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Pero también existieron problemas en esta comunidad puritana. Para muchos la presencia del clero y de las normas constituidas del puritanismo era excesiva. Hubo graves desacuerdos en el refugio de disidentes. Roger Williams fue el principal opositor de la nueva colonia. Descontento por le estrecha unión entre la Iglesia y el Estado y sobre todo por considerar que se debía romper de forma radical con la Iglesia de Inglaterra, elevó airadas protestas y fue desterrado. Con él se fueron multitud de disidentes y se instalaron en el año 1636 en la bahía de Narragansett donde fundaron Providence que se constituyó en el núcleo de una nueva comunidad de ciudades llamada Rhode Island. Dos años después llegaba otra disidente: Anne Hutchinson, también duramente criticada por el clero bostoniano por su independencia. La nueva comunidad se basó en el gobierno de la mayoría, en la separación de la Iglesia y del Estado, y en la libertad religiosa. Esta tolerancia permitió que judíos, cuáqueros y otros grupos religiosos minoritarios eligieran Rodhe Island como su hogar americano. En 1644, Williams viajó a Inglaterra y publicó una de las críticas más duras contra la colonia de la bahía de Massachusetts: The Bloody Tenent of Persecution, que criticó duramente la presencia del clero puritano en la colonia de Massachusets. En ese mismo viaje logró la Carta Real que autorizaba a la nueva colonia y reconocía los principios previamente establecidos en Rhode Island. Estos principios fueron de gran importancia para el futuro político de Estados Unidos.
Otros disidentes abandonaron también la colonia de la bahía. El reverendo Thomas Hooker decidió, junto al grueso de su congregación, trasladarse para fundar una nueva colonia en donde el peso de las iglesias constituidas no fuera tan fuerte. Así surgieron, alrededor del valle del río Connecticut, pequeños núcleos urbanos, como Hartford y Windsor. También puritanos estrictos fundaron otras poblaciones con nombres significativos como New Haven. Todos unidos lograron una Carta Real en 1662. Esta Carta fue la ley fundamental del estado de Connecticut hasta 1818 y, a pesar de que al principio buscaron un menor peso de los pastores puritanos, recogía que la iglesia congregacionista era la iglesia oficial en cada una de las poblaciones. Católicos, anglicanos y disidentes protestantes encontraron hostilidad en esta nueva plantación.
Al norte de la Bahía de Massachusetts, los territorios actuales que constituyen New Hampshire y Maine, fueron concedidos por la Compañía de Nueva Inglaterra a sir Ferdinand Gorges y a John Mason, en 1622. A Mason le correspondió la parte Sur y la bautizó como New Hampshire. Allí ya existían pequeñas poblaciones de pescadores y comerciantes como Dover, Portsmouth, Éxeter y Hampton. Aunque desde 1649 cayó bajo el dominio de Massachusetts, también fue refugio de puritanos disidentes. La zona más alejada, la actual Maine, continuó, durante todo el periodo colonial, gobernada desde Massachusetts.
La guerra civil inglesa (1642-1660) y la Commonwealth (1649-1660) frenaron el proceso colonizador de Inglaterra. Pero la restauración de Carlos II, en 1660, supuso un nuevo impulso. En sólo doce años los ingleses conquistaron Nueva Holanda, colonizaron Carolina y le dieron forma definitiva al sistema colonial. La diferencia entre este segundo empuje y el iniciado a comienzos del siglo XVII, es que las nuevas colonias surgieron sobre territorios donados por el rey a sus favoritos, que se constituían así en propietarios. Ya no eran las compañías comerciales las promotoras de la colonización. De la antigua colonia holandesa, Nueva Holanda, que había conquistado la colonia sueca de Delaware, surgieron cuatro colonias: Nueva York, Nueva Jersey, Pennsylvania y Delaware.
Como ya hemos señalado, Nueva Holanda estaba rígidamente gobernada por la Compañía Holandesa de las Indias Orientales y por ello sus habitantes no pusieron mucha resistencia cuando 1664 la colonia fue conquistada por el hermano de Carlos II de Inglaterra, el duque de York. La región entera fue cedida por Carlos a su hermano. Los ingleses transformaron el pequeño poblado de Nueva Ámsterdam en Nueva York en honor del duque homónimo. También se denominó de esta forma toda la antigua colonia de Nueva Holanda. Poco después, el duque propietario cedió las tierras comprendidas entre los ríos Hudson y Delaware a sir George Carteret y a lord John Berkeley llamando a este territorio Nueva Jersey.
En 1681, el cuáquero William Penn recibía de los Estuardo una enorme franja de tierra en el litoral atlántico de América del Norte que bautizó, en memoria de su padre, Pensilvania. Fue un refugio para una de las ramas más radicales e igualitarias del puritanismo que fueron los cuáqueros. Con la afirmación de la existencia de una luz interior en todos los hombres que sólo había que encontrar a través de la oración, los cuáqueros defendieron la igualdad de todos. Perseguidos no sólo en Inglaterra sino también en sus colonias llegaron masivamente a los bosques de Penn. En 1682, el duque de York también le concedió a William Penn otra parte del antiguo territorio sueco y después holandés: Delaware.
También durante el reinado de Carlos II se establecieron los ingleses en las Carolinas. Este inmenso territorio al sur de Virginia se les concedió a ocho lores propietarios que lo colonizaron con población que provenía de otras colonias, sobre todo, de Barbados y de Virginia. Conforme la colonia avanzaba hacia el Sur los enfrentamientos con los españoles fueron continuos.
La última de las colonias inglesas en Norteamérica fue la de Georgia. La colonia fue entregada por Jorge II, en 1732, a veintiún fideicomisarios. Uno de ellos, el general y filántropo James Oglethorpe se trasladó al nuevo territorio inglés en América. Como militar erigió una serie de fortalezas para contener presumibles ataques españoles desde San Agustín. Como reformador social intentó colonizar Georgia como un lugar de redención de presos ingleses que no hubieran cometido delitos de sangre y también intentó convertirla en un nuevo hogar para indigentes. Quería evitar las grandes propiedades así como la existencia de trabajo esclavo. Tampoco aceptaba bebidas alcohólicas. Hacia mediados del siglo XVIII, nada quedaba de sus planes filantrópicos. Georgia se había convertido en una colonia cuya unidad de producción era la gran propiedad, dedicada al monocultivo y trabajada por esclavos.
Las colonias norteamericanas en el siglo XVIII: las guerras imperiales
La presencia política de Suecia y de Holanda había desaparecido, como ya hemos señalado, de América del Norte en el siglo XVII. Francia impulsaba, sobre todo, la colonización del actual Canadá aunque mantenía a un pequeño grupo de colonos en Luisiana. Sin embargo la Monarquía Católica conservaba los límites septentrionales de su imperio en los actuales Estados Unidos. Pero ya se apreciaba que ni la Florida, ni la parte norte del virreinato de Nueva España tenían la vitalidad demográfica, económica y cultural de las trece colonias inglesas.
Efectivamente, a mediados del siglo XVIII las Trece Colonias inglesas se habían transformado en territorios prósperos. Las colonias de Nueva Inglaterra: New Hampshire, Connecticut, Massachusetts y Rhode Island, estaban densamente pobladas y tenían una economía diversa. Agricultura, pesca, construcción naval y un comercio, no siempre legal, con la América española eran las actividades de sus habitantes. Ciudades como Boston, Newport y Salem eran muestra de esa actividad comercial.
Las colonias del Sur: Virginia, Maryland, las Carolinas y Georgia, tenían una estructura social más desequilibrada. Grandes propietarios de tierras, pequeños labradores y una gran masa de población esclava eran sus rasgos distintivos. El cultivo de un único producto en las plantaciones sureñas les causaba una gran dependencia económica de su metrópoli. Virginia, Maryland y Carolina del Norte exportaban tabaco; Carolina del Sur y Georgia comerciaban con arroz e índigo.
Las colonias intermedias: Nueva York, Nueva Jersey, Delaware y Pensilvania eran más heterogéneas. Su población, originaria de distintos puntos de Europa, les otorgaba una fisonomía más rica. Su actividad económica era también más diversa que la de las colonias de Nueva Inglaterra y que las del sur. Su agricultura era próspera. Producían grandes excedentes de grano, cereales y carne salada que exportaban. También el comercio de pieles, sobre todo, en la colonia de Nueva York, y la industria forestal, eran prósperas. Ciudades como Filadelfia, con más de 40.000 habitantes en 1770, y Nueva York demostraban la vitalidad de las colonias intermedias.
Pero si las colonias inglesas en América del Norte tenían diferencias también compartían ciertas similitudes. Al ser colonias inglesas su ritmo de crecimiento demográfico era parecido y además sus instituciones de gobierno y sus valores culturales eran similares. También mantuvieron durante toda la historia colonial los mismos enemigos: las poblaciones indígenas y las otras potencias coloniales.
Las Trece Colonias inglesas tenían un ritmo de crecimiento demográfico y económico muy superior al de los límites del Imperio español en América del Norte. Al estallar la guerra de Independencia, en 1775, habitaban el territorio alrededor de dos millones y medio de colonos. Mientras que en los márgenes septentrionales del Imperio español, si excluimos a la población indígena no asimilada, sólo vivían unos 100.000 colonos.
El crecimiento natural de la población, entre los pobladores de origen europeo, fue en aumento tanto en las colonias inglesas como en las españolas pero sin embargo los movimientos migratorios europeos fueron muy distintos en los dos imperios. Tanto Inglaterra como España frenaron el flujo de inmigrantes hacia América procedentes de la metrópoli a lo largo del siglo XVII, pero Inglaterra aceptó y, en cierta medida, promovió la llegada de extranjeros a sus colonias americanas.
El ritmo de emigración desde Inglaterra hacia América había sido muy fuerte en la primera mitad del siglo XVII. Alrededor de 150.000 ingleses se habían trasladado a la costa oriental norteamericana. Pero después de la guerra civil y la peste que asoló las islas Británicas y tras el auge del mercantilismo, que consideraba a la población como un recurso indispensable para la riqueza nacional, los tratadistas ingleses defendieron que era perjudicial el flujo migratorio. Si exceptuamos a los ingleses castigados con la deportación, unos 30.000 a lo largo del siglo XVIII, la emigración desde Inglaterra y Gales hacia las Américas disminuyó mucho. Decididos, sin embargo, a promover el crecimiento de las colonias americanas, las autoridades coloniales inglesas aceptaron a inmigrantes que no procediesen de Inglaterra o de Gales. Y eso fue una de las grandes diferencias entre las colonias inglesas y la América española y francesa. Ya en 1680 William Penn había reclutado a inmigrantes procedentes de Francia, la mayoría hugonotes perseguidos tras la abolición del Edicto de Nantes en 1685. También Penn aceptó como pobladores a menonitas, amish y moravos procedentes de Holanda, de Alemania, y de los cantones alemanes de Suiza, para ocupar su inmensa colonia de Pensilvania. Otras colonias enviaron agentes a Europa para reclutar campesinos. La mayoría, unos 250.000, fueron irlandeses-escoceses, descendientes de los escoceses presbiterianos que se habían instalado en el Ulster durante el siglo XVII. Además, casi todas las colonias inglesas otorgaron facilidades a los extranjeros para formar parte de la comunidad en igualdad de condiciones que los primeros colonos. Los extranjeros que fueran protestantes y jurasen fidelidad a la Corona británica eran considerados súbditos, con las mismas libertades y privilegios, de los colonos norteamericanos. En 1740, el Parlamento británico aprobó una ley general de naturalización para sus colonias en América. Sin embargo pervivieron dificultades en la mayoría de las colonias inglesas para aquellos inmigrantes católicos o judíos.
Otros pobladores también llegaron masivamente durante el siglo XVIII a las colonias inglesas. Los esclavos, forzados desde África, eran cada vez más utilizados como mano de obra en las plantaciones. El descenso de su “precio”, ocasionado por el fin del monopolio de la Compañía Real Africana en 1697, y la extensión de la economía de plantación en las colonias del Sur fueron las razones para que la población esclava pasase de 200.000 individuos, en 1700, a 350.000 en 1763. La mayoría de los esclavos procedían de antiguas civilizaciones del África occidental como la de Ghana, la de Mali y la de Songhai. De todas formas la esclavitud estaba distribuida de forma irregular. Más de cuatro quintos de la población esclava habitaban en las colonias del Sur. A pesar de que en el Imperio español en América la utilización de mano de obra esclava era habitual, en los límites septentrionales repletos de misiones y presidios, con escasos colonos, y alta densidad de población indígena, la presencia de esclavos africanos no fue significativa.
Las autoridades españolas siempre dificultaron la inmigración hacia América. La Monarquía Hispánica exigía a los individuos que quisieran emigrar el cumplimiento de una serie de requisitos y la posterior obtención de una licencia tras un largo proceso. Además, a diferencia de lo que ocurría en las Colonias inglesas, la Monarquía Hispánica no aceptó la entrada de inmigrantes libres extranjeros. Sin embargo, a lo largo del siglo XVIII, se incumplió muchas veces la legislación y la presencia de extranjeros era obvia en los límites del imperio. Pese a que, en número, su presencia era menor que en la América inglesa.
Estas diferencias en el ritmo de crecimiento demográfico entre las colonias inglesas y las españolas fue una de las razones de la vitalidad económica, social y política de las Trece Colonias frente a los límites del Imperio español. Como explica el historiador David Weber en Carolina del Sur, una de las colonias inglesas más jóvenes había, en 1700, 3.800 colonos de origen europeo y 2.800 afroamericanos que eran esclavos. En la vecina Florida, uno de los territorios más antiguos de la Monarquía Hispánica, sólo residían, a comienzos del siglo XVIII, 1.500 pobladores de origen europeo. La diferencia aumentó en la primera mitad del siglo, en parte debido a la generosa política colonial inglesa frente a la restrictiva española. Así, en 1745, el número de pobladores de Carolina del Sur era diez veces superior al de Florida: 20.300 frente a los 2.700 habitantes de este septentrión español en América.
También existieron diferencias políticas entre los dos mundos coloniales. Las colonias inglesas gozaron de una mayor autonomía que los territorios hispánicos. Para muchos autores no fue un hecho querido por la corona inglesa. Pero los conflictos internos, que caracterizaron la historia de Inglaterra durante el siglo XVII, motivaron un cierto “abandono” del mundo colonial. Sin embargo tras la Gloriosa Revolución, el reconocimiento por parte de la metrópoli del interés económico de las colonias impulsó una política intervencionista. En 1696 se creaba el Board of Trade and Plantations con la intención de controlar el comercio colonial. Además se establecieron en las colonias los Tribunales del Almirantazgo que además de visibilizar el dominio inglés debían velar por el cumplimiento de las leyes que regían “el contrato” colonial.
Aunque el término mercantilismo no fue acuñado hasta 1776, por Adam Smith, el mercantilismo fue aplicado en la Europa del siglo XVII. Esta doctrina económica afirmaba que las naciones estaban abocadas a una lucha por la supremacía. Para lograr ventajas militares y estratégicas era necesario tener mayor poder económico que las otras potencias. El poder económico de una nación se medía por la cantidad de metales preciosos que fuese capaz de acumular. Cuanto más independiente fuese una nación y menos importaciones necesitase mayor sería su acumulación de metales y por lo tanto sería una nación más poderosa y sana.
Para el mercantilismo y, sobre todo, para el mercantilismo inglés las colonias tenían una clara función que cumplir. Inglaterra, igual que España y Francia, se convirtió en imperio para lograr tener una autonomía económica. Las colonias proporcionaban materias primas para la industria británica. También eran un mercado seguro para las manufacturas. El comercio con América potenció el desarrollo de una Marina mercante. En un momento donde los buques y los marinos se adaptaban a cualquier propósito naval, esto incrementó mucho el poderío naval y la fuerza combativa de la metrópoli. Sin embargo las Trece Colonias inglesas, poco controladas durante gran parte del siglo XVII, estaban habituadas a comerciar con otras zonas. Las Antillas y toda la América española a su vez estaban acostumbradas a recibir productos norteamericanos. También el comercio se hacía en barcos no ingleses. Era necesario, por lo tanto, una vez concluidas las contiendas civiles en la metrópoli tras la Restauración de Carlos II en 1660, establecer una nueva política colonial que obedeciese a los principios mercantilistas.
Entre 1660 y 1672 se promulgaron una serie de leyes con la finalidad de organizar el Imperio británico de una forma unitaria y autosuficiente que garantizase ganancias para los súbditos ingleses: fueron las Actas de Comercio y Navegación. Las Actas contenían cuatro requisitos fundamentales. Todos los intercambios entre la metrópoli y sus colonias debían hacerse en barcos construidos en las colonias o en Inglaterra pero que, en cualquier caso, perteneciesen a ingleses y fueran capitaneados por oficiales ingleses. Los bienes importados por las colonias, a excepción de la fruta y del vino, debían pasar antes por Inglaterra por lo que estaban sujetos a las tasas británicas de importación. Las colonias tenían la obligación de exportar a Inglaterra determinados productos “enumerados”. En el siglo XVII fueron muy pocos los productos de este tipo: el tabaco, el azúcar y el algodón. Pero a comienzos del siglo XVIII la lista aumentó considerablemente. Se incorporaron el arroz, la melaza, las pieles y los artículos de construcción naval. Las colonias tenían ésta obligación aunque el destino último de sus productos fuesen otros países europeos. La diferencia entre el precio impuesto por la colonia a Inglaterra y el que después ésta le asignaría al venderlo a otra potencia, era la finalidad de esta medida. También se prohibía a las colonias producir ciertos artículos que pudiesen competir con la manufacturas inglesas.
Las Actas de Navegación subordinaban claramente los intereses de las colonias a los de Inglaterra. Pero eso no fue un problema para los colonos americanos de los siglos XVII y primera parte del siglo XVIII. Al promulgarse las Actas de Navegación, las colonias agrícolas tuvieron asegurado el mercado para sus productos. Tenían, además, garantizada la compra de sus cosechas. Las colonias de Nueva Inglaterra vieron crecer su industria naval al permitir Inglaterra que los barcos fuesen construidos en América. Además al excluir las Actas a las marinas de otros países del comercio colonial, Inglaterra tuvo la necesidad de comprar barcos americanos. Durante el siglo XVII y el primer tercio del siglo XVIII los norteamericanos no protestaron por la política económica imperial. Pero sí pensaron que debían velar por sus intereses en la metrópoli. Siguiendo el modelo de Massachusetts, las Trece Colonias establecieron agentes para defender sus intereses en Londres.
El intervencionismo no sólo fue organizativo y económico. También la metrópoli intentó transformar a las colonias controladas por compañías comerciales o propietarios en colonias reales. Poco antes del estallido de la revolución, ocho de las trece colonias se habían convertido en colonias reales: Virginia (1624), Carolina del Norte (1729), Carolina del Sur (1729), New Hampshire (1679), Nueva York (1685), Massachusetts (1690), Nueva Jersey (1702) y Georgia (1750). Existían dos colonias de Constitución: Rhode Island y Connecticut y se mantenían todavía tres colonias de propietario: Maryland, Delaware y Pensilvania. Pero a pesar de sus diferencias todas las colonias terminaron teniendo una organización institucional similar. Un gobernador, un Consejo Asesor, y una Asamblea Legislativa. El gobernador, a excepción de en Rhode Island y Connecticut –las dos colonias de Constitución– que era elegido por las asambleas coloniales, era designado por el rey o por los propietarios. Resultaba inusual, aunque podían hacerlo, que los propietarios gobernasen en sus colonias. Lo habitual era que residiesen en Inglaterra y nombrasen diputados para gobernarlas.
Aunque en teoría los gobernadores tenían un poder inmenso, gobernaban, era jueces supremos y además jefes de las milicias coloniales, en la práctica su poder estaba limitado. Los presupuestos anuales, incluidas muchas veces la partida destinada para su salario, lo decidían las asambleas coloniales.
Era el gobernador el que designaba a los miembros del Consejo Asesor que en realidad ejercía como una Cámara Alta de las Asambleas.
Los miembros de las asambleas eran elegidos por sufragio restringido. Para ser elector, en la mayoría de las colonias, se exigía el requisito de propiedad. Las condiciones para ser elegido eran más restringidas. Además de la condición de propietario, existían requisitos de orden religioso o consistentes en formular determinados juramentos que alejaban a los católicos y a los judíos de las asambleas coloniales. En cualquier caso, los miembros del Consejo y los representantes de las asambleas coloniales eran americanos. Entre sus funciones estaban preparar, discutir y promulgar leyes centradas en los intereses de la colonia siempre en concordancia con las leyes de la metrópoli; fijar la cantidad y la clase de impuestos que los contribuyentes debían pagar; distribuir y discutir, como ya hemos señalado, los salarios de los oficiales públicos incluido el del gobernador; nombrar jueces y también fijar y garantizar sus salarios, elegir a los agentes de la colonia para defender sus intereses frente al parlamento británico, elegir al portavoz de la Asamblea y convocar elecciones periódicas para renovar su composición.
La proximidad de los colonos, eso sí propietarios, a la discusión y resolución de los asuntos americanos fue una de las características de las colonias inglesas. Si bien es verdad que la solución última residía en las instituciones inglesas, el debate, la formulación de los problemas y algunas de las soluciones eran americanas. Mientras en el Imperio español existía una clara lejanía de esos funcionarios reales –que casi nunca fueron “naturales” y rara vez americanos y que en muchos casos llegaron a las colonias con la mentalidad repleta de problemas europeos–, de la compleja realidad americana. Mientras que los nuevos problemas eran reconocidos y resueltos con soluciones nuevas en la América inglesa no ocurría lo mismo en la compleja maquinaría administrativa de la Monarquía Hispánica. Los nuevos problemas americanos tardaban tiempo en ser identificados y siempre se intentaron resolver con soluciones viejas y sobre todo lentas.
De nuevo las diferencias en la organización institucional de los mundos coloniales explican la mayor vitalidad política de las colonias inglesas, y la emergencia de un sentimiento de formar parte de una comunidad con problemas similares. En el proceso de resolución de esos problemas los americanos de las colonias inglesas fueron adquiriendo una conciencia de proximidad que los diferenciaba de los otros mundos coloniales y que fue imprescindible para comprender el surgimiento de una nueva comunidad política: Estados Unidos.
Además en las colonias inglesas existía una vitalidad cultural insospechada en las “fronteras” del Imperio español en América del Norte. Desde la llegada de los primeros colonos puritanos la educación de los niños fue un elemento importante. En las colonias de Nueva Inglaterra siempre que existieran cincuenta casas se abría una escuela primaria. Aunque no siempre se cumplió, la proliferación de escuelas fue una realidad. También se promovió mucho la educación en las colonias intermedias. En Pensilvania, William Penn había promulgado normas para instalar escuelas públicas. En las colonias del Sur los esfuerzos para promover escuelas de este tipo, fueron más difíciles por la mayor dispersión de la población. Muchos plantadores y comerciantes sureños enviaron a sus hijos a Inglaterra o contrataron preceptores particulares.
En 1740 sólo había tres universidades en la América inglesa: Harvard en Massachusetts, William and Mary, en Virginia, y Yale, en Connecticut. A mediados del siglo XVIII, coincidiendo con el “Gran Despertar”, muchas de las diferentes confesiones entonces reformadas abrieron centros de educación superior. Así, los baptistas evangélicos fundaron el College de Rhode Island, actual Universidad de Brown, en 1760; la Iglesia reformada holandesa creó el Queens College, ahora Universidad de Rutgers en Nueva Jersey; Eleazer Wheelock fundó la universidad evangélica de Dartmouth. Los anglicanos rivalizaron por la creación de centros que pudieran educar a las élites para mejor divulgar las diferentes confesiones. En 1750 habían fundado el Kings College de Nueva York, actual Universidad de Columbia y el College de Filadelfia que ahora conocemos como la Universidad de Pennsylvania.