El espíritu de la filosofía medieval

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[18] Véase, en BIBLIOGRAFÍA, la tesis del P. M.-D. CHENU, en Bulletin thomiste, 1928, p. 244. Cf. las observaciones tan justamente equilibradas de J. MARITAIN, De la sagesse augustinienne, en Revue de Philosophie (XXX), 1930, pp. 739-741; las suscribimos enteramente.
[19] La historia de la filosofía cristiana no se confunde, pues, con la de la influencia ejercida por el cristianismo sobre la filosofía; A. Comte ha sufrido la influencia del cristianismo, y sin embargo su positivismo no es una filantropía cristiana.
[20] Sobre san Agustín, cf. E. GILSON, Introduction à Vétude de saint Augustin. París, J. Vrin, 1929, p. 151 y sig. Sobre san Bernardo, In Cant. Cant., Sermo XXXVI, art. 2-3; Patr. lat., t. 183, col. 967.
[21] San AGUSTÍN, Soliloq., II, 1, 1. Cf. «Cujus (philosophiae) duplex quaestio est: una de anima, altera de Deo». De ordine, II, 18, 47. San Bernardo sigue la tradición agustiniana en su sermón In Cant. Cantic., XXXVII, 1; Patr. lat., t. 183, col. 971-974. Uno de los más característicos textos de san Agustín sobre esta restricción voluntaria de la zona de interés del pensador cristiano se halla en Enchiridion, IX, 3; Patr. lat., t. 40, col. 235-236.
[22] Sobre ese punto, véase E. GILSON, La philosophie de saint Bonaventure. París, J. Vrin, 1924, pp. 116-117. Aun el asentimiento de la fe a verdades indemostrables por la razón puede ayudar al filósofo como tal. El dogma revelado unifica el conocimiento racional y le da acabamiento, algo así como en Kant las ideas de la razón unifican los conceptos del entendimiento, o más bien como, en Platón, el mito completa y da remate a la filosofía. Y puesto que la fe es una certeza absoluta en su orden, la unidad del pensamiento en el filósofo cristiano es mucho más perfecta de cuanto lo es en Platón o en Kant. En ese sentido es verdad decir con los Padres, y repetir con el racionalista Tomás de Aquino, que la teología es superior en dignidad a la filosofía, que no es sino la sirviente: Sum. theol., I, 1, 5, ad 2.
[23] Véase el notable estudio del P. SYNAVE, La révélation des vérités divines naturelles d’après saint Thomas d’Aquin, en Mélanges Mandonnet. París, J. Vrin, 1930, t. I, pp. 327-365. Nos conformamos con remitirnos a ese trabajo, porque nos parece difícil agregarle algo; pero los textos y las conclusiones merecen ser estudiados con detenimiento. Santo Tomás dice que «veritas de Deo, per rationem investigata, a paucis, et per longum tempus, et cum adjunctione multorum errorum, homini proveniret». Sum. theol., I, 1, 1 (cf. IIa IIae, 11, 4). En la cita (p. 330) del texto del Comp. Theologiae, cap. XXXVI, se restablecerá el vocablo vix que ha caído por descuido, pues tiene su importancia. Santo Tomás se pregunta entonces qué han descubierto los filósofos griegos de lo que se puede saber de Dios por la razón natural, es decir, su existencia y sus atributos, y contesta: «Haec autem quae in superioribus de Deo tradita sunt, a pluribus quidem gentilium philosophis subtiliter considerata sunt, quamvis nonnulli eorum circa praedicta erraverint. Et qui in iis verum dixerunt, post longam et laboriosam inquisitionem ad veritatem praedictam vix pervenire potuerunt». Comp. theolog., cap. XXXVI. Ese vix recuerda el de Cont. Gentes, I, 4: «...vix post longum tempus pertingerent...». Es cierto que en este último texto se da en cierto modo accidental, porque la idea central del párrafo se refiere a la longitud del tiempo necesario para adquirir la verdad, más bien que a la dificultad intrínseca de la empresa; sin duda se debe a eso que, en su comentario clásico del Cont. Gentiles, Silvestre de Ferrara no dice nada de él. Sin embargo, aun en ese texto parece difícil traducir vix por tantum. Decir que la razón no alcanzaría la verdad sino después de largo tiempo solamente, no equivale a decir: a lo sumo o apenas la alcanzaría, aun después de largo tiempo. Agregaremos que resulta de la encuesta llevada a cabo por el P. Synave sobre las fuentes de la doctrina, que la aportación personal de santo Tomás, lo que él agrega a Maimónides en particular en su investigación sobre los riesgos de error en filosofía, es el cum adjunctione multorum errorum (art. cit. p. 351). Este “hallazgo” de santo Tomás es la metodología clásica de la filosofía cristiana que continúa.
[24] Santo TOMÁS de AQUINO, In Boeth. de Trinitate, III, 1, Resp., Cum igitur finis humanae.
[25] «Ultima autem perfectio ad quam homo ordinatur, consistit in perfecta Dei cognitione: ad quam quidem pervenire non potest nisi operatione et instructione Dei, qui est sui perfectus cognitor. Perfectae autem cognitionis statim homo in sui principio capax non est; unde oportet quod accipiat per viam credendi aliqua, per quae manuducatur ad perveniendum in perfectam cognitionem». TOMÁS de AQUINO, De veritate, XIV, 10, Resp. Sobre ese texto y el otro al que se remite en la nota precedente, véase el comentario del P. SYNAVE, art. cit., p. 334 y sig.
[26] Ni qué decir tiene que se podría hacer fácilmente una colección de textos más severos que los de santo Tomás en lo referente a los recursos naturales de la razón. Sobre san Buenaventura véase La philosophie de saint Bonaventure; cap. II: La critique de la philosophie naturelle. El protagonista de la ciencia experimental en la Edad Media, Rogerio Bacon, es aún más severo cuando la ocasión se presenta. Para él la ciencia entera ha sido revelada a los hombres por Dios; hallar la verdad, es encontrar una revelación original hoy perdida; por eso, sin la fe, toda la sabiduría filosófica es impotente: «... nos credimus quod omnis sapientia inutilis est nisi reguletur per fidem Christi...». R. BACON, Opera inedita, ed. I. S. Brewer. Opus tertium, XV, p. 53. Cf. «ut ostendam quod philosophia inutilis sit et vana, nisi prout ad sapientiam Dei elevatur…». Op. cit., XXIV, p. 82 (nótese, por otra parte, que declara haber querido probar esta tesis por orden del papa). «Sed videmus ipsum vulgus humani generis fere in omnibus errare, non solum in sacra sapientia, sed in philosophia...». Compend. studii, 3.ª ed., p. 415. En Duns Escoto se recogería sin trabajo una lista bastante larga de verdades filosóficas que han escapado a los filósofos y se les escaparían todavía sin el auxilio de la fe: el fundamento de esos errores es la ignorancia de ellos sobre el fin sobrenatural del hombre: «Sed homo non potest scire ex naturalibus finem suum distincte; ergo necessaria est sibi de hoc tradi aliqua cognitio supernaturalis». Op. Oxon., Prol., qu. 1, art. 2; ed. Quaracchi, n. 7, t. I, p. 7. Ni siquiera se sabe claramente sin la fe que el ser en cuanto ser es el objeto primero del intelecto (ibid., n. 11, p. 12) ni su distinción radical de los demás seres (ibid., n. 13, pp. 14-15). La filosofía medieval clásica se ha mantenido así entre el racionalismo puro de los averroístas y el fideísmo de Ockham, quien desespera casi completamente del poder metafísico de la razón. Las consecuencias extremas de ese fideísmo se observan en los escépticos del siglo XIV; véase, por ejemplo, P. VIGNAUX, Nicolas d’Autrecourt, en el Diet, de théologie catholique, t. XI, col. 561-587.
III.
EL SER Y SU NECESIDAD
SI NOS PREGUNTÁRAMOS QUIÉN FUE el más severo juez de la Edad Media y de su cultura, con toda seguridad que uno de aquellos en quienes ha de ser natural pensar sería Condorcet. Sin embargo, aun este irreconciliable adversario de los sacerdotes ha reconocido que su obra filosófica no careció completamente de méritos. En el cuadro que Condorcet traza de la séptima época de los progresos del espíritu humano se leen estas declaraciones, bastante notables para quienquiera tenga en cuenta su odio vivaz contra toda religión establecida: «Debemos a esos escolásticos nociones más precisas sobre las ideas que podemos formarnos del Ser supremo y de sus atributos; sobre la distinción entre la causa primera y el universo al que se supone gobernar; sobre la del espíritu y de la materia; sobre los diferentes sentidos que se pueden aplicar al vocablo libertad; sobre lo que se entiende por la creación; sobre la manera de distinguir entre ellas las diversas operaciones del espíritu humano y de clasificar las ideas que este se forma de los objetos reales y de sus propiedades»[1]. En suma: dejando a un lado el mal humor, Condorcet reconoce que los escolásticos han precisado todas las nociones esenciales de la metafísica y de la epistemología; es un homenaje bastante hermoso, que sería fácil transformar en una decidida apología. Por ahora contentémonos con examinar lo que el pensamiento cristiano ha hecho de la idea de Dios, clave de bóveda de toda la metafísica.
Al emplear la expresión, por lo demás imprecisa, de Ser supremo, Condorcet no hace sino hablar la lengua de su tiempo; pero ese lenguaje mismo no hace sino condensar en dos palabras un trabajo secular de reflexión sobre la enseñanza del cristianismo. Hablar de un ser supremo, en el sentido propio de los términos, es en primer lugar admitir que solo hay un ser que merece verdaderamente el nombre de Dios, y es admitir además que el nombre propio de ese Dios es el Ser, de modo que ese nombre pertenece a ese ser único en un sentido que solo a él conviene. ¿Puede decirse que el monoteísmo haya sido transmitido a los pensadores cristianos por la tradición helénica?
No es muy fácil saber hasta dónde los griegos adelantaron en esa dirección, y los historiadores no siempre se entienden cuando se trata de decidirlo. Sin embargo, puede observarse primeramente que donde el monoteísmo obtuvo un franco reconocimiento, es decir, en el mundo cristiano, inmediatamente ocupó un puesto central y se impuso como el principio de los principios. La naturaleza misma de esta noción lo exige, pues si hay un Dios y si no hay más que uno, todo lo demás deberá referirse siempre a él. Ahora bien: no vemos ningún sistema filosófico griego que haya reservado el nombre de Dios a un ser único y suspendiera a la idea de ese Dios el sistema entero del universo. Es poco probable, pues, a priori, que la especulación helénica consiguiera verdaderamente apoderarse de lo que, no pudiendo ser por esencia sino un principio, el principio, nunca desempeñó en ella ese papel de principio. Veamos si los hechos confirman esta suposición.
Cuando nos atenemos a las evidencias más inmediatas, comprobamos que si bien los poetas y pensadores griegos llevaron con éxito su lucha contra el antropomorfismo en materia de teología natural, nunca eliminaron ni siquiera pensaron en eliminar el politeísmo. Jenófanes enseña que hay un dios muy grande, pero eso significa solo que es supremo entre los dioses y los hombres[2]; ni Empédocles, ni Filolao van más allá, y en cuanto a Plutarco, de sobra sabemos que la pluralidad de dioses es uno de sus dogmas[3]. Al parecer, el pensamiento griego jamás consiguió sobrepasar ese nivel, pues ni siquiera tuvo éxito en las teologías naturales de Platón y de Aristóteles.
Si nos atenemos al problema preciso que aquí se trata de resolver, sin confundirlo con otros más o menos estrechamente emparentados, la respuesta no puede ser dudosa. La cuestión no está en saber si la doctrina de Platón transmitió a la especulación cristiana elementos importantes y numerosos, que más tarde ayudaron a elucidar la noción filosófica del Dios cristiano, que es lo que ha ocurrido principalmente con la Idea del Bien, tal cual está descrita en La República; el problema es otro, pues solo se trata de saber qué es lo que Platón piensa de Dios y si admite o no la pluralidad de los dioses. Ahora bien: la noción de Dios está muy lejos de corresponder en él al tipo superior y perfecto de la existencia, y a eso se debe que la divinidad pertenecía a una clase de seres múltiples, aun quizá a todo ser, sea cual fuere, en la medida exacta en que es. El Timeo (28 G) representa un esfuerzo considerable por elevarse a la noción de un dios que sea causa y padre del universo; pero ese dios mismo, por grande que sea, no solo está en concurrencia con el orden inteligible de las Ideas, sino que es además comparable a todos los miembros de la vasta familia de los dioses platónicos. No elimina a los dioses siderales de que es autor (Timeo, 41 A-C), ni siquiera el carácter divino del mundo al que da forma; primero entre esos dioses, sigue siendo uno de ellos, y si ha podido decirse que en virtud de su primacía el Demiurgo del Timeo es «casi análogo al Dios cristiano»[4], debemos agregar inmediatamente que en esas materias no puede ser cuestión de matices; o no hay más que un Dios, o hay varios, y un dios “casi análogo” al Dios cristiano no es el Dios cristiano.
Lo mismo sucede en lo que respecta a Aristóteles; y la afirmación no debe sorprendemos, porque el cristianismo ha penetrado tanto en la historia de la filosofía como en la filosofía misma. Ciertos pormenores de la vida de Aristóteles debieran, sin embargo, llamar la atención sobre este aspecto de su doctrina. El hombre que dispuso por testamento que la imagen de su madre fuera consagrada a Deméter y que se erigieran en Estagira, como él lo había prometido a los dioses, dos estatuas de mármol altas de cuatro codos, una a Zeus Sóter y la otra a Atenea Soteira[5], ciertamente jamás salió de los cuadros del politeísmo tradicional. Aquí también, obsérvese bien, la cuestión no está en saber si Aristóteles contribuyó en gran parte o no a preparar la noción filosófica del Dios cristiano. Lo sorprendente, al contrario, es que luego de ir tan lejos por la buena vía, no la siguiera hasta el cabo; pero es un hecho, y como tal lo consigno, que se detuvo en camino.
Cuando hablamos del dios de Aristóteles para compararlo al Dios cristiano, entendemos hablar del motor inmóvil, separado, acto puro, pensamiento del pensamiento, descrito por él en un texto célebre de la Física (VIH, 6). Más tarde hemos de volver sobre el sentido que conviene atribuirle. Por ahora solo se trata de recordar que el primer motor inmóvil está muy lejos de ocupar en el mundo de Aristóteles el lugar único reservado al Dios de la Biblia en el mundo judeo-cristiano. Volviendo al problema de la causa de los movimientos en la Metafísica (XII, 8), Aristóteles comienza evocando el recuerdo de las conclusiones anteriormente establecidas por la Física: «Según lo que se ha dicho, está claro que hay una substancia eterna, inmóvil y separada de las cosas sensibles. Se ha mostrado igualmente que esta substancia no puede tener ninguna extensión, pero que es impasible e inmutable, puesto que todas las demás especies de cambio son imposibles sin cambio de lugar. Se ve, pues, claramente, por qué el primer motor posee esos atributos». Nada mejor, al parecer. Una substancia inmaterial, separada, eterna, inmóvil, ¿no es ese exactamente el Dios del cristianismo? Quizá; pero leamos la frase siguiente: «No debemos descuidar la cuestión de saber si conviene suponer una substancia de ese género, o más de una, y, en la segunda hipótesis, cuántas hay». Luego de eso empieza sus cálculos para establecer, por razones astronómicas, que ha de haber, bajo el primer motor, cuarenta y nueve, o quizá hasta cincuenta y cinco motores todos separados, eternos e inmóviles. Así, aun cuando el primer motor inmóvil sea el único en ser primero, no es el único en ser un motor inmóvil, es decir, una divinidad. Aunque solo hubiese dos, ya sería bastante para probar que, «a pesar de la supremacía del Pensamiento primero, el politeísmo todavía impregna profundamente el espíritu del Filósofo»[6]. En una palabra: aun considerado en sus más eminentes representantes, el pensamiento griego no alcanzó esa verdad esencial que entrega de un solo golpe y sin sombra de prueba la sentencia de la Biblia: «Audi Israel, Dominus Deus noster, Dominus unus est» (Deut., VI, 4).
Podría muy bien ocurrir que estas palabras no hayan tenido inmediatamente, en el espíritu de quienes las oían, el sentido pleno y neto que ofrecen hoy a un filósofo cristiano. El pueblo de Israel quizá no haya alcanzado sino progresivamente la clara conciencia del monoteísmo y de su verdad profunda[7]; empero, lo que no deja lugar a ninguna duda es que, si hubo algún progreso del pensamiento judío sobre ese punto, ese progreso estaba terminado desde hacía mucho cuando el cristianismo heredó la Biblia. A quien le pregunta cuál es el mayor mandamiento de la Ley, Jesús responde inmediatamente por la afirmación fundamental del monoteísmo bíblico, como si todo lo demás siguiera de ahí: «El primero de todos los mandamientos es este: Escucha, Israel; el Señor tu Dios es el Dios único» (Marcos, XII, 29). Ahora bien: ese Credo in unum Deum de los cristianos, artículo primero de su fe, apareció al mismo tiempo como una evidencia racional irrefragable. Que, si hay un Dios, ese Dios es único, he ahí lo que a partir del siglo XVII nadie se tomará siquiera el trabajo de demostrar, como si se tratase de un principio inmediatamente evidente. Sin embargo, los griegos no pensaron en ello. Lo que los Padres jamás dejaron de afirmar como una creencia fundamental, porque Dios mismo se lo dijo, es una de esas verdades racionales, y la primera de todas en importancia, que no han entrado en la filosofía por el conducto de la razón. Quizá lograríamos hacer comprender mejor la naturaleza de ese fenómeno, cuya influencia sobre el desarrollo de la especulación filosófica fue decisiva, si uniéramos el problema de la esencia de Dios al de su unicidad.
Las dos cuestiones son, en efecto, conexas. Si los filósofos griegos nunca saben exactamente cuántos dioses hay, es porque no tienen de Dios esa idea precisa que hace imposible admitir más de uno. Los mejores de ellos se libran, por un esfuerzo admirable, del materialismo que el politeísmo griego acarreaba consigo; hasta los vemos jerarquizar a los dioses y subordinar los de la fábula a dioses metafísicos, que a su vez se ordenan bajo un dios supremo; pero ¿por qué no le reservan a ese dios supremo la divinidad en propiedad y de modo exclusivo? La respuesta a esa pregunta hay que buscarla en el concepto que se forman de su esencia.
Verdad es que la interpretación de la teología natural de Platón plantea problemas difíciles. Excelentes helenistas, y que al mismo tiempo son filósofos, han sostenido con energía que el platonismo se elevó a una idea de Dios prácticamente indiscernible de la del cristianismo. Según el más firme defensor de esta tesis, el verdadero pensamiento de Platón es que «el grado de divinidad es proporcional al grado de ser; el ser más divino es, pues, el ser más ser; luego el ser más ser es el Ser universal o el Todo del ser». Después de eso, ¿cómo no comprender que τδχαντελώςov en Platón, es el ser universal, es decir, Dios, ese mismo Dios del que Fenelón dirá en su Tratado de la existencia de Dios (II, 52) que encierra en sí «la plenitud y la totalidad del ser», y del que Malebranche, en su Investigación de la Verdad (IV, 11), dirá que su idea es «la idea del ser en general, del ser sin restricción, del ser infinito»?
Nada más literalmente exacto que establecer semejante relación de textos; pero tampoco hay nada más engañoso. El χαντελώς δν de El sofista (248 E), es, en efecto, la totalidad del ser en lo que tiene de inteligible y, por consiguiente, de real; empero lo que quiere significar, es la negativa de seguir a Parménides de Elea en su esfuerzo por negar la realidad del movimiento, del devenir y de la vida. En ese sentido, es muy cierto decir que Platón restituye al ser todo lo que, al poseer un grado cualquiera de inteligibilidad, posee un grado cualquiera de realidad[8]. Pero desde luego Platón ni siquiera nos dice que su “ser universal” sea Dios[9]; y aun suponiendo que se le identifique a Dios, a pesar del silencio de Platón sobre ese punto, todo lo que se puede extraer de esa fórmula es que el dios platónico reúne en sí la totalidad de lo divino como reúne en sí la totalidad del ser. Basta relacionar los dos pensamientos que estamos comparando para ver estallar una profunda divergencia de sentido bajo la comunidad de las fórmulas. Según Platón, «el grado de divinidad es proporcional al grado de ser»; pero no hay grado de divinidad para un cristiano, pues solo Dios la posee. Para Platón, agrégase, «el ser más divino es el ser más ser»; pero, para un cristiano, no puede haber seres más o menos divinos sino por analogía o metáfora; propiamente hablando, no hay más que un Dios, que es el Ser, y seres, que no son Dios. Lo que separa radicalmente a las dos tradiciones es que en Platón no encontramos acepción del vocablo ser que esté reservada propia y exclusivamente a Dios. Por eso a la divinidad se la halla en él siempre en su grado supremo, pero no como un privilegio único; lo divino se encuentra en todo donde está el ser, porque no hay ser que reivindique la plenitud y el privilegio de la divinidad.
Por lo demás, esa es la causa oculta de las dificultades con que tropiezan los intérpretes de Platón, en sus esfuerzos por acercar al Dios cristiano su noción de lo divino. Se han gastado tesoros de ingeniosidad en esa empresa[10]. Unas veces identifican al Demiurgo del Timeo con la idea del Bien de La República, lo cual solo conduce a hacer de ese Demiurgo el Bien y no el Ser[11], cosa que, por lo demás, el mismo Platón nunca hizo[12]. Otras veces quieren reunir en un ser único, que no existe en Platón, la suma de la divinidad, y entonces ya no se sabe qué hacer con esa divinidad difusa que se encuentra por doquier en los seres, más particularmente en las Ideas, como si, en esta doctrina, los dioses no fuesen lo más divino que hay. Pero una dificultad del mismo género espera a los intérpretes de Aristóteles y es la que ahora conviene examinar. ¿Ha tenido éxito este en la difícil operación que consiste en dar cabida, en los cuadros del politeísmo griego, al Ser único del Dios cristiano?
Ciertamente, no faltan textos para apoyar una respuesta afirmativa a esta pregunta. ¿No habla Aristóteles de una esencia soberanamente real, trascendente al orden de las cosas físicas, situada por consiguiente más allá de la naturaleza, y que sería Dios? Parece, pues, que aquí hemos de hallamos verdaderamente ante una teología natural cuyo objeto propio sería, como él mismo lo dice, el “ser en cuanto ser” Metaf., I, i, 1003 a 31), el ser por excelencia (A2, 2, 994 b 18), la substancia siempre en acto y necesaria (A, 1071 b 19 y 1072b 10), en fin, ese Dios que santo Tomás encontrará tan fácilmente en las fórmulas de Aristóteles sin tener jamás que modificarlas en nada. Y, ciertamente, si en las fórmulas de Aristóteles no se hallase nada del Dios cristiano, santo Tomás nunca lo hubiese encontrado. Pudiera decirse que en cierto sentido es difícil acercársele más sin alcanzarlo; pero no es una razón suficiente para decir que lo alcanza. La verdad es que Aristóteles ha comprendido netamente que Dios es, entre todos los seres, el que merece por excelencia el nombre de ser; pero su politeísmo le impedía concebir lo divino como algo más que el atributo de una clase de seres. En él ya no se puede decir, como en Platón, que todo lo que es es divino, pues reserva la divinidad al orden de lo necesario y de la actualidad pura; pero, si su Primer Motor inmóvil es el más divino y el más ser de los seres, entonces sigue siendo uno de los “seres en cuanto seres”. Nunca se dará el caso que su teología natural deje de tener por objeto propio una pluralidad de seres divinos; y eso bastaría para distinguirla radicalmente de la teología natural cristiana. En él, el ser necesario es siempre un colectivo; en los Cristianos, es siempre un singular[13]. Y vayamos más allá todavía. Aun cuando se concediera, contra todos los textos, que el ser de Aristóteles en cuanto ser es un ser único, aún quedaría que ese ser no sería nada más que el acto puro del pensamiento que se piensa. Sería todo eso, pero nada más que eso, y, por lo demás, ese es el motivo por el cual los atributos del Dios de Aristóteles se limitan estrictamente a los del pensamiento. En buena doctrina aristotélica, el primer nombre de Dios es pensamiento y el ser puro se reduce al pensamiento puro; en buena doctrina cristiana, el primer nombre de Dios es el ser. Y porque no se le puede rehusar al Ser ni el pensamiento, ni la voluntad, ni la potencia, es por lo que los atributos del Dios cristiano excederán en cualquier sentido a los del dios de Aristóteles. No se alcanza la noción cristiana del Ser mientras se levantan estatuas a Zeus y a Deméter.
En presencia de esos laboriosos tanteos del pensamiento filosófico, ¡cuán directa parece en su método y sorprendente en sus resultados la vía seguida por la revelación bíblica!
Para saber qué es Dios, es a Dios mismo a quien Moisés se dirige. Queriendo conocer su nombre, se lo pregunta, y esta es la contestación: Ego sum qui sum. Ait: sic dices filiis Israel: qui est misit me ad vos (Éxodo, III, 14). Aquí también, ni una palabra de metafísica, pero Dios ha hablado, la causa se entiende, y el Éxodo es el que sienta el principio del cual quedará suspendida en lo sucesivo toda la filosofía religiosa. A partir de ese momento queda entendido de una vez por todas que el ser es el nombre propio de Dios y que, según la palabra de san Efrén repetida más tarde por san Buenaventura, ese nombre designa su esencia misma[14]. Ahora bien: es decir que el vocablo ser designa la esencia de Dios y que Dios es el único de quien esa palabra designa la esencia, es decir que en Dios la esencia es idéntica a la existencia y que es el único en quien la esencia y la existencia sean idénticas. Por eso, refiriéndose expresamente al texto del Éxodo, santo Tomás de Aquino declarará que entre todos los nombres divinos hay uno que es eminentemente propio de Dios, y este es Qui est, justamente porque no significa nada más que el ser mismo: non enim significat forman aliquam, sed ipsum esse[15]. Principio de inagotable fecundidad metafísica del que todos los estudios que seguirán no harán sino considerar las consecuencias. No hay más que un Dios y ese Dios es el ser: tal es la piedra angular de toda la filosofía cristiana, y no fue Platón, no fue Aristóteles, fue Moisés quien la sentó.










