El espíritu de la filosofía medieval

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A menos de vaciar esta expresión de todo contenido positivo, es menester admitir francamente que solo una relación intrínseca de la revelación a la razón le da un sentido. Y aun importa que ese sentido sea exactamente definido. No se trata en modo alguno de sostener que la fe sea un tipo de conocimiento superior al del conocimiento racional. Jamás lo pretendió nadie. Al contrario, es evidente que el creer es un simple sucedáneo del saber y que, todas las veces que sea posible, substituir la creencia por la ciencia es siempre para el entendimiento una ganancia positiva. La jerarquía tradicional de los modos de conocimiento, en los pensadores cristianos, es siempre la fe, la inteligencia, la vista de Dios cara a cara: «Inter fidem et speciem —escribe san Anselmo— intellectum quem in hac vita capimus esse medium intelligo»[16].
Tampoco se trata de sostener el absurdo de que se pueda aceptar por la fe la premisa mayor de un silogismo y extraer ciencia de su conclusion. Si se parte de una creencia para deducir su contenido, nunca se obtendrá más que creencia. Los que reprochan a quienes definen el método de la filosofía cristiana por el fides quarens intellectum de confundir teología y filosofía, muestran simplemente que no entienden de ningún modo la posición de aquellos, y aun dan lugar a pensar que no entienden bien lo que es la teología. Pues aun cuando la teología es una ciencia, en modo alguno se da por fin transformar en inteligencia la creencia por la cual adhiere a sus principios, lo que para ella equivaldría a destruir su propio objeto. Por otra parte, tanto como el teólogo, el filósofo cristiano no intentará transformar la fe en ciencia por una extraña química que pretendiera combinar esencias contradictorias. Lo que se pregunta simplemente el filósofo cristiano es si, entre las proposiciones que él cree verdaderas, no hay cierto número que su razón pudiera saber verdaderas. Mientras el creyente estriba sus asertos sobre la convicción íntima que su fe le confiere, permanece puro creyente y aún no ha entrado en el dominio de la filosofía; pero en cuanto halla entre sus creencias verdades que pueden llegar a ser objetos de ciencia, se convierte en filósofo. Y si esas luces filosóficas nuevas se las debe a la fe cristiana, se convierte entonces en un filósofo cristiano.
El desacuerdo presente que separa a los filósofos sobre el sentido de esa noción se vuelve por eso mismo más fácil de explicar. Algunos consideran a la filosofía en sí misma, en su esencia formal y haciendo abstracción de las condiciones que presiden tanto su constitución como su inteligibilidad. En este sentido, está claro que una filosofía no podría ser cristiana, ni tampoco judía o musulmana; y que la noción de filosofía cristiana no tiene mayor sentido que la de física o matemática cristiana[17].
Otros, teniendo en cuenta el hecho evidente que, para un cristiano, la fe desempeña el papel de principio regulador extrínseco, admiten la posibilidad de una filosofía cristiana; empero, cuidadosos por conservarle a la filosofía la pureza formal de su esencia, consideran como cristiana toda filosofía verdadera que presente «una concepción de la naturaleza y de la razón abierta a lo sobrenatural»[18]. No es dudoso que ese sea uno de los caracteres esenciales de la filosofía cristiana; pero no es el único, ni quizá el más profundo. Una filosofía abierta a lo sobrenatural sería seguramente una filosofía compatible con el cristianismo, y no sería necesariamente una filosofía cristiana. Para que una filosofía merezca verdaderamente ese título, es menester que lo sobrenatural descienda, a título de elemento constitutivo, no en su textura, lo que sería contradictorio, sino en la obra de su constitución. Llamo, pues, filosofía cristiana a toda filosofía que, aun cuando haga la distinción formal de los dos órdenes, considere la revelación cristiana como un auxiliar indispensable de la razón. Para quien lo entiende así, esta noción no corresponde a una esencia simple susceptible de recibir una definición abstracta; más bien corresponde a una realidad histórica cuya descripción solicita. No es más que una de las especies del género filosofía y contiene en su extensión los sistemas de filosofía que no han sido lo que fueron sino porque existió una religión cristiana y sufrieron voluntariamente su influencia[19]. En cuanto realidades históricas concretas, esos sistemas se distinguen unos de otros por sus diferencias individuales; empero, por el hecho de constituir una especie, presentan caracteres comunes que autorizan a agruparlos bajo una misma denominación.
En primer lugar, y ese es quizá el rasgo más distintivo de su actitud, el filósofo cristiano es un hombre que opera una elección entre los problemas filosóficos. En uso de su derecho, es capaz de interesarse en la totalidad de esos problemas tanto como cualquier otro filósofo; empero, de hecho, se interesa únicamente o sobre todo por aquellos cuya solución importa a la conducta de su vida religiosa. Lo demás, indiferente en sí, es objeto de lo que san Agustín, san Bernardo y san Buenaventura estigmatizan con el nombre de curiosidad: vana curiositas, turpis curiositas[20]. Aun los filósofos cristianos tales como santo Tomás, cuyo interés se extendía al conjunto de la filosofía, no han hecho obra creadora sino en un dominio relativamente restringido. Nada más natural. Puesto que la revelación cristiana no nos enseña más que las verdades necesarias para la salvación, su influencia no ha podido extenderse sino a las partes de la filosofía que conciernen a la existencia de Dios y su naturaleza, el origen de nuestra alma, su naturaleza y su destino. En el título mismo y en las primeras líneas de su tratado Del conocimiento de Dios y de sí mismo, Bossuet ha hecho entrar la enseñanza de una tradición de dieciséis siglos: «La sabiduría consiste en conocer a Dios y en conocerse a sí mismo. El conocimiento de nosotros mismos ha de llevarnos al conocimiento de Dios». No hay quien no reconozca en esas fórmulas el noverim me, noverim te de san Agustín[21]; y aunque santo Tomás no lo hiciera expresamente suyo, lo puso en práctica. No se trata de disminuir sus méritos como intérprete y comentarista de Aristóteles; sin embargo, no es en eso donde se muestra más grande, sino en los geniales puntos de mira que señala y, por los cuales, prolongando el esfuerzo de Aristóteles, lo sobrepasa. Esos puntos de mira, esas apreciaciones, las encontramos referentes a Dios, al alma o a la relación del alma con Dios. Y aun muy a menudo será necesario extraer las más profundas de entre ellas de contextos teológicos donde se hallan metidas, porque fue en el seno de problemas teológicos donde efectivamente nacieron. En una palabra: en todos los filósofos cristianos dignos de ese nombre, la fe ejerce una influencia simplificadora y su originalidad se manifiesta sobre todo en la zona directamente sometida a la influencia de la fe: doctrina de Dios, del hombre y de sus relaciones con Dios.
Por el hecho mismo que elimina la vana curiosidad, la influencia de la revelación sobre la filosofía le permite darse un fin y remate. Considerado desde el punto de vista cristiano, el curioso se ha metido en una empresa interminable. De hecho, todo conocimiento racional de cualquier realidad, sea cual fuere, depende de su competencia; de derecho, no hay ninguno del que esté autorizado a decir que, si lo tuviera, este no transformaría completamente el conocimiento que tiene de todo lo demás. Ahora bien: lo real es inagotable y por consiguiente la tentativa de sintetizarlo en forma de principios es una empresa prácticamente imposible. Hasta puede darse, como lo hará observar Comte más tarde, que la realidad natural no sea sintética y que no sea posible encontrarle una unidad sino considerándola desde el punto de vista de un sujeto[22]. Al elegir al hombre en su relación con Dios como centro de perspectiva, el filósofo cristiano se da un centro de referencia fijo, que le permite introducir en su pensamiento el orden y la unidad. Por eso la tendencia sistemática es siempre fuerte en una filosofía cristiana: tiene menos que sistematizar de lo que tendría otra; y tiene con qué sistematizarlo.
También tiene con qué completarlo, y en primer lugar en el terreno mismo de la filosofía natural. A veces parece suponerse que solo los agustinianos estuvieron convencidos de ello. De hecho, en la Suma Contra Gentiles, lib. I, cap. IV, santo Tomás nos ha dejado un luminoso resumen de toda la enseñanza de los Padres de la Iglesia sobre esta cuestión fundamental. Luego de preguntarse si conviene que Dios revele a los hombres verdades filosóficas accesibles a la razón, responde que sí, con tal que esas verdades sean de aquellas cuyo conocimiento es necesario a la salvación. Si fuera de otro modo, esas verdades y la salvación que de ellas depende estarían reservadas a un pequeño número de hombres, quedando los demás privados de ellas por falta de luz intelectual, o de tiempo para la investigación, o de ánimo para el estudio. Agrega que aun los que fueran capaces de alcanzar esas verdades solo llegarían hasta ellas apenas, luego de haber largamente pensado y pasado la mayor parte de su vida en una ignorancia peligrosa sobre el particular. ¿En qué estado, pues, se hallaría el género humano, según santo Tomás, si solo dispusiera de la razón pura para conocer a Dios? In maximis ignorantiae tenebris. Y lo confirma con una tercera razón, no menos grave que las otras dos.
La debilidad del entendimiento humano, en su condición presente es tal que, sin la fe, lo que a unos parecería evidentemente demostrado sería considerado como dudoso por los otros; por lo demás, el espectáculo de esas contradicciones entre filósofos contribuye no poco a engendrar el escepticismo en el espíritu de los que consideran esas cuestiones desde afuera[23]. Para remediar esa debilitas rationis el hombre tiene, pues, necesidad de una ayuda divina; y es la fe quien se la ofrece. Como san Agustín y san Anselmo, santo Tomás ve la razón del filósofo cristiano entre la fe, que guía sus primeros pasos, y el conocimiento pleno de la visión beatífica por venir[24]; como Atenágoras, piensa que el hombre no puede aspirar al perfecto conocimiento de Dios sin ingresar en la escuela de Dios, qui est sui perfectus cognitor. La fe es quien, tomándolo en cierto modo de la mano, lo pone en el buen camino[25] y le acompaña cuanto tiempo sea menester para protegerlo contra el error.
Como puede verse, este cuadro de los resultados obtenidos por la sola razón humana en materia de teología natural no es de los más brillantes, aun cuando ha sido pintado por el más intelectualista de los filósofos cristianos[26]. ¿Por qué, entonces, no seguir tantas indicaciones concordantes, sobre todo si es posible hacerlo sin olvidar distinciones necesarias, que un largo esfuerzo de reflexión ha conquistado penosamente y que la razón impone? Que, tomada en sí y absolutamente, una filosofía verdadera solo deba su verdad a su racionalidad, es indiscutible; san Anselmo y aun san Agustín fueron los primeros en decirlo; pero que la constitución de esa filosofía verdadera no haya podido llegar a su fin y remate sino con la ayuda de la revelación, obrando como auxilio moral indispensable a la razón, es igualmente cierto, desde el punto de vista de los filósofos cristianos, y terminamos de ver que el mismo santo Tomás de Aquino lo afirma. Ahora bien: si tuvo razón al afirmarlo, o aun si reconocemos simplemente que pudo tener razón al afirmarlo, el problema de la filosofía cristiana toma un sentido positivo. Puede que abstractamente hablando la filosofía no tenga religión; pero tenemos el derecho de preguntarnos si es indiferente que los filósofos tengan una. Podemos preguntamos, más particularmente, si es indiferente a la historia de la filosofía como tal, que haya habido filósofos que fuesen cristianos y si, a pesar de la textura puramente racional de sus sistemas, no podríamos leer en ellos, aun hoy, la señal de la influencia ejercida por su fe sobre la conducta de su pensamiento.
La hipótesis, pues de una se trata, no tiene en sí nada de contradictorio e imposible. Supongamos, pues, que san Agustín, san Anselmo y santo Tomás de Aquino tuvieran conciencia exacta de lo que hacían. Admitamos provisionalmente que, cuando hablan de lo que la razón debe a la revelación, conservan el recuerdo conmovedor de aquellos instantes en que, por la coincidencia de dos luces que van al encuentro una de otra, la opacidad de la fe cedía de pronto en ellos a la transparencia de la inteligencia. Vayamos más allá todavía. Preguntémonos si a veces no fueron más originales de lo que creyeron ser, innovando con inconsciente osadía, gracias a la fe que los llevaba sin dejarse sentir, justamente en lo que creían no hacer más que seguir fielmente a Platón y a Aristóteles. Descubrir en la historia la presencia de una acción ejercida sobre el desarrollo de la metafísica por la revelación cristiana, sería traer una demostración en cierto modo experimental de la realidad de la filosofía cristiana. Nadie pone en duda que la tarea es inmensa y está llena de asechanzas; pero ni siquiera es necesario abrigar esperanzas de éxito para empezarla, pues no podría tratarse de otra cosa sino de esbozarla.
[1] SAN PABLO, I ad Corinth., I, 19-25. Cf. op. cit., II, 5 y 8. Ad Coloss., II, 8. Esos textos han declarado seguir todos los adversarios cristianos de la filosofía, de los cuales Tertuliano encarna el tipo a la perfección: «Quid ergo Athenis et Hierosolymis? Quid Academiae et Ecclesiae? Quid haereticis et Christianis? Nostra institutio de Porticu Salimonis est (cf. Act. I, 12, Sap., I, 1) qui et ipse tradiderat Dominum in simplicitate cordis esse quaerendum. Viderint qui stoicum et platonicum et dialecticum Christianismum protulerunt. Nobis curiositate opus non est post Jesum Christum, nec inquisitione post evangelium. Cum credimus, nihil desideramus ultra credere. Hoc enim prius credimus, non esse quod ultra credere debeamus». TERTULIANO, De prae script, haereticorum, VII.
[2] C. TOUSSAINT, Êpîtres de saint Paul. París, G. Beauchesne, 1910, t. I, p. 253.
[3] JUSTINO, Dialogue avec Tryphon, II, 6; trad. G. ARCHAMBAULT. París, Picard, 1909, pp. 11-12.
[4] Op. cit., VII, p. 37.
[5] JUSTINO, Dialogue avec Tryphon, II, 6; trad. G. ARCHAMBAULT. París, Picard, 1909, pp. 11-12. Esta reivindicación del título de filósofo por un cristiano es un hecho aislado en la antigüedad. En el texto del cual se ha tomado el epígrafe de este trabajo, Atenágoras define claramente el derecho de los cristianos a proponer una explicación filosófica del universo, elaborada por la razón bajo la conducta de la revelación: «Puesto que casi todos, aunque sea a pesar suyo, reconocen la existencia de una realidad divina cuando llegan a los principios del universo, ¿por qué ha de tener esa gente el derecho de decir y escribir impunemente sobre lo divino lo que les parezca, mientras que una ley nos prohibe demostrar por medio de argumentos y razonamientos verdaderos que existe un Dios, cosa que nosotros sabemos tanto por la razón como por la fe? Porque los poetas y los filósofos, en esta como en otras cosas, animados por el soplo de Dios, han intentado por vía de conjetura y no siguiendo cada cual sino su alma, si no les sería posible descubrir y concebir la verdad. Pero no han encontrado en ellos de qué aprehender su objeto, pues no pensaban tener que instruirse acerca de Dios con respecto a Dios, sino cada cual acerca de sí mismo. Por eso han llegado todos a conclusiones diferentes sobre Dios, la materia, las ideas y el universo. Nosotros, al contrario, ya se trate de lo que sabemos o de lo que creemos, ponemos por testigos a los Profetas que, inspirados por el Espíritu, se pronunciaron sobre Dios y lo que se refiere a Dios». Atenágoras, Legatio pro Christianis, VII. El método que declara seguir es lo que él llama claramente cbv λογισμόν ήμών τής χίστβως (op. cit., VIII). La fecha de este escrito es 177. La iluminación de la razón por la revelación es igualmente invocada, respecto de la creación y de la unidad de Dios, por Ireneo, Adversus Haer eses, I, 3, 6, y II, 27, 2. En cuanto a Clemente de Alejandría (150-215), su concepción de la gnosis cristiana se basa en la idea de que la filosofía es cosa buena en sí y necesaria (Stromates, I, 1, y I, 18, donde lucha contra cristianos enemigos de la filosofía); pero la filosofía griega, especie de revelación incompleta fundada en la razón, debe ser completada por la revelación. Hay dos Antiguos Testamentos: la Biblia y la filosofía griega (Stromates, VI, 42, 44, 106), y uno Nuevo que, como un manantial, arrastra en su curso aguas que vienen de más lejos (Stromates, I, 5). Según otra imagen, la fe se injerta en el árbol de la filosofía y, cuando el injerto es perfecto, el brote de la fe se substituye al del árbol, crece en él, vive en él y le hace dar frutos (Stromates, VI, 15). La sabiduría cristiana, según Clemente, nace, pues, del injerto de la fe en la razón. Teófilo de Antioquía, Ad Autolycum, II, 33, opone los errores de los filósofos a las certidumbres que los cristianos han recibido del Espíritu Santo en cuanto a la unidad de Dios y la creación (cf. op. cit., II, 4; II, 12; III, 2; III, 9).
[6] La misma idea se halla en el Libro de la Sabiduría, XIII, 1, y será citada por León XIII en la Encíclica Aeterni patris.
[7] JUSTINO, IIe Apologie, cap. XIII. París, Picard, 1904, p. 177. Para el fundamento de la doctrina véase Ie Apologie, cap. XLVI, pp. 94-97. Cf.: «Quisquis bonus verusque Christianus est, Domini sui esse intelligat ubicumque invenerit veritatem». San AGUSTÍN, De doctr. Christiana, II, 18, 28; Patr. lat., t. 34, col. 49.
[8] JUSTINO, IIe Apologie, cap. X, p. 169, y cap. XIII, pp. 177-179. Pueden confrontarse esas declaraciones de Justino con la fórmula de san Ambrosio, varias veces citada por santo Tomás de Aquino: «Omne verum, a quocumque dicatur, a Spiritu Sancto ets»; cf. P. ROUSSELOT, L’intellectualisme de saint Thomas d’Aquin, 2.ª ed. París, G. Beauchesne, 1924, p. 228. Hay en eso un rasgo constante del espíritu cristiano, que escapa a muchos de sus intérpretes y cuyo desconocimiento ha causado más de una equivocación. Debido a ello es particularmente difícil comprender los vínculos profundos del Renacimiento con el cristianismo medieval y antiguo. Se ha considerado como prueba manifiesta del paganismo de Erasmo su famosa exclamación: «San Sócrates, ruega por nosotros». Sin embargo, si es verdad que Sócrates fue cristiano y condenado a muerte por instigación del demonio a causa de su participación en el Verbo, ¿no fue un mártir? Y si fue mártir, ¿no es un santo? Se hallarán curiosos ejemplos de los estragos causados en la historia por ese olvido de las verdaderas tradiciones cristianas en el libro de J. B. PINEAU, Érasme, sa pensée religieuse. París, 1923. Haciendo constantemente decir a Erasmo lo que este no ha dicho, ese historiador no siempre comprende lo que Erasmo dice. La fórmula de Erasmo: «Christi esse puta quidquid usquam veri offenderis» (op. cit., p. 116), no tiene nada que no sea tradicional. Decir que «fortassis latius se fundit spiritus Christi quam nos interpretamur» (p. 269), sería para Justino timidez, no atrevimiento. No se trata de negar que el humanismo de Erasmo tenga un carácter nuevo, pero habría que conocer el antiguo para saber en qué es nuevo el suyo. También sería menester no interpretar sus textos a contrapelo. J. B. Pineau hace decir a Erasmo, refiriéndose al Cristo: «Pero, ¿qué nos enseña que no se encuentre equivalentemente en los filósofos?» (op. cit., p. 117), esto para introducir un texto de Erasmo que quiere decir: «La autoridad de los filósofos tiene poco peso, a menos que todo lo que digan, a pesar de que lo hagan con términos diferentes, esté prescripto por las santas Letras» (ibid., nota 96). Es, pues, exactamente lo contrario de la idea que se le atribuye. Tales métodos no están hechos para aclarar la historia.
[9] P. ALFARIC, L’évolution intellectuelle de saint Augustin. París, E. Nourry, 1918.
[10] TACIANO, Adversus Graecos, XXV.
[11] HERMIAS, Gentilium philosophorum irrisio, II-X. Nótese que Hermias toma el título de filósofo.
[12] LACTANCIO, Institutiones, VII, 7, 7. Cf. VII, 7, 4: «Quod si extitisset aliquis qui veritatem sparsam per singulos per sectasque diffusam colligeret in unum ac redigeret in corpus, is profecto non dissentiret a nobis... Sed hoc nemo facere nisi veri peritus ac sciens potest; verum autem scire non nisi ejus est qui sit doctus a Deo».
[13] Se ha sostenido que «el cristianismo, en sus comienzos, no es nada especulativo; es un esfuerzo de ayuda mutua a la vez espiritual y material en las comunidades» (É. BRÉHIER, Histoire de la philosophie, t. I, p. 493). Sin embargo, no hay necesidad de considerarlo «luego de transcurridos muchos siglos» para dudar de la verdad de esta aserción. La conversión de Justino, según el Diálogo con Trifón, se plantea abiertamente en el plano de la filosofía. Pero sobre todo es interesante observar que, desde fines del siglo II, lo que se les reprocha a los cristianos es la pretensión de tener conocimientos filosóficos que no habrían tenido los griegos. Esos ignorantes presumen de que saben más que Platón y Aristóteles. De modo que esas antiguas comunidades cristianas no solo se atribuyeron una interpretación nueva del mundo, sino que se les reprochó por ello. Citemos, según una de las “hermosas infieles” de Perraut d’Ablancourt, esa reivindicación de los derechos de la razón que se halla en M. FELIX, Octavius (fines del siglo II): «Ahora bien: así como no puede sufrir (se. Cecilio, el pagano) que gentes sin letras y pobres ignorantes, como él nos llama, disputen de las cosas divinas, es menester que sepa que todos los hombres han nacido razonables, sin distinción de edad, de calidad, ni de sexo, y que no deben su sabiduría a la fortuna, sino a la naturaleza; que aun los filósofos y los otros descubridores de las artes y de las ciencias fueron considerados como hez del pueblo y unos ignorantes, antes de que hicieran aparecer su espíritu en sus obras; tanto es cierto que los ricos, idólatras de sus tesoros, consideran más el oro que el cielo, y que son pobres como nosotros los que han descubierto la sabiduría, y que la han mostrado a los demás» (París, 1677, pp. 56-57). Hay en eso una especie de reivindicación de la democracia en filosofía y de apelación a la universalidad de la razón que muestra que, en aquellas comunidades cristianas, el espíritu especulativo era intensamente vivo. La pretensión, insoportable para los filósofos, de que una humilde vetula supiera del mundo más que Platón y Aristóteles, no ha hecho sino expresarse de nuevo con san Francisco de Asís y sus discípulos; es parte integrante de la tradición cristiana. El título del perdido tratado de Hipólito (muerto hacia 236-237): Contra los griegos y Platón, o del Universo, parece indicar también que este obispo romano no se desinteresaba de la especulación.
[14] MAINE DE BIRAN, Sa vie et ses pensées, publicada por E. NAVILLE. París, 1857, p. 405. Entre el siglo XIX y la Edad Media, colocaríamos naturalmente a Malebranche, que es una mina inagotable de textos de ese género. Véanse sobre ese punto los excelentes análisis de H. GOUHIER, La vocation de Malebranche. París, J. Vrin, 1926, pp. 129-156.
[15] Sap VII, 7, citado por MAINE DE BIRAN, op. cit., p. 385.
[16] San ANSELMO, De fide Trinitatis, Praef.; Pair. lat. t. 158, col. 61.
[17] De nada sirve objetar que una razón que va a remolque de una fe se ciega voluntariamente y que es demasiado fácil darse la ilusión de probar lo que se cree. Si las demostraciones del creyente no convencen al incrédulo, aquel no se creerá autorizado a apelar, para convencer a su adversario, a una fe que este adversario no acepta. Lo más que el creyente podrá hacer, en lo que le respecta, será investigar si no habrá sido víctima de una evidencia ilusoria y criticarse severamente. Por otra parte, en lo que se refiere a su adversario, no podrá por menos que desearle la gracia de la fe, con la iluminación que de ello resulta para la inteligencia. Este punto no puede, honestamente, ser dejado en la sombra. El problema de la filosofía cristiana no se limita al de su constitución, abarca el de su intelección una vez que se ha constituido. La paradoja contemporánea de una filosofía cristiana evidente para sus defensores y carente de valor para sus adversarios no implica necesariamente que sus defensores estén equivocados, a causa de su fe, sobre el valor racional de sus conclusiones; y puede explicarse por el hecho de que la ausencia de fe en sus adversarios les vuelve opacas las verdades que, de otro modo, serían para ellos transparentes. Esto, claro está, no autoriza de ningún modo al filósofo cristiano a argumentar en nombre de su fe, pero le invita a redoblar su esfuerzo racional hasta que la luz que de ello resulta invite a otros espíritus a informarse de su fuente para, a su vez, beber en ella.










