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Me había olvidado de todo aquella noche. De que eran casi las dos de la mañana, de que no habíamos cenado porque cuando estábamos juntas no teníamos hambre y de que a Guiselle también la estaría esperando alguien en su casa. En realidad, nos habíamos olvidado las dos. Del reloj, de que había cerrado el metro, de que fuera hacía un frío endemoniado, de que John y su homólogo en otra parte de la ciudad nos estarían esperando. Habíamos obviado que éramos dos personas con sendos compromisos, que tenían cada una su vida construida en los cimientos de relaciones serias y estables, que no podían equivocarse en los pasos que daban, puesto que eran especialistas en danzar sobre la tarima de la vida. Nos habíamos dedicado a mirarnos a los ojos, a quitarnos la apretada ropa y a contemplarnos. A quitarnos la apretada ropa y saborearnos. Obviándolo todo, incluso la apuesta que yo había hecho con John, y cómo había dejado de gustarle que ahora pasase tanto tiempo con ella y cómo ella me lamía el cuerpo y después los pies y más tarde el alma.
“Imagínate que voy y gano la apuesta”, le decía y él se sonreía. Con una sonrisa triste que ya había perdido todo su halo de picardía y ahora que ya no le montaba, ni pasaba mis labios por su torso, ni soplaba en su nuca, ni mordía sus orejitas, ahora que me había convertido en una autómata que le desnudaba y se saciaba de él sin apenas mirarle, había caído en una tristeza inexacta que delataba todas mis ausencias.
“Imagínate que voy, gano la apuesta y me caso contigo”, le decía.
Imagínate que voy y me enamoro de ella.
Nos quedamos dormidas, sobre el suelo. Ella abrazada a mí y yo abrazada a ella. Era tarde, no teníamos nada con lo que taparnos y nos transmitíamos el calor corporal la una a la otra, mientras una corriente de felicidad y placer recorría nuestros cuerpos recordando todo lo que acaba de suceder. Yo todavía estaba semierecta, húmeda, excitada, ebria de placer. Aunque hubiese experimentado el orgasmo más intenso de mi vida, sentía que no podía conciliar el sueño totalmente en su compañía. Estaba tan feliz que no quería dormirme. Ella emitía un ronquido gutural, plácido, como un cachorro que acaba de caer en la cuenta de que ha comido demasiado y necesita descansar entre los brazos de su mamá.
Recuerdo haber escuchado ruidos en la calle, voces de hombres que me resultaban conocidas, pero a las que no di demasiada importancia porque creí estar soñando. Recuerdo la luz del pasillo iluminando el cerco de la enorme puerta de la entrada de la academia y cómo se deslizaban los pasos de un gigante hacia nosotras y no tener la suficiente fuerza de voluntad para levantarme, vestirme y plantar cara. Recuerdo la sombra de su vida estructurada y la mía dibujarse contra el fogonazo cegador de la escalera que dio paso al fin de lo que estaba sucediendo y las manos de Guiselle tapando su cara y escondiendo su cuerpo ante la flagrante evidencia de lo que acababa de suceder, mientras yo permanecía abierta, atónita y semiinconsciente todavía por el placer.
Nos despertaron a voces. Nuestro mentor, su novio, y unos amigos. Nos tiraron la ropa por encima y, cuando nos habíamos vestido, nos echaron a la calle. A ella la metieron en el coche. A mí me echaron a la gélida acera amenazando con romperme los huesos si no me iba para no volver. Nunca olvidaré su mirada, en el frío de la noche, cómo supo instantáneamente que no volveríamos a vernos en mucho tiempo y sus lágrimas, rompiendo la tibia felicidad que habíamos compartido. Yo regresé andando a casa, sola, deseando que alguien me descerrajara un tiro en la sien. Queriendo que fuera cierto cada mito que habían construido sobre las peligrosas calles del mundo americano. Esperé que pacientemente se levantará algún indigente y me rajará por los cuatros dólares que llevaba en el bolsillo, pero no sucedió. Simplemente, llegué a mi piso compartido, que estaba en silencio alrededor de las cinco de la mañana. Abrí el frigorífico y tomé un trago de leche fresca que me supo agria y, tras meterme en una fría y dura cama, rompí a llorar hasta que me quedé dormida.
Al día siguiente, inmigración se presentó en mi casa. Aporrearon la puerta hasta que pude levantarme. Sentía el cuerpo cansado. No solo por las horas de ejercicio, sino también por el impacto de lo sucedido la noche anterior. Estaba mareada, no tenía la certeza de que estuviese en la mejor de las formas físicas para enfrentarme a nada, pero igualmente entraron con una brutalidad que me hizo temer lo peor, me pidieron mi documentación y no de forma educada precisamente. Casi antes de que pudiera articular palabra, me habían tirado al suelo y puesto las esposas. Al decir que no tenía visado y que era ciudadana española, me metieron en el coche con lo que llevaba puesto de la noche anterior y me llevaron esposada directamente al aeropuerto. No me dejaron hacer la maleta, ni ir al baño, ni vomitar ni nada.
Llegamos allí por la puerta de atrás, por la que sale la gente que entra como no debe. No vi despedidas, ni niños, ni abuelos, ni padres que lloran al dejar a los hijos. No pude ver nada.
Me metieron en un cuarto con una luz indigesta, en el que un señor me explicó muy despacio para que pudiera entenderle, en un perfecto inglés americano, que no podía permanecer por más de tres meses en EE.UU. sin visado y que llevaba nueve. Siendo ciudadana europea, iba a ser deportada, lo que implicaba irse tal cual, con una mano delante y la otra detrás, en el siguiente vuelo junto a otros ciudadanos europeos en mi situación y que, extraoficialmente, podía dar gracias de que fuera así, porque si hubiera sido latina me hubieran puesto en un autobús tercermundista y acercado a la frontera con México, lugar en el que me habrían dejado a mi suerte en mitad del desierto. Se permitió la licencia, sabiendo que no podía hacer nada al respecto, de recordarme que en su país la homosexualidad no disfruta de un trato tan permisivo como en Europa. Quien me había denunciado lo había hecho a conciencia, asegurándose de que las manos a las que iba a parar me sacarían sí o sí de su país. Podría haberle rebatido, haberle insultado en castellano, haber puesto algún tipo de resistencia, pero sabía lo que sucedería si decidía retirarme el pasaporte y darme otro tipo de trato, así que firmé cuanto me pusieron por delante y permanecí callada hasta que subí en el avión que supuestamente me llevaría de vuelta a España. En el transcurso de ese tiempo, no pude apartar mi pensamiento de Guiselle, de lo que habría sido de ella, de John, cuando no volviese a verme, de todo el tiempo que había pasado en ese país, y al darme cuenta de que no podría volver en mucho tiempo allí me eché a llorar, siendo consciente de todo lo que había ganado y perdido al mostrarme tan obstinadamente orgullosa.
No tengo más recuerdos de lo que pasó desde que me comunicaran que volvía a suelo patrio hasta que llegué a España. Solo sé que no me quedaron ganas de volver a hacer la maleta en mucho tiempo. Regresé a la casa de mis padres con las orejas agachadas, temiendo lo peor, que no querrían volver a verme. Que me odiarían o me desterrarían o algo parecido, pero nada más lejos de la realidad, en cuánto mi padre abrió la puerta de casa y me vio, me dio un abrazo enorme. Nos echamos a llorar. Lo encontré más delgado, cansado, con algunas canas más en el pelo. En seguida buscó mi equipaje, pero yo no traía nada, llevaba más de cuarenta y ocho horas con tan solo mi pasaporte encima. Mi ropa estaba sucia, había intentado asearme todo lo posible en los baños públicos de la T4 del aeropuerto en Madrid, pero aun así mi aspecto era demoledor. Necesitaba un baño, un poco de comida caliente, una cama en la que descansar y, casi sin mediar palabra, mis padres, como siempre, me lo dieron todo.
Después dormí durante catorce horas aproximadamente, en las que entre sueños podía oírles conversar y elaborar teorías sobre qué habría sucedido conmigo. De dónde vendría. Incluso desarrollaron la idea de que una secta me había secuestrado y había conseguido escaparme. Aquello, mientras yo descansaba plácidamente, no dejaba de tener su gracia, conseguía que se me escapara una sonrisa. Conseguía que la alegría de volver a estar en suelo conocido fuese creciendo en mí, pese a lo mucho que recordaba a Guiselle y las ganas que tenía, por lo menos, de poder darles una explicación.
Al fin conseguí levantarme, y no solo de la cama, sino también emocionalmente. Encontré la fuerza para salir de mi antigua habitación y contarles a mis padres toda la verdad. Ya no podía seguir luchando por más tiempo con la desoladora sensación de mantener oculto todo lo que yo era, todo por lo que había terminado así. Al principio, se quedaron en shock. No sé si no pudieron asimilar bien el hecho de que, ante sus ojos, mi primera experiencia lésbica se había dado en suelo americano, si es que verdaderamente provenía de una secta que nos obligaba a bailar y las exigentes condiciones físicas en las que nos mantenían nos había llevado a ello, si es que concluyeron que finalmente yo no estaba bien de lo mío y necesitaba la ayuda de un profesional o qué, pero definitivamente se creó un silencio alrededor de las circunstancias por las que había regresado a casa que resultaba indignante.
Nadie quería hablar sobre ello. Simplemente siguieron con su vida, girando en torno a nada. Levantarse, trabajar, volver a casa y encontrarnos todos allí, tan tranquilos. Disfrutando de una comestible rutina que nos engullía por completo. Pasar un día y otro y otro en el que no había novedades, en el que yo a veces pasaba muchas horas sola tirada en la cama intentando recomponer todas esas partes de mí que parecían estar rotas. Intentando de vez en cuando hacer algún comentario al respecto que era sepultado de inmediato por su articulada intranquilidad.
Levantarse, no tener nada que hacer y llegar a la conclusión de que cada minuto que estaba quieta era irremediablemente quemado en la hoguera del tiempo y que no volvería a tenerlo nunca más.
Echaba mucho de menos la rutina de la que solía disfrutar cuando estaba allí. Levantarme temprano, salir con lo puesto y tomar el café de camino. Pasar la mañana practicando y hablar y tontear con John o Guiselle o con los dos al mismo tiempo. Integrarme como parte de una familia de personas que sienten lo mismo que yo, que comparten conmigo sus sueños, sus ideales, sus esperanzas y que no tienen ningún problema en quererme tal y como soy.
Tras un periodo en el que no hice nada, solo dormir y escuchar música, echaba mucho de menos el baile y, aunque mis padres volvieron a estar en contra de que dedicara mi esfuerzo y mi tiempo a ello, pronto encontré la manera de volver a hacer lo que me gustaba. Me inscribí en una academia céntrica que tenía fama de ser la mejor de toda la ciudad y me hice la promesa de limitarme a no perder la forma física, de no destacar en nada, de no volver a tener sexo y de no enamorarme.
Me acordaba mucho de Guiselle, cada vez que realizaba algún paso que ella me había enseñado o nos daban lecciones sobre lo que era innovador. Yo me limitaba a ejecutar todo cuánto había aprendido a su lado y siempre terminaba sola con el resto de la clase mirando lo que desarrollaba hasta el final. La mayor parte de las veces ni me daba cuenta de lo que sucedía, simplemente me dejaba llevar por la música, por mis recuerdos y por la emoción de sentir de nuevo sus manos sobre mi cuerpo; aunque fuera de forma ficticia, me devolvía a la vida. Una vida que cuando la tuve no supe disfrutar y que ahora echaba de menos. Una vida que ahora quería mantener lejos de mí.
Pensé algunas veces en llamarla. Al principio, de hecho, lo pensaba casi todos los días, pero después caía en la cuenta de que ella tenía un futuro brillante por delante y de que necesitaba a la persona que tenía a su lado en ese momento para ayudarla a conseguirlo.
Veréis, Estados Unidos no es España. Aquí no hay una cultura sobre la cultura y mucho menos sobre el baile, por lo que es relativamente sencillo, tras muchos años de sacrificio y esfuerzo, destacar, aunque sea en un ámbito local. Allí todo el mundo quiere ser artista. Las calles de Los Ángeles son un desfile continuo de personas que llevan consigo un guión bajo el brazo, literalmente, o llevan consigo la esperanza de ser actrices o bailarines o transformistas o cualquier tipo de disciplina que implique que has triunfado en el mundo del espectáculo. Los clubes nocturnos se llenan de personas con voces espectaculares, coreografías brillantes, monólogos sobre la vida que superarían al mejor de los relatos cortos que pudiera leerse en cualquier café de aquí. Es un país que supera en población por muchos millones al nuestro y luego sucede que se han dedicado durante décadas a distraernos a los demás mediante el arte, ya sea el visual, el auditivo o el literario. Estados Unidos es la factoría de sueños del mundo, por lo que es lógico, aunque nos duela admitirlo, que sea el sitio con más soñadores del globo terráqueo. Evidentemente, destacar en un mundo en el que hay tanta competencia es jugar en una liga de primer nivel y toda ayuda es insuficiente. Nada me hubiera dolido más que parar su sueño, porque yo, pese a ser una estúpida engreída y orgullosa, pese a ser tremendamente egoísta, llegué a querer a Guiselle como hacía mucho tiempo que no quería a nadie. Ni siquiera a mí misma.
Recordé durante mucho tiempo sus caricias. La forma en la que me miraba cuando hicimos el amor. Todo lo que me enseñó, no solo sobre la pista de baile, sino también sobre la capacidad de sacrificio, de superación, de entrega a los demás. Era tal la pureza con la que establecía las relaciones que acercarme a ella como me acerqué fue el acto más impropio que pudiera haber cometido. Caí en la cuenta de que no merecía estar con nadie más. No, hasta que encontrara nuevamente a una persona con la que pudiera establecer una relación de igual a igual. No, hasta que estuviese segura de que podría dar y recibir en los mismos términos.
8

El columpio ascendía y descendía hacia el cielo levantando una brisa a su paso que peinaba el cabello ondulante de Toni. El azul, un azul inusualmente intenso para ser primavera, copaba los espacios entre las ramas de los árboles. A unos metros de sus piernas colgantes, Marta apoyaba su espalda contra la hierba mientras miraba la capa celeste embelesada.
—Uno, dos, tres… —decía en voz baja, contando lentamente las oscilaciones del columpio.
—¿Has encontrado ya tu diente de león, Marta? —preguntó Toni mientras escupía el sudor de sus labios con su aliento prepúber. Se sonrió. Se llevó la mano al bolsillo. Los restos de aquella flor marchita aguardaban a escapar del elevado calor corporal que desprendía su pierna.
Marta no dijo nada. Pensativa y seria, inspiró profundamente el aire del ocaso, en ese momento de su vida era lo que tenían que hacer. Tumbarse en la hierba, jugar en el columpio, contar las hojas que salían de un diente de león. Mirar a Toni, que había sido el único de toda su clase que le dirigía la palabra desde que se incorporó al nuevo centro. Siempre mirar a Toni.
Había oído desde que era una niña que los chicos evolucionaban más lento que las chicas. A Marta le gustaba Toni, eso no era ningún secreto entre ellos. El problema era que a él no le gustaba ella, es decir, no le gustaba como debía de gustarle: por dentro. Solo le gustaba lo de fuera. Porque tenía una melena castaña lacia que le caía por los hombros y que siempre olía bien. Porque sus piernas y sus brazos eran firmes, pero no demasiado fuertes. Porque con sus ojos color avellana siempre se excitaba. Allí estaba, todo tenso, cuando ella estaba cerca, la piel, los músculos, el vello que lo rodeaba todo, estaba tenso. Primero era esa piel brillante y su olor y después los puñetazos que daba su pulso en el cuerpo… Bum, bum, bum. Cuánto más cerca estaba de ella, más ganas tenía de salir corriendo. Le pasaba siempre. Le gustaba escuchar su voz, pero, a veces, deseaba que se callara, como aquella tarde de primavera, y que contara nubes, ovejas o lo que fuera que estuviera contando.
Por las noches, Toni miraba los tesoros que le había arrebatado durante el día. Hebras de pelo, semillas de flores marchitas, botones que caían de hilos ajados de su ropa, olores adolescentes que apestaban a hormona. Latidos convulsos en su pene que no iban a ninguna parte. Se empeñaba en mirarla solo como un amigo, como la había visto desde el principio, pero, de pronto, un día se quedó mirando sus ojos y se dio cuenta de que entre ellos las cosas habían cambiado para siempre. Empezó a ver el mundo de otra manera, empezó a ver a Marta de otra manera, tal vez fuera su altura, su peso, el espeso calor de una primavera que parecía verano, el caso era que aquello siempre estaba entre ellos. Instalado entre los dos, como una estación en la que la gente casi no se detiene, pero que permanece allí, esperando a que alguien se apee y pase el billete por el torno.
Todo el mundo decía que los chicos eran más lentos en el desarrollo que las chicas, pero Toni sabía que en su caso era mentira. Él sentía como un adulto, como un adulto que no encuentra su camino en la vida, pero al final como un adulto. Tenía necesidades, como los adultos y también tenía esos pequeños huecos dentro de él de los que a menudo no solía hablar con nadie. Había una cosa, cercana a la soledad que se batía en duelo con sus ganas de caer en los demás. Creía que si hubiera un mundo que estuviese lleno de brazos abiertos en los que caer de vez en cuando, tal vez la vida le resultaría más fácil. En ocasiones, pensaba que le hubiera gustado ser una chica, como Marta, con la melena y los ojos oscuros. Sí, tener esos ojos con los que pudiera llorar tranquilamente sin que nadie le reprendiera por ello.
La amistad con Marta era un billete de ida, sin vuelta, viajando en un tren que va demasiado rápido y que pasa por unos andenes en los que ya casi nadie se detiene y en los que, por suerte o desgracia, te gustaría bajarte.
No se la quitaba de la cabeza, vivir sin ella o con ella era lo mismo. Todos los días ir al parque, tumbarse. Hacer que leía al lado de los columpios, esperar a que ella apareciera. Cansada, hambrienta y un poco contenta por volver a verle solo. Leyendo. Pensativo. O balanceándose en el columpio, yendo cada vez más alto. Dejándose crecer la barba, en ese gesto tierno que demuestra querer hacerse mayor demasiado rápido, pero no tener el suficiente tiempo acumulado para conseguirlo.
Toni la miró de soslayo. Sobre la fresca hierba le parecía un pastel apetecible. Algo que podía comer, masticar y después escupir. Un cuerpo redondo y terso que estaba a punto de romperse en mitad de ese calor primaveral. El sudor perlaba su piel morena, sus ojos morenos de color de roble, sus manos henchidas por el calor. Toni saltó del columpio, que bailó en el aire. Sintió el impulso de un animal salvaje; la sangre le hervía por las venas y sus sienes habían comenzado a latir de forma molesta.
—Uno, dos, tres… —siguió contando Marta en voz baja. Cerró los ojos al tomar conciencia de que Toni se dirigía hacia ella.
Se tumbó a su lado. Metió la mano en el bolsillo mientras ella permanecía atenta los sonidos que despertaban sus movimientos en el suelo. Marta sintió como un fuego le subía desde los pies, notaba el calor de un cuerpo demasiado cercano al suyo. Él era bastante corpulento para su edad, había practicado desde siempre distintos deportes. Se había convertido en un pequeño atleta que disfrutaba humillando a los demás. Un minúsculo adonis que expulsaba la rabia por las piernas. Salía, corría, volvía bañado en sudor, pero con una sensación de tranquilidad que conseguía adormecerlo cada noche. Al cerrar los ojos, pensaba en ella. Cuando toda la casa se había quedado en silencio y la oscuridad lo envolvía, pensaba en ella. En el envase, en cómo le gustaría desenvolverlo. Sin piedad, sin pausa, sin ternura. Quería arrancarle la ropa a jirones, subirla en su cintura y saciarse de su carne, pero, después, miraba sus ojos, en sueños, y veía a la niña que había dentro y se volvía pequeño, se volvía pequeño y miserable.
Sacó la flor aplastada y sudada del bolsillo. Tomó conciencia de lo ridículo que resultaba devolvérsela, ahora que había pasado tanto tiempo desde que se la robó, aprovechando su estratégica altura. “¿Tenía sentido hacerlo?”, se preguntaba. Conocía pocas formas de acercarse a ella. Antes, hablar durante horas era sencillo, pero, desde que todo había cambiado, pasaban más tiempo mirándose y escuchando el silencio que les rodeaba que hablando. En ocasiones echaba en falta a la antigua Marta y al antiguo Toni. Se preguntó si eso era lo que sentían los adultos cuando iba pasando el tiempo, que ya no necesitaban hablar dentro de las relaciones, que las palabras en realidad lo confundían todo.
Depositó la flor en su vientre. Marta apretó con fuerza los parpados al notar su mano en la piel. Podía escuchar su respiración agitada. Sentía el pecho como si un millar de pirañas saltaran encima de ella. Abrió los ojos y se encontró con los de él. Tenían una expresión de preocupación en la cara de manera permanente, como si algo muy pesado planease de forma constante sobre su cabeza. Un águila despiadada que quería darle caza en cuanto notase que era vulnerable. Entonces, escuchó la voz de su madre, la que siempre le decía que no se fiara de los chicos, que no podía tener amigos, que la amistad entre un hombre y una mujer era imposible, y se enfadó con ella por haberle prohibido ir con él, por sermonearla, por depositar en su cabeza esos prejuicios de otras generaciones. Inspiró profundamente. Con cierto temor, llevó la mano al encuentro de lo poco que quedaba de esa flor marchita. Encontró sus dedos, grandes, suaves, ágiles que la apretaron suavemente. Hacía mucho tiempo que Toni no la cogía de la mano. Con sus labios entreabiertos, respiraba como un pez que quisiera escapar del agua. Se lo imaginó saltando sobre sí mismo, sin aire. Sabía que muchas veces él no podía respirar y eso le hacía sentirse intranquila. Toni era el chico de los pequeños secretos. No daba la impresión de atesorar dentro de él una gran verdad que fuera incómoda y pesara demasiado, pero sí de albergar muchas pequeñas cosas que hacían resquebrajar su rostro cuando la miraba. Podía leer en sus ojos, podía verlo todo, incluso aunque no le dijese ni una palabra.
Bum, bum, bum.
Se puso sobre ella. Pesaba mucho. La sujetó por las muñecas mientras Marta respiraba dificultosamente. El sudor iba escurriéndose por su rizado flequillo y caía en los oscuros y huidizos ojos de Marta. Sintió que iba a partirse. Sintió que iba a partirla. Sintió que el césped bajo sus rodillas y sus pies crecía. En los ojos de Marta leyó el miedo, el mismo que sienten los animales que son apresados y descuartizados, y eso lo llenó de rabia, porque él quería que esa llama que ardía en sus ojos fuese igual que la suya. No quería ver el temor, ni la inseguridad, ni la duda en ella. Quería ver el deseo, un deseo resplandeciente y terso como su propio órgano sexual. Marta se revolvió debajo de él, tensa. Muchas veces había deseado tener su cuerpo cerca, abrirse a ese fulminante sentimiento que no la dejaba estar tranquila. Lo quería, sí, pero no de esta manera. No con la violencia con la que la sujetaba.
—Suéltame —farfulló muy seria mientras le miraba a los ojos.
Toni se desplomó encima de ella, con la rodilla forzó que abriera las piernas. Pecho contra pecho, dejó que el suave calor de ella le invadiera. Una ropa interior de algodón empapada en sudor y en excitación recibió su pierna. Al contacto con el muslo de Toni, Marta gimió de placer. Sin querer. Llevada por una emoción nueva que anticipaba algunas sensaciones desconocidas para ella hasta el momento. No había nada entre ellos, solo ropa. La nuca de Toni, la espalda de Toni. Sus hombros, fuertes, fibrosos, evidentes como el rugido de un león, le hacían dudar de si quería que se quitara de encima o si por el contrario le apetecía que siguiera. El contacto con su cuerpo, piel con piel, su olor, un olor que sabía a desconocido y a íntimo, había desestabilizado todas sus barreras interiores. Movió sus brazos, ahora libres, en un gesto que iniciaba un abrazo, quería apretarlo contra su pecho. Dejarse llevar por la emoción de tenerlo cerca, pero él había escuchado lo que momentos antes le había pedido. Se hizo a un lado, como un amante que desierta en mitad de un acto sexual. Estaba avergonzado. La excitación y la culpa le abrieron los ojos ante el flagrante hecho de que ya no podían seguir viéndose, porque nunca se mirarían igual. Se giró, tumbándose bocabajo con la esperanza de que Marta no se diera cuenta. Le dolía. Sabía que tardaría un rato en deshacerse de aquella pulsión incómoda. Fijó los ojos en el columpio que seguía cortando el aire por encima de ellos, muy cerca. Siempre le habían dado miedo los columpios. Cuando era un crío, había visto una película con un payaso que secuestraba niños en un parque infantil. Recordó la sensación de vértigo que le producía recordar que había pasado demasiadas horas solo en el parque, esperando a que alguien viniera a recogerle y temiendo que ese desalmado fantasma con pelo encrespado y violento viniera a por él.