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Alguien posa sus manos en tus hombros. Estás desconcertada, donde debería haber ira tan solo hay compasión. La de religión llora entre hipidos mientras se aprieta un pañuelo contra la boca y te quedas sin respiración, al darte cuenta de que el motivo por el que te están rodeando para sacarte del patio no es lo que tú imaginabas. No sabes lo que pasa, pero comienzas a intuir que va a dolerte mucho cuando te separan de ella y ves su mirada de preocupación y te guían lentamente hacia la puerta. En los ojos de tus compañeros de patio, de travesuras, de intercambios, de chuletas en un instituto público de un barrio pobre, no ves otra cosa que la tristeza, la compasión y la pena y te dejas contagiar por ese destino fatal que está a punto de poseerte, porque aún sin saber todavía lo que pasa eres consciente plenamente de que algo demasiado doloroso, incluso para ti, está a punto de cambiar tu vida para siempre.
Tu padre ha muerto.
Te sujetan para que no te desmayes, pero resulta imposible no caerse al suelo cuando uno de los pilares de tu vida se ha roto para siempre.
Después de aquello, pasan unos cuantos meses de silencio en casa. Empieza a irte mal en el instituto. No mal como antes cuando apenas ibas a clase, sino tan mal que no tienes ganas de volver. El médico firma una crisis reactiva para ti y tu madre. Os manda unas pequeñas pastillas que deberéis tomar para dormir y dejar de llorar, pero tú no haces ni puto caso, quieres pasar el dolor despierta porque sientes la necesidad de abrir los ojos y ver que tu madre sí continúa viva.
Durante unas semanas, no quieres ver a nadie. Tan solo te dedicas a hacer puzles con las piezas de un mecano que cogiste de la basura. Primero un muro, después un pequeño coche sin motor, luego un helicóptero. Añade más piezas. Aquello no funciona. Madre sigue haciendo croquetas infumables. Al final construye un tanque y le pone una flor de plastilina en el cañón. Vaga por las calles como un fantasma. Su amiga va a verla. Tiene la mirada distinta. Le besa en la frente y siente que algo vuelve a estallar dentro de ella, pero se queda en nada cuando al minuto siguiente vuelve a estar vacía y triste. Sola. Construyendo un pequeño objeto de metal cada noche. Roba tornillos en la oscuridad del parque mientras intenta atacarle un yonqui con el que se pelea, a quien rompe la nariz tras una explosión de ira y, al fin, un día de verano, cuando ya el frío ha decidido marcharse durante unos meses, viene a casa un viejo amigo de su padre. Tras un intenso encuentro, en el que les ofrece ayuda económica, le propone volver a su pequeño trabajo de recadera, sin peligro. Solo tiene que ir con su moto, de nuevo, a por piezas que de vez en cuando le faltan y a cambio le dará un pequeño sueldo. Le pregunta a su madre si es lo correcto. No contesta nada, mira al mueble vacío, por su padre o, mejor dicho, por la ausencia de él. Ella lo sabe, aunque él no se lo dice. Mira la silla vacía, en la que él solía sentarse y acepta, porque ya ha comprendido que necesita volver a buscar esa serenidad plausible que él había traído a casa después de cuarenta años de pelea con el mundo.
Con dieciséis años, Raquel deja los estudios. Aprende a conducir entre el espantoso tráfico de Madrid, con la pericia de un rutero experimentado. Se deshace de su cuerpo de niña y en una lata de Coca-Cola empieza a meter el dinero que le sobra con un objetivo muy claro: comprarse una gran moto y volar para siempre de ese pequeño barrio en el que los recuerdos parecen gotas de una lluvia de plomo que agujerean los tejados de una edad demasiado temprana.
Raquel no tiene prisa. Si hay algo que le ha enseñado la vida es que los grandes libros que una quiere escribir casi siempre deberían empezar a escribirse en pequeños capítulos. Por eso, cuando después de cuatro años ha reunido el dinero suficiente, consigue que alguien le venda, sin estar segura de que podría conducirla, una gran y vieja moto con más de quince años, pero con un rugido y potencia que le gusta.
Cuando por fin la tiene entre sus manos, aparca la Vespino con la que hacía de recadera menor del reino y se compra el mejor casco que puede pagar. Amplía su pequeño negocio. Se marcha cuando amanece, vuelve al anochecer y siempre encuentra tiempo para conversar con su madre, comprar el pan, visitar a nuevos y viejos amigos. A fuerza de hablar con el casco puesto, terminan por apodarle Mensaka.
En sus viajes a través de una ciudad superpoblada y maldita, se afana en encontrar pequeñas piezas de mecano que están descatalogadas y con las que pretende encajar el gran puzle que constituye su vida. Pronto compra un dietario pequeñito de color rojo en el que pretende anotarlo todo, cada céntimo que necesitará para volar lejos de esa ciudad que la consume. Lo anota todo con la precisión de un reloj suizo. Ya ha comenzado la cuenta atrás. Solo tres mil euros para no volver. Mensaka no tiene prisa. Es muy buena en una cosa: trazar un plan y cumplirlo a rajatabla.
Al fin entro. Al principio del tiempo que he perdido todo es oscuridad, pero, en el techo, una bola de cristal nos proyecta luces de colores que vienen a hablarme de todas las cosas que dejé de disfrutar con el paso del tiempo. Miro mis zapatos, con sus enormes tacones son un dique que me separa de la penumbra de la vida. Es izarme sobre ellos y sentirme viva. Aún me tiemblan las piernas, por el miedo, por el cansancio, por los recuerdos que no paran de aparecerse en mi vida como fantasmas en una pesadilla. Me dejo llevar, por los fantasmas no, por la música, dentro de mí resuenan esos timbales. Conozco esta canción, casi tan bien como he llegado a conocerme a mí misma. Voy deslizándome por la pista con los ojos cerrados, sintiendo que los distintos tonos de la bola del techo y su armonía van penetrándome. Me apoyo ligeramente en la espalda de este, que me ofrece su piel desnuda como el cobijo en el que habrán descansado todas las bestias del universo. Ahora salta y vuelo por el aire, tocando por un momento el cielo y sintiendo que vuelvo a ser libre. Abro los ojos. Aterrada, lo encuentro.
HOPE THERE´S SOMEONE

El alcohol me pone triste. Es una de las cosas a las que no consigo acostumbrarme. El efecto que producen en mí las copas de más del día anterior es la evidencia inútil de que se me ha ido la mano.
Cada espectáculo, cada eventual y ordinario baile con tintes pornográficos es la precuela de la borrachera a la que indefectiblemente daré paso. Llego, hago lo que tengo que hacer, trazando un recuerdo inexacto de lo que hacía tan bien. Toco las cabezas de los amigotes que acompañan al novio y ya de paso gorroneo, noche sí y noche también, cualquier copa que cae en mis manos.
Esto será lo último que veréis de mí. Les digo. Mi cuerpo será lo último que veréis de mí, pero cada noche que actúo, cada noche que voy a una sala habilitada como camerino y me maquillo como una Drag Queen y me unto de crema con brillos dorados y me afeito todo el vello del cuerpo y así me muestro al público, cada noche que eso sucede, vuelvo a sentirme orgullosa de ser ese pedazo de carne sucia e impermeable que ha levantado tantas banderas de victoria. Tantos estandartes que hacía años parecían muertos.
No solo me gusta el sexo. Sé que todo el mundo que me ve bailar y moverme en el escenario y echarme agua helada por el pecho mientras me reclino hacia atrás piensa lo contrario. Sé que la mayoría piensan que quiero que me follen. Están equivocados. Veo lo que hace el sexo en las personas. Y sé lo que ha hecho el sexo en mi vida, por eso hoy hace casi seis meses que decidí que nunca más tendré nada. Ni compromisos, ni sexo, ni relaciones, ni celos, ni rutinas. He decidido que puedo vivir sin mezclarme, sin herirme y sin confundirme. Esta promesa no incluye masturbarse, puesto que es humano quererse y respetarse. Es humano desear sentirse querido y nadie mejor que una misma para comprenderse y satisfacerse. Nadie mejor que una misma para no herirse.
Ahora hace calor. Todavía hace calor. Parecía que iba a llegar el invierno, pero no. Afuera hay treinta grados. La gente acude con el verano en el cuerpo todavía a verme. Se me está haciendo pesado que el verano sea tan largo, que el otoño tan corto y que la gente se siga casando. Todavía hay gente que sigue prometiéndose amor eterno a la luz de la luna sin darse cuenta de que en diez o quince años como mucho estarán tan cansados de mirarse el uno al otro que desearán que acabe el verano y no volver a follar en su vida. El sexo te mete en problemas, te lo digo yo.
Han pasado los años. Hace un tiempo solía reunirme en torno a un banco del parque con mis amigas. Bebíamos, fumábamos y bailábamos. Todas las noches montábamos una juerga diferente, con quince años era la reina de la pista. Con quince años, lo único que me preocupaba era el modelo que iba a ponerme el fin de semana, la música que iba a interiorizar a fuerza de pincharla una y otra vez, los pasos, los músculos, las torsiones con las que iba a exhibir mi cuerpo, mi mente y mi filosofía de vida ante los demás. No me preocupaban una mierda los libros, ni el instituto, ni mis padres, ni los tarados de los profes. En realidad, lo único que me preocupaba era llegar sana, salva y exuberante al fin de semana.
Me preocupaba poder maquillarme, afeitarme y lucir brillos dorados. Me preocupaba no ser capaz de arquear mi espalda en el ángulo adecuado. Me preocupaba llegar a los diecisiete y seguir siendo virgen. Yo quería ser guapa. Quería sentirme guapa y quería que la gente me quisiera por ser yo misma. Todo ello sin dar nada a cambio, obviamente.
Mi vida se convirtió en un fin de semana constante. Hubo grupos, personas, novios, amigos y amigas que fueron desfilando por mi vida y compartiendo, minuto a minuto, la que siempre fue la mayor de mis aficiones. Al final, a fuerza de darnos golpes en el parqué de la pista de baile, la mayoría me abandonaron.
Dicen que hay que tener tiempo para cambiar las cosas. Yo siempre he creído que hay que tener cosas para cambiar el tiempo, ya que si te dedicas por entero a tu sueño existe una probabilidad muy alta de que puedas llegar a alcanzarlo. También existe una probabilidad de que no y termines como yo, robando culines de cubatas a los solterones de turno que pagan los servicios de una villana travestida de streaper que ha decidido ganarse la vida de la mejor forma posible.
Una súper villana que no quiere tener sexo. Así de dura es la vida.
Sí, yo con mis tacones de aguja y mi cuero negro. Con los pantalones cortos que me tapan escasamente los glúteos. Con esta deforme sensación de pérdida de la juventud constante, que se retrae ante las erectas verdades que cada día intentan plantarme porque sí.
Noto sus penes erectos saludándome, pero yo, que ya no creo en casi nada, los ignoro. En parte porque me duele sentirme penetrada, en parte porque me he hecho la promesa y voy a cumplirla de no regalar nunca más mi cuerpo.
Una streaper que no folla. Así de rara es la vida.
Una streaper que ya tampoco baila, como no podía ser de otra manera.
A mí nadie me toca el culo. Yo hago arte. No soy una puta. No le consiento a ningún espectador que me ponga la mano encima, aunque el objetivo de mi actuación sea que deseen tocarme más que continuar respirando. Bajo ningún concepto permito que me soben y me agiten. Me desmenucen y me chupen. Me laman y se rocen. No. Esto no funciona así. Ellos tienen que necesitarlo y yo tengo que prohibirlo.
Cada vez que lo pienso, cada vez que recuerdo como empezó todo, me desarmo. Ahora pienso en cuando quería bailar y recorrer el mundo, hacer la maleta y darme el viaje de mi vida, pero pronto, muy temprano, descubrí que las cosas no suceden como una quiere y que para todo en esta vida, incluso para dejar de sufrir, hay que tener dinero. Ríete, sí, pero yo sé que con el suficiente dinero en el bolsillo las cosas hubieran sido muy distintas a como realmente fueron.
Uno de los sueños de mi juventud, cuando solíamos quedar en el parque y montar aquellas juergas metafísicas hasta altas horas de la madrugada, era viajar a Las Vegas. Queríamos cruzar el desierto en un descapotable rojo, parar cada cien kilómetros para beber cerveza en las retro gasolineras del camino y ver las serpientes de cascabel horadar la tierra seca que nos rodeaba. Nos habíamos leído En el camino de Kerouac y pensábamos mucho en viajar. Bueno, respecto a esto, tengo que confesar que soy más de escuchar cómo me leen que de leer.
Tuve un novia, era la que me leía. Ahora está de moda, pero, hace diez años, si eras chica y tenías novia, tenías que estar muy fuerte, tenías que tener la cabeza en tu sitio. Juro por Dios y con el corazón en la mano que nadie me ha dado tanto placer como ella. Conocía mi cuerpo como si fuera el suyo. Nadie me quiso más, ni con más lealtad, ni con más pasión, ni con más transparencia de la que ella fue capaz de darme. Nos gustaba estar juntas y compartirlo todo, el baile, el sexo, los libros. Los sueños y las miserias. Los pedazos de aliento que se escapaban en las madrugadas que compartíamos juntas. Éramos felices porque nos complementábamos y porque teníamos algo en común. Teníamos un sueño, las dos queríamos marcharnos lejos a un solitario país en el que pudiéramos conducir por una carretera infinita que cruzara un desierto lleno de serpientes de cascabel. Ella quería conducir por esa inmensa carretera y yo quería bailar por el camino. Pensaba en hacer el amor con ella en mitad del desierto, con el peligro y la soledad pisándonos los talones mientras sobrevivíamos a una existencia mezquina que no estaba hecha para nosotras. Cuando volvía de las clases a casa, con aquellos enormes cascos con los que me fundía los tímpanos, pensaba sobre todo en irme de allí, en pegar un salto enorme con mis enormes zapatos de plataforma y cruzar el océano. Cogerla de la mano, del brazo, de los labios. Soñaba con construir una balsa, a fuerza de torsiones, giros, saltos y pasos de baile. Hundirla para siempre en mi pecho, en mis ojos, en mis manos. Soñaba con pegar los recortes de mis ilusiones con el sudor de las horas que había pasado imaginando que llegaría hasta esa barra de metal en la que podría caer dejando a todo el mundo con la boca abierta. Al fondo estaba ella, siempre estaba ella, poniendo la música, ejecutando mentalmente los pasos que había dado miles de veces antes de conocer siquiera el primer escenario.
Detrás de los sueños vienen los planes. Esto es algo que sabe todo el mundo. No hay que ser un genio para darse cuenta de ello. Primero sueñas, luego ejecutas, pero, entonces, sucedió algo. Se nos rompió la ilusión, el mito, la esperanza o el sueño. En algún momento del tiempo, a fuerza de recordar que íbamos a hacerlo, algo hizo clic entre nosotras y empezamos a ver todo en lo que habíamos fundamentado nuestra relación como algo absurdo, infantil y ridículo y, como nuestra única conexión era ya el sexo, nos dedicamos a agotarlo. Nos dedicamos a disfrutarlo hasta sus últimas consecuencias, obviando todo lo demás: la ilusión, el afecto, la complicidad, los sueños, que a ella le gustara leerme y a mí me volviera loca escucharla. Pronto desapareció de nuestra cabeza la idea de hacer el amor en medio del desierto y también lo hizo la esperanza de seguir viajando, aunque fuera imaginariamente, a todos esos lugares que nos estaban esperando para vernos triunfar.
Se volvió huraña.
Me volví mezquina.
Y al cabo de unos meses decidí que estar enamorada de otra mujer que no fuera yo era demasiado complicado y quise elegir a otra persona que me leyera. Seguí con mi mirada a ese chico tan raro que iba siempre a leer al parque. Tracé un plan y conseguí que al final se fijara en mi existencia y después conseguí que me leyera y que quisiera follarme a todas horas, pero no me di cuenta de que dentro encerraba un animal mucho más peligroso y salvaje que la simple rotura de un sueño. Lo que había dentro de él no podía comprenderlo, ni mucho menos dominarlo y antes de que terminara enamorándome perdidamente de su visceralidad, de su inquietante y brillante pensamiento, decidí marcharme muy lejos. A un lugar donde pudiera bailar, obviamente en la soledad de una ciudad en la que ya no buscaría quien quisiera leerme.
Cuando alcancé la mayoría de edad, hice la maleta con cuatro cosas. En medio de la noche, dejé una nota a mis padres. Tomé un avión hacia el Mediterráneo y no volví a dar señales de vida hasta pasadas unas semanas. Se fraguó un gran drama cuando mi familia descubrió que me había marchado. No he comprendido hasta hace poco tiempo la dimensión del daño que les había causado, pero en aquel momento yo era joven, sentía que estaba por encima de todas las cosas y quería ser libre, tanto como me lo permitiese la vida.
Mi único límite era físico. Llegaba hasta donde me sentía cansada, después paraba, tomaba aire y volvía a comenzar. Mi vida se convirtió en una huida hacia delante, siempre en busca de ilusiones que no sé todavía si conseguí satisfacer. Quebranté muchas de la normas que la sociedad tenía para mí, hice daño a casi toda la gente que me quería. Pasé por encima de los demás y eso es algo que creo que nunca podré perdonarme.
Amaneció. Al llegar a la costa, no paré de buscarme la vida y de seguir haciéndome ilusiones. Iba a clases de baile, trabajaba de camarera los fines de semana en un pub, en el que después de las dos de la mañana me dejaban abandonar la barra y subirme a la tarima. Aquello no era exactamente lo que yo había soñado para mí, pero me permitía ganarme la vida y seguir haciendo lo que más me gustaba. Por supuesto, jamás me planteé que aquello no era una profesión, que no me daría para mantenerme, sino todo lo contrario. Tuve que renunciar a muchas comodidades para reunir una cantidad de dinero tal que me permitiese cumplir con mis sueños. Solo pensaba en convertirme en una estrella del pool dance. Seguí soñando con ir a Las Vegas y, tras mucho esfuerzo y sacrificio, al final conseguí el dinero suficiente para pagarme ese ansiado viaje.
Sin embargo, el destino a veces tiene sorpresas para ti y Estados Unidos no es el país que yo había imaginado. Pensé que el mundo se rendiría a mis pies, igual que lo habían hecho todas las personas que se habían enamorado de mí y de mi forma de bailar, pero la realidad que me recibió allí fue diametralmente opuesta a todo cuanto yo había imaginado. Para empezar, no tenía ni la más mínima idea de inglés. No digo ya a un nivel en el que pudiera entender lo que la gente a mi alrededor me decía, sino a un nivel en el que pudiera leer las simples instrucciones del chaleco salvavidas del avión. Había planteado mi estancia de forma que pudiera subsistir durante mi primer mes allí casi sin comer, solamente pagando el alojamiento, porque tenía la esperanza de que en algún pub nocturno alguien me daría un trabajo, pero, al no entender el idioma en absoluto, me vi pidiendo por la calle.
Al principio me importaba mucho. Era denigrante salir a la calle y extender la mano esperando que alguien quisiera darme unos centavos. Pensé que en cualquier momento iba a cruzarme con alguien que me conociera y que le contase a uno o a otra que, en realidad, la vida no me iba tan bien como yo había contado. Más tarde encontré una forma más creativa de ganarme la vida. Compré unas tizas, dibujé en el suelo un parqué de baile. Me hice con unos altavoces para enchufar mi reproductor y me dediqué durante horas a deslizarme por aquel suelo, que era incómodo, duro, frío y extremadamente hostil. Con el tiempo, conseguí que la gente se parase en la calle a verme, a pesar de que yo era incapaz de comunicarme con ellos y ellos eran incapaces de entenderme. Habíamos encontrado un lenguaje común con el que comunicarnos que se basaba en que yo bailaba mientras ellos me aplaudían. Pronto se corrió la voz y vino otra gente que quiso bailar conmigo.
Al fin tuve la oportunidad de aprender, a un nivel hispano, su idioma y de vivir en un lugar que era diametralmente opuesto al albergue con baño compartido que yo había reservado para mí.
Nuevamente, volvieron los sueños. Conseguí entrar en una academia en la que aprendí todo lo que quise. Obtuve un trabajo y, claro, como no podía ser de otra manera y sintiéndome tan libre como me sentía, volví a abrir mi corazón y mi cuerpo a otra persona que no tenía nada que ver con todo lo que yo había conocido en España. Me enamoré perdidamente, sin darme cuenta de lo que eso supondría para mí en el futuro.
9

Tuve suerte en la vida. Ese no es problema. Me hacen gracia las personas que se pasan la vida evaluando y analizando el pasado de los otros con el objeto de darle alguna salida digna a los crueles actos inhumanos que puedan cometer. Siento tener que llevarles la contraria, especialistas de la educación y la salud pública. Yo fui educado en una familia estructurada y rica que parecía quererme y que me dio, mientras pudo, todo lo que quise, necesité o anhelé. No tuve hermanos. No tuve disputas por los juguetes, todo, cualquier cosa, me era entregada sin la más mínima resistencia. Cuando cumplí los dieciséis años me di cuenta de que no era una persona normal. No, no lo era. Allí donde los demás decían que nacía el amor, a mí solo me crecía barba. Barba y semen. Incapaz de controlar mis impulsos más primarios, me dediqué a robarles a mis mejores amigas la virginidad por el puro placer de conseguirlo. Algunas veces mediante el juego, otras mediante el engaño, la mayoría mediante argucias y triquiñuelas. No me quedó tiempo para ser honesto, entendiendo la honestidad como un acto de valentía en el que los hombres, que dicen amar a las mujeres, realmente las aman y no quieren otra cosa de ellas que pueda ser, por ejemplo, follárselas. De hecho, en comparación con lo que hice, puede que el acto más honesto que esté cometiendo sea este, andar hacia la playa, confesando mis crímenes con la esperanza de que Dios o lo que sea que esté ahí arriba me perdone o me extermine. Ahora que sé que lo mío no tiene remedio, creo que lo mejor, aunque sea por puro interés, es pedir perdón a quién corresponda y esperar, con la vana fe del que se sabe culpable, que una deidad cualquiera, a la que tampoco le importé demasiado, me tienda la mano o me extermine. Alguien debe apiadarse de mí, es un hecho demostrado que no me arrepiento porque no quiera, sino porque no puedo. No sé gestionar mis emociones, eso es así.
Es difícil de entender, pero creo que al final de estas palabras, confesiones o lo que sea, vosotros seréis capaces de estar en mi mente y yo habré sido capaz de estar en la vuestra. Olvidaos de todo cuánto habéis vivido, pues lo fundamental permanece inalterable, cuando uno no desea ver la realidad. Que si queremos ayuda. Que si la pedimos. Que si la necesitamos ¿Para qué necesitamos ayuda en un mundo en el que no podemos saborear la realidad? ¿Para qué ser más consciente de que lo que te rodea te está vetado de nacimiento? Nosotros, y cualquiera que haya perdido la capacidad de amar, lo que queremos es morirnos o, en el mejor de los casos, matarnos, o que alguien nos mate.
Es sencillo.
Imagínate que un día por la mañana te levantas y al sentarte a desayunar descubres que no distingues los sabores. Al principio, la gente que te rodea y que te quiere intentará encontrar una explicación que todos podáis entender. Después pasará el tiempo y tomaréis conciencia de que tus papilas ya no son lo que eran o, sencillamente, es que nunca ha existido la capacidad de degustar allí. Desesperados, buscaréis ayuda, con todos los recursos que tengáis. Iréis a uno y otro médico. Tú querrás ser un chico normal que disfruta con las hamburguesas, helados y el sabor salino de las chicas de su edad. Tus padres querrán que disfrutes comiendo como el resto de las personas, pero pasarán los días y los meses y, tras muchos especialistas, todos os daréis cuenta de que donde debería haber un mundo de explosiones no hay otra cosa, sino un enorme vacío. Eso dolerá, pero no será nada en comparación con lo que os deparará el futuro. Pronto os sentaréis todos en la misma mesa y, fracaso tras fracaso, dejaréis de miraros como personas que antes se degustaban las unas a las otras y comprenderéis cuánto de mentira había en vuestra cotidianidad.