El espíritu de la filosofía medieval

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[25] ARISTÓTELES, Física, III, 6, 206 b 23. De ello se encuentra una contraprueba histórica interesante en el hecho de que Orígenes, el más griego de los Padres griegos, vacila largamente ante el problema de la infinidad divina: «En efecto, si el poder divino fuese ilimitado, necesariamente no podría tener conciencia de sí mismo; lo que por esencia es sin límites no puede ser asido». De principiis, II, 9, 1. Cf. E. DE FAYE, Origène, sa vie, son œuvre, t. III, pp. 34-35.
[26] Santo TOMÁS DE AQUINO, Compendium theologiae, I, cap. XX.
[27] Op. cit., I, cap. XX.
[28] W. D. Ross, Aristotle, p. 179, habla de una anticipación del argumento ontológico en un escrito de la juventud de Aristóteles, pero si nos atenemos al texto, veremos que se trata de una anticipación de la quarta via de santo Tomás.
[29] San ANSELMO, Proslogion, cap. IV. Esa es, por lo demás, la primera frase del capítulo que sigue al argumento ontológico: «Y es tan verdaderamente, que ni siquiera se puede pensar que no es» (cap. III). Cf. «Así, pues, este ser del que no se puede concebir algo más grande es de un modo tan verdadero que no se puede pensar que no es» (op. cit., cap. m; trad. A. KOYRÉ, París, J. Vrin, p. 15). La manera de ser de Dios, que hace inconcebible su no-existencia, es el “grandor” absoluto de su ser, en otros términos: su infinidad en el orden del ser. Por eso san Anselmo llega a la fórmula que más tarde volverá a usar Malebranche: «Si ergo potest cogitari esse, ex necessitate est. Amplius, si utique vel cogitari potest, necesse est illud esse». «Por consiguiente, si puede ser concebido como existente, necesariamente es. Aún más, si solo puede ser pensado, es necesariamente». Liber apologéticas, cap. I; trad. A. KOYRÉ, p. 73. Es la fuente directa de la fórmula: «Si, pues, se piensa en él, menester es que sea». MALEBRANCHE, Recherche de la vérité, lib. IV, cap. π, art. 3. Véase más adelante, p. 68, nota 32.
[30] San BUENAVENTURA, Itinerarium mentis in Deum, cap. v, η. 3. El mismo teólogo ha formulado muy claramente este carácter propio de la noción cristiana de Dios: designa un objeto cuya no-existencia es impensable. Es uno de esos casos en los cuales la negación misma de una proposición implica su afirmación. Si digo: no hay verdad, hay por lo menos esa verdad que es verdadera: luego, no se puede negar válidamente la verdad sin afirmarla. Si digo: Dios no es, como aquello de que afirmo la no-existencia es el ser mismo, afirmo que el Ser es. Por eso san Buenaventura puso en evidencia, mejor que cualquier otro, la conexión históricamente necesaria de la identificación de Dios y del ser con el argumento llamado ontológico: «Est etiam illud verum certissimum secundum se, pro eo quod est verum primum et immediatissimum, in quo non tantum causa praedicati clauditur in subjecto, sed id ipsum est omnino esse, quod praedicatur, et subjectum quod subjicitur. Unde sicut unio summe distantium est omnino repugnans nostro intellectui, quia nullus intellectus potest cogitare aliquid unum simul esse et non esse; sic divisio omnino unius et indivisi est omnino repugnans eidem, ac per hoc sicut idem esse et non esse, simul summe esse et nullo modo esse est eviden tissimum in sua falsitate; sic primum et summuns ens esse est evidentissimum in sua veritate». San BUENAVENTURA, De mysterio Trinitatis, qu. I, art. 1, Resp.; ed. Quaracchi, t. V. p. 49. «Hoc autem quod primo manifestum est de Deo, scilicet ipsius entitas, et quantum ad hoc non latet, sed patet; et ideo non dubitabile, sed indubitabile», loe. cit., ad. 9m, p. 51.
[31] DUNS ESCOTO, Opus Oxoniense, lib. I, dist. 2, qu. 1 y 2, sec. 2., art. 2, n. 2. Duns Escoto niega, en cierto sentido, que la existencia de Dios sea una verdad inmediatamente evidente, un per se notum; pero agrega que san Anselmo mismo no la creyó tal, puesto que de ella da una demostración. Agreguemos que si Duns Escoto da cabida en su sistema al argumento de san Anselmo, lo hace modificando profundamente el sentido y refiriéndolo a su propia metafísica del ser; no lo aceptaría en la forma misma que san Anselmo le dio. En cuanto a las pruebas de la existencia de Dios en Duns Escoto, deberían ocupar uno de los primeros lugares en una historia de la filosofía cristiana, pues están inmediatamente fundadas sobre la idea de ser y sus propiedades esenciales: la causalidad y la eminencia. Op. Oxon., loe. cit., ed. Quaracchi, n. 244, t. I, p. 201 y sig.
[32] Bien se ve la continuidad de la tradición cristiana en Malebranche: «ARISTE. —Me parece que veo bien vuestro pensamiento. Definís a Dios como se definió él mismo al hablar a Moisés: Dios es aquel que es (Êxod., III, 14)... el ser sin restricción, en una palabra. El Ser es la idea de Dios; es lo que lo representa a nuestro espíritu tal cual lo vemos en esta vida. TEODORO. —Muy bien... Pero el infinito no puede verse sino en sí mismo; pues nada de lo finito puede representar lo infinito. Si se piensa en Dios, menester es que sea. Tal ser, aunque conocido, puede no existir. Se puede ver su esencia sin su existencia, su idea, sin él. Pero no se puede ver la esencia del infinito sin su existencia, la idea del Ser sin el ser». MALEBRANCHE, Entretiens métaphysiques, II, 5. Se comprende que la visión de Dios no ha sido deducida de la Biblia, pero aun la interpretación personal que Malebranche da del argumento de san Anselmo se enlaza con el texto del Éxodo. Fenelón, sin solidarizarse con la metafísica de Malebranche, y declarando que más bien sigue la V Meditación de Descartes, enlaza no menos fuertemente la prueba a la idea de ser: «Es menester, pues, o negar absolutamente que tengamos alguna idea de un ser necesario e infinitamente perfecto, o reconocer que nunca sabríamos concebirlo sino en la existencia actual que hace su esencia». FENELÓN, Traite de Vexistence de Dieu, 2.ª parte, cap. II, 3.ª prueba.
[33] GAUNILON, Liber pro insipiente, 7; Patr. lat., t. 158, c. 247-248.
IV.
LOS SERES Y SU CONTINGENCIA
SI LO QUE HEMOS DICHO ES EXACTO, la revelación cristiana ejerció influencia decisiva sobre el desarrollo de la metafísica al introducir en ella la identificación de Dios y del Ser. Ahora bien: esta primera decisión implicaba una modificación correlativa de nuestra concepción del Universo. Si Dios es el Ser, no es solamente el ser total: totum esse; como acabamos de ver, es también el verdadero ser: verum esse; lo que significa que lo demás no es sino ser parcial y ni siquiera merece verdaderamente el nombre de ser[1]. He ahí, pues, lo que en el primer momento nos parece que constituye la realidad por excelencia: el mundo de la extensión y del movimiento que nos rodea, rechazado en la penumbra de la apariencia y relegado en la zona inferior de una casi irrealidad. Nunca se insistirá bastante sobre la importancia de ese corolario y ahora quisiera señalar por lo menos su significación esencial.
Que la realidad sensible no sea la realidad verdadera no es seguramente una revelación traída por el cristianismo. Todo el mundo recuerda a Platón y la manera en que subordina los seres a sus Ideas. Inmutables, eternas, necesarias, las ideas son; en tanto que mudables, perecederas, contingentes, las cosas son como si no fuesen. Todo cuanto tienen de ser les llega de que participan de las ideas; pero no participan solo de las ideas, puesto que sus formas transitorias no son sino reflejos proyectados por las ideas sobre un receptáculo pasivo, suerte de indeterminación tomada entre el ser y el no-ser, que vive una vida miserable y precaria y cuyos flujos y reflujos, como los de un inmenso Euripo, comunican a los reflejos de las ideas que ellos arrastran su propia indeterminación. Todo lo que sobre el particular ha dicho Platón es verdad para un cristiano, pero de una verdad mucho más profunda de lo que jamás pensó Platón y, en cierto sentido, de otra verdad. Lo que distingue a las filosofías cristianas del helenismo es precisamente el hecho de que aquellas se fundan en una idea del ser divino a la cual ni Platón ni Aristóteles se remontaron jamás.
Desde el momento en que se dice que Dios es el Ser, está claro que en cierto sentido solo Dios es. Admitir lo contrario es comprometerse a sostener que todo es Dios, lo que el pensamiento cristiano no sabría hacer, no solo por razones religiosas, sino también por razones filosóficas, de las cuales la principal es que si todo es Dios, no hay Dios. En efecto, nada de lo que conocemos directamente posee los caracteres del ser. En primer lugar, los cuerpos no son infinitos, puesto que cada uno de ellos está determinado por una esencia que lo limita al definirlo. Lo que conocemos es siempre tal o cual ser, jamás el Ser, y aun suponiendo efectuado el total de lo real y de lo posible, ninguna suma de seres particulares podría reconstituir la unidad de lo que es, pura y simplemente. Pero hay más. Al Ego sum qui sum del Éxodo corresponde exactamente esta otra palabra de la Biblia: Ego Dominus et non mutor (Malaq., III, 6). Y, en efecto, todos los seres por nosotros conocidos se hallan sometidos al devenir, es decir, a la mudanza; no son, pues, seres perfectos e inmutables como lo es necesariamente el Ser mismo[2]. En este sentido no hay hecho ni problema más importante para el pensamiento cristiano que el del movimiento; y porque la filosofía de Aristóteles es esencialmente un análisis del devenir y de sus condiciones metafísicas, esta ha llegado a ser, y siempre seguirá siéndolo, parte integrante de la metafísica cristiana.
A veces extraña ver a santo Tomás de Aquino comentar hasta en su letra misma la física de Aristóteles y sutilizar sobre las nociones de acto y de potencia como si a ello estuviera enlazada la suerte de la teología natural. Y lo está, en cierto modo. El lenguaje de Aristóteles es un lenguaje bien forjado, y por eso los conceptos que allí se expresan forman una ciencia; pero siempre se puede encontrar, bajo las expresiones técnicas que utiliza, la realidad misma de que habla, y esa realidad es casi siempre la del movimiento. Nadie ha discernido más claramente que él su carácter misterioso bajo su misma familiaridad. Todo movimiento implica ser, pues si no hubiese nada, nada podría moverse, y el movimiento es, pues, siempre el de alguna cosa que se mueve. Por otra parte, si lo que se mueve fuese plenamente, no estaría en movimiento, pues cambiar es adquirir ser o perder ser. Para llegar a ser algo es menester primeramente no haberlo sido, y a veces hay que dejar de ser otra cosa, de modo que moverse es el estado de lo que, sin no ser nada, no es sin embargo plenamente el ser. Bergson acusa a Aristóteles y a sus sucesores de haber reducido a cosas el movimiento y de haberlo desmenuzado en una serie de inmovilidades sucesivas. Nada menos cierto; y es confundir a Aristóteles con Descartes, quien, en ese punto preciso, es la negación misma de aquel. Todo el aristotelismo medieval, yendo más allá de la sucesión de los estados de lo móvil, ve en el movimiento cierto modo de ser, es decir en el sentido lato, cierta manera de existir, metafísicamente inherente a la esencia de lo que existe así, y, por consiguiente, inseparable de su naturaleza. Para que las cosas cambien, tal como vemos que hacen, no basta con que, estables en sí mismas, pasen de un estado a otro, como el cuerpo se muda de un lugar a otro sin dejar de ser lo que es en la física de Descartes. Es menester, al contrario, que, como en la física de Aristóteles, aun la mudanza local de un cuerpo señale la mutabilidad intrínseca del cuerpo que se muda, de modo que bajo cierto aspecto, la posibilidad de dejar de estar donde está atestigüe la posibilidad de dejar de ser lo que es.
Esta es la experiencia fundamental que Aristóteles se esfuerza por formular diciendo que el movimiento es el acto de lo que está en potencia en tanto que está en potencia. Es una definición —se admite desde Descartes—, a la cual tenemos derecho de no hacerle caso; y la de Descartes parece seguramente mucho más clara, pero quizá sea, como bien lo vio Leibniz, porque no define en modo alguno el movimiento. No es la definición de Aristóteles lo oscuro, sino el movimiento mismo que ella define: lo que es acto, puesto que es, pero que no es actualidad pura, puesto que deviene y cuya potencialidad, sin embargo, tiende a actualizarse progresivamente, puesto que cambia. Cuando se superan así los vocablos para alcanzar las cosas, no se puede dejar de ver que la presencia del movimiento en un ser es reveladora de cierta falta de actualidad.
Ya se percibe sin duda en qué podía interesar a pensadores cristianos este análisis del devenir y por qué los filósofos de la Edad Media le atribuyeron tanta importancia. Sin embargo, cosa digna de observar, es también uno de los puntos en que mejor se ve cómo el pensamiento cristiano ha sobrepasado al pensamiento griego profundizando las nociones mismas que les son comunes. Leyendo en la Biblia la identidad de la esencia y de la existencia en Dios, los filósofos cristianos no podían dejar de ver que la existencia no es idéntica a la esencia en nada que no sea Dios. Ahora bien: a partir de ese momento, el movimiento dejaba de significar solamente la contingencia de los modos de ser, o aun la contingencia de la substancialidad de los seres que se hacen o se deshacen según sus participaciones cambiantes a lo inteligible de la forma o de la idea; significaba la contingencia radical de la existencia misma de los seres en devenir. En el mundo eterno de Aristóteles, que dura fuera de Dios y sin Dios, la filosofía cristiana introduce la distinción de la esencia y de la existencia. No solo sigue siendo cierto decir que, dejando a Dios a un lado, todo lo que es podría no ser lo que es, sino que también es cierto decir que, fuera de Dios, todo lo que es podría no existir[3]. Esta contingencia radical imprime al mundo que ella afecta un carácter de novedad metafísica muy importante y cuya naturaleza aparece de lleno cuando se plantea el problema de su origen.
Nada más conocido que el primer versículo de la Biblia: «En el principio, creó Dios el cielo y la tierra» (Gén., I, i). Tampoco aquí hay huella de filosofía. Dios no justifica por vía metafísica la afirmación de lo que hace, ni tampoco la definición de lo que es. Sin embargo, ¡qué acuerdo metafísico profundo, necesario, entre esas dos afirmaciones sin pruebas! Si Dios es el Ser, y el único Ser, todo lo que no es Dios solo de Él puede tener su existencia. Por una especie de salto súbito, he ahí toda la contingencia griega excedida y unida, sin filosofía, a su raíz metafísica última[4]. Al entregar en esta fórmula tan sencilla el secreto de su acción creadora, parece que Dios da a los hombres una de esas claves de enigma por largo tiempo buscadas, que por anticipado estamos seguros de que existen, que no encontraremos jamás a menos que nos las den, y cuya evidencia se impone sin embargo con fuerza invencible apenas nos las han dado. El Demiurgo del Timeo está tan cerca del Dios cristiano que toda la Edad Media verá en su actividad como un esbozo de la obra creadora; sin embargo, da todo al universo, salvo la existencia misma[5]. El Primer Motor inmóvil de Aristóteles es también, en cierto sentido, el padre y la causa de todo lo que es, y por eso santo Tomás llegará hasta escribir: Plato et Aristoteles pervenerunt ad cognoscendum principium totius esse. Sin embargo, santo Tomás nunca atribuye la noción de creación al Filósofo, y si no usó ni una sola vez esta expresión para calificar su doctrina del origen del mundo, es que en efecto el primer principio de todo el ser, tal como Platón y Aristóteles lo concibieron, explica integralmente por qué el universo es lo que es, pero no por qué es[6].
Menos conciliadores en la forma que santo Tomás, los agustinianos de la Edad Media se complacieron en señalar esta laguna de la filosofía griega y aun a veces reprochándosela con amargura[7]. Otros intérpretes, sobre todo entre los modernos, sin llegar hasta ver en esa laguna la marca de un vicio congénito del aristotelismo, al comprobar que Aristóteles permanece completamente ajeno a la noción de creación[8], ven en ese olvido un silogismo grave, que lo pone en contradicción con sus propios principios[9]. La verdad es quizá más sencilla todavía, pues lo que faltaba a Aristóteles para concebir la creación era precisamente el principio. Si hubiese sabido que Dios es el Ser y que en Él solo la existencia es idéntica a la esencia, sería en efecto inexcusable de no haber pensado en la creación. Una causa primera que es el Ser y que no es causa del ser para todo lo demás, sería evidentemente absurdo. No se necesitaba el genio metafísico de Platón o de Aristóteles para darse cuenta de ello, y por poco especulativos que se suponga a los primeros cristianos, lo fueron bastante como para darse cuenta. Ya en la Epístola de san Clemente, es decir, en el primer siglo después de Jesucristo, vemos aparecer el universo cristiano, con la existencia contingente que le es propia, pues Dios «ha constituido todo por el verbo de su majestad y puede subvertirlo todo por su verbo» (Epist. ad Corinth., XXVII, 4). Por más modesto metafísico que fuese el autor de El Pastor de Hermas, es bastante especulativo para comprender que el primer mandamiento de la Ley implica, también la noción de creación: «Ante todo, cree que existe un Dios único, que ha creado todo y ha acabado todo, y ha hecho pasar a todo de la nada a la existencia; lo contiene todo y nada puede contenerlo» (Mand., I, 1). Y aún no estamos sino a comienzos del siglo ii. En la misma época, la Apología de Aristides extrae una prueba de la creación de la comprobación misma del movimiento, esbozando así lo que el tomismo desarrollará en el siglo xiii con una técnica más rigurosa, pero exactamente con el mismo espíritu[10]. Y si queremos llegar hasta fines del siglo ii, encontraremos en la Cohortatio ad Graecos (XXII-XXIII) una crítica directa del platonismo, con su dios artífice, pero no creador, a cuyo poder escapa el ser mismo del principio material. Nada más sencillo para aquellos cristianos; pero, si supieron lo que los filósofos ignoraron, es sencillamente, como lo reconoce sin dificultad Teófilo de Antioquía, (Ad Autolyc., II-1 o) porque habían leído la primera línea del Génesis. Ni Platón ni Aristóteles la leyeron, y eso quizá haya cambiado toda la historia de la filosofía. Seguramente pueden acumularse como plazca los textos en que Platón pone al Uno en el origen de lo múltiple y Aristóteles al necesario en el origen de lo contingente[11]. Pero en ningún caso la contingencia metafísica de que hablan podría exceder la unidad y el ser en el cual piensan. Que la multiplicidad del mundo de Platón sea contingente en relación a la unidad de la Idea, es cosa natural; que los seres del mundo de Aristóteles, arrastrados de generaciones a corrupciones por la marea incesante del devenir, sean contingentes en relación a la necesidad del primer motor inmóvil, es igualmente natural; pero que la contingencia griega en el orden de la inteligibilidad y del devenir alcanzara alguna vez la profundidad de la contingencia cristiana en el orden de la existencia, es de lo que no tenemos ninguna señal y lo que no se podía pensar en concebir antes de haber concebido al Dios cristiano. Producir el ser, pura y simplemente, es la acción propia del Ser mismo[12]. No se puede alcanzar la noción de creación ni la distinción real de la esencia y de la existencia en lo que no es Dios, mientras se admitan cuarenta y cuatro seres en cuanto seres. Lo que falta tanto a Platón como a Aristóteles es el Ego sum qui sum.
Esta conquista metafísica marcaba evidentemente un progreso considerable para la noción de Dios, pero modificaba correlativamente, y de manera no menos profunda, la noción del universo tal cual la habían concebido hasta entonces. A partir del momento en que el mundo sensible es considerado como el resultado de un acto creador, que no solo le ha dado la existencia, sino que se la conserva en cada uno de los momentos sucesivos de su duración, ese mundo sensible se encuentra en grado tal de dependencia que viene a quedar herido de contingencia hasta en la raíz de su ser. En lugar de hallarse suspendido a la necesidad de un pensamiento que se piensa, el universo está suspendido a la libertad de una voluntad que lo quiere. Esta visión metafísica nos es familiar hoy día, pues el mundo cristiano no es solamente el de santo Tomás, de san Buenaventura y de Duns Escoto, es también el de Descartes, de Leibniz y de Malebranche; ya no nos damos cuenta sino difícilmente del cambio de perspectiva que ella supone en relación a la concepción griega de la naturaleza. Sin embargo, es imposible pensar en ello seriamente sin experimentar cierto terror. Más allá de las formas, de las armonías y de los números, son las existencias mismas las que en lo sucesivo no se bastan; este universo creado, del que san Agustín decía que por sí mismo se inclina sin cesar hacia la nada, es a cada instante salvado del no-ser solo por el don permanente de un ser que aquel no puede ni darse ni conservarse. Nada es, nada se hace, nada hace, sin que su existencia, su devenir y su eficiencia no sean tomados a la subsistencia inmóvil del Ser infinito. El mundo cristiano no relata solo la gloria de Dios por el espectáculo de su magnificencia, lo atestigua por el hecho mismo de que existe: «He dicho a todas las cosas que rodean a mis sentidos: habladme de mi Dios, vosotras que no lo sois, decidme algo de Él. Y todas gritaban con voz fuerte: ¡Él es quien nos ha hecho! Para interrogarlas, las miro y no tengo más que verlas para comprender su respuesta»[13]. Ipse jecit nos; la vieja palabra del Salmo no resonó nunca para los oídos de Aristóteles, pero san Agustín la oyó y las pruebas cosmológicas de la existencia de Dios se vieron transformadas.
Puesto que, en efecto, la relación entre mundo y Dios reviste un aspecto nuevo en la filosofía cristiana, es menester necesariamente que las pruebas de la existencia de Dios asuman una significación nueva. Nadie ignora que toda la especulación de los Padres de la Iglesia y de los pensadores de la Edad Media sobre la posibilidad de probar a Dios a partir de sus obras va directamente unida a la famosa palabra de san Pablo en la Epístola a los romanos (I, 20): invisibilia Dei per ea quae jacta sunt, intellecta conspiciuntur. En cambio, no parece que se haya prestado suficiente atención a un hecho, cuya importancia es, sin embargo, capital: que al unirse a san Pablo, todos los filósofos cristianos se apartaban por eso mismo de la filosofía griega. Probar la existencia de Dios per ea quae jacta sunt, es comprometerse por anticipado a probar su existencia como creador del universo; en otros términos, es admitir desde la iniciación de la investigación que la causa eficiente que se trata de probar por el mundo no puede ser sino su causa creadora y, por consiguiente también, que la noción de creación estará necesariamente implicada en toda demostración de la existencia del Dios cristiano.
Que tal sea el pensamiento de san Agustín, no se puede poner en duda, puesto que la célebre subida del alma hacia Dios, en el Libro X de las Confesiones, supone que el alma excede sucesivamente a todas las cosas que no se han hecho para elevarse al creador que las ha hecho. En cambio, el lenguaje aristotélico de que usa santo Tomás, aquí como en otras partes, parece haber equivocado a excelentes historiadores sobre el verdadero sentido de las pruebas cosmológicas o, como él mismo se expresa, de las “vías” que sigue para establecer la existencia de Dios.
Obsérvese primero que, para él como para todo pensador cristiano, la relación de efecto a causa que une la naturaleza a Dios se plantea en el orden y sobre el plano de la existencia misma. Sobre ese punto no hay duda posible: «Todo lo que es, en un sentido cualquiera, debe necesariamente su ser a Dios. De un modo general, en efecto, para todo lo que depende de un orden, se comprueba que lo que es primero y perfecto en un orden cualquiera es causa de lo que le es posterior en el mismo orden. Por ejemplo: el fuego, que es el más caliente de los cuerpos, es causa del calor de los demás cuerpos calientes, pues lo imperfecto extrae siempre su origen de lo perfecto, como la simiente viene de los animales o de las plantas. Ahora bien: hemos demostrado precedentemente que Dios es el ser primero y absolutamente perfecto; debe ser, pues, necesariamente, la causa que hace ser todo lo que es»[14]. Los ejemplos sensibles que utiliza aquí santo Tomás no pueden ocasionar dificultad, pues está claro que, lejos de requerir una materia preexistente para ejercerse sobre ella, la acción creadora excluye toda suposición de ese género. Es como acto primero del ser que Dios es causa de los seres; la materia no es sino el ser en potencia, ¿cómo condicionaría la actividad del acto puro?[15]. En realidad, todo depende del acto creador, y hasta la materia misma; hay que admitir, pues, antes que cualquier otra causalidad ejercida por Dios en la naturaleza, aquella por la cual causa al ser mismo de la naturaleza; y por eso, todas las demostraciones cristianas de la existencia de Dios por la causa eficiente son en realidad otras tantas pruebas de la creación. Es posible no percibirla a primera vista, y sin embargo la misma prueba por el primer motor inmóvil, la más aristotélica de todas, no puede recibir otra interpretación. Movere prae supponit esse[16]: ¿en qué queda la prueba de Aristóteles a la luz de este principio?










