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HISTORIA DE ESTADOS UNIDOS
carmen de la guardia

ISBN: 978-84-15930-06-8
© Carmen de la Guardia, 2013
© Fotografía de cubierta: Shutterstock
© Punto de Vista Editores, 2013
http://puntodevistaeditores.com/
info@puntodevistaeditores.com
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A Alberto de la Guardia y Oya
Índice
La autora
Introducción
Hacia un mundo atlántico
La cultura revolucionaria
La práctica política
La sociedad republicana
La ampliación de la ciudadanía
Reforma y utopía
La Expansión hacia el Oeste y el Destino Manifiesto
Secesión y Guerra
Sociedad industrial
Ciudades de un mundo nuevo. La era progresista
Una nueva política exterior
La Gran Guerra y el periodo de entreguerras
El fin del Aislamiento: la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría
Hacia una Nueva Frontera
En búsqueda del orden: Estados Unidos de Nixon a Reagan
Epílogo
La autora
Carmen de la Guardia Herrero es profesora de Historia en el Departamento de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Madrid. Ha realizado estancias investigadoras y docentes en diferentes instituciones norteamericanas y europeas. Interesada en la Historia política y social de los Estados Unidos, ha publicado numerosos libros y artículos especializados. Entre ellos destacan Proceso político y elecciones en Estados Unidos (1992); Conflicto y reforma en el Madrid del siglo XVIII (1993); Republicanism, Federalism and Territorial Expansion in the United States (2004) y Tierras, límites y fronteras en América del Norte (2008). En la actualidad está preparando un nuevo libro sobre las relaciones entre España y los Estados Unidos en América del Norte.
Introducción
Escribir un libro, enseñar un curso, o reflexionar sobre una historia nacional es siempre una empresa enriquecedora. Si bien en casi todas las historias nacionales se habla de excepcionalismo, en los trabajos históricos sobre Estados Unidos la insistencia sobre la singularidad de su desarrollo histórico es todavía mayor. Desde la fundación de las primeras colonias inglesas en América del Norte, el deseo de alejamiento y de realización de un mundo verdaderamente nuevo, más equilibrado y justo que el de la vieja Europa, estuvo presente. Esa idea de separación, de ruptura, de diferencia ha sido un hilo conductor, según muchas obras históricas, del desarrollo histórico de la nación americana. Historiadores puritanos, patricios, nacionalistas, progresistas, historiadores del consenso han coincidido, aunque argumentando diferentes razones, en resaltar el excepcionalismo de Estados Unidos.
Una de las primeras conclusiones de este breve recorrido por la Historia de Estados Unidos es que las corrientes culturales, los ritmos económicos, los movimientos y los conflictos sociales son similares a los del resto de América y Europa. Es verdad que la Historia de Estados Unidos tiene matices que la separan de otras historias nacionales, pero están más relacionados con el ritmo y las características de su propio crecimiento que con razones de excepcionalidad política o cultural.
Efectivamente, si algo llama la atención de la Historia de Estados Unidos es su extraordinario crecimiento. Crecimiento territorial, demográfico, económico, político y de prestigio cultural. Pero este crecimiento también hay que matizarlo. No es un hecho aislado y excepcional sino que está profundamente interrelacionado. Los Estados Unidos de los siglos XX y XXI tienen poco que ver con los de la época fundacional. De trece pequeñas colonias en la costa atlántica, pasaron a ocupar, compartiéndola con el Canadá, toda la parte Norte del Continente americano, desde el Pacífico hasta el Atlántico pero, además, los Estados Unidos incluyeron bajo su bandera archipiélagos del Pacífico como el de Hawai. También está alejado del territorio continental el Estado Libre Asociado de Puerto Rico. Este crecimiento territorial fue acompañado de un crecimiento demográfico sin precedentes. Estados Unidos pasó de tener cerca de cuatro millones de habitantes, en el primer censo de su historia realizado en 1791, a contabilizar 281 millones en el del año 2001. Estaba claro que Estados Unidos se había transformado en uno de los polos de atracción de inmigrantes más importantes de la Historia. De la misma forma, esta llegada masiva de trabajadores facilitó la conversión de Estados Unidos en una gran potencia económica y también política. Además su imagen se trasformó. De ser una nación representada, en toda la cultura occidental, como sencilla, campesina, y poco cosmopolita emergió como el mayor foco de producción cultural y artística de la modernidad. Ciudades como Nueva York, San Francisco, Boston, y Chicago atraían a los artistas e intelectuales de todo el mundo. Sus universidades destacaban y eran las elegidas por los mejores investigadores, profesores, y estudiantes. Este crecimiento asombroso de Estados Unidos no se produjo sin fracturaras. Conflictos territoriales, étnicos, sociales, crisis económicas, grandes enfrentamientos bélicos y también increíbles “guerras culturales” han llenado libros, debates, y reflexiones.
La historia de Estados Unidos es una historia rica y con muchos más matices que la que, en muchas ocasiones, sus historiadores nos han dejado ver. Esta Historia de Estados Unidos pretende acompañar al lector a través de un recorrido por el tiempo y el espacio estadounidense. Siguiendo muy de cerca las características del crecimiento de la nación americana y atendiendo también a sus conflictos y contradicciones. Es un trabajo de síntesis muy relacionado con la docencia y la investigación que, durante años, he realizado en la Universidad Autónoma de Madrid como profesora de Historia de Estados Unidos. No tiene por lo tanto citas académicas ni grandes referencias pero creo que no por ello deja de tener rigor. Su objetivo es el de resaltar, en pocas páginas, las grandes líneas y también las quiebras del desarrollo histórico de Estados Unidos.
Y esto enlaza con mis agradecimientos. En primer lugar quería agradecer los comentarios, las sugerencias y las ricas aportaciones que sobre la Historia de Estados Unidos han realizado mis estudiantes tanto de Licenciatura como de Posgrado de la Universidad Autónoma de Madrid y de la Escuela Española de Middlebury College, en Vermont. Durante años he aprendido y reflexionado con ellos y para ellos. También quería expresar mi deuda con la Fundación Caja Madrid, con la Comisión Fulbright, con el Instituto Internacional, y con el Gilder Lehrman Institute of American History que, a través de la concesión de diferentes becas y ayudas, me han posibilitado realizar estancias investigadoras y docentes en Universidades, Archivos, y Bibliotecas estadounidenses y españoles. Estoy muy agradecida a un pequeño grupo de historiadores y amigos unidos, entre otras muchas cosas, por nuestro interés por los Estados Unidos. Aurora Bosch, Carmen González, Sylvia L. Hilton, Ascensión Martínez Riaza y Alejandro Pizarroso han sido una ayuda constante en este caminar. Y sobre todo quiero reconocer la labor de Ramiro Domínguez, Cristina Pineda Torra y de todo el equipo de Sílex ediciones. El proyecto de escribir una síntesis de la historia de Estados Unidos fue suyo y, a pesar de que por el camino nuevas responsabilidades académicas frenaron su avance, siempre han tenido la delicadeza de impulsar su realización. Su paciencia y su buen hacer han posibilitado que esta Historia de Estados Unidos viera la luz.
Hacia un mundo atlántico
Desde que en 1512 Ponce de León arribara a la península que él denominó de la Florida, la presencia española en América del Norte fue constante. Exploradores, comerciantes y conquistadores recorrieron las costas, exploraron el continente y fundaron asentamientos estables en el territorio de los actuales Estados Unidos. Durante casi un siglo, España fue la única potencia presente en América del Norte. Pero desde finales del siglo XVI la Monarquía Católica sufrió una crisis profunda y fue incapaz de defender los límites de su imperio. Comerciantes y puritanos ingleses fundaron Virginia y Nueva Inglaterra; los holandeses, Nueva Holanda; los franceses, Nueva Francia; y también la Suecia de la reina Cristina, Nueva Suecia. Estas “plantaciones” tenían características e intereses muy distintos a los de los virreinatos españoles en América. Los enfrentamientos entre estos mundos coloniales fueron continuos a lo largo de los siglos XVII y XVIII y los límites imperiales se alteraron sin cesar.
España en América del Norte
En 1492 la reina Isabel I de Castilla (1479-1504), concluida la conquista de Granada, autorizó a Cristóbal Colón a zarpar, bajo pabellón castellano, a las Indias. Desde entonces la actividad castellana fue imparable en América. Buscando, todavía con los valores culturales de la Castilla del siglo XV, riqueza y honor, los exploradores y conquistadores, al servicio primero de los Reyes Católicos y después de los Austrias mayores, recorrieron casi todos los rincones del continente americano. Y por supuesto también el territorio que hoy ocupa Estados Unidos. Los españoles exploraron y fundaron asentamientos, más o menos estables, en casi la mitad del actual territorio estadounidense.
Fue en 1512, como ya hemos señalado, cuando Ponce de León vislumbró la Florida. A partir de ese momento muchas fueron las expediciones españolas a la costa atlántica de Estados Unidos y muchos también los fracasos. En 1524, navegando bajo pabellón español, el portugués Estebán Gomez divisó la península del Labrador, las costas de Maine, y también el cabo Cod, en la actual Rhode Island. En 1526, Lucas Vázquez de Ayllón fundó el primer asentamiento en San Miguel de Gualdape, llamado así por los indios Guale que habitaban ese territorio del actual estado de Georgia, pero pronto, debido a los continuos ataques indígenas, se despobló. Pánfilo de Narváez, con una expedición de más de seiscientos hombres desembarcó en Tampa, en 1526, desde allí exploró el interior de la Florida, navegó por la costa de Texas y murió, como la mayoría de sus hombres, tras un naufragio. Los supervivientes, dirigidos por Álvar Nuñez Cabeza de Vaca, continuaron por el Oeste llegando hasta Nueva España. Conocemos bien los entresijos de la expedición por los Naufragios y relación de la Jornada que hizo a la Florida con el adelantado Pánfilo de Narváez, de Álvar Nuñez Cabeza de Vaca. También durante la primera mitad del siglo XVI se organizó otra expedición de mucha más envergadura. En 1539, Hernando de Soto junto a 570 hombres y mujeres desembarcaban en las proximidades de Tampa. Recorrieron los actuales estados de Florida, Georgia, las Carolinas, Tennessee, Misisipi, Alabama y Arkansas. En mayo de 1541, De Soto bautizó al río Misisipi como el río Grande. Exploraron, a su vez, parte de Luisiana y de Texas. Muchos de los colonos sufrieron infecciones para las que sus organismos no tenían defensas. Más de la mitad de la expedición falleció y también lo hizo Hernando de Soto. El resto, para evitar una muerte segura, regresó.
Ninguna de las expediciones, de la primera mitad del siglo XVI, dejó asentamientos estables en la costa atlántica de Estados Unidos. “Por toda ella (Florida) hay muchas lagunas grandes, y pequeñas, algunas muy trabajosas de pasar, en parte por mucha hondura, en parte por tantos árboles que están caídos… y luego otro día los indios volvieron de la guerra y con tanto denuedo y destreza nos acometieron que llegaron a poner fuego a las casas en las que estábamos…”, escribía Cabeza de Vaca sobre las tierras y las gentes floridanas en sus Naufragios. Esta percepción de las tierras de Florida como arduas, y de los indígenas como belicosos fue la razón de que España tardase tanto en fundar asentamientos en la península floridana a pesar de estar tan próxima a Cuba que había sido colonizada desde los primeros viajes colombinos.
Sólo cuando el rey Felipe II (1556-1598) decidió que Florida ocupaba un lugar estratégico para España al pasar la flota de Indias con el oro y la plata por el canal de Bahamas, Florida fue colonizada. Fue Pedro Menéndez de Avilés el encargado no sólo de fundar un asentamiento estable en Florida sino también de expulsar a hugonotes franceses que según los informes del rey Felipe II, habían fundado un fuerte en la costa de Georgia.
Menéndez de Avilés zarpó de Sanlúcar de Barrameda en 1565. Tras tomar posesión de la Florida en nombre del rey de España y fundar el fuerte de San Agustín, cerca del cabo Cañaveral, utilizando tácticas militares de gran dureza, terminó con la presencia francesa en Florida. “Salvé la vida a dos mozos caballeros, de hasta diez y ocho años, y a otros tres que eran pífano, tambor y trompeta, y a Juan Ribao, con todos los demás hice pasar a cuchillo, entendiendo que así convenía al servicio de Dios Nuestro Señor, y de V.M.”, escribía Menéndez de Avilés a Felipe II, desde San Agustín, narrando el duro enfrentamiento entre hugonotes franceses y católicos españoles, en octubre de 1565.
Una vez aniquilados los “extranjeros”, Menéndez de Avilés exploró el territorio. Al norte de San Agustín, en una zona fértil y rica, fundó la ciudad de Santa Elena. Terminada la exploración de las costas y de sus gentes, el adelantado intentó realizar los objetivos enumerados en el asiento, firmado con Felipe II. Soñaba con promover la agricultura, la pesca y la explotación forestal con la finalidad de crear astilleros. Sin embargo las tierras floridanas seguían siendo difíciles y los indios que las habitaban hostiles a la presencia española. Sus empresas no prosperaron y pronto Florida sólo mantuvo su interés defensivo y de barrera frente a posibles colonizadores extranjeros. Y como zona difícil y fronteriza fue un lugar atractivo para las órdenes religiosas misioneras que pronto fundaron misiones en distintas partes del territorio floridano.
Además de la costa atlántica, los españoles exploraron el sur y el oeste de los actuales Estados Unidos. Las razones para fundar asentamientos en estos territorios fueron, primero, al igual que había ocurrido con la Florida, la búsqueda de riqueza y, después, a partir de la presencia de otras potencias coloniales en América del Norte, proteger zonas estratégicas y defender el corazón del Imperio español. También, a lo largo de los siglos, la actuación misionera fue una constante en esta frontera septentrional del imperio.
La búsqueda de riqueza por el Norte de Nueva España fue alentada por mitos y leyendas que los propios exploradores y conquistadores provocaron. Los relatos de Alvar Nuñez Cabeza de Vaca y sus compañeros al llegar desde Florida hasta Nueva España, incitaron la organización de nuevas expediciones. Así, tanto el virrey Antonio de Mendoza como el conquistador de México Hernán Cortés mostraron un enorme interés por esas tierras del Norte. Fue Mendoza el que organizó una primera expedición, en 1538-1539, dirigida a las tierras de los Zuñí, al oeste del actual Nuevo México. El capellán de la expedición fue fray Marcos de Niza. A su regreso sus comentarios y escritos contribuyeron a crear leyendas y mitos sobre las riquezas de las tierras del Norte. Todos los habitantes de Nueva España creyeron en la existencia de siete ciudades de gran tamaño y, sobre todo, de enorme riqueza situadas al norte de México llamadas Tzíbola o Cíbola. La búsqueda de las míticas ciudades movilizó muchas expediciones que se agotaron rastreándolas en lo que hoy es el estado de Kansas. Sólo cuando en 1542, Francisco Vázquez de Coronado regresó de su expedición por las tierras de las actuales Arizona, Nuevo México, Texas, Oklahoma y Kansas, y describió de forma mucho más prosaica la realidad de las construcciones y de la forma de vida indígenas terminaron los míticos rumores.
En estos territorios del norte de Nueva España se hallaban riquezas, que para el español de los siglos XVI, XVII y XVIII, equivalían a metales preciosos, pero no en cantidades legendarias. En las regiones del norte del Virreinato de Nueva España se alzaron poblaciones junto a las minas de plata.
Desde estas tierras también se prepararon nuevas expediciones a Nuevo México buscando metales preciosos pero sin ningún éxito. Se pensó en abandonar el territorio norteño por su inutilidad económica. Pero las presiones de los misioneros franciscanos, que habían comenzado ya su acción evangelizadora, llevaron al Consejo de Indias en Madrid y a la Junta convocada en México por el virrey Velasco en 1602, a decidir que, en conciencia, no se podía abandonar a los indios ya bautizados porque volverían a la “barbarie”. La Corona envió entonces a soldados y misioneros. El conquistador Juan de Oñate impulsó nuevas fundaciones. Estableció los pueblos de Santo Domingo, cerca de la actual Albuquerque, de San Juan de los Caballeros, y de San Gabriel, todos en Nuevo México.
Texas tuvo un origen muy distinto al de la mayoría de las regiones del norte de México. Su origen fue más tardío pero parecido al de Florida. Fue también el temor a la presencia de otras potencias coloniales lo que causó el inicio de la ocupación del territorio tejano. La noticia de que el caballero de La Salle, en 1682, en nombre del rey de Francia, había descendido por el río Misisipi y explorado la parte oriental de su ribera preocupó a las autoridades españolas. Pero la información de una segunda expedición de La Salle, fundando un establecimiento, San Luis, en algún lugar próximo a la desembocadura del río Colorado y, sobre todo, de la reivindicación que para Francia hacia del territorio que él había bautizado como la Luisiana en honor de Luis XIV, hizo que los españoles reaccionaran con rapidez. En 1689, Alonso de León al servicio del rey de España llegaba al fuerte de San Luis, en la bahía del Espíritu Santo. Desde entonces, mineros, ganaderos, misioneros y soldados españoles trataron de estar presentes en este nuevo límite.
Efectivamente, además de la riqueza material y de las necesidades políticas y estratégicas de la Corona existieron, en muchos casos, otros motivos para la colonización. Así en Nuevo México, en la parte occidental de Sierra Madre y en las Californias, los misioneros estuvieron presentes antes de la llegada de los colonos españoles. Fueron los franciscanos y los jesuitas las órdenes religiosas que se aventuraron a fundar misiones en estos territorios difíciles del norte de México. Los franciscanos evangelizaron Nuevo México y Texas y los jesuitas la Baja California. Tras la expulsión de los jesuitas de los territorios de la Monarquía Hispana, en 1767, los dominicos se encargaron de las antiguas misiones de la Baja California y los franciscanos se ocuparon de evangelizar un nuevo territorio: la Alta California. Las misiones fueron sobre todo empresas evangélicas pero también lograron avances en los conocimientos geográficos y científicos del momento. También sirvieron como avance y barrera de contención de otros imperios coloniales.
Las misiones fundadas a finales del siglo XVII y principios del siglo XVIII, en la Baja California, por los jesuitas Eusebio Francisco Kino, Fernando Costag, Francisco María Picolo, Juan María de Salvatierra, Juan de Ugarte y otros, contribuyeron al descubrimiento de la peninsularidad de California y a la búsqueda de una mejor conexión entre la Pimería Alta (Sonora y Arizona) y la Baja California. También las exploraciones del río Colorado tuvieron mucho que ver con los jesuitas que crearon las primeras misiones en la Baja California.
Las misiones fundadas a lo largo del siglo XVIII en la Alta California además de cumplir con objetivos evangélicos tenían, como había ocurrido con la Florida y con Texas, el objetivo de contener la presencia de otras potencias coloniales cerca de Nueva España. Desde la expedición, organizada en tiempos del zar Pedro el Grande (1672-1725) y, ejecutada, durante el reinado de Catalina I, en 1728, por Vitus Bering, (danés alistado en la Armada de Rusia), los rusos sabían que un estrecho, bautizado posteriormente con el nombre del explorador ruso, separaba las costas de Siberia de las de América del Norte. Así organizaron expediciones que efectivamente llegaron a Alaska. En 1741, Alexei Chirikov en el San Pablo y Vitus Bering en el San Pedro alcanzaron tierras americanas. Desde entonces se inició un lucrativo comercio de pieles con los indígenas norteamericanos. También los imparables marinos y colonos ingleses podrían acercarse al Pacífico desde sus cada vez más abundantes posesiones americanas.
Todos estos territorios del norte del Virreinato de Nueva España fueron muy inestables y difíciles. Su lejanía de los grandes núcleos urbanos del virreinato y su situación de frontera entre los territorios hispanos y las zonas nunca colonizadas por europeos, les ocasionó continuos enfrentamientos con grupos indígenas y más tarde con los otros imperios coloniales.
Al principio, conforme los españoles avanzaban hacia el norte de México y se alejaban del Imperio azteca, se enfrentaron con grupos de indígenas nómadas que denominaron genéricamente chichimecas. Durante más de treinta años, los chichimecas frenaron el avance español. Pero mucho más temidos y, sobre todo, durante más tiempo que los chichimecas fueron los apaches. Presionados desde las planicies por los comanches y los wichita, a los que los españoles denominaban las Naciones del Norte, los apaches inundaron los territorios del norte de México durante todo el siglo XVIII. En Nuevo México, los indios pueblo demostraron que tampoco estaban asimilados en la revuelta que protagonizaron en 1680, logrando que la Monarquía Hispánica perdiera el control temporalmente de la provincia. Más allá de la frontera y atosigando el territorio mexicano estaban los seri y los yuma, los navajos y los ute. Los más “fieros” de todos, si hacemos caso a los testimonios de españoles que recorrieron el territorio, fueron los comanches. “Todos los años, por cierto tiempo, se introducen en aquella provincia, una nación de indios tan bárbaros como belicosos” –nos recuerda el visitador español Pedro de Rivera en el primer tercio del siglo XVIII– “su nombre Comanches: nunca baja de 1.500 su número, y su origen se ignora porque siempre andan peregrinando, y en forma de batalla, por tener guerra con todas las naciones, y así se acampan en cualquier paraje, armando sus tiendas de campaña, que son de pieles de cíbolas y las cargan unos perros grandes que crían para ello…”, escribió el visitador Pedro de Rivera en su informe en 1729.
La abundancia y la combatividad de las poblaciones indígenas así como la presencia cada vez más próxima de otros imperios coloniales hicieron que se multiplicaran las misiones y también que aparecieran los presidios.
Las misiones católicas españolas tenían un claro papel “civilizador”. Las pretensiones de los misioneros de cristianizar al indio eran evidentes. Pero para ellos y para la mayoría de los súbditos de su majestad católica evangelizar era lo mismo que civilizar. Así, los indios de las misiones debían vivir de forma cristiana y “civilizada”. Debían asemejarse a los campesinos europeos de los siglos XVII y XVIII. A los indios de las misiones se les enseñó a utilizar animales existentes en Europa. Se les obligó a cultivar también productos europeos como trigo, almendros, naranjos, limoneros y vides que empezaron a crecer en suelo norteamericano. Pero, además, era preciso que vivieran “racionalmente, reducidos a la obediencia de su majestad, y en modo cristiano y político que es lo que se pretende por ahora”, escribía Antonio Ladrón de Guevara en el siglo XVIII. Esta identificación de lo cristiano, con “lo civilizado”, y “lo político” es lo que hizo que las misiones españolas, desde siempre, estuvieran vinculadas con la conquista y posterior explotación de las tierras y gentes americanas y que recibieran el apoyo militar y material de la Corona.