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La novedad más sorprendente del borrador constitucional fue la figura en la que recaía el poder ejecutivo: el presidente. Una de las mayores dificultades fue establecer su mecanismo de elección. La intención de los constituyentes era la de establecer un método que le permitiera ejercer sus funciones alejado de las presiones de las Cámaras tanto nacionales como estatales, pero también –no olvidemos que estamos en el siglo XVIII– de las del “peligroso” voto popular. Fue James Wilson el que propuso la intervención del Colegio Electoral. El presidente no sería elegido ni por las legislaturas ni directamente por el voto popular. Cada uno de los Estados, de acuerdo con su propia legislación, nombraría un número de electores igual al número de senadores y de representantes que tuviera en la legislatura nacional. Y eran estos electores los que debían elegir al presidente.
El presidente, además de la posibilidad de reelección, gozaba de amplios poderes. Contaba con el derecho de veto; podía nombrar a los funcionarios federales y concertar tratados internacionales aunque eso sí con la ratificación del Senado. Era, además, comandante en jefe de las Fuerzas Armadas.
Los miembros del Tribunal Supremo, máximo tribunal de justicia, serían designados por el presidente, aunque también era precisa la ratificación del Senado. Ocuparían su cargo de forma vitalicia. El Tribunal Supremo actúa como tribunal de primera instancia cuando una de las partes es un estado miembro de la Unión o cuando lo es algún embajador o alto funcionario. En todos los demás casos el Tribunal Supremo es el máximo tribunal de apelación. Aunque la Constitución no lo establece, también actúa como tribunal constitucional. Fue en 1803, siendo presidente del tribunal John Marshall, en el caso Marbury vs. Madison, cuando el propio tribunal estableció “que un acto legislativo contrario a la Constitución no es una ley”, y fue más lejos al proclamar que “es función del poder judicial determinar lo que es una ley”.
La Constitución también establecía un procedimiento de reforma. Pero de nuevo estaban temerosos de los grupos movidos por su propio interés y no por el bien común. Por ello establecieron un sistema dual de revisión. El Congreso, con una mayoría de dos tercios en cada una de las Cámaras, puede iniciar el proceso de enmienda. También pueden iniciar el proceso las legislaturas de dos terceras partes de los Estados miembros de la Unión. En ambos casos la enmienda propuesta necesita la aprobación de tres cuartas partes de los estados de la Unión.
La Convención de Filadelfia aprobó, sin ningún entusiasmo, el texto de la Constitución más antigua que aún sigue en vigor en 1787. De los 55 delegados sólo 39 votaron a favor. Trece habían regresado a sus casas antes de la votación y tres se abstuvieron.
Pero sólo se había iniciado el camino. El propio texto constitucional establecía que para que la nueva Constitución entrase en vigor necesitaba la aprobación de nueve, de los Trece Estados. Y no fue fácil de conseguir.
Federalistas y antifederalistas
Cuando en el mes de septiembre de 1787, la Convención hizo públicas sus decisiones, la sorpresa inundó a todos los habitantes de Estados Unidos. Los delegados no sólo no habían corregido los Estatutos de la Confederación sino que habían creado un sistema federal con amplios poderes para las instituciones nacionales y con un serio recorte del poder del que había gozado cada uno de los estados desde la independencia. Muchos ciudadanos se movilizaron. Consideraron que en la pugna entre el poder y las libertades, los Padres Fundadores optaron claramente por el primero. Este grupo de opositores a la ratificación de la Constitución federal son los antifederalistas. La batalla, sin embargo, iba a ser encarnizada y muchas veces no sólo verbal.
Aunque existieron diferencias entre los antifederalistas todos compartieron un claro temor a que el incremento del poder común a los estados, reflejado en el texto constitucional, hiciera peligrar la actividad ciudadana. Los antifederalistas tenían objetivos claros y concretos. Luchaban por la existencia de una política activa y abierta. La concepción antifederalista de la política estaba muy poco interesada en la organización institucional y, en cambio, defendía la existencia de un discurso público activo, reclamaba sobre todo libertad de expresión y de prensa y también libertad de asociación. Consideraban que era mejor la política a escala local, en donde tanto el juicio por jurados como la existencia de milicias ciudadanas, garantizaban la defensa de las virtudes cívicas.
La ampliación de los poderes conferidos a las instituciones comunes a los estados, ahora divididos en tres ramas, suponía para muchos antifederalistas que los antiguos Trece Estados se habían transformado en uno, lo que para ellos significaba el fin de la república. “Dejarnos inquirir, como al principio, si sería mejor o peor que los Trece Estados se redujeran a una sola e inmensa república”, se preguntaba el juez neoyorquino Robert Yates, siempre bajo el seudónimo de Brutus, en el primero de sus dieciséis artículos publicados en The New York Journal criticando duramente a la nueva Constitución. “Si respetamos la opinión de los hombres más grandes y sabios que han reflexionado y escrito sobre la ciencia política, una república libre nunca podrá sobrevivir en una nación tan inmensamente extensa”, concluía. Por supuesto eran, de nuevo, las afirmaciones de Montesquieu las que citaba Brutus. “La historia no nos enseña ni un solo ejemplo de una república tan inmensa como Estados Unidos. Las repúblicas griegas eran de pequeña extensión y también lo fue la república romana. Las dos extendieron sus conquistas sobre grandes territorios y como consecuencia sus gobiernos pasaron de ser gobiernos libres a convertirse en los más tiránicos de la historia de la humanidad”, concluía su artículo el juez Robert Yates. De forma muy parecida se expresaron también el gobernador de Nueva York, George Clinton, que creemos se escondía bajo el seudónimo de Cato y Richard Henry Lee junto a Melancton Smith, que firmaban bajo el seudónimo de The Federal Farmer. “Fue la gran extensión de la república romana lo que posibilitó la existencia de un Sila, de un Marco, un Calígula y un Nerón”, afirmaba The Farmer. Por lo tanto para los antifederalistas lo que acontecía en 1787 en Estados Unidos se asemejaba a lo que había ocurrido al final de la república romana. Desaparecerían así los valores republicanos y se impondría la corrupción y las facciones.
Desde el inicio de la aparición en la prensa neoyorquina de los artículos antifederalistas se inició la movilización de los defensores de la Constitución. Alexander Hamilton, uno de los constituyentes, se convirtió también en uno de los líderes a favor de la ratificación en el Estado de Nueva York. Puso todo su empeño en conseguir que su estado apoyase el nuevo texto constitucional. Buscó el apoyo de expertos políticos encontrándolo en James Madison y en John Jay. Entre los tres escribieron un total de 85 artículos, publicados en diferentes periódicos de Nueva York, siempre bajo el seudónimo común de Publius. Alexander Hamilton fue el más trabajador. Escribió 51 artículos. James Madison redactó 29 y John Jay, el mayor y el que entonces tenía más prestigio, sólo escribió cinco. James Madison y Alexander Hamilton fueron coautores de los tres artículos restantes.
El primer interés de los autores de The Federalist fue el de desmantelar la dura crítica antifederalista de que las lecciones de la historia siempre habían enseñado que las repúblicas extensas se transformaban en regímenes tiránicos. Desde luego para lograrlo no podían acudir al barón de Montesquieu. Primero fue Madison quien, a lo largo de sus artículos, fue definiendo lo que era el federalismo. A diferencia de lo que había ocurrido en la Confederación, en la nueva Federación los estados retenían una “soberanía residual” en aquellos asuntos que no requerían una preocupación nacional. Además los federalistas insistieron en ejemplos históricos, sobre todo de la antigua Grecia, en donde las confederaciones siempre fueron destruidas. Mejor pues un sistema Federal que lograría crear un estado fuerte y poderoso. Madison, en el número 9 de The Federalist, recordaba, además, que el tamaño de cualquiera de los Trece Estados de la Unión ya era muy superior de por sí al tamaño de las repúblicas clásicas y renacentistas. “Cuando Montesquieu recomienda una reducida extensión para las repúblicas, los supuestos que tenía en mente eran de dimensiones muy inferiores a los límites de cualquiera de estos estados. Ni Virginia, Massachusetts, Pensilvania, Nueva York, Carolina del Norte o Georgia pueden compararse en modo alguno con los modelos en los que basó su razonamiento y a los que aplica su descripción”, afirmaba Publius.
Pero la argumentación más elaborada y más importante para resignificar Federación la incluyó Madison en el número 10 de The Federalist. Si Montesquieu había influido en los antifederalistas, es la obra de David Hume la que mejor se aprecia en todos los escritos de James Madison. Buscando, de nuevo, la difícil solución al conflicto entre libertad y poder, James Madison articuló la defensa de la necesidad, no sólo de crear la Federación de Estados Unidos sino de seguir vinculando territorios a la misma, como única forma de conservar la virtud cívica. Siguiendo estrechamente la tesis de David Hume, Madison consideró que uno de los mayores peligros de las repúblicas pequeñas es, como ya habían señalado muchos de sus compañeros revolucionarios, el surgimiento de las facciones. “Por una facción entiendo un número de ciudadanos (…) que están unidos y actúan movidos por una pasión común o, lo que es lo mismo, por un interés adverso a los derechos de otros ciudadanos o a los intereses comunes y permanentes de la comunidad”, escribía James Madison.
Afirmando, como creían la mayoría de los Padres Fundadores, que las pasiones son inherentes a la naturaleza humana la única forma de contenerlas era ideando un sistema que controlase sus efectos. Si las facciones eran minoritarias, podrían contenerse por el ejercicio del derecho al sufragio, dentro de un sistema democrático, pero si las facciones, como a veces ocurría, eran mayoritarias, se debía articular un sistema para evitar su triunfo y por lo tanto la aniquilación del bien común.
A diferencia de la pura democracia –que Madison definía como aquella sociedad integrada por un pequeño número de ciudadanos que participaban directamente, a través de asambleas, en la administración de la res publica– la república era aquella “en la cual el esquema de la representación tiene lugar”. El hecho de que en la república se delegue el poder en “un cuerpo elegido de ciudadanos cuya sabiduría permite discernir mejor el verdadero interés de la nación”, era una de las razones que hacia deseable “engrandecer el territorio”. Cuanto mayor fuese la república, afirmaba James Madison, cada representante sería elegido por un mayor número de ciudadanos por lo que “sería más difícil que los candidatos deshonestos practicaran con éxito “las artes viciadas” de la política”. Además, aumentar la extensión del territorio de Estados Unidos posibilitaría la concurrencia de “una mayor variedad de partidos y de intereses”, siendo menos probable el triunfo de las facciones o grupos movidos por una pasión común. Para Madison, la diversidad, y posteriormente la fragmentación del poder propuesta por el sistema federal entre las instituciones federales y las de los diferentes estados, impedirían el triunfo de las temidas facciones que tanto harían peligrar la estabilidad de la nación. “En el gran tamaño y en la correcta estructura de la Unión (…) encontramos un remedio republicano para las enfermedades con más incidencia en los gobiernos republicanos”, concluía James Madison.
El debate fue encarnecido. No sólo fue un teórico. Muchas veces la violencia inundó las calles. Y los federalistas debieron prometer pequeños cambios. Así a exigencia de Massachusetts y Maryland se comprometieron con incluir una Declaración de Derechos como primeras enmiendas de la Constitución.
Al producirse la ratificación de la Constitución federal, en 1789, las posiciones federalistas que vinculaban el crecimiento territorial con la virtud cívica y, por lo tanto, con la estabilidad política eran ya una realidad. Estaba claro que para Estados Unidos, que buscaba como joven nación republicana gloria y poder, su frontera debía y podía ser una frontera movible y expansiva.
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