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Una muestra de la vitalidad cultural de las Trece Colonias inglesas en América del Norte es la proliferación de periódicos a lo largo del siglo XVIII. Es cierto que la mayoría de ellos se imprimían y distribuían en las ciudades pero muchos llegaban hasta los últimos rincones de las colonias. Boston lideró en ellas la actividad impresora. El Boston NewsLetter se fundó en 1704. En 1720 dos nuevos periódicos vieron la luz en Boston y además surgieron también periódicos en Filadelfia y Nueva York. En 1775, existían más de 38 periódicos en las colonias. La prensa estaba repleta de debates que se desarrollaban utilizando a veces el recurso de las cartas, o de fragmentos de discursos políticos y también de sermones. Además, en los núcleos urbanos, se imprimían almanaques y panfletos.
Los panfletos fueron los más populares. Eran hojas impresas, plegadas de diferentes formas, que normalmente escribía un solo autor. El texto siempre se centraba en un único tema. Y quizá por su sencillez eran muy baratos. Además, los panfletos al no estar cosidos y tener pocas páginas se imprimían de forma más rápida que periódicos, almanaques y libros y llegaban a muchos más lectores.
En las “fronteras” del Imperio español en América del Norte fueron las misiones los mayores centros de educación aunque también existieron escuelas parroquiales. En San Agustín había una escuela vinculada a la parroquia desde su fundación y, desde 1606, también existió un seminario. Se cerró durante unos años y se reabrió en 1736 y, de nuevo, en 1785 tras la recuperación de Florida por España. En Nuevo México, además de las misiones para adoctrinar a la población indígena, había escuelas parroquiales. A pesar de que los reyes desde 1721 ordenaron el establecimiento de escuelas públicas en los pueblos y asentamientos de españoles éstas nunca llegaron a crearse.
En Texas se fundaron misiones y también escuelas parroquiales. Sabemos que en San Fernando de Bexar (San Antonio) los padres de los alumnos pagaban una pequeña cantidad para que el sacristán de una de las parroquias dedicara unas horas a enseñar a los niños a leer y a escribir. En California la labor educativa residió casi exclusivamente en las misiones. Allí los niños indígenas aprendían catecismo normalmente con textos preparados por los misioneros en lengua indígena y además a leer y a escribir en español. También aprendían diferentes oficios. En Luisiana los franceses fundaron colegios religiosos y los españoles los mantuvieron. Existían colegios de ursulinas para niñas y de jesuitas para varones en Nueva Orleáns.
La llegada de la imprenta a los límites del Imperio español fue tardía. Sólo existían imprentas y por lo tanto folletos y publicaciones periódicas en Luisiana y su origen era claramente francés. Tres imprentas existían en Nueva Orleáns durante el periodo de dominación española: la de Denis Braud, la de Antoine Boudousquié y la de Louis Duclot encargadas de publicar todas las comunicaciones oficiales de las autoridades españolas. A partir de que en 1794 se comenzase a publicar el periódico The Moniteur de la Louisiana, los gobernadores españoles utilizaron este nuevo cauce. Este periódico, aunque escrito en francés, también tenía textos oficiales y artículos en español.
Pero el factor que más contribuyó a crear ese sentido de “nosotros” imprescindible para comprender el surgimiento de una nueva nación, Estados Unidos en 1776, fue la participación de los colonos ingleses de forma conjunta en las guerras imperiales, complicadas muchas veces con guerras indígenas.
En 1643 Massachusetts, Plymouth, Connecticut y New Haven crearon una asociación “ofensiva y defensiva, de mutuo asesoramiento y ayuda (…) para lograr la mutua seguridad y el muto bienestar”. Recibió el nombre de Confederación de Nueva Inglaterra. Mientras existió el peligro indígena la Confederación funcionó bien. Se celebraban reuniones, se socorrían unas colonias a otras, se tomaban decisiones conjuntas. Sin embargo, coincidiendo con un debilitamiento de los indígenas de la costa nordeste, la Confederación desapareció. Siempre se ha considerado, sin embargo como un precedente de la futura Confederación de los Estados Unidos de América. También Virginia se reunía periódicamente con las Carolinas cuando surgían amenazas indígenas en sus fronteras.
Más importante que estas alianzas para hacerse fuertes contra los indígenas, fue la participación conjunta de algunas de las colonias en las Guerras Imperiales. Durante los siglos XVII y XVIII estallaron cuatro grandes enfrentamientos que afectaron a las metrópolis y también a sus respectivos imperios coloniales. Estos enfrentamientos se denominaron de forma distinta en Europa y en América. La guerra de la Gran Alianza europea, se llamó la guerra del rey Guillermo (1689-1697); la Guerra de Sucesión española, la denominaron las colonias inglesas la Guerra de la Reina Ana (1702-1713); la Guerra de Sucesión austriaca, fue para América la Guerra del Rey Jorge (1744-1748); y la Guerra de los Siete Años se conoció como la Guerra Franco-India (1756-1763). En estas guerras participaron siempre dos o más colonias involucrándose con dureza los colonos a través de las milicias coloniales. Además, al desarrollarse, en parte, en suelo americano, la población civil se fue impregnando también de un sentido de unidad. Las colonias de Nueva Inglaterra y también la de Nueva York se involucraron en la Guerra del Rey Guillermo. Las mismas colonias y Carolina del Sur participaron activamente en la Guerra de la Reina Ana; también las colonias de Nueva Inglaterra participaron en la Guerra del Rey Jorge. Las tropas para esa guerra se abastecieron desde Nueva York, Nueva Jersey y Pensilvania.
Fue en la guerra franco-india o Guerra de los Siete Años en donde los imperios coloniales se enfrentaron con mayor dureza y todas las colonias se vieron inmersas de una o de otra forma. También en esa guerra muchos colonos, entre ellos George Washington adquirieron la experiencia militar que les posibilitó después luchar en la guerra de Independencia de Estados Unidos.
La guerra enfrentó a las potencias borbónicas y a Inglaterra. La estrategia de Inglaterra en América fue sencilla. Por un lado incrementar su presencia militar. Y por otro involucrar, lo máximo posible, en la guerra, a los habitantes de las Trece Colonias. Así envió a América a un ejército de 25.000 hombres y logró reclutar, aunque pagando salarios, a otros 25.000 residentes en América. La superioridad numérica inglesa obtuvo resultados. Las campañas bélicas inglesas querían cortar la comunicación entre Canadá y el Misisipi escindiendo así el territorio francés en Norteamérica. En 1758, las tropas británicas ocuparon, primero, Fort Frontenac en el lago Ontario y después Fort Duquesne, rebautizado como Fort Pitt al oeste de Pensilvania. Fragmentado en dos el Imperio francés en América, Inglaterra y sus colonias lanzaron un ataque masivo sobre Canadá. Desde la desembocadura del río San Lorenzo, y desde los lagos Ontario y Champlain, los ingleses la inundaron. Tras la derrota del general francés Louis Joseph Montcalm, en las llanuras del monte Abraham, los ingleses conquistaron Quebec. En 1760, Jeffrey Amherst, comandante en jefe del ejército británico, ocupó Montreal. El poderío británico fue superior en las batallas terrestres y además la marina británica obtuvo victorias en la América insular francesa y española. Así los ingleses conquistaron territorios franceses como Guadalupe, en 1759, y Martinica, en 1762, y lograron apoderarse del puerto de La Habana, vital para la defensa española del golfo de México. También en el Pacífico ocuparon el puerto de Manila, en Filipinas. Las potencias borbónicas sufrieron además en sus posesiones europeas. Su aplastante fracaso se plasmó en las duras condiciones de paz.
Así, en la Paz de París de 1763, las potencias borbónicas vieron tambalearse sus intereses americanos. España perdía la posibilidad de explotar, como había hecho desde el siglo XVI, la riqueza pesquera de Terranova, cedía, como única forma de recuperar su querido puerto de La Habana, “a su majestad británica, Florida con el fuerte de San Agustín y la bahía de Penzacola” y veía legalizada la explotación del palo campeche en la costa de Honduras por los comerciantes ingleses. Francia compensó a Inglaterra “con el río y puerto de la Mobila y todo lo que posee o ha debido poseer al lado izquierdo del río Misisipi a excepción de la ciudad de Nueva Orleáns y la isla donde ésta se halla situada, que quedarán a Francia; en inteligencia de que la navegación del río Misisipi será igualmente libre tanto a los vasallos de Gran Bretaña como a los de Francia”, también perdía la isla de cabo Breton frente a Nueva Escocia; además la Monarquía francesa, para resarcir de los desastres de la guerra a su aliada España, entregó a Carlos III, por el Tratado secreto de Fontainebleau de 1762, el territorio de Luisiana, que comprendía, tras la cesión que había hecho a Inglaterra, sólo la cuenca occidental del Misisipi incluyendo el puerto de Nueva Orleáns, en la parte oriental del río. Estas compensaciones, unidas a la entrega del Canadá a los ingleses, ocasionaron que Francia quedase excluida como potencia colonial de Norteamérica y que la línea divisoria entre los territorios hispanos y británicos en América estuviera en el río Misisipi.
Inglaterra y sus colonias se habían alzado triunfantes en las guerras imperiales. Las fronteras de la Monarquía Hispánica se habían alejado de las Trece Colonias inglesas. Además, Inglaterra obtenía otros territorios en América del Norte: Florida y Canadá. Francia dejaba de ser una potencia con intereses coloniales en la Norteamérica. Pero un nuevo problema se aproximaba para la exultante Corona inglesa. Las colonias americanas habían adquirido una clara conciencia de “nosotros”. Una economía boyante, una sociedad sofisticada, una cultura desarrollada y una experiencia militar común, fueron la causa de una reflexión americana propia e independentista.
La cultura revolucionaria
Las razones para comprender la revolución americana son complejas. Por un lado, el siglo XVIII en América fue el siglo del triunfo del pensamiento racional, del amor al saber, de la Ilustración y también de la defensa de valores éticos y emocionales procedentes de una cultura republicana. El republicanismo era común a la cultura política británica y también estaba presente en la revolución francesa, española, y en las guerras de independencia latinoamericanas. Tanto el racionalismo como el republicanismo americano, basado en la sobriedad y el patriotismo se oponían al reforzamiento del sistema imperial emprendido por la metrópoli.
Además, el triunfo británico en la Guerra de los Siete Años, creó también desequilibrios. El coste del Imperio británico había ascendido mucho al incorporar Canadá y Florida, y la deuda de la Corona era inmensa.
Ilustración y republicanismo
De la misma forma que en Europa, el siglo XVIII americano fue un siglo de debates políticos y culturales, de revisión, y de cambios. Los americanos, a pesar de los prejuicios europeos, tenían una cultura similar a la del viejo continente. Las lecturas, los programas universitarios, los intereses eran los mismos para los grupos dirigentes de las dos orillas del océano Atlántico. Es más, en América del Norte se tenía la percepción, desde la fundación de las primeras plantaciones europeas, de ser un continente virgen, un continente sin historia, un lugar apto para la realización de utopías religiosas y políticas que permitieran alumbrar sociedades más justas y sobrias que las desiguales y suntuosas organizaciones sociales generadas por las monarquías europeas.
Sin embargo, desde Europa se percibía a América de forma peyorativa. En las publicaciones periódicas y en los libros de los ilustrados europeos, América aparecía descrita como un mundo joven e inexperto incapaz, todavía, de producir una cultura parecida a la de la Vieja Europa. Y así se percibía América tras la lectura de los escritos del abate Raynal, de William Robertson, de Cornelius de Paw, y hasta del conde de Buffon. “La naturaleza permanece oculta bajo sus antiguas vestiduras y nunca se exhibe con atuendos alegres. Al no ser acariciada ni cultivada por el hombre” –afirmaba el conde de Buffon– “nunca abre sus benéficas entrañas. En tal situación de abandono, todas las cosas languidecen, se corrompen y no llegan a nacer”. Estas afirmaciones ofendían a los ilustrados americanos. Fue Thomas Jefferson el abanderado de la Ilustración norteamericana. No sólo escribió como respuesta a las obras del conde de Buffon y del resto de la ilustración europea sus Notas sobre el estado de Virginia, sino que contrató a un experto militar, el general Sullivan, para liderar una expedición cuya finalidad era la de capturar el mejor ejemplar de alce macho de América. Y efectivamente después de un sinfín de percances nuestro general encontró un buen ejemplar y lo envió con celeridad a Europa. Buffon quedó sorprendido con su regalo pero recibió muchos más. Magníficos castores, faisanes, un águila americana y hasta una piel de pantera le fueron amablemente obsequiados por Jefferson. No sabemos si por terminar con este desfile de ejemplares del reino animal o por verdadera convicción, lo cierto es que Buffon afirmó públicamente que la naturaleza americana era, por lo menos, tan apta para el progreso humano como la europea.
Esta falta de percepción, no sólo británica sino de toda Europa, de las similitudes entre el mundo americano y el europeo estuvo detrás de los desencuentros entre Inglaterra y su mundo colonial en el siglo XVIII.
También esa desigual percepción de los dos mundos ha contribuido a uno de los debates más prolíficos de la historiografía de los países de habla inglesa: el de las influencias teóricas que posibilitaron la revolución americana. Para muchos historiadores y politólogos, la tradición política americana era exclusivamente liberal y además excepcional. Para otros, la cultura revolucionaria había bebido de las mismas fuentes que la cultura política inglesa. Era la misma y por lo tanto tenía influencias de un republicanismo que, presente en Grecia y Roma, había sido enriquecido en las repúblicas italianas renacentistas, también lo habían enarbolado los revolucionarios republicanos ingleses, y lo reelaboraron autores ilustrados, sobre todo, de procedencia escocesa. En la actualidad, la mayoría de los historiadores coinciden al afirmar que la cultura política que posibilitó la revolución estadounidense era una cultura original, rica, y ecléctica.
Las influencias que recibieron los revolucionarios norteamericanos fueron muy diversas y similares a las de la mayor parte de la Ilustración europea. El republicanismo norteamericano bebió de múltiples fuentes. Por un lado, los revolucionarios citaban profusamente a autores del mundo clásico. Filósofos e historiadores griegos como Sócrates, Platón, Aristóteles, Herodoto, Tucídides eran nombrados en panfletos, cartas y otros escritos. También los norteamericanos estaban muy familiarizados con autores latinos. La pasión de los revolucionarios por la historia de Roma desde el periodo de las guerras civiles, en el siglo I a.C., hasta el establecimiento, sobre las ruinas de la república, del imperio en el siglo II d.C. era una realidad. Para ellos existía una clara similitud entre su propia historia y la de la “decadencia de Roma”. Las comparaciones entre la corrupción del Imperio romano con las actitudes voluptuosas y corruptas de Inglaterra, en la segunda mitad del siglo XVIII, eran constantes. Los revolucionarios reivindicaban en sus escritos los valores sencillos de las colonias frente a los lujosas y decadentes costumbres de la metrópoli. Autores como Tácito, Salustio o Cicerón, que escribieron cuando los principios de la república romana estaban seriamente amenazados, fueron los favoritos de los Fundadores.
También citaron a menudo a John Locke y a los autores pertenecientes a la Ilustración escocesa y a la francesa. De ellos las obras que más les interesaron fueron las obras históricas por su ejemplaridad. Los textos de William Robertson, tanto su Charles V, como The History of America; las obras históricas de David Hume, sobre todo, su History of England from the Invasion of Julius Caesar to The Revolution in 1688; y la de Edward Gibbon The History of the Decline and Fall of the Roman Empire fueron muy leídas. Su influencia se aprecia en la correspondencia y en los escritos de todos los revolucionarios norteamericanos.
Ese bagaje cultural llevó a que los americanos ilustrados considerasen, a lo largo de todo el siglo XVIII, que existía un conflicto común a todas las organizaciones políticas y sociales: el del enfrentamiento entre la libertad y el poder. Había que buscar un equilibrio. Sólo a través de la virtud cívica se gozaría de la necesaria libertad sin caer en el desorden. En Europa, según los revolucionarios, se optó por la corrupción. Eran Estados que para garantizar el orden habían violentado la necesaria libertad y se abusaba con desmesura del poder. Las monarquías eran desmedidas y desequilibradas. Sólo querían el bien para un pequeño grupo de súbditos que vivía en el lujo y el exceso. Para los norteamericanos que protagonizaron la revolución había que ser virtuoso, que sacrificar el interés individual en aras del bien común. Y el ejercicio de la virtud se alcanzaba ejerciendo una serie de atributos: moderación, prudencia, sobriedad, independencia y autocontrol. Frente a estas virtudes se alzaban la avaricia, el lujo, la corrupción y la desmesura propias, según los revolucionarios, de las decadentes cortes europeas. “Sería fútil intentar describirte este país sobre todo París y Versalles. Los edificios públicos, los jardines, la pintura, la escultura, la música etc., de estas ciudades han llenado muchos volúmenes”, escribía un republicano John Adams a su mujer, Abigail, desde Francia en 1778, “La riqueza, la magnificiencia y el esplendor están por encima de cualquier descripción… ¿Pero qué supone para mi todo esto?, en realidad me proporcionan muy poco placer porque sólo puedo considerarlas como menudencias logradas a través del tiempo y del lujo comparadas con las grandes y difíciles cualidades del corazón humano. No puedo dejar de sospechar que a mayor elegancia menos virtud en cualquier país y época”, concluía afirmándose el futuro segundo presidente de Estados Unidos, John Adams.
Pero si todos, en la época revolucionaria, debían ser austeros y virtuosos, los lugares en donde ejercer la virtud no eran los mismos para los varones que para las mujeres, aunque eran complementarios. Las actividades públicas eran monopolio de los varones. Las mujeres debían sacrificarse y buscar el bien común en sus hogares. “No debo escribirte una palabra de política, porque eres una mujer”, le recordaba John Adams, a su mujer Abigail, desde París en 1779. Las mujeres de las élites revolucionarias aceptaban su cometido. La virtud republicana consistía para ellas en ser buenas madres y esposas. En sacrificar el interés individual para conseguir la tranquilidad de hijos y compañeros y así facilitarles el ejercicio de la virtud cívica. Ellas, las mujeres republicanas, educaban a los futuros patriotas y recordaban el comportamiento virtuoso a sus compañeros. “¡Aclamadlas a todas!, Sexo superior, espejos de la virtud”, proclamaba un poema patriótico reproducido en diferentes periódicos estadounidenses durante los años 1780 y 1781 refiriéndose a las mujeres. Para los revolucionarios norteamericanos sólo la tranquilidad y el equilibrio de un hogar virtuoso permitía la actitud republicana, alejada del interés individual y buscando siempre el bien común, de los líderes revolucionarios. “La virtud pública no puede existir en una nación sin virtud privada”, escribía John Adams parafraseando a Montesquieu.
El refuerzo de la política imperial
Esta generación de ilustrados americanos tampoco podía entender las nuevas actitudes políticas del utilitarismo británico. Efectivamente, los administradores del imperio, tras el ascenso al trono del rey Jorge III en 1760, creían imprescindible un reforzamiento del sistema imperial para hacer frente al incremento del coste producido, como ya señalamos en el capítulo primero, por la Guerra de los Siete años y por los cambios territoriales generados tras los acuerdos de paz.
Sin embargo, los habitantes de las Trece Colonias se consideraban a sí mismos súbditos de su majestad y creían que compartían instituciones y tradiciones jurídicas con su metrópoli. Así, de la misma manera que ningún súbdito de su majestad procedente de las islas Británicas aceptaría gravámenes que no hubieran sido aprobados por el Parlamento donde, de alguna manera, se sentían representados; tampoco los colonos americanos permitirían que se tomasen medidas radicales sin consultar a sus siempre activas e históricas asambleas coloniales.
Cuando el primer ministro británico, lord Grenville, presentó al Parlamento un conjunto de medidas centradas en América, sólo pretendía que el sistema imperial fuera más eficaz y menos costoso para Inglaterra. La primera de las medidas quería organizar la administración de los nuevos territorios adquiridos de Francia y España, pero también afectó a territorios que las Trece Colonias inglesas consideraban como propios. Así la real pragmática del 7 de octubre de 1763 establecía que las nuevas colonias de Canadá y de Florida Oriental, adquiridas por el Imperio británico, tras la debacle de las potencias borbónicas en 1763, serían gobernadas por gobiernos representativos similares a los existentes en las Trece Colonias. Pero, además, afirmaba que los territorios situados al oeste de los Apalaches serían administrados por dos agentes para los asuntos indios nombrados por la Corona. Estos territorios habían formado parte de los límites imprecisos de las potencias borbónicas y también aparecían en las desdibujadas cartas otorgadas por Gran Bretaña a las Trece Colonias inglesas en América del Norte. Estaban habitados por indios, en su mayoría hostiles a la presencia europea, y constituían un objetivo claro del movimiento expansivo de las Trece Colonias. George Grenville quería, con esta medida, reducir los enfrentamientos entre colonos e indígenas y abaratar así los costes imperiales, pero las colonias se sintieron molestas al ver limitadas sus posibilidades de expansión y de autogobierno en territorios que, de alguna manera, consideraban como propios.
La segunda de las medidas del programa trazado por George Grenville fue una ley fiscal. La ley tenía como primer objetivo elevar los ingresos procedentes de las colonias para así poder afrontar el incremento de los gastos imperiales. Gravaba una serie de productos importados por las colonias americanas. También, pretendiendo perfeccionar, según criterios mercantilistas, la relación metrópoli-colonia, imponía tasas a melazas importadas por las Trece Colonias. Esta medida no era nueva. En 1733 se había establecido un impuesto sobre la melaza pero no se aplicaba. Los norteamericanos estaban acostumbrados a violar el pacto colonial a través del comercio ilegal con las islas del Caribe. Pero Grenville quería cobrar los nuevos gravámenes. Para ello la Ley del Azúcar establecía una reforma drástica del servicio de aduanas en las colonias. Elaborando un registro estricto de las salidas y las entradas de los buques en todos los puertos coloniales, incrementando el número de oficiales de aduanas y, sobre todo, endureciendo el procedimiento y las penas de los juicios contra el comercio ilegal, George Grenville pretendía terminar con el contrabando como medida eficaz para racionalizar el sistema colonial. Pero, de nuevo, lo intereses británicos chocaban con las necesidades de las colonias. Las ciudades costeras, encabezadas por Boston, iniciaron una serie de protestas contra la nueva actitud de Jorge III y sus ministros. Sin embargo, Gran Bretaña no estaba dispuesta a ceder. Otra ley, la Ley del Timbre que gravaba todas las transacciones oficiales, era una muestra de la nueva actitud imperial. De nuevo el utilitarismo europeo olvidaba que los norteamericanos eran también ilustrados y buscaban, de acuerdo con el utilitarismo político en boga, su propio interés. Ni Thomas Jefferson, ni Benjamin Franklin, ni otros ilustrados americanos podían aceptar medidas económicas que no beneficiasen a las Trece Colonias y tampoco estaban dispuestos a admitir cambios en los procedimientos históricos.
Los nuevos gravámenes utilizaban un procedimiento de implantación absolutamente novedoso para las Trece colonias. No habían sido establecidos directamente por el monarca y tampoco habían sido discutidos y aprobados en las asambleas coloniales. “Por la propia constitución de las colonias los asuntos en materia de ayuda se trataban con el rey”, escribía Benjamin Franklin desde París en 1778, “el Parlamento no tenía ningún derecho a imponerlos…”, y continuaba Franklin, “que los antiguos establecieron un método regular para obtener ayudas de las colonias y siempre fue éste: la situación la discutía el rey con su Consejo Privado… después pedía a su secretario de Estado que escribiera a los gobernadores quienes las depositaban en sus asambleas coloniales… Pero Grenville ha optado por utilizar la imposición en lugar de la persuasión”.