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Toda la vida fingiendo que podías ser un gran chef y, al despertar, ¡oh, qué gran putada! descubrir que no puedes distinguir lo dulce de lo salado.
Ni lo amargo de lo picante.
Ni el odio del amor.
Afligido, buscarás nuevas sensaciones que te lleven al extremo y en ellas no encontrarás nada más allá que un atajo de calorías insustanciales. Un postre, otro, otro y otro y al final la nada. El vacío, la inocuidad y la vida desfilarán ante tus ojos burlándose de ti, dejando ver cómo los demás lloran y ríen y disfrutan del sexo y son felices y, mientras, tú te quedas esperando a que en el último plato te sirvan algo que merezca la pena.
Un día mirarás unos ojos de color castaño que te parezcan hermosos y después de cinco minutos caerás en la cuenta de que jamás podrás hacer que sonrían y te sentirás triste, porque para ti la tristeza es el sentimiento comodín. Lo más parecido al amor y lo más parecido al odio. Lo más parecido a volver a casa.
Me toco la barba. He tenido que dejarme barba porque me han reconocido circulando por la zona. Varón de unos veinticinco años. Ojos y pelo moreno. Sin barba, delgado y fibroso, de aspecto aseado pero informal, de mirada fría, enfermiza, impenetrable y huidiza. Español. No sonríe. Nunca sonríe. Será porque la vida jamás le ha hecho ni puta gracia. Es él, sin duda alguna, es él.
Avanzo con pasos gigantes de gacela tuerta dispuesto a perderme entre la multitud de una ciudad que no es ni demasiado grande ni demasiado pequeña. Ni demasiado bonita ni demasiado fea. Entre el gentío estival, busco el anonimato, el calor, pasar desapercibido por lo que acaba de suceder. Busco la inflexión de mi pene, pero todavía, pese a mis anchos vaqueros, me delata. O eso es lo que yo creo, tal vez sea solo mi imaginación y es lo que pienso, pero no es cierto. Paso la mano por encima de la cremallera mientras camino, haciendo el amago de rascarme, como intentando disimular que aquello está a punto de explotar entre la gente, como intentando dejar de ser el pervertido que soy. Tengo la intención de saber si todavía está pidiendo guerra y lo consigo. No se baja. Cuando la palanca se acciona tarda un par de horas en volver a su sitio. La sangre fluye en el cauce de río caudaloso. No hablo de la palanca física, sino de la mental, la que se dispara cuando se me cruza el cable rojo con el azul. A veces, me pregunto si no sería más sencillo masturbarme y terminar con esto y dejar de sentir esta especie de vergüenza o de culpa, o de desesperación o lo que sea que no me deja ser una persona normal y corriente como los demás. Hay veces en que lo deseo. Ser una persona como los demás. Perder mi sensibilidad y mi tristeza y mis fantasmas. Convertirme en alguien absolutamente átono. Serlo o culminar estos intentos de asesinato, violación o suicidio que siempre se quedan en casi nada. En hogazas de pan venidas a menos que lloran en mostradores ante la mirada difusa de quien acaba de entrar por la puerta y no entiende nada. Estoy convencido de que no he sido capaz de llegar hasta el final porque algo hay dentro de mí que puede ser rescatable. Solo necesito una oportunidad.
Una oportunidad en la que no se me vuelva a permitir intentar asfixiar a nadie.
En la que dejen de darme pastillas.
En la que pueda volver a enamorarme.
Y tener sexo.
Un sexo que sea parecido al amor.
O al llanto.
O a la asfixia.
Durante algún tiempo, lo intenté. Mantener ciertas prácticas sexuales de riesgo en las que se forzara la intensidad del orgasmo mediante la asfixia. No encontré chicas que quisieran practicarlo conmigo. Después me di cuenta de que, en realidad, solo buscaba el amor dentro del amor y eso no me lo podía dar la asfixia.
Siempre lo he tenido bastante difícil para ligar, pero, una vez que lo conseguía, se volvían locas por mí. Bastaba el hecho de que ninguna me importara lo más mínimo para que al final de un par de encuentros de sexo salvaje terminaran pensando que era el amor de su vida. La gente suele confundir la ansiedad sexual con el deseo. Donde ellas esperaban amor, yo solo quería eyacular, pero hay chicas que eso no lo entienden y, cuanto más duro realizas alguna práctica sexual, más se meten en el juego de la perversión y, sobre todo, en el juego del poder. Recuerdo la primera vez que practiqué sexo anal. Para una persona como yo para la que el blanco representa blanco y el negro representa negro, cuando alguien dice no, obviamente quiere decir no. Luego en la mente de un ser megasocial, como vosotros todos los que me rodáis, pueden surgir ciertas actitudes, impulsos o palancas que siembren la duda sobre las cosas que los demás exteriorizan o piensan, pero, en principio, la estabilidad de los ricos de alma para con el sistema se basa en el hecho de que cuando alguien dice que su plato está salado es porque verdaderamente lo está. Nosotros no podemos degustar, por eso confiamos ciegamente en los sentimientos del otro. Uno no se llega a imaginar ni en la peor de sus pesadillas que, cuando una chica te dice no mientras intentas penetrarla analmente, en realidad está diciendo sí. Por eso jugaba a deshacer el amor con aquella chica que había salido de alguna callejuela de mi parque. Una chica a la que yo, por lo visto, le gustaba tanto como para hacerlo conmigo sin perder la “virginidad”.
Desde el momento en el que nos vimos estaba claro. Íbamos a tener un poco de sexo, confiando en que al final lo que hiciéramos no se convirtiera en sexo de verdad.
HORTALEZA, 66

Ha amanecido. Si hay algo que no soporto de la vida es que amanezca sin pedir permiso. Tengo que levantarme; si quiero cobrar y mantener este indigno y nuevo trabajo, tengo que levantarme. Yo no quería tener un horario esclavo, ese sueldo mísero, esta vida de mierda con la que se supone debería estar feliz y contenta, pero no me ha quedado más remedio. Hay facturas que pasan todas las semanas bajo la puerta. Mientras oigo cómo mi vecina grita a sus hijos, hay facturas que se cuelan en nuestros buzones. Este es el auténtico drama de la vida. Eso, aparcar mi moto. Coger el metro. Todo uno. Tengo que afrontar esta reconfortante semana en la vida de una teleoperadora venida a menos si quiero mantener este pisucho en el que me encuentro. No digo en el que me hallo, sino en el que me encuentro, porque no es lo mismo encontrarse que hallarse. Ojalá me hubiera hallado, el verbo hallar siempre me ha parecido digno de un pirata. Una debería hallar tesoros, miles de tesoros ajenos en las esquinas que nos hablaran de la vergüenza ajena, que nos hablaran de la humedad persistente de un otoño seco, que nos trajeran los recuerdos ebrios de una edad más temprana que nos hizo como somos ahora. La madre de la mierda.
Me duele el corazón, cada vez que lo recuerdo, me duele el corazón. Leí en alguna parte que no es indicio de infarto, sino todo lo contrario, es señal de que todavía me late. Pregúntale a cualquier camarero. Te lo dirá, porque son psicólogos de barra y saben de lo que hablan, que lo mío es ansiedad. Así, pura y dura. Tócate los pies. Ansiedad. Que cuando me falta el aliento es porque algo me está produciendo angustia. ¿Hola? ¿Os presento mi vida? Un conjunto de ironías en el que la protagonista principal ha perdido el norte. La historia de una persona que está desarraigada y que consume libros de color rojo como si fueran caramelos. Era eso o drogarme. Cómo no voy a sentir ansiedad, decidme, cómo no voy a sentirme ansiosa si cada vez que intento rehacer lo poco que queda de mí me encuentro con eso que está ahí afuera y que da tanto miedo. Esas cosas que pululan por la calle y que nadie detiene. Por qué no hay un cuerpo de seguridad del estado que se dedique, por favor, a hacer controles sobre las personas que puedan tener serios problemas mentales. Es en serio, esta sociedad necesita una cura psicológica masiva. Hay demasiada ira en las personas. Casi siete mil millones de personas en el mundo, ¿me oís? Y la mayoría de estas personas están iracundas y ¿sabéis qué es lo que hay detrás de la ira? Una tristeza inmensa.
Un mar de lágrimas que siempre está a punto de reventar.
Doy fe, estoy pagando un alto precio cada vez que descuelgo el teléfono y atiendo a otro cliente furioso que me pide la baja. Ahora es mejor no pensar en ello, es mejor, sencillamente, dejarse llevar por esta marea gris de nubes que inunda el cielo.
La madrugada de este lunes no promete, más bien todo lo contrario. Amenaza con llover, amenaza con rajarte por la mitad si sales a la calle. Los días han ido acortándose, las hojas se han teñido de color naranja. El fruto de los árboles, si lo había, ha tenido el detalle de ir madurando, cayendo al suelo. Golpeando las pocas flores que aún no se hubieran congelado. Los animales se han escondido, las personas han salido a la calle enfundadas en sus tragicómicas pieles y en esta lista de cosas, que no supone más que un estío rutinario en el curso del universo, se ha marchitado nuestro amor. Porque yo tuve un amor que se marchitó. Marchitar tal vez no sea la palabra más adecuada, pero es la primera que viene a mi mente. No es que yo fuera una mujer especialmente romántica, supongamos que no, sin embargo, mientras fuimos amantes, creí como una idiota en el amor. En sus promesas, en esa esperanza que tenía en el futuro. Ahora, ¿sabes qué?, ha dejado de hacer calor. Todo lo contrario, tengo los pies siempre congelados. Las manos no me basculan, la terrible sequedad de tu vagina no me llega y eso me hace sentirme un poco, solo un poco, triste.
Un día de pronto me levanté, llegaba rota por el cansancio, rota porque paso doce horas fuera de casa intentando mantener la compostura, intentando ser una persona socialmente aceptable, y me encontré contigo. Primero con nuestra gata aullando en la puerta, deseando recibirme, asustada, cariñosa, expectante e irónica, y luego contigo. Tú, dando un respingo en la cama. Tú, saltando desnuda e intentando con la sábana tapar un hecho evidente, flagrante, hasta hermoso por lo salvajemente real que era. Tú, representando un clásico del drama humano, saltar de la cama mientras entra el marido por la puerta. Hubiera deseado que tú fueras yo y que yo fueras tú, pero no, tú, estabas ocupada haciéndote libre y condenándome a mí a mirarme en un espejo y a preguntarme por qué. Por qué no tuviste ni el valor ni la delicadeza de decírmelo a la cara, de sentarme frente a ti y explicarme con más o menos carencias emocionales que ya no sentías nada por mí, que habías dejado de encontrarme fascinante, exótica, extraña y apasionada entre siete mil millones de seres humanos. Me lo merecía y tú lo sabes. Yo seré una inválida emocional, seré una persona aséptica y parca en el afecto cotidiano, porque nunca se me han dado bien los besos de rutina que saben a pan, pero sabes que siempre he sido honesta contigo y no merecía encontrarme con tus orgasmos nada más abrir la puerta de casa.
Orgasmos que, maldita sea, ya no tenías conmigo.
La tercera en discordia se vistió en silencio, encogida de hombros, atemorizada por mi presencia, por mi patente y fría existencia, mientras un silencio que no era mío ni tuyo, sino culpa del calor del verano, caía frente a nosotras como un contenedor de agua en medio de un incendio. Pude ver tu ropa calada hasta los huesos. ¿Te he dicho ya que me encantan los incendios, que si por mí fuera prendería fuego a media humanidad y que con la otra media mitad del mundo construiría una muralla tan grande que taparía cuanto siento por ti y rompiste con la crueldad más absoluta? ¿Te he dicho ya que por cada vez que he dado un paso en tu dirección algo se ha ido doblando dentro de mí, que aprendí a hablarte sin entenderte, que sé de memoria cuál es el momento en el que vas a correrte? ¿Te lo he dicho? ¿Te he dicho que sé desde hace meses que finges en la cama?
Tu amante furtiva pasa por mi lado haciéndose hueco para huir por la puerta, por un momento dejo de mirar cómo estás recogiendo tu ropa, parece que no encuentras nada, pero yo sé que tienes todo perfectamente colocado en su sitio. Está esparcida por el suelo. Pantalones, calcetines, camiseta y braguitas de algodón total, absoluta e indecentemente borrachas de tu lujuria. Casi siento el impulso de ir hacia ti, atarte en la cama y arrancarte los orgasmos que te faltan, pero caigo en la cuenta de que no estamos solas y clavo mis ojos de serpiente furiosa en ella. Está buena. Has tenido buen gusto hasta para eso. Morena, con los pechos desnudos. Huele a sexo. No al tuyo y el mío claro, huele a un sexo distinto, a ese tipo de sexo que se da en los primeros encuentros. Tiene un pequeño toque andrógino que me hace suponer que es un ligue de una noche. Por los sitios que frecuentas estando con tus amigas, por cómo son tus amigas y las amigas de tu amigas, resulta una obviedad insultante que hayas decidido engañarme con la primera chica que se ha cruzado en tu camino. Pobre. Ni me mira, con la cabeza agachada se escabulle, susurra un tímido perdón. No pide perdón por haberse acostado con una mujer que tiene pareja, lo pide para que le deje paso, para marcharse, para abandonar la escena como los cobardes. En silencio, sin argumentos, sin otra cosa que hacer que no sea traicionar a los que tienen a su alrededor. Le dejo paso, claro, le abro hasta la puerta de la calle, lo primero es la educación. Ser civilizados, educados, cordiales, no perder las formas, la compostura, el saber estar. Ser elegantes. Hasta con esta que igual ni sabía que tú tenías pareja. Me alegro de que me haya visto, de que tu posible engaño a largo plazo se haya ido a la mierda. Me alegro de haberte dejado como la puta mentirosa que eres, como la manipuladora que has resultado ser. Ni me mira, no puedo reconocer su rostro. Una desconocida ¿Otra desconocida? Ahora comienzo a preguntarme a cuántas mujeres que yo no conozco te habrás traído a casa mientras yo me partía el lomo para que pudieras terminar tus estudios de arte dramático. Una actriz, una estafa, un desafortunado accidente, eso es lo que eres en mi vida. Una mujer que interpreta la vida que a su novia le gustaría tener. Una mujer que parece creer en al menos tres de las cosas que aquel día nos dijimos: amor, amistad, sexo. Todo es imposible, ya lo sabes, pero al menos estas tres cualidades eran necesarias. Era tu baremo. Mi esperanza era cumplirlo.
Ni siquiera lloras, ni lo lamentas, ni me das ninguna explicación. Espero cinco minutos de pie, frente a ti en silencio, esperando a que quieras, a que puedas recomponerte y contarme algo y tú te limitas a abrir la ventana para ventilar la habitación, recoger los trastos que están tirados por ahí, esquivar mi mirada. Enrocarte en tu postura de reina del ajedrez que siente venir hordas salvajes de peones que, como bien sabe, no podrán hacerle daño. No sabes lo jodido que es ser peón en un tablero del que no puedes salir.
Yo sé lo que viene ahora, me lo sé de memoria. Ahora viene tu mecanismo ante todo en esta vida: echarle la culpa al que tienes en frente. Beber como una cosaca, empezar a hablarme de lo mal que lo has pasado en la infancia y después coger ese contenedor lleno de tu mierda y verterlo por encima de mi cabeza. Hasta que no vea nada, hasta que me haya quedado ciega, hasta que huela tan mal a mi alrededor que tenga ganas de morirme. Hasta que te mire y me diga a mí misma que yo podía haber hecho algo por ti. Tragarme tu basura.
De pronto me rompo, sin querer, como cuando te cortas con un cuchillo y ves la herida blanca y seca el tiempo justo y necesario antes de que la sangre acuda en tu ayuda. Empiezo a sangrar por dentro, una rabia caliente, voluble, imparable, está naciendo dentro de mí. Me conozco, me conoces, lo estabas esperando, por eso no te doy el gusto. Me pongo la chaqueta de cuero que compré en una Charity en Londres y salgo por la puerta para poder llorar tranquilamente en público, porque sé que, si continúo en el mismo espacio que tú, terminarás culpándome de lo que ha sucedido. Los millones de personas que encontraré a mi paso en las extrañas tardes que habitan después del verano, no podrán ser, ni sumando los odios de unos y otros en fila continua, tan despiadados y crueles como tú.
Dicen por ahí que soy una zorra. Que no sé lo que es el amor. Que aprendí empatía en la escuela de Hitler. Dicen por ahí que soy un témpano de hielo, que no peleo por la gente que me quiere, que no sé lo que es el cariño. Hasta yo pensaba eso de mi misma, pero fue descubrir a mi novia con otra y darme cuenta de lo sumamente manipuladora que puede ser la gente. Especialmente con personas vulnerables como yo, que solo esperan intentar reorganizar su vida mientras el mundo a su alrededor se cae. Yo solo quería anotar en mi libro de color rojo brillante, céntimo a céntimo, el dinero que necesitaba para ser feliz, pero pronto te cruzaste tú y los silencios de toda la gente que he querido en algún momento y todos los planes que tenía se vinieron abajo. Ahora salgo a la calle, espero que las farolas alumbren mi solitario camino hacia el centro de la ciudad.
Hay millones de personas que, en el anochecer del otoño, cuando todavía no han cambiado la hora, pasean por Gran vía. Soy fan de esta artería madrileña. Resulta transversal a la existencia. Es un caldo de cultivo de almas perdidas, de personas que intentan retornar a sus casas después del trabajo. Eso, los que todavía tienen trabajo. Luego estamos los otros. Los que, por un motivo o por otro, nunca terminamos de adaptarnos y aunque lo intentemos con todas nuestras fuerzas terminamos solos, paseando por esta calle con lágrimas en los ojos y haciendo cosas que no nos gustan. Como por ejemplo contestar un teléfono o intentar llevar una vida ordenada y limpia. Tengo la mala costumbre de no llorar. Yo lo intento, pero las lágrimas no me salen.
Salgo al frío madrileño, después de cuarenta minutos de metro, después de comerme mi espacio en una casa de alquiler, después de no plancharme la ropa deliberadamente y de encontrar a Eve con otra, mantengo los ojos abiertos por si acaso me he perdido algo. Lo hago como Jobs, el creador de Apple. Me entrego a un juego ridículo: no pestañear. Bajar las nueve calles, llegar a Hortaleza. No pestañear. Llegar hasta Hortaleza. Leer las palabras que otros dejaron para mí. Encontrar un buen libro sobre el que vomitar. Soy adicta a estos libros. En la puerta de Berkana todo son iras que se encienden mientras mi corazón va lentamente calmándose.
Veo una cantidad de gente dentro que no esperaba. No tengo ganas de compañía. Podría haber escogido otro momento menos plausible para acercarme hasta aquí, pero hoy no aguanto quedarme en casa. No, después de lo que he visto. Quiero que se vaya, pero no encuentro el valor para echarla.
Me limpio los ojos de unas pequeñas y calientes lágrimas e intento concentrarme en lo que sucede en el interior. Parece que haya la presentación de un libro. Sirven copas de vino, panchitos. Tres mujeres están sentadas frente a un grupúsculo de personas que están emocionadas. Sonríen y aplauden. Una mujer rubia toma el micrófono, todos se sienten cómodos, se ríen. Se miran entre ellos. Salta a la vista que como mínimo se conocen. Me pregunto si habrán follado entre ellos, casi siempre me pregunto si la gente que se mira a los ojos ha follado anteriormente. Probablemente no, es difícil hacer las dos cosas al mismo tiempo. Hay gestos que los delatan, como guiños, como pérdidas y arrastres en los gestos de cariño. Quieren tocarse, las personas de dentro digo, que parece que a veces quieren tocarse. El ser humano no es consciente del que el contacto implica un daño serio e irreversible al corazón.
Habla la mujer rubia de ojos azules, es como un ángel. Ojos claros, pelo claro, voz dulce. Parece un río cristalino de consistencia y dramatismo. Con su voz nítida a punto de partirse por los nervios, consigue que el público rompa en un aplauso espontáneo. Presenta el penúltimo libro de una saga. Reparte empatía entre los presentes. Una mujer pasa por mi lado, le oigo decir que dentro está lleno de escritores. Está emocionada. Corre a comprar libros, quiere que alguien le firme un par de páginas en blanco. No le importa esperar una inmensa cola, mientras al fondo siguen debatiendo sobre la importancia de una cultura que no esté estigmatizada. La voz atronadora de uno de ellos rompe los cristales. Observo la escena desde fuera, los veo a todos, los huelo a todos, los siento a todos. Al tenor con aspecto de mosquetero, a la cristalina rubia que vende historias infernales y parece tocada por un ángel, a la que ha venido desde lejos y en cada una de sus historias encuentra muertos en contenedores. Al chico de la cresta y el insomnio, a la tierna y soñadora autora de pelo eterno. A la que finge no estar hablando de sí misma y sentirse incómoda, mientras se va haciendo cada vez más pequeña al estar rodeada de gente. Dentro alguien llora, los presentes rompen en aplausos. Parece el fin de una era, me siento triste, yo necesito esos libros. Necesito que me cambien sus palabras por dinero. Quiero seguir sintiéndome identificada y representada. Quiero seguir leyendo las historias que ellos, los que están dentro, dejaron para mí. Construyeron para mí. Resulta bonito vernos así, en la distancia metafísica que nos separa, yo esperando que ellos me escriban, ellos deseando proyectarme y correrse. Solo tengo un problema, no entiendo de gramáticas emocionales; donde los demás leen amor, yo solo interpreto sexo. Donde los demás escriben sobre el amor, yo solo quisiera leer sexo. Alguien dentro de la sala dice unas palabras que me conmueven. Dice: “Estamos en un país en el que se escribe mucho y se lee poco.” Caigo en la cuenta de que estamos en un país en el que se pelea mucho y se ama poco. Todo es motivo de discordia. De pronto, siento que mis problemas conyugales son pequeños en relación a todo el dolor que hay en el mundo. Agito el aire que me rodea, en la calle ha comenzado a oler a comida china. Hace frío, un frío muy raro este año. Ha resultado ser demoledor, sin un ápice de humedad. Chueca huele a gente, la siento arañando en las esquinas, esperando que llegue el momento de saltar a la palestra y hacerse un hueco. Son como zombis. La gente no solo viene aquí a beber y follar, la gente viene también a leer, a escribir, a hablar con otras personas con las que sentirse identificadas. Chueca no es el prostíbulo de Madrid, es la puerta a la cultura. El que quiera puede entender un concepto muy sencillo sobre la empatía: absolutamente todas las personas del mundo tienen derecho a sentirse identificadas.
Igual que todas las personas tienen derecho a amar y ser amadas. Y a engañar y ser engañadas. Y tienen el deber de ser felices. Y de compartir sus vidas con otras personas que las quieran o que las odien. Y están en la obligación de contraer préstamos con los bancos para que estos puedan hacerse inmensamente ricos mientras un tercio del mundo se muere de hambre y, si me apuras, existe además la obligación como ser humano de reproducirse para cumplir con la especie. Debes estar comprometida con todo.
O sencillamente puedes ser tú misma.
Y no llorar, o al menos intentarlo.
Y esperar a que los demás lo hagan por ti.
Esperar a que te amen.
Esperar sentada a alguien que quiera romper tu corazón.
Esperar que alguien escriba un libro para ti, que será de un color rojo intenso cuando todos los demás que subyacen en esta sala y que no son conscientes de lo que les depara el futuro se hayan marchado. Cerrar esa pesada puerta de cristal a tu paso y dejar sus resueltas voces, que hoy se cruzan cristalinas y limpias, resonando en el eco de un pasado que les trajo muchos sinsabores.
Siento ese libro de un rojo intenso ardiendo dentro de mí, como una promesa de que cada cosa que he vivido en sueños y para la que no he encontrado explicación está naciendo. Dicen que, si un escritor se enamora de ti, alcanzarás la inmortalidad. Yo ya no creo en las personas. Ni en realidad creo en nadie. En lo que todavía no he perdido la fe es en ellos, en los libros de colores rosados, rojos, púrpura. Repletos de tonos calentitos, que están llenos de palabras y que saben cosas de ti que nadie más puede adivinar. Yo no quiero que una escritora se enamore de mí como tampoco quería que se enamorase una actriz, porque sumando su ego y el mío y el de todas las personas que me rodean tendríamos que irnos a vivir a una casa muy grande en la que cupiéramos todos. Yo quiero que de mí se enamore un libro con sus ventanas, sus historias y sus versos. Con sus ritmos, sus frases, sus millones de fantasías que sabrán entenderme y poder mirar, si acaso, a través de este cristal a esas almas confusas, emocionadas e inconscientes de lo que les trae el destino.