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La Ley del Timbre no fue del agrado las colonias. Ocasionó protestas formales de las asambleas coloniales de Virginia, Nueva York, Connecticut, Rhode Island y Massachusetts. También provocó la convocatoria de un Congreso extraordinario en Nueva York, en octubre de 1765, –el Congreso de la Ley del Timbre– en el cual treinta y siete delegados, de nueve, de las Trece Colonias, ratificaron una serie de documentos negando al Parlamento británico su capacidad para imponer impuestos a las colonias. Además el Congreso de la Ley del Timbre planteó la organización de boicots a los productos ingleses.
Pero más importantes que las protestas formales y que la negativa a consumir productos ingleses fue el estallido de actos violentos. El 14 de agosto de 1765 una multitud asaltó el despacho y la casa del recaudador del impuesto del Timbre en Massachusetts, Andrew Oliver. Poco después, los motines y los asaltos a funcionarios reales se extendían por todas las colonias. Frente a estas movilizaciones, el Parlamento británico suspendió la Ley del Timbre en marzo de 1766 pero, a su vez, aprobó una disposición afirmando su derecho a imponer tributos a las colonias.
La crisis de la Ley del Timbre significó un punto de inflexión en la relación de las colonias con su metrópoli. La convocatoria de asambleas y mítines, los debates y las algaradas contribuyeron a crear un sentido de unidad entre los colonos norteamericanos. Además, comenzaron a publicarse multitud de reflexiones políticas y constitucionales que también ocasionaron una profundización de la conciencia política de los habitantes de las colonias. Los panfletos, pasquines, almanaques y periódicos se multiplicaron. Y estos textos estaban repletos de términos claramente republicanos como el de corrupción monárquica frente a la sencillez virtuosa del mundo colonial.
Sin embargo, la nueva actitud imperial no se detuvo. La Corona británica mantenía sus necesidades económicas y la certeza de que eran las colonias las que debían afrontar los nuevos gastos imperiales. En 1767, un nuevo Gobierno, liderado por Charles Townshend, defendió en el Parlamento gravámenes que afectaban al té, a la pintura, al papel, y al cristal. Otra vez, las colonias se opusieron tanto a los impuestos como al procedimiento utilizado por la metrópoli. No era el Parlamento británico, según los norteamericanos, el que tenía la capacidad para decidir la imposición de nuevos tributos a las colonias. Los revolucionarios encontraron intolerable que no se consultara a las asambleas coloniales antes de su promulgación y decidieron boicotear los nuevos impuestos. “No he comprado ni bebido té desde las pasadas Navidades, no he adquirido ningún vestido, he aprendido a hacer punto y hago los calcetines de lana americana…”, escribía una ilusionada joven patriota de Filadelfia a su familia. “Las ligas del té” y otras organizaciones lideradas por “los hijos e hijas de la libertad” lograron arrojar del consumo americano no sólo la “pestilente hierba inglesa” sino, también, el lino, la seda, el azúcar, el vino, el papel y el cristal. Si hacemos caso a las estadísticas, en el año 1768 las importaciones inglesas se redujeron, en los puertos de las colonias de Nueva Inglaterra, en dos tercios.
Además del boicot a los productos ingleses proliferaron, otra vez, panfletos y escritos que reflexionaban sobre la nueva política imperial. La mayoría de los articulistas insistían en la defensa de las libertades americanas frente a los envites corruptos británicos. Se repetía así “el modelo de resistencia” que se había originado tras las Leyes de Grenville. Esta nueva oleada de protestas involucró a más norteamericanos. Grupos espontáneos y comités organizados surgían por todas partes intimidando a los representantes de los intereses de la metrópoli.
De todas las colonias, la más radical, en su enfrentamiento con la metrópoli, fue Massachusetts. La situación era tan tensa que cada movimiento de Gran Bretaña ocasionaba una cadena de algaradas y revueltas que iba incrementando en importancia conforme pasaban los años. Como afirma el historiador Gordon S. Wood, en Massachusetts y por lo menos desde el año 1768, uno de los líderes revolucionarios, Samuel Adams, proponía como única solución para las colonias inglesas la independencia. Los sucesos que le llevaron a esa conclusión fueron graves. En febrero, la Asamblea de la colonia de Massachusetts aprobó una circular dirigida a los miembros de las otras asambleas coloniales y redactada por el mismo Adams, denunciando las Leyes de Townshend como inconstitucionales y también urgiendo a las demás colonias para encontrar una manera de “armonizar unas con otras”. El gobernador de la colonia, Francis Bernard, no sólo condenó el documento sino que disolvió la legislatura de Massachusetts. También el recién nombrado secretario de Estado para las Colonias, lord Hillsborough amenazó con clausurar las otras asambleas coloniales si apoyaban la circular. Antes de que la amenaza llegara desde Londres, las asambleas de New Hampshire, Nueva Jersey, y Connecticut habían apoyado a Massachusetts. Virginia fue más lejos al aprobar otra “circular” deseando una “unión fraternal” entre las Trece Colonias y proponiendo una acción común en contra de las medidas inglesas “que pretenden esclavizarnos”. Motines y revueltas estallaron por todas las colonias defendiendo la actuación de las asambleas coloniales. En Boston los rebeldes pidieron a los colonos que se armaran y convocaron una convención de delegados de los diferentes pueblos de la colonia. El ejército británico, preocupado por la situación, pidió un refuerzo de las tropas coloniales. Efectivamente, para lord Hillsborough la situación de Boston era anárquica. Desde octubre de 1768 comenzaron a llegar los integrantes de dos regimientos desde Irlanda. En 1769 había en el pequeño puerto de Boston 4.000 soldados británicos. Los bostonianos eran sólo 15.000. Los enfrentamientos entre las tropas y los habitantes de la ciudad fueron habituales. En marzo de 1770 un grupo de soldados ingleses disparó contra una manifestación de colonos que les insultaba en la Aduana del puerto. Cinco colonos murieron y seis resultaron gravemente heridos. Este hecho se conoció como la Masacre de Boston y fue, quizás, el suceso más importante para la futura retórica revolucionaria.
El deterioro de las relaciones entre Gran Bretaña y sus colonias era una realidad en 1770. Los artículos en los periódicos, las movilizaciones callejeras, las escaramuzas cerca de las aduanas entre soldados y comerciantes estaban a la orden del día y dificultaban la aplicación de las Leyes de Townshend en Norteamérica. En 1770 sólo se habían recaudado 21.000 libras por la aplicación de los nuevos tributos, mientras que las pérdidas ocasionadas por los boicots a los productos ingleses supusieron más de 70.000 libras. No es de extrañar, por lo tanto, que el secretario de Estado para asuntos coloniales británico afirmara que las Leyes de Townshend eran “contrarias a los verdaderos principios del comercio”. A finales de año, el Parlamento británico tomó otra decisión grave. Suspendió los nuevos impuestos salvo los que gravaban al té, y además confirmó su derecho a cobrar tasas sin la intervención de las asambleas coloniales. En 1773, utilizando su autoridad, concedió el monopolio del comercio del té a una compañía británica: La Compañía de las Indias Orientales. De nuevo pretendía ser una medida racional. Por un lado salvaba las finanzas de la Compañía, y por otro la Corona seguía obteniendo beneficios por la venta del té en América pero podía suspender el criticado gravamen sobre su consumo. Era la Compañía la que a cambio de la concesión del monopolio sobre la citada mercancía, debía entregar una cantidad a la Corona. Para sorpresa de Jorge III, esta decisión provocó de nuevo revueltas en las Trece Colonias.
Se había producido una alianza imparable. Los comerciantes americanos, descontentos desde las primeras medidas impositivas británicas, habían sido ahora privados de comerciar con el té y se habían aliado con los Hijos e Hijas de la Libertad, radicales seguidores de Samuel Adams y que, ya en 1773, eran claramente independentistas. Comerciantes y radicales estuvieron detrás de los numerosos motines y revueltas que se sucedieron desde entonces en Norteamérica.
Primero fue en Charleston, donde los colonos se atrevieron a secuestrar y esconder un cargamento localizado en los almacenes de la Compañía de las Indias. En Nueva York y Filadelfia se obligó a los barcos que traían el té a darse la vuelta. En Boston, un grupo de unos cincuenta hombres, liderados por Samuel Adams y pésimamente disfrazados de indios mohawks, abordaron las embarcaciones de la compañía monopolística y arrojaron al mar 45 toneladas de té. Fue otro hecho también importante para la retórica revolucionaria y se conoció como la Reunión de Té de Boston. La medida fue alabada y aplaudida en todas las colonias.
El rey Jorge III y sus ministros decidieron tomar medidas drásticas frente a las algaradas americanas y promulgaron lo que los americanos conocen como las Actas Intolerables. Por ellas quedó cerrado al tráfico el puerto de Boston hasta que los bostonianos repusieran el valor de las 45 toneladas de té que habían arrojado al mar. Además, se introdujo una novedad jurídica que afectaba a los rebeldes: los delitos de los disidentes norteamericanos serían juzgados en Gran Bretaña. La metrópoli podía requisar, si lo consideraba oportuno, edificios de la ciudad para convertirlos en sede de destacamentos militares. Además, las autoridades británicas controlarían directamente las instituciones políticas de la colonia de Massachusetts. La última de las medidas fue la conocida como el Acta de Quebec por la que se extendían las fronteras de Canadá por todo el territorio al norte del Ohio y del oeste de los Alleghenies. Aunque esta medida se estaba contemplando desde tiempo atrás y tenía la doble intención de mejorar el comercio de pieles del nordeste, y, a su vez, lograr que los habitantes católicos de origen francés, que habitaban en Míchigan y en Illinois, se sintieran gobernados por autoridades más afines, en Massachusetts esta nueva medida se comprendió, como todas las demás, es decir como una acción punitiva.
Sin embargo, la dureza imperial no fue contestada con el esperado sometimiento de las colonias. De nuevo surgieron panfletos y se escribieron duros artículos en la prensa colonial mostrando una inmensa simpatía por los bostonianos. Cuando los miembros de la Asamblea de Virginia, reunidos en la Taberna de Raleigh, lanzaron un llamamiento para que se reuniera un congreso para discutir “los intereses comunes de América”, la respuesta fue entusiasta e inmediata.
En todas las colonias menos en la de Georgia, que sólo tenía 24 años y estaba todavía muy próxima a la metrópoli, las asambleas eligieron representantes que integraron el Primer Congreso Continental, celebrado en Filadelfia, a partir del 5 de septiembre de 1774. George Washington, John Adams, John Jay, Samuel Adams, Patrick Henry y John Dickinson formaron parte de los 51 delegados que integraron el Congreso. Además de discutir y promulgar una profunda reflexión sobre los derechos de las colonias y también sobre las ofensas recibidas al reforzarse y alterarse el sistema imperial, en este Primer Congreso Continental se tomaron otras dos medidas importantes para la futura independencia de las colonias. Por un lado los colonos, que todavía no eran en su mayoría independentistas, decidieron elevar una protesta formal contra las últimas medidas económicas impuestas por Gran Bretaña. Por otro, crearon una Asociación Continental para difundir y aplicar, entre los colonos, las resoluciones del Congreso. La primera medida fue organizar un boicot a Gran Bretaña. Las Trece Colonias ni importarían, ni exportarían, ni consumirían productos procedentes del Imperio británico. Fue una decisión muy difícil para todos. Las conclusiones a la que llegaba el Congreso debían aplicarse a través de comités en cada una de las colonias que, en numerosas ocasiones, actuaron con dureza: publicaban los nombres de los comerciantes que violaban el boicot, acusaban de “leales” a los tibios y confiscaban todo el contrabando. Frente al boicot, el Parlamento británico respondió declarando a las colonias inglesas en “estado de rebelión”.
Estalla el conflicto
En Massachusetts, la colonia con más presencia de tropas y funcionarios británicos y más castigada por la metrópoli, los miembros del comité fueron radicales e independentistas. Organizaron revueltas y ataques contra los intereses de Gran Bretaña. Algunos de ellos tuvieron que huir de Boston, temiendo represalias inglesas, y se refugiaron en pequeñas localidades. En Lexington, donde estaban refugiados John Hancock y Samuel Adams, dos de los insurgentes más buscados, se produjo, el 18 de abril de 1775, el primer enfrentamiento violento entre colonos y el ejército británico. Desde Lexington, las tropas se dirigieron a Concord. Allí se enfrentaron duramente con las milicias coloniales. La guerra entre Gran Bretaña y sus colonias había empezado.
El estallido de la violencia hizo necesaria la reunión de un nuevo congreso. El diez de mayo de 1775 se reunió en Filadelfia el Segundo Congreso Continental, al que se incorporaron, entre otros, Benjamin Franklin y Thomas Jefferson.
La situación era mucho más tensa entre las Trece Colonias y la metrópoli. Tuvieron que decidir numerosos asuntos. En primer lugar, enviaron una misión de paz a Londres. A fin de cuentas los colonos no contaban con un ejército regular y estaban temerosos de enfrentarse al glorioso ejército de Su Majestad Británica. La Petición del Ramo del Olivo fue el último intento norteamericano de lograr una salida negociada al conflicto. Los colonos ofrecían la posibilidad “de una reconciliación feliz y permanente”. Pero cualquier esperanza de reconciliación se rompió al negarse el rey Jorge III a recibir la petición y al recordar, el 23 de agosto de 1775, por el contrario, que las colonias estaban en estado de rebeldía. La actitud del monarca británico encendió la ira de los ahora independentistas.
Thomas Paine (1737-1809), antiguo corsetero inglés, maestro y funcionario real, que había llegado a Estados Unidos a finales de 1774, publicó en 1776 su panfleto el Sentido Común. Era un escrito ardoroso que criticaba la irracionalidad del sistema colonial y que llamaba a la independencia de las colonias. “Yo desafío al más firme defensor de la reconciliación” –afirmaba Paine– “para que me muestre una sola ventaja que este continente pueda cosechar por estar conectado con Gran Bretaña”. El texto tuvo una inmensa acogida entre los colonos americanos logrando, en 1776, 25 reimpresiones. Y Paine no estaba solo. La mayoría de los líderes de la “rebeldía” creía que el momento de la independencia había llegado. “Están avanzando despacio pero seguros”, escribía John Adams a uno de los líderes revolucionarios de Massachusetts, James Warren, el 22 de abril de 1776, “hacia esa gran revolución que tú y yo hemos esperado tanto tiempo”, concluía.
Imposibilitada la negociación y con los ánimos exaltados la guerra se iba tornando revolucionaria. El Congreso Continental decidió elegir al virginiano, veterano en las milicias coloniales, George Washington, como comandante en jefe del nuevo ejército colonial.
Pero el Congreso Continental no sólo debía dirigir la guerra. Se había cortado todo vínculo pacífico con la metrópoli. La organización institucional colonial no servía y había, por lo tanto, que discutir y modelar una organización institucional nueva.
“Puesto que su Majestad Británica, unida a los lores y los comunes de Gran Bretaña, ha arrojado de su protección, por un Acta del Parlamento, a los habitantes de estas Colonias Unidas”, afirmaba una disposición del Congreso Continental el 10 de mayo de 1776, “y puesto que no ha habido respuesta a las peticiones de las colonias de lograr una reconciliación (…) recomendamos a las asambleas y gobiernos de las colonias que se adopten nuevos gobiernos que logren, en opinión de los representantes, conseguir la felicidad y seguridad de sus gobernados en particular y de América en general”. Y así fue. En todas las colonias se crearon gobiernos revolucionarios denominados muchas veces congresos provinciales. En la primavera del año 1776, el Congreso de Carolina del Sur había aprobado una Constitución que rechazaba todo lazo de unión con Gran Bretaña. Otras colonias habían tomado resoluciones semejantes. Carolina del Norte y Rhode Island habían ordenado a sus representantes en el Congreso Continental que apoyaran la independencia. Poco después, el Congreso provincial de Massachusetts exigía al Congreso Continental una declaración formal de independencia.
Benjamin Franklin, John Adams, Roger Sherman, Robert Livingston y el joven Thomas Jefferson fueron elegidos por el Congreso Continental como miembros del comité que debía preparar la Declaración. De todos ellos fue Thomas Jefferson el que preparó un borrador. Sabemos que lo escribió de pie, en un atril de un joven albañil llamado Graff y que tardó un par de semanas en redactarlo. Todos consideraron que el texto de Jefferson era preciso y claro pero aún así, buscando un mayor consenso entre las colonias, se alteró más de una cuarta parte. El fragmento suprimido más llamativo fue el que acusaba “al tirano”, al rey Jorge III, de ser responsable del comercio de esclavos. El texto de Jefferson tenía muchas influencias pero las más explícitas fueron las de John Locke y las de su amigo George Mason. Locke había afirmado que el propósito de todo gobierno es el de garantizar la vida, la libertad y la felicidad de los gobernados. Mason en la Declaración de Derechos de Virginia (1775) había escrito que “todos los hombres son por naturaleza iguales, libres e independientes y tienen ciertos derechos inalienables (…) sobre todo el disfrute de la vida y la felicidad con el objetivo de alcanzar y obtener felicidad y seguridad”. La Declaración de Independencia de Estados Unidos contenía las causas que habían llevado a las antiguas colonias a su proceso de independencia y también reflejaba los ideales de la Ilustración. En uno de los párrafos más precisos y claros de la historia de las ideas, Thomas Jefferson afirmaba “que todos los hombres son creados en igualdad y dotados por el creador de ciertos derechos inalienables entre los que se encuentran la vida, la libertad y el derecho a la felicidad. Que para asegurar esos derechos, los hombres crean gobiernos que derivan sus justos poderes del consentimiento de los gobernados. Que cuando quiera que cualquier forma de gobierno se torna destructora de estas finalidades es derecho del pueblo alterarla o abolirla”. Jefferson recalcaba en la Declaración que había sido el rey de Gran Bretaña quién había violado el pacto con sus gobernados al intentar “el establecimiento de una tiranía absoluta sobre estos Estados”. Por lo tanto, Jorge III era “indigno de ser gobernante de un pueblo libre”. Las antiguas colonias se proclamaban, además, “Estados libres e independientes; que se consideran libres de toda unión con Gran Bretaña”.
El texto de Thomas Jefferson fue debatido durante cuatro días en el Congreso Continental y promulgado el 4 de julio de 1776. Había nacido la primera nación soberana en América.
De colonias a repúblicas confederadas
Pero una vez proclamada la independencia, los ahora Estados tenían muchas obligaciones que cumplir. Por un lado debían, una vez destruido el sistema imperial, elaborar un nuevo marco político que ordenase las relaciones políticas, sociales y económicas de la nueva nación. Y además debían ganar la guerra de Independencia al ejército de su majestad británica.
Los debates para elaborar nuevos textos políticos que sustituyeran a las viejas cartas coloniales y que organizasen las nuevas comunidades, fueron de un enorme interés. Las fuentes en donde los Padres Fundadores habían bebido aparecían con claridad. Pero no todas las lecturas tuvieron la misma utilidad. Ni tampoco se utilizaron de forma simultánea. La experiencia y las necesidades concretas invitaban a la selección de uno u otro texto. Como se aprecia en la Declaración de la Independencia los antiguos colonos ya no evocaban la Constitución inglesa, ni las Cartas coloniales, ni a la “tradición inmemorial” de las colonias inglesas, para justificar sus derechos. No podían y no querían hacerlo porque habían roto todo nexo con Gran Bretaña. De todos los politólogos que habían escrito sobre los derechos era John Locke el que interesaba más a las colonias recién independizadas. Si la independencia se justificaba, como había escrito Jefferson, por “las Leyes de la Naturaleza y por el Dios de la Naturaleza”, los derechos de los americanos emanaban desde luego de las mismas fuentes. La experiencia de la ruptura ocasionó, pues, que de todas las reflexiones fuera la de los derechos naturales descrita en Two Treatises of Government la que más influyera. Es verdad que muchos americanos no habían leído los textos de Locke. No era una lectura fácil y mucho menos popular. Pero sí habían oído o leído algunas de las interpretaciones que había hecho de su obra uno de los autores más populares del siglo XVIII en el mundo de habla inglesa. El Robinson Crusoe de Daniel Defoe se había publicado y reeditado muchas veces en Estados Unidos durante el periodo revolucionario.
También la independencia impulsó la aceptación de los principios del republicanismo. Los americanos más cultos leyeron, como ya hemos señalado, a los autores republicanos de la Antigüedad, del Renacimiento o de la oposición británica, directamente, pero otros, como había ocurrido con la obra de Locke, captaron el republicanismo de forma indirecta. Era imposible en la América revolucionaria abstenerse de sus principios. Las obras de teatro, los pasquines, los artículos de prensa, los seudónimos utilizados por los articulistas políticos, las canciones populares, tenían una fuerte carga republicana. Representaciones del Catón de Addison, del Julio César de Shakespeare, de Alejandro el Grande de Nathaniel Lee se estrenaban en los teatros de casi todos los estados. El propio George Washington organizó una representación de Catón para levantar la moral de sus tropas. También los impresores americanos reimprimían artículos, canciones y poemas procedentes de publicaciones periódicas inglesas como The Guardian, The Craftsman, The Spectator y otras con fuertes influencias republicanas.
Esta cultura política diversa, polémica, ecléctica y rica se plasmó en los nuevos textos políticos que organizaban a la nueva nación. Pero la riqueza de las fuentes y las necesidades, que la propia experiencia revolucionaria iba señalando, hicieron que en determinados periodos se eligieran unos autores y en otros se optara por otros. O que las mismas obras políticas tuvieran diferentes lecturas. Pero, en cualquier caso, el peso de la cultura y de la práctica políticas fue esencial en la formulación de un nuevo orden que anticipaba la modernidad política. Por primera vez el hombre se consideró capaz de que la teoría descendiese y articulase la nueva organización institucional. Pero esa percepción de novedad absoluta que tenían los revolucionarios también era equívoca. La revolución no sólo se fundamentaba en determinados textos sino que también partía de la propia experiencia de las colonias en su relación con la vieja metrópoli. El nuevo orden tenía mucho del tradicional.
Todos los ahora estados, salvo Rhode Island y Connecticut, que continuaron con sus liberales cartas coloniales, decidieron redactar y promulgar constituciones escritas. Las constituciones de los Estados fueron elaboradas por asambleas constituyentes o por los congresos provinciales que habían sustituido a las autoridades británicas.
Escribir la Constitución era una gran novedad. La Constitución de Gran Bretaña estaba constituida por leyes y tradiciones no escritas, pero era comprensible que los nuevos estados quisieran redactarlas. Como había afirmado Thomas Jefferson, directamente influido por Locke, “habiendo disuelto” todo lazo de conexión con Jorge III al violentar éste los derechos inherentes a los americanos, era imprescindible “grabar” los derechos. Las constituciones escritas serían barreras reales contra las tiranías. Además era lógico que se les ocurriera. Las colonias habían tenido textos escritos, cartas reales que recogían sus privilegios y derechos.
Todas las constituciones, siguiendo el modelo de la de Virginia redactada por Thomas Jefferson, se abrían con una Declaración de Derechos; y también siguiendo, en este caso, El Espíritu de las Leyes (1748) de Montesquieu, tenían un sistema de separación de poderes y un mecanismo de equilibrios y controles entre ellos, como fórmula creada para evitar el abuso de poder o lo que es lo mismo la violación de los derechos, la tiranía. “La institución que detente el poder legislativo nunca ejercerá el poder ejecutivo y el judicial ni ninguno de ellos; la que detente el poder ejecutivo nunca ejercerá el legislativo y el judicial, ni ninguno de ellos, la que detente el judicial no ejercerá el legislativo y el ejecutivo ni ninguno de ellos”, rezaba la Constitución de Massachusetts. Así en todas las nuevas constituciones, de los ahora estados, el poder legislativo, ejecutivo y judicial recaía siempre y de forma drástica en cuerpos distintos.