razón del cristiano. No hay razón cristiana, pero puede haber un ejercicio cristiano de la razón. ¿Por qué rehusaríamos a priori admitir que el cristianismo haya podido cambiar el curso de la historia de la filosofía, abriendo a la razón humana, por medio de la fe, perspectivas que aquella no había descubierto aún? Este es un hecho que puede no haberse producido, pero nada autoriza a afirmar que no puede haberse producido. Y aun podemos ir más allá: hasta decir que una simple mirada por la historia de la filosofía invita a creer que ese hecho se ha producido realmente.
Razón es que se vincule el impulso de la filosofía clásica del siglo XVII al desarrollo de las ciencias positivas en general y de la física matemática en particular. Es justamente por lo que el cartesianismo se opone a las metafísicas de la Edad Media. Pero ¿por qué no preguntarse más a menudo en qué se opone el cartesianismo a las metafísicas griegas? No se trata de hacer de Descartes un “filósofo cristiano”, pero ¿se atreverán a sostener que la filosofía moderna sería exactamente lo que ha sido, de Descartes a Kant, si no se hubiesen interpuesto “filosofías cristianas” entre el fin de la época helenística y el comienzo de la era moderna? En otros términos: la Edad Media quizá no haya sido tan filosóficamente estéril como se dice, y tal vez se deban a la influencia preponderante ejercida por el cristianismo en el transcurso de ese período algunos de los principios directores en que la filosofía moderna se ha inspirado. Examínese sumariamente la producción filosófica de los siglos XVII, XVIII y aun XIX, y se discernirán inmediatamente caracteres que parecen de difícil explicación si no se toma en cuenta el trabajo de reflexión racional desarrollado por el pensamiento cristiano entre el fin de la época helenística y el comienzo del Renacimiento.
Abramos, por ejemplo, las obras de René Descartes, el reformador filosófico por excelencia, de quien Hamelin se atrevía a escribir que «se coloca después de los antiguos, casi como si nada hubiese entre ellos y él, con excepción de los físicos». ¿Qué debemos entender por ese casi? Pudiéramos en primer lugar recordar el título de sus Meditadones acerca de la metafísica «donde la existencia de Dios y la inmortalidad del alma quedan demostradas». Podríamos recordar una vez más el parentesco de sus pruebas de la existencia de Dios con las de san Anselmo y aun las de santo Tomás. No sería imposible mostrar lo que su doctrina de la libertad debe a las especulaciones medievales sobre las relaciones de la gracia y del libre arbitrio, problema cristiano por excelencia[13]. Pero quizá sea suficiente indicar que todo el sistema cartesiano está supeditado a la idea de un Dios todopoderoso, que en cierto modo se crea a sí mismo, y con mayor razón crea las verdades eternas, inclusive las matemáticas, crea el universo ex nihilo y lo conserva en el ser por una creación continua de todos los instantes, sin la cual todas las cosas volverían a la nada de donde su voluntad las sacó. Pronto tendremos que preguntamos si los griegos conocieron la idea de creación; pero el solo hecho de que tengamos que preguntárnoslo sugiere irresistiblemente la hipótesis de que Descartes depende en esto directamente de la tradición bíblica y cristiana, y que, en su esencia misma, su cosmogonía no hace sino profundizar la enseñanza de sus maestros referente al origen del universo. Por lo demás, ¿qué es, en suma, ese Dios de Descartes: ser infinito, perfecto, todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, que ha hecho al hombre a su imagen y semejanza, y conserva todas las cosas por el mismo acto que las ha creado, sino el Dios del cristianismo, cuya esencia y atributos tradicionales se reconocen aquí tan fácilmente? Descartes afirma que su filosofía no depende en nada de la teología ni de la revelación; que todas las ideas de que parte son ideas claras e inteligibles, que la razón natural descubre en sí misma por poco que analice atentamente su contenido; pero ¿a qué se debe que esas ideas de origen puramente racional sean exactamente las mismas, en lo esencial, que las que el cristianismo había enseñado, en nombre de la fe y de la revelación, durante dieciséis siglos? Esta concordancia, sugestiva en sí misma, lo es aún más si se coteja el caso de Descartes con todos los casos análogos que le rodean.
Comparada con la de su maestro, la personalidad de Malebranche solo aparece en el segundo plano; sin embargo, no podemos dejar de tenerla en cuenta, para no hacer ininteligible la historia de la metafísica moderna. Su doctrina de la indemostrabilidad de la existencia del mundo exterior, combinada con la de la visión en Dios, prepara inmediatamente el idealismo de Berkeley; su ocasionalismo, que supone la imposibilidad de probar cualquier acción transitiva de una substancia sobre otra, prepara de seguida la crítica dirigida por Hume contra el principio de causalidad, y, por lo demás, basta leer a Hume para comprobar que tiene conciencia de seguir en eso a Malebranche. Trátase, pues, de un momento importante, quizá decisivo, en la historia de la filosofía moderna. Ahora bien: ¿a quién declara seguir Malebranche? A san Agustín, tanto como a Descartes. Es muy cierto que protesta contra la filosofía escolástica con más vehemencia de la que empleó el mismo Descartes, pero en lugar de reprocharle haber confundido filosofía y religión, como pudiera suponerse, este filósofo moderno le hace el reproche de no haber sido suficientemente cristiana. El yerro de santo Tomás de Aquino es el de haber seguido a Aristóteles y a Averroes, un pagano y su “miserable comentarista”, en vez de seguir al perfecto representante de la tradición cristiana que fue san Agustín. Y aquí no se trata de una crítica accidental o exterior al sistema, sino de un reproche que le apunta al corazón. Si la escolástica hubiese sido más agustiniana, habría sido más religiosa y, por consiguiente, habría resultado más verdadera[14].
¿Qué debería ser, en efecto, una filosofía cristiana digna de ese nombre? Primero y ante todo la exaltación de la gloria y del poder de Dios. Él es el Ser y el Eficaz, en el sentido de que todo cuanto es no es sino por Él y que todo cuanto se hace lo hace Él. ¿Qué son, al contrario, el aristotelismo y el tomismo? Son filosofías de la naturaleza, es decir, sistemas en los cuales se supone que existen formas substanciales, o naturalezas, que son como entidades dotadas de eficacia y productoras de todos los efectos que atribuimos a la actividad de los cuerpos. Es muy natural que una filosofía pagana, como la de Aristóteles, atribuya a los seres finitos esa substancia, esa independencia y esa eficacia. Es también natural que haga depender de la existencia y de la acción de los cuerpos sobre nuestra alma el conocimiento que de ella tenemos. Pero un cristiano debiera estar mejor inspirado. Sabiendo que causar es crear, y que crear es la operación propia del ser divino, santo Tomás hubiera debido negar la existencia de las naturalezas o de las formas substanciales; relacionar a Dios solo toda la eficacia y, por la misma razón, situar en él tanto el origen de nuestros conocimientos cuanto el de nuestros actos. En una palabra: Malebranche mantiene la verdad del ocasionalismo y de la visión en Dios como piezas esenciales de una filosofía verdaderamente cristiana y fundada en la idea de la omnipotencia.
Fácilmente pudieran multiplicarse los ejemplos y mostrar qué verdadera obsesión ejerció sobre la imaginación de los metafísicos clásicos el Dios creador de la Biblia. Citar a Pascal sería facilitarse demasiado el partido, puesto que en gran parte sería citar a san Agustín; pero quizá olvidemos demasiado el preguntarnos qué quedaría del sistema de Leibniz, si por la imaginación le suprimiésemos los elementos propiamente cristianos. Ni siquiera quedaría la posición de su problema fundamental, el del origen radical de las cosas y de la creación del universo por un Dios perfecto y libre. Por esa noción del ser perfecto se inicia el Discurso de metafísica; y con una justificación de la providencia divina, y hasta con una invocación al Evangelio, concluye ese tratado cuya importancia capital en la obra de Leibniz no puede ser contestada: «Los antiguos filósofos conocieron muy poco esas verdades importantes; solo Jesucristo las expresó divinamente bien, y de manera tan clara y familiar, que los espíritus más toscos las concibieron; por eso su Evangelio cambió enteramente la faz de las cosas humanas»[15]. Esas no son palabras de un hombre que cree colocarse después de los griegos como si nada hubiese existido entre ellos y él. Otro tanto pudiera decirse de Kant, si no olvidáramos tan a menudo de completar su Crítica de la razón pura con su Crítica de la razón práctica. Y aun pudiera decirse lo mismo de alguno de nuestros contemporáneos[16].
Pues un hecho curioso y muy digno de observación es que, aun cuando han dejado de reconocer su parentesco con La ciudad de Dios y el Evangelio, como Leibniz no vacilaba en hacerlo, nuestros contemporáneos no han dejado de sufrir su influencia. Muchos de ellos viven de lo que ya no conocen. Como ejemplo no citaré más que un solo caso, pero característico entre todos: el de Mr. W. P. Montague, cuyo Belief Unbound acaba de ser publicado[17]. Luego de haber notado el hecho de que en la conciencia de los hombres en las épocas primitivas de la historia surgen espontáneamente hipótesis groseras, Mr. W. P. Montague agrega que entonces vemos producirse un fenómeno extraño, «el más extraño quizá y el más retrógrado en toda la cultura humana, que consiste en trastrocar esas hipótesis groseras de nuestros ignorantes antepasados en dogmas proclamados por la omnisciencia divina». Así es como la Biblia cristiana, que se presenta y pretende imponerse como una revelación divina, no es más que un cuerpo de creencias populares, una muestra de folklore indebidamente divinizado. He ahí la creencia reducida a la esclavitud que Mr. Montague se esfuerza por liberar y nos pide que colaboremos en su liberación. Necesita un nuevo Dios prometeico, como él le llama, «y lo que esta concepción prometeica de Dios significa, es que el santo espíritu de Dios, si a alguno fuese dado sentirlo, no sería solo coraje para fortificamos en nuestra debilidad y consolación para confortamos en la tristeza... sino fuerza y luz, y gloria más allá de la que teníamos y de cuanta hayamos tenido».
No es posible predicar mejor, con su causa y razón. Si eso es lo que nos reserva la nueva fe por fin liberada del folklore de la Biblia cristiana, la Universidad de Yale bien hubiera podido substituir por una lectura pública de san Juan y de san Pablo las D. H. Terry Lectures; y si, como cree Mr. W. P. Montague, el nuevo Dios difiere del antiguo en que afirma la vida en vez de negarla, nos vemos constreñidos a preguntamos qué sentido puede haber conservado la noción de cristianismo en el espíritu de nuestros contemporáneos. En realidad, la nueva religión de Mr. Montague es un caso bastante bonito de folklore bíblico complicado con folklore griego; toma por ideas filosóficas nuevas ciertos vagos recuerdos del Evangelio, leído en la infancia y que algo en él se rehúsa a olvidarlo sin que se dé cuenta de ello.
Hay, pues, algunas razones históricas para poner en duda la separación radical de la filosofía y de la religión en los siglos posteriores a la Edad Media; en todo caso es muy justo preguntarse si la metafísica clásica no se ha nutrido de la substancia de la revelación cristiana mucho más profundamente de lo que se dice. Plantear la cuestión en esta forma, es sencillamente plantear en otro terreno el mismo problema de la filosofía cristiana. Si por la revelación cristiana se han introducido ideas filosóficas en la filosofía pura; si algo de la Biblia y del Evangelio ha pasado a la metafísica; en una palabra: si no es posible concebir que los sistemas de Descartes, de Malebranche o de Leibniz hubieran podido constituirse tales cuales son si la influencia de la religión cristiana no hubiese obrado en ellos, es infinitamente probable que la noción de filosofía cristiana tiene un sentido, porque la influencia del cristianismo sobre la filosofía es una realidad.
Quien se convence de esta realidad puede adoptar dos actitudes acerca de ella. Puede admitir con A. Comte que la metafísica caerá en desuso como las teologías de las que no es sino la sombra. O puede comprobar que, como la teología ha sobrevivido a su oración fúnebre, la metafísica seguirá por mucho tiempo inspirándose en ella. Esta es, según creemos, una perspectiva más verdadera, porque concierta mejor con la vitalidad persistente del cristianismo, y no vemos en qué pudiera contristar a quienes creen en el porvenir de la metafísica. Sea lo que fuere en lo porvenir, esa es la lección que se desprende del pasado. «Sin duda —decía profundamente Lessing—, cuando fueron reveladas, las verdades religiosas no eran racionales, pero fueron reveladas para que llegaran a serlo»[18]. No todas, quizá, pero al menos algunas, y ese es el sentido de la cuestión a la cual las lecciones siguientes intentarán hallar la respuesta. Al comienzo de esa investigación, nuestro primer deber será interrogar a los filósofos cristianos mismos sobre el sentido de la filosofía cristiana; es lo que vamos a hacer preguntándoles qué beneficio hallaba su razón inspirándose en la Biblia y en el Evangelio.
[1] Sobre la noción de “filosofía cristiana” y su historia, véanse, al final de este tomo, las Notas bibliográficas para servir a la historia de la noción de “filosofía cristiana”.
[2] Véase Bibliografía. Textos de M. Scheler, y de Ê. Bréhier.
[3] Véase Bibliografía, L. Feuerbach.
[4] Véase Bibliografía, P. Mandonnet, y M.-D. Chenu.
[5] El teologismo puro de san Pedro Damián equivale a una negación radical de la filosofía cristiana, puesto que su esencia es eliminar la filosofía en beneficio de la teología. La vida del cristiano no tiene sino un fin: lograr su salvación. La salvación se logra por la fe. Aplicar la razón a la fe es disolverla. De modo que no queda sino prohibir al cristiano la investigación del conocimiento racional como una empresa peligrosa para la obra de su salvación. En suma: el diablo es quien ha inspirado a los hombres el deseo de la ciencia, y ese deseo es el que ha causado el pecado original, fuente de todos nuestros males: «Porro, qui vitiorum omnium catervas móliebatur inducere, cupiditatem scientiae quasi ducem exercitus posuit, sicque per eam infelici mundo cunctas iniquitatum turmas invexit». PEDRO DAMIÁN, De sancta simplicitate, I; Patr. lat. y t. 145, col. 695-696. Otros textos se hallan reunidos en Études de philosophie médiévale, Estrasburgo, 1921, pp. 30-38.
[6] M. DE WULF, Histoire de la philosophie médiévale, 4.ª ed. 1912, p. 186, nota 2. Reconozcamos, por lo demás, que la expresión “racionalismo cristiano”, que se ha propuesto para designar la actitud de san Anselmo (BOUCHITTÉ, Le rationalisme chrétien, París, 1842), es equívoca, a menos que se precise exactamente su sentido. Para el racionalismo puro, la razón debe ser juez de todo, incluso la revelación; el solo hecho de admitir un dogma que no depende sino de la fe basta para colocar al pensador cristiano en un plano muy distinto. Por lo demás he tratado de mostrar que ni Escoto Erígena, ni san Anselmo, ni siquiera Abelardo, admitieron la legitimidad de un ejercicio de la razón, no solo hostil, sino hasta simplemente indiferente al contenido de la revelación. Véase Le sens du rationalisme chrétien, en Études de philosophie médiévale, Estrasburgo, 1921, pp. 1-29.
[7] Así, según el P. Mandonnet, la acusación tan a menudo lanzada contra los escolásticos de haber absorbido el objeto de la filosofía en el de la teología «tiene un fundamento real en los teólogos agustinianos», pero no tiene razón de ser, naturalmente, en lo que se refiere a la escuela tomista. P. MANDONNET, Siger de Brabant et Vaverrolsme latin au XIII siècle, 2.ª parte, 2.ª ed., Lovaina, 1911, pp. 55-56.
[8] Sobre la obra llevada a cabo por santo Tomás en ese terreno, véase el magistral estudio del P. M.-D. CHENU, La théologie comme science au XIII siècle, en Archives d’histoire doctrinale et littéraire du moyen âge, t. II (1927), pp. 31-71.
[9] Será suficiente recordar, a título de ejemplo, el texto clásico de Juan Peckham en el siglo XIII: «Hec idcirco vobis scribimus, sancte pater, ut si forsan aliqua de hac materia insonuerint sapientie vestre auribus, facti noveritis infallibilem veritatem, et ut sacrosancta Romana ecclesia attendere dignaretur, quod cum doctrina duorum Ordinum (scii. s. Francisci et s. Dominici) in omnibus dubitabilibus sibi pene penitus hodie adversetur, cumque doctrina alterius eorundem (scii. s. Dominici), abjectis et ex parte vilipensis Sanctorum sententiis, philosophicis dogmatibus quasi totaliter innitatur, ut plena sit ydolis domus Dei et langore, quem predixit apostolus, pugnantium questionum: quantum inde futuris temporibus poterit ecclesie periculum imminere». DENIFLE y CHÂTELAIN, Chartul. universit. Parisiensis, t. I, p. 627.
[10] Véase BIBLIOGRAFÍA, É. Bréhier.
[11] «En realidad no hay filosofía cristiana, sino solamente una filosofía verdadera que concierta plenamente con la religión cristiana, de la que es perfectamente distinta». C. Sierp, en Kleutgen, La philosophie scolastique, t. I, p. 8.
[12] Véase BIBLIOGRAFÍA, É. Bréhier.
[13] Ê. GILSON, Études sur le rôle de la pensée médiévale dans la formation du système cartésien. París, J. Vrin, 1930. Cf. La liberté chez Descartes et la théologie. París, F. Alcan, 1913.
[14] MALEBRANCHE, Recherche de la vérité par la raison naturelle, Prefacio. Sobre los elementos religiosos de la filosofía de Malebranche, véanse las excelentes obras de H. GOUHIER, citadas en la BIBLIOGRAFÍA.
[15] Sobre los elementos religiosos de la filosofía de Leibniz véase J. BARUZI, Leibniz et l’organisation religieuse de la terre. París, Alcan, 1907.
[16] KANT, Die Metaphysik der Sitten, Methodenlehre. Sobre la continuidad de la filosofía moderna y del pensamiento cristiano, patrístico y medieval, véanse las penetrantes páginas de H. RITTER, Histoire de la philosophie chrétienne. París, Ladrange, 1843, t. I, pp. 20-22.
[17] W. P. MONTAGUE, Belief Unbound. New Haven, Yale University Press, 1930, pp. 9-10 y p. 97.
[18] LESSING, Ueber die Erziehung des Menschengeschlechtes; citado por M. GUÉROULT, JJévolution et la structure de la doctrine de la science chez Fichte. Estrasburgo, 1930, t. I, p. 15.
II.
LA NOCIÓN DE FILOSOFÍA CRISTIANA
CUANDO SE PLANTEA EL PROBLEMA en los términos que acabamos de definir, el método más sencillo para resolverlo es preguntarnos por qué ciertos hombres cultos, versados en el conocimiento de los sistemas de la antigüedad, pudieron decidirse súbitamente a hacerse cristianos. El hecho no ha cesado de producirse, y del mismo modo pudiéramos preguntamos por qué, aun en nuestros días, tantos filósofos creen hallar en el cristianismo una respuesta a los problemas filosóficos más satisfactoria que las de la filosofía misma. Sin embargo, si queremos examinar la cuestión de modo objetivo y bajo formas en que no intervengan nuestros intereses personales, o que no les den cabida de manera tan inmediata, lo más sencillo es remontarse a los orígenes. Si el cristianismo ha traído realmente a los filósofos más verdad racional de la que hallaban en la filosofía, la realidad de esa aportación nunca debió ser más sensible que en el momento mismo en que se produjo. Vamos, pues, a preguntar a los primeros filósofos que se hicieron cristianos qué interés hallaban, en cuanto filósofos, en hacerse cristianos.
De hecho, para discutir convenientemente el problema, hay que remontarse aún más allá de los primeros filósofos cristianos. El testigo más antiguo que podemos invocar aquí no es un filósofo, pero no por eso su pensamiento deja de dominar toda la evolución ulterior del pensamiento cristiano: es san Pablo. Puede decirse que con él ya está planteado el principio de la solución definitiva del problema, y que las generaciones ulteriores de filósofos cristianos no harán sino desarrollar sus consecuencias. Según el apóstol, el cristianismo no es en modo alguno una filosofía, sino una religión. Él no sabe nada, no predica nada, excepto a Jesús crucificado y la redención del hombre pecador por la gracia. Sería, pues, totalmente absurdo tratar de definir una filosofía de san Pablo; y aun cuando en sus escritos se encuentran fragmentos de filosofía griega, están en ellos ora como elementos adventicios, ora, lo más a menudo, como elementos integrados a una síntesis religiosa que les transforma completamente el sentido. El cristianismo de san Pablo no es una filosofía que se añada a otras filosofías; ni siquiera viene a reemplazarlas: es simplemente una religión que hace inútil lo que de ordinario llamamos filosofía, y de ella nos dispensa. Pues el cristianismo es un método de salvación, es decir, otra cosa y más que un método de conocimiento; y podemos agregar que nadie, más que san Pablo, ha tenido clara conciencia de esta verdad.
Tal cual ella misma se define en la 1.a Epístola a los corintios, la nueva revelación está colocada como una piedra de escándalo entre el judaísmo y el helenismo. Los judíos quieren la salvación por la observancia integral de una ley y la obediencia a las órdenes de un Dios cuyo poder se muestra en milagros de gloria; los griegos quieren una salvación conquistada por la rectitud de la voluntad y una certeza obtenida por la luz natural de la razón. A unos y otros ¿qué les trae el cristianismo? La salvación por la fe en Cristo crucificado; es decir, un escándalo para los judíos, que reclaman un milagro de gloria, y a quienes se les ofrece en cambio la infamia de un Dios humillado; una locura para los griegos, que reclaman lo inteligible, y a quienes se les propone el absurdo de un Dios-hombre, muerto en la cruz y resucitado de entre los muertos para salvarnos. Lo que el cristianismo opone a la sabiduría del mundo es, pues, lo impenetrable, el escándalo misterioso de Jesús: «Porque está escrito: destruiré la sabiduría de los sabios y reprobaré la prudencia de los prudentes. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde está el prudente? ¿Dónde está el filósofo del siglo? ¿Acaso Dios no ha vuelto necedad la sabiduría de este mundo? Pues ya que el mundo no ha sabido, por la sabiduría, conocer a Dios en la sabiduría de Dios, plugo a Dios salvar a los que creen por la locura de la predicación. Los judíos piden milagros y los griegos piden sabiduría; nosotros, al contrario, predicamos al Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los gentiles; mas para los que son llamados, sea de entre los judíos, sea de entre los gentiles, el Cristo es el poder de Dios y la sabiduría de Dios, porque la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres y la debilidad de Dios más fuerte que la fuerza de los hombres»[1].










