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Yo no tengo novia. Ya no la tengo, porque no me da la gana, porque pienso que es un acto terrorista engañar a una persona a la que quieres para robarle su libertad. No la tengo porque he escogido marcharme por la puerta y no escuchar ninguna de las plausibles excusas que querrá darme. No la tengo porque necesito espacio, porque es mentira que el amor sea desinteresado y altruista, si ni siquiera tu círculo familiar puede pagarte con ese amor una vez al año en navidad, qué cojones puede una desconocida hacer por ti. Está claro que no se puede caminar por la vida sin que alguien decida, tras tomarse el último café, que es muy lícito partirte el corazón. Está claro que es imposible estar sola.
Miro mi reflejo. El cristal me devuelve una mirada curiosa. Esta, la que está detrás de mí y cree que no me he dado cuenta de que cómo intenta acercarse, fantasea en las portadas de color púrpura con los labios abiertos. El lacerante deseo de sentirnos húmedas a través de la estimulación mental nos hermana. En el interior restallan las risas de aquellos que siempre tienen algo que contar.
Qué cojones puedes tú hacer por mí. Anda, camina. Vete. Que yo no puedo darte nada y menos hoy. Yo no. Yo, que ni conmigo misma aprenderé a hablar de ti, que me como las palomitas que los demás dejan en el cine después de ver los bodrios que se estrenan. Yo, que mandé a la mierda mi estabilidad económica cuando decidí ser lesbiana antes que hija. Yo, que me masturbo cada noche a la espera de ponerle el zapato a otra cenicienta que sea por lo menos igual de zorra que yo. Yo, que ni respiro. Yo, que no sé hacer otra cosa que hablar de mí. Y conmigo me muero, adoleciendo una existencia ridícula, porque no me soporto ni cuando estoy dormida. Yo, que me baño sin gorro, sin gel, sin champú y puedo leer sin descansar más de mil palabras rojas.
Aquí me cruzo con tu mirada y una lágrima que quiere limpiar la sequedad de la Gran Vía se despeña por mi mejilla. Aquí, encuentro el corazón entre las manos y en mi retina el recuerdo reciente de haber sido ultrajada en mi propio lecho y, para evitar que la palidez de mi rostro se empañe con tu maquillaje, oculto mis ojos con las manos y me limpio esos destellos lacrimógenos en los que me convierto. Aquí, te escribo cartas que no conoces porque ni siquiera me contestas y me enfado con mis yoísmos y mis desplazamientos espacio-temporales. Vomito mis luchas contra el continuo goteo que van dejando tus zapatos en los sueños que tengo mientras voy ocultándome despierta. Descalza, me clavo el principio de tus tornillos de viandante sin identidad y siento que una sola lágrima no ha quedado, por lo visto y para siempre, inútilmente abandonada.
Te das cuenta de todo y apoyas tu barbilla en mi hombro.
Chica, puedo olerte y sentir como tu sexuado y brillante aroma se empapa en mi ropa. El calor de tu cuerpo me rodea. Es otoño, no sé si ya te lo he dicho, pero ha empezado a hacer un frío de cojones, aunque a ti todo eso parece darte lo mismo porque sigues en mi espalda. Oteando lo que otros, que parecen ser felices, están pensando en rojo para ti. Intentando con el simple gesto de abrazarme por la espalda que no llore. Y yo me siento, por lo visto, eficientemente rota.
Estoy jugando a convertirme en Steve Jobs mientras siento como vas colándote en mi interior, pero para entenderlo debes estar sola unos cuantos años y comprender que, a pesar de estar caminando entre cientos de personas adictas al móvil, sigues estando sola. Tanto como el día en que naciste y alguien se olvidó que debías comer.
Tienes unos preciosos ojos marrones que iluminan los oscuros senderos del alma de esta persona que huele a derrota. De mi carne corrupta y sucia no quedará nada ahí dentro, con todo lo que hay ahí dentro que quiera hablar sobre mí. De este dolor. De esta diminuta angustia, que no lo quisiera, pero parece ir aumentando al evocar el recuerdo de su mirada. A través del cristal los siento. ¿De qué se ríen todos mientras lloran? ¿Sobre qué escriben cada vez que están despiertos?
¿Con qué sueñan?
¿Con qué sueñan esta panda de infelices que se miran y se sienten y se huelen y se tocan?
¿Y tú, con qué sueñas?
Por qué sueñas que me tocas.
En la puerta de la librería me hallo frente a un cristal que rebota nuestra imagen sin contemplaciones. Chica blanca soltera busca libro que la quiera. Disimulando escruto títulos que puedan llamar mi atención y desatiendo el espectáculo de cariño que sucede ante mis ojos. Busco portadas que desplacen mi miedo y mi soledad durante doscientas páginas, puede que unos cientos más, pero hace un frío que parte el alma. No es ese tipo de frío que te rodea, sino más bien del tipo de frío que te penetra sin pedir permiso. Entra por tus pies, sube y sube por las piernas hasta quedarse colgado de tus entrañas. Pasarán años en los que el verano sea especialmente turbio y cálido, pero yo seguiré acordándome de aquella tarde en la que el cristal de una librería te devolvió una imagen inexacta de ti misma, mientras esos millones de cerebros que escupen el arte de una generación perdida se calentaban el corazón con las manos. Se hacían amigos porque no podían ser otra cosa. Una tarde en la que el frío, de pronto, pasó de ser un ente que te rodea la espalda a una placa de calefacción por inducción humana. Mira, tras de ti, alguien observa el mismo escaparate.
Y observa lo que sientes.
Y parece ser indudablemente bella.
Ya lo veo. Yo, tú y ellos. Haciendo el amor en el mismo sitio donde dejamos atrás el rencor contra la vida. Y sus ojos buscando los míos en el reflejo del cristal. Y vergüenza, miedo, culpa, hastío, halos de emociones que no terminan de caerse al suelo; al darme cuenta de que había desdibujado la única máscara que he tenido a bien construir durante todos estos años. Para un día, para un solo día en el que he decidido ponerme las pinturas de guerra vas tú y me haces llorar. Joder, qué frío hace y qué caliente noto tu espalda pegada a mi cuerpo. No sé cómo lo haces, no sé cómo lo consigues, pero, durante un minuto, bajo la guardia y dejo que una de tus manos me acaricie un brazo mientras la otra me rodea la cintura. Gimo como un animalito. Me acuerdo de Eve con la cara de una desconocida entre sus piernas. Dejo que tu palma pase lentamente, peinando mi abrigo desde el hombro hasta la muñeca mientras te sostengo la mirada en el escaparate. Qué bonitos son tus ojos. No puedo dejar de mirar tus ojos. Intento pasar a través de tu mirada, ver, analizar, estudiar qué es lo que escondes detrás de esa emoción que me conmueve, pero tan solo veo un infinito halo de humanidad y cariño que me desarma. Me olvido de los artistas y me centro en ti, en lo que tú produces dentro de mí. Inmóvil, me convierto en adicta a tus gestos de amor casi al instante, como el perro que tras sentirse apaleado una y otra vez ve en los ojos de una desconocida la ternura que anda buscando.
Se ha parado el mundo. El silencio lo rodea todo. Ya no hay voces atronadoras, ni ángeles que han venido a la tierra, ni mensajeros de otros mundos que escupen iras inciertas, párrafos inconclusos, ternuras que se escapan a la realidad. No hay libros rojos, ni versos, ni emociones, ni palabras, ni frases, ni recuerdos del presente. Cierro los ojos, sello mis pestañas. Quisiera guardar esa caricia dentro de mí para siempre, pero como no sé articular afectos, me despierto. Me despido de todos con las hebras de mis ojos: de los escritores, de ti, de los libros de color púrpura, del establecimiento. Inconscientemente, he comenzado a verter un pus sucio que revuelve tus caricias. Sudo mares de desgracia y tú pareces no haberte dado cuenta.
Ya no tengo novia porque no soporto querer a alguien que al final terminará marchándose de mi lado, cuando descubra que no resulto graciosa si me enfado. No la tengo porque me han partido el corazón desde que me acuerdo, porque echo de menos que me abracen y me digan cosas bonitas al oído. No tengo novia porque para mí el sexo es importante y no puedo acostumbrarme a planificar mis polvos semanales por muy estable que sea mi relación de pareja. No la tengo porque no soy capaz de mantener un trabajo sin terminar discutiendo con mis jefes. No la tengo porque gracias a ojos como los tuyos he perdido la fe en el llanto. No, porque ahora me he convertido en dueña de mis orgasmos. Por eso, convulsiono frente al escaparate, fingiendo que me llaman al móvil y te aparto bruscamente de mí. Al volverme, te miro seriamente a los ojos, sin pestañear, durante más tiempo del establecido, con el objeto de que te sientas incómoda, pero tú no desvías la mirada. Tu gesto de cariño me desarma. Tú, gesto de ternura, y yo, hoja seca que tiembla en la calle. Solo dibujas un interrogante en tu rostro y me persigues con las pestañas mientras finjo que alguien me reclama y voy separándome, rápidamente, de ti.
Pareces valiente, ya he comenzado a preguntarme a qué sabrás.
¿A qué sabrá cada cosa que hayas querido tener en tu camino?
Me quema la espalda, la cintura, el brazo, la vagina. Estoy sudando. El frío no destempla las pulsiones sexuales que has despertado en mí. Comienzo a sentirme triste. Camino rápido. Llego hasta Callao y allí ando como un zombi, ya tan solo quiero perderme entre la multitud. A dónde voy a ir si todavía no sé si Eve se ha ido. Voy navegando entre las putas que asaltan los brazos de los hombres que caminan a mi lado. A veces me gustaría que una de ellas me pasara las palmas de las manos por el pecho, que me acariciara los hombros, que me viese atractiva. Quisiera sentirme tentada por la piel suave de un mujer en la que han estado cientos de hombres y conocer de primera mano a qué sabe el cálido murmullo de la mujer saqueada por mil bestias. En este orden de cosas caóticas que es la vida, yo debería ser la puta que paga la meretriz de la calle y la calle debería ser el lugar al que van los escritores que escriben los libros de color púrpura.
U.S.A.

Los meses siguientes a que consiguiera el empleo, en el que percibía un mísero e ilegal salario, acudía a mis clases de baile y emprendía una vida social tan gratificante como mi nivel idiomático me permitía. Fueron los días más felices que puedo recordar de mi vida. Veía que mis sueños, todo por lo que había trabajado y sacrificado tantas cosas en el pasado, iban cumpliéndose y me sentía feliz, en paz con el universo, sobradamente pagada por el destino y realmente esperanzada en el futuro. Lamentablemente, la felicidad es un estado al que nos acostumbramos demasiado pronto con la incauta esperanza de que durará para siempre, pero las deidades que habitan nuestro universo, con frecuencia, tienen alguna sorpresa preparada para nosotros.
Siempre he tenido la habilidad de fijarme en la persona que no debía. En su día me sucedió con la chica que leía libros de alto calado intelectual. En U.S.A. me sucedió con la novia del dueño de la escuela de baile. No pude evitar poner los ojos en ella. Al aterrizar en suelo americano, una de las cosas que me había propuesto por encima de todo lo demás, incluso de realizarme como bailarina, era reconvertirme a heterosexual en cuanto pudiese o en cuanto las circunstancias idiomáticas me lo permitieran, porque era consciente de lo sola que iba a estar, sobre todo al principio. Me decía a mí misma que aquello que me había sucedido no estaba bien, que había sido producto de la inexperiencia y la juventud y que se basaba, sobre todo, en el conflicto natural que se da entre los dos sexos a tan temprana edad, pero algo dentro de mí que yo negaba con persistente contundencia se imponía contra todo pronóstico en mi lucha por aparentar ser más bisexual de lo que siempre he sido. Lo increíble que me resulta la intimidad con alguien que es igual a mí y lo fácil, simple y tácito que es despertar mis zonas erógenas a su contacto es algo contra lo que no puedo luchar, excepto si practico la abstinencia total y eso incluye no mantener cualquier tipo de relación afectiva con una mujer que no sea una amiga.
Exactamente eso es lo que tendría que haber hecho en el momento que entré por la puerta de la academia de baile, pero fue verla vestida así, con esas mallas negras ajustadas que resaltaban sus redondas y musculadas piernas, y saber desde el primer instante que lo tendría difícil para resistir cualquier tipo de tentación. ¿No te ha pasado alguna vez que entras en una sala y fijas las vista en alguien sin querer y de pronto te imaginas cómo sería desnudo y caes en la cuenta de que te sobra todo alrededor? La gente, el ruido, la música, las centelleantes luces que luchan contra la tiniebla de los locales. Todo en torno a ti parece que se para. Tus oídos quedan ensordecidos y hasta el corazón parece que empieza a bombear menos intensamente. Parece que ha dejado de necesitar la sangre, el oxigeno, los sueños. Pronto su olor llega a ti; aunque en el mundo exterior huela a rata muerta y no quede más alternativa que sufrirlo, te invade. Llega un momento que te quedas parada por completo y ya no puedes obviar durante un minuto más su existencia.
Cierras los ojos, la ves.
Guiselle era la mujer más bonita que había visto en toda mi vida. Con razón todos los chicos que no eran gais de nuestra academia andaban como locos por ella. Era extremadamente atractiva, rotunda, con una fuerte personalidad que no reñía en ningún momento con su increíble talento para la danza. La primera vez que entré en la escuela y la vi haciendo una demostración de baile contemporáneo sobre la tarima encerada, deslizando sus pies como si estuviera bailando por una playa enorme, aplacando con sus manos, sus brazos y su pelo rizado unas olas inmensas, me quedé sin aliento. Supe que iba a tener serios problemas para disimular la emoción que me rompía por dentro cuando la tenía enfrente. Al bailar y arquear su cuerpo y llegar al suelo o alejarse de él, al rozar el espejo con la espalda o abrir las piernas o dibujar una figura en el aire, sosteniendo su cuerpo en cada vuelta más de lo que ninguno podíamos, yo sentía que un hilo fino tiraba de ella hacía mí y destapaba en mi cuerpo una piel arrasada por el dolor, por la distancia de un país que no me era propio, por la soledad que llevaba dentro y que me impedía reconocer el amor en cuantas personas se habían cruzado en mi camino y que yo había apartado de un empujón. Para mí, la vida era un baile representado por una lucha constante contra los elementos, contra las circunstancias, que siempre veía como nefastas, y contra mí misma. Para ella, el baile era solo baile y, por eso y por la rotundidad de su elegancia, era hermoso verla bailar y sentir que algo se te rompía dentro. Daría lo que fuera por volver a enamorarme así, sin poder ni querer evitarlo.
El hecho de tenerla delante hacía que mostrase una timidez que no me era propia. Me dediqué a trabajar mucho los aspectos más puristas de la técnica, a crear relaciones de igual a igual con algunos de los bailarines con los que más afinidad sentía y quise mantenerme alejada de ella. Me conformaba solo con verla bailar, ejecutar, sentir los pasos y las coreografías que nos enseñaban. Después esperaba a que todo se quedase desierto y con uno de ellos, al que abrí la puerta para flirtear conmigo descaradamente, practicaba el cuerpo a cuerpo. A veces, simplemente danzábamos por la sala, aprovechando el silencio que nos daba la furtiva danza; otras nos batíamos sobre la madera como animales y desfogábamos, dando rienda suelta a nuestros instintos, toda la tensión sexual que se había acumulado en nuestro interior. Yo no lo quería, no al menos como sabía que la quería a ella. Al cerrar los ojos mientras tocaba mi cuerpo, me imaginaba estar siendo seducida por sus manos finas y elegantes que dibujarían en mí las cuarenta mil coreografías que habían aprendido, pero, al abrir las pestañas, me encontraba con John, el metro noventa y tres de hombre que había elegido para ser mi pareja en la tarima y fuera de ella. Sé que resulta cruel lo que voy a contar, pero es la única manera que yo encontré de sobrevivir con el corazón dentro del cuerpo, durante los meses que pasé intentando aprender a ser mejor bailarina sin dejarme todo lo que no podía tener en otro sitio por el camino.
Se me fue de las manos, no me di cuenta de que John quería pasar cada vez más tiempo conmigo. En la escuela, fuera de ella, tomando un café. Muchas veces solo me dedicaba a escuchar e intentar entender lo que decía, porque todavía me costaba horrores comprender totalmente todo lo que tenía que decirme así que, simplemente, me limitaba a poner los oídos en modo de escucha alternativa y a no interrumpirle, captando, de tanto en tanto, su experiencia vital: cómo era su familia, cómo había dejado la universidad por el baile, la etapa que pasó bebiendo y solo bebiendo y cómo ahora se sentía plenamente realizado y esperaba, dios mediante, asistir un día a la audición de sus sueños. Me decía que yo le hacía gracia. Me decía que le gustaba hacer el amor conmigo encima de la pista cuando ya no había nadie practicando. Me decía que soñaba con visitar mi país y poder recorrerlo juntos de una punta a otra. Le gustaba que le mordieran las orejas y que le echaran el aliento en la nuca. Disfrutaba cuando le daba la vuelta y era yo la que parecía montarle. Me dijo que nunca había conocido a una mujer que se lo hiciera así. Me dijo que nunca había conocido a una mujer que no tuviera prejuicios y le gustase tanto jugar en el acto. Alucinaba con el sexo oral, con la forma en la que lo practicábamos casi sin conocernos. Tan solo ver como mis labios iban descendiendo por su depilado y musculado torso mientras yo cerraba los ojos y me imaginaba los pechos de ella, hacía que sus ojos se quedasen en blanco y que su pene se pusiera, total, absoluta y completamente erecto. Hacía que recibiese mi boca sin ninguna resistencia. Para mí, era lo normal. Dos amantes que disfrutaban del sexo sin ir más allá, podría haber compartido mis silencios, mis cafés, mis mordiscos o mis juegos sexuales con cualquier otro que hubiera sido igual de atractivo y atento e igual de inocente y, la verdad es que no me di cuenta de que John, pasado un tiempo, me miraba con ojos distintos, porque yo estaba muy ocupada tratando de ocultar que, tras cada movimiento de Guiselle, mi corazón se precipitaba a un abismo sin fondo.
Llegó el día en el que la tensión sexual que me desencadenaba tenerla cerca hizo que pasara de ser la chica tímida que está al fondo de la clase a convertirme en la arpía descarada que intentaba atraer su atención aunque fuera de malos modos. Como no conseguí más que recibir un par de broncas por parte de mi profesor, volví esa rabia contra mí misma y contra John, con quién realizaba cada vez prácticas sexuales menos provistas de cariño y más agresivas, hasta que llegué al punto en el que nada me saciaba, excepto tenerla a ella cerca, y le propuse una apuesta que a ambos nos pareció divertida, porque implicaba algo de peligro. Si yo conseguía seducirla antes que él, nos casaríamos en un casino de Las Vegas.
No sé cuál fue el momento exacto en el que perdí el norte por completo, pero me volví loca de repente y decidí que podría seducir a cualquiera que se pusiera en mi camino sin tener que pagar ningún precio por ello. Nunca pude llegar a imaginar las consecuencias de tan estúpida e irresponsable apuesta. Para él no fue más que una anécdota divertida, una conversación trasnochada a la que no le dio la mayor importancia. Otra nota a pie de página más en nuestro historial emocional que hacía que su sexualidad fuese un poco más abrasiva de lo que ya era, puesto que imaginar a su novia con otra chica hacía que su excitación fuese más allá de lo evidente. Para mí se convirtió en una carrera de seducción a contrarreloj en la cual él y por tanto todo el mundo heterosexual me daba permiso para ejecutar de pleno mis deseos más íntimos y lascivos hacia ella.
Me lo tomé en serio, todo lo que se lo toman las personas que están enamoradas.
No me costó mucho entrar en ella. Era una persona afable, abierta, extrovertida, social, que disfrutaba ampliamente de la compañía de los demás. En cuanto le pedí ayuda y le expuse, en tono lastimero, que tenía serias dificultades con algunos ejercicios, no tuvo problema en encontrar ventanas de tiempo para ayudarme a depurar mi técnica. Al principio, traté de ser descarada en mis citas con ella. Quería que John supiera que estábamos juntas, que me estaba tocando y que yo la tocaba, aunque fuera de forma impersonal y artística. Lo hacía con el objeto de ponerle celoso y de satisfacer, en parte, mi deseo ciego por ella, por él y por dominar a ambos. Pero, con el paso del tiempo y la voluntad de ella, su indiscutible belleza y atractivo personal, se me hizo complicado mantener la distancia emocional y lo que había sido un simple juego en el que podía a veces rozar su cuerpo y el mío y a veces no se había convertido en una tortura de grado tres, en la que toda mi piel no quería ni podía despegarse de ella. Guiselle me decía que lo hacía cada vez mejor y yo veía en esos susurros de refuerzo una carga sexual que mi desbocada imaginación satisfacía a golpe de tórrido encuentro con John. Me esforzaba mucho en hacerlo bien, en seguir los consejos que ella me daba para que no quisiera dejar de tocarme, elevarme, guiarme y abrazarme en el paso de los minutos que necesitaba para estar cerca. Para mantenerme cerca.
Había algo en el fondo de sus ojos cada vez que nos mirábamos tras el esfuerzo o en medio de este que me llevaba a plantearme si el deseo que nacía como algo natural en mí también nacía como algo natural en ella y, en estas dudas y estos pasos y estos tempos y estos roces o la ausencia de ellos, nos quedamos mirándonos una noche, cuando había entrado casi la madrugada y tumbadas en el mismo suelo que antaño compartiéramos, yo con John y ella con nuestro mentor, nos besamos. Guiselle tenía los labios finos y suaves. Siempre me han gustado los labios carnosos porque disfruto la sensación de morderlos, tanto en mujeres como en hombres. Me gusta atrapar y masticar, lamer y succionar la piel frágil que protege nuestras palabras de los otros, en parte porque me parece el lugar por el que nos liberamos y en parte también porque es el lugar en el que guardamos nuestros mayores secretos. Sus labios eran todo lo que no me había dicho, en la fragilidad y el frío de aquel momento en el que le susurré que no podía repetir el movimiento que me había mostrado, que lo suyo era puro arte y que era imposible que ninguna otra persona en la faz de la tierra pudiese igualar su talento. Sus labios se entreabrieron buscando los míos, un poco de aire en mitad del sudor que transpiraba y también, supongo, buscando una brizna de aliento por el que no se le fuera la vida. Qué podíamos saber nosotras sobre el amor si nuestro amor por el baile lo era todo, si nos dejábamos la vida en el escenario y con ello renunciábamos a todo lo que la vida nos traía. Qué podía hacer yo frente al amor o frente a la forma en la que se mostraba, si cada vez que lo hacía tenía bastantes problemas como para llenar dos vidas enteras. No me entendía a mí, no la entendía a ella, ni comprendía ninguna de las relaciones que había tenido en mi vida. Quería estar en un mundo en el que no tuviera que decidirme por ningún sexo y entonces sería libre. Tanto como lo era su beso, tan seguro y tierno, tan brillante. Tan húmedo, cálido e inesperado. Tan certero como una flecha que va directa al corazón y lleva la punta cargada de un veneno que te hará dormir durante siglos. La aguja de una rueca maldita que va dando vueltas en torno a mí y en la que me pincharé irremediablemente, una vez y otra y otra y otra, hasta que se haga el día y con él vengan a mi lecho de paja todos los príncipes azules del mundo que quieren sacarme de mis pesadillas llenas de princesas. Guiselle tenía los labios finos, pero eso no fue ningún impedimento para que con ellos recorriera mi cuerpo y no dejara un solo rincón sin saborear. En el frío suelo de madera que ahora descansaba bajo nuestros cuerpos, el sudor de mi espalda se quedaba pegado a la tarima, anegándola de una sustancia extraña que quería parecerse al amor, pero que, con cada golpe sobre la madera, se convertía en un deseo puro y vibrante, haciendo que todas las barreras que pudiera tener en mi interior y todos los juegos y apuestas y demás maldades se quedasen calladitas en el fondo de mí, para no levantar sospecha al abrir mi cuerpo ante ella. Tuve miedo de que no le gustara. Mi cuerpo, mi sabor, el fluir de mis tejidos dilatados en medio de la noche. El líquido caliente que salía de mi interior, pero ella era un animal hambriento que quería devorarme con sus labios sutiles y finos mientras fuese posible. Guiselle siempre parecía un ser delicado cuando bailaba, con sus pequeñas y blancas manos acariciando el aire y sus movimientos inquietantes y maravillosos, dibujaba surcos y figuras en el cielo y la tierra. Parecía que era la Música misma que había tomado forma humana, pero al quitarse la ropa se convirtió en una serpiente que resbalaba por mi cuerpo, apretaba mi carne y penetraba en ella una y otra vez, haciendo con sus labios finos y su lengua grande y ágil una marioneta de mi cuerpo, un ave de paso de mi alma. Teniendo la segura convicción de que me transformaría en muerte, y con ello, me daría vida.