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Miranda hablando de sí mismo, según V.S. NAIPAUL
Un viaje con luces a estribor
Para el escritor venezolano Mariano Picón Salas, autor de una de las más amenas biografías de Francisco de Miranda que se conozcan y sobre la cual figura un ensayo en este libro, abordar el tema del Generalísimo se traducía en un ejercicio de penetración psicológica que abarcaba al mismo tiempo lo individual y lo social, el irracionalismo y la lógica, la cultura y el instinto. Y nada resultaba mejor –a juicio de Picón Salas– en este esfuerzo por sintetizar categorías tan aparentemente contrapuestas que el drama de lo que significó el último año y medio de la vida política de Miranda, el período de su definitiva actuación venezolana que mediara entre diciembre de 1810 y julio de 1812 cuando, ya cansado de tantas conspiraciones, bajó por última vez «del país de la utopía a un áspero y limitado rincón de lo concreto».
Miranda se destaca, entre otros rasgos curiosos, por la asombrosa capacidad que tuvo de asumir papeles diversos, o de reinventarse a sí mismo, a lo largo de sus 66 años de vida. Tanto, que en sus documentos personales resulta muchas veces difícil deslindar lo real de lo simulado, o de lo fingido, o de lo simplemente inventado por su frondosa imaginación. Y una prueba contundente en tal sentido es que esa licencia para la hipérbole se incrementa a medida que el venezolano, quien en 1771 se embarca en La Guaira a bordo de una goleta sueca con destino a España, se va distanciando cada vez más de su lugar de origen.
Por ello no resulta extraño que en Rusia, uno de los lindes más apartados de su periplo europeo, llegara a presentarse como noble y coronel, granjeándose el reclamo del representante español en San Petersburgo debido a la portación de tan cuestionables títulos[21]. Sin embargo, por más que el ministro español protestara ante la audacia del venezolano, el historiador Caracciolo Parra Pérez ha dedicado un par de minuciosas páginas de su libro Miranda y la Revolución Francesa para explicar que no se trató de una simple impostura. Después de todo, la zarina Catalina II resolvió conferirle ese mismo rango honorífico dentro del Ejército ruso al almirante y aventurero medio español, medio napolitano, José Rivas. Y ya, en cuanto al título de «conde», la confusión emanó, al parecer, de las propias convenciones empleadas en la Corte rusa.
Aparte de haber contado con el «entero asentimiento» de Catalina en lo que a su coronelato se refiere, el mismo Miranda daría por sentado que el trato de «conde» era un rudo equivalente del «don» español, seguido, en cierta forma, como regla comúnmente observada en la Corte[22]. La explicación autojustificativa es poco creíble, por decir lo menos, y, en todo caso, la portación de tal título terminó dando lugar a una breve pero enervante querella en la cual tanto el cuerpo diplomático como la comunidad de expatriados que residía en San Petersburgo fueron tomando partido mientras duró la estancia de Miranda en Rusia.
Miranda actuaría siempre como una figura provista de tal pluralidad de máscaras que, por ejemplo, partió de Holanda rumbo a Suiza en 1788 con un pasaporte que lo identificaba como «Monsieur de Merov»; ese mismo año se paseaba por el norte de Alemania bajo el supuesto nombre de «Monsieur de Méran, comerciante livonio»; en Estocolmo, con una ligera variación, encubriría su identidad haciéndose llamar «M. de Meiroff, caballero de Livonia», siendo, al parecer, ese gentilicio estonio o letón («livonio») de su particular agrado. En otras oportunidades se encofraría bajo los nombres de «caballero de Meirst» (en Suiza), «coronel Mirandov» (durante su estancia en San Petersburgo), «señor Morprosán» (en algunas localidades de Suecia), «Monsieur Méroud» (en el sur de Francia), «Édouard Lerroux D’Helander», como fugitivo en París, «Eleuteriatikós» (en cartas sobre arte y política) o «coronel Martín de Maryland», lo cual vendría a ser el caso durante su estadía en Roma. Ni siquiera al final, al preparar los planes para una evasión del presidio de La Carraca en Cádiz, en julio de 1816, renunció al empeño de recurrir a un nombre ficticio. Como si consciente –o no– de verse en las vecindades de la muerte, no volviera a utilizar más su verdadera identidad y se firmara como «José de Amindra» en las afanosas cartas que les dirigiera a sus más consecuentes amigos ingleses para que lo ayudasen a conseguir una libertad que lucía cada vez más incierta.
En todo caso sus papeles personales, atesorados a lo largo de una vida de andanzas, permiten seguir al detalle el uso recurrente de heterónimos y cambios de identidad que vertió en pasaportes y en su abundante correspondencia, y que no solo le servía para ponerse a resguardo de las asechanzas a las cuales lo sometían las autoridades españolas sino que, hoy por hoy, y dadas las seductoras perspectivas que ofrece el tema, podría dar pie para explorar algunos aspectos de su enigmática y nocturna personalidad.
Otro escritor venezolano –Arturo Uslar Pietri– se referiría de esta forma al expediente de sus nombres falsos:
A veces para confundir, a veces para ocultarse, a veces, acaso, por la pura dicha de inventar un personaje o de hacer más perfecta e increíble la aventura, es coronel, conde, mártir de la Inquisición, Monsieur de Meyrat, el caballero Meiroff, o, como el anagrama de una novela sentimental, el señor Amindra, pero siempre y en todo momento el caraqueño Francisco de Miranda al servicio de la independencia de América[23].
El colombiano Ricardo Becerra; el español Antonio Egea López; los españoles de origen Pedro Grases y Carlos Pi Sunyer; los estadounidenses William Spence Robertson y Joseph Thorning; el ecuatoriano Alfonso Rumazo González, y los venezolanos Caracciolo Parra Pérez, Mariano Picón Salas, Ángel Grisanti, José Nucete Sardi, Santiago Key Ayala, Manuel Segundo Sánchez, Héctor García Chuecos, Alfredo Boulton, el Hermano Nectario María, José Manuel Siso Martínez, José Luis Salcedo Bastardo, Josefina Rodríguez de Alonso y Miriam Blanco-Fombona de Hood son autores que llegaron a consagrarse al estudio de Miranda en sus respectivos tiempos. Además, en ciertos casos, tal fue el grado de su aporte que algunas tentativas posteriores (con excepción de lo emprendido por Rafael Pineda en relación con el tema de Miranda y las artes, o por Gloria Henríquez y Miren Basterra en lo que toca a la reordenación de su archivo) pueden ser tomadas como simples variaciones de lo escrito por aquellos.
Con todo, lo que más tiende a sobresalir por aquí y por allá al revisar buena parte del registro bibliográfico es una visión pintoresca o audaz de Miranda, cuyos disímiles conocimientos le permitían acceder a una posición inusitada y moverse libremente por el universo culto de su tiempo, cautivando por igual a cortes y filósofos gracias a su reputación de hombre ingenioso, de buen conversador y de inteligente hombre de mundo.
Aun a riesgo de semejantes simplificaciones o lugares comunes, no hay duda de que, al menos cronológicamente hablando, Miranda llegó a ser el primer hispanoamericano que obró dentro de una dimensión internacional. Fue sin duda el primero que incursionó en el juego de la política a ambas orillas del mundo atlántico, intentando derivar de ello un provecho significativo a la hora de estimular la ruptura de los dominios españoles de ultramar, y quien se presentaba como portavoz de un vasto movimiento insurreccional haciendo gala de una sorprendente capacidad conspirativa con la cual movilizó a influyentes amistades, desde la zarina Catalina II hasta los diputados de la Gironda, pasando por los financistas ingleses, los gobernantes británicos de Jamaica y Trinidad, los comerciantes de Boston y los políticos de Washington y Filadelfia[24]. El hecho de que haya visto o tratado de cerca a Jorge Washington, Federico el Grande, Napoleón Bonaparte, el príncipe Potemkin, Thomas Jefferson o Alexander Hamilton dice mucho a este respecto.
Esta versatilidad de su figura es lo que le permite desplazarse por los salones donde urde inagotables aventuras aristocráticas, o participar en discusiones donde se elogia la «libertad racional» y se analizan la superstición y el fondo común de impostura que se atribuía a casi todas las religiones, o iniciar al joven Bernardo O’Higgins (más tarde director supremo de Chile) en el ámbito de una logia, o visitar un burdel en Italia y describirlo en su Diario de viajes con el lenguaje más soez y descarnado que cupiese imaginar de parte de un observador del siglo XVIII[25]. Es el Miranda que viaja sin cesar, amparado por pasaportes diversos y quien, luego de casi 30 años de azares (1784-1810), fue tramando una red de intrigas y conspiraciones que desorientaron durante largo tiempo a la diplomacia española.
Ahora bien, no es cuestión de dejarse ganar por la idea de que Miranda guardó siempre una actitud altiva dada su condición de prófugo de la justicia española o, dicho de otro modo, que se considerara infalible o inapresable ante quienes reclamaban su entrega con el fin de que fuese juzgado por los cargos que pesaban en su contra. Lejos de ello, resulta más que probable que el hecho de cargar con semejante acusación a cuestas lo sumiera a ratos en una profunda ansiedad, alternada con estados de abatimiento y depresión.
Audacias aparte frente a quienes se empeñaran en seguirle los pasos, o a la hora de hacer su presentación de una corte a otra, o de deambular de un salón en otro, lo que no puede negársele será su persistente empeño por construir complejas redes de contacto a ambos lados del Atlántico y comprender el valor que, como rasgo distintivo de su época, revestía el acopio de información y la actividad publicitaria a los fines de la acción política. Con el correr del tiempo, Miranda se hará cada vez más diestro en tales menesteres.
A tal grado llegó la obsesión con el «fugitivo» Miranda luego de su ruptura más o menos definitiva con España, en 1783, hasta su repudio absoluto a toda vinculación con la Corona a partir de 1790, que por doquier agentes, ministros y encargados de negocios ante diversas cortes de Europa intercambian inteligencias para gestionar su detención u obtener formalmente su extradición con el fin de trasladarlo a Madrid y someterlo a juicio en razón de una larga lista de insubordinaciones, infidencias y supuestos ilícitos cometidos por el venezolano mientras servía en las Antillas entre 1780 y 1783 como oficial al servicio de Carlos III.
En cuanto al riesgo que corrió en más de una oportunidad de ser objeto de una orden de extradición, sobresale un caso curioso que bien vale comentar, aun cuando no sin antes hacer una pertinente aclaratoria al respecto. Si en alguna parte estuvo a salvo de semejante riesgo fue en Londres, asiento de su más larga residencia europea, todo ello para frustración de los diplomáticos españoles, los cuales, por más que insistieran en que Miranda había incurrido en graves delitos contra la Corona (al haber faltado a sus deberes como oficial español o al tramar conspiraciones en contra de las autoridades en las provincias americanas), debían tropezarse con los pruritos con que en Inglaterra era venerada la figura del asilo como parte de una tradición liberal muy asentada contra toda persecución por razones de índole política o religiosa.
Ahora bien, donde las leyes no daban tregua en la isla –basándose para ello en otra premisa imperturbable dentro del firmamento liberal, como suponía serlo el principio de propiedad– era en materia de deudas. Y Miranda, desde luego, era quien –por sus aprietos económicos, su situación por lo general bastante ajustada, o debido a su estilo de vida a salto de mata– más podía temer que, aprovechándose de las disposiciones existentes sobre deudores, las autoridades españolas echasen mano de él, aun cuando se hallara aparentemente a salvo en la capital británica.
El caso en cuestión figura bastante bien documentado y prueba los riesgos que corrió el venezolano, escaso como llegó a verse de fondos en más de una oportunidad. Se trató para más señas de una instancia que ni siquiera tenía asideros en la realidad y que un testigo resumiría así:
(…) el embajador de España [en Londres] encargó (…) que se [le] presentase a un español endeudado, que se encontraba hacía ya más de un año en la cárcel, para prometerle su rescate si juraba que Miranda le debía dinero, lo que el otro hizo. Se encontró un abogado que exhibió ante un juez la reclamación del español y obtuvo la orden de arrestar a Miranda[26].
Lo que lo salvó de este aprieto fabricado por la legación española fue que, entre las protecciones que en el pasado reciente le dispensara la zarina Catalina II, figuraba que las legaciones rusas (incluyendo la de Londres) lo alojasen en sus respectivas sedes cuando el viajero así lo creyera oportuno. Miranda se prevalió de tal privilegio en Estocolmo (octubre de 1787) y de nuevo en Copenhague (enero de 1788). Esa misma prerrogativa la explotó también hallándose por segunda vez en Londres, en 1789, cuando aún no disponía de domicilio propio. Por tanto, el fabricado caso lo sorprendería alojado en la residencia del ministro ruso ante la Corte de Saint James.
Bien vale la pena escuchar el desenlace:
El susodicho [juez], habiéndose presentado con su orden de detención en casa [del ministro ruso], Miranda declaró (…) que pertenecía al personal de la Embajada de Rusia y no pudieron arrestarle. Pero temiendo que, a pesar de todo, no le ocurra esto un día, sea de noche, sea en la calle, Miranda [le ha rogado al ministro ruso que] lo inscriba en el registro que los ministros extranjeros comunican al secretario [de Asuntos Exteriores] y que contiene los nombres de todo su personal[27].
Miranda tendría razones, pues, para jactarse más adelante de decir que había hallado la forma de escapar a la «venganza» de España «por el apoyo decidido (…) de esta mujer célebre»[28]. Tanto así que, como puede verse, la mano larga y generosa de Catalina II hizo posible que Miranda fuese agregado a la lista del personal de la embajada rusa en Londres para que lograra acogerse a la inmunidad que le confería esta figura.
Se trata sin duda de otra prueba de la alta distinción que le dispensara la zarina y que además, en este caso, ha servido para darles pábulo a las más jugosas fantasías, como las supuestas hazañas de alcoba de Miranda a la hora de granjearse los favores de su protectora, algo que compite también con el poderoso mito que lo señala como afanoso coleccionista de vellos púbicos y otros trofeos de similar naturaleza.
De acuerdo con Karen Racine, biógrafa de Miranda, la popularización que ha cobrado la idea del Miranda «erotómano», o sea, del depredador incapaz de controlar su libido, ha terminado sirviéndole la mesa a un lamentable estereotipo cultural que, entre otras cosas, oscurece totalmente el hecho de que Miranda fuese –como también lo testimonian las páginas de su Diario y su correspondencia personal– muy sensible y respetuoso de las opiniones femeninas[29].
Aún más, el mito del erotómano relega a la trastienda lo que, en el caso de Miranda, figura como una auténtica rareza entre sus contemporáneos. Me refiero a lo mucho que hizo por llamar la atención sobre la desvalida condición en que se hallaba la mujer en algunas de las sociedades que llegó a examinar de cerca o, incluso, por abogar a favor de sus derechos, tal como lo hizo mediante un atrevido documento dirigido a la Asamblea Nacional francesa en 1792 proponiendo la concesión de derechos políticos al sexo femenino, considerándolo una necesidad social. Incluso le escribiría lo siguiente a Jérôme Pétion, su amigo girondino y miembro de la Convención Nacional:
¿Por qué dentro de un gobierno democrático la mitad de los individuos, las mujeres, no están directa o indirectamente representadas, mientras que sí están sujetas a la misma severidad de las leyes que los hombres hacen a su gusto? ¿Por qué al menos no se las consulta acerca de las leyes que conciernen a ellas más particularmente como son las relacionadas con matrimonio, divorcio, educación de las niñas, etc.? Le confieso que todas estas cosas me parecen usurpaciones inauditas y muy dignas de consideración por parte de nuestros sabios legisladores[30].
De modo pues que la imagen que ha prevalecido en torno al inescrupuloso seductor de mujeres, una suerte de Lotario como aquel descrito por Cervantes, se aviene mal a la idea antes señalada según la cual, y a diferencia de muchos de sus contemporáneos, las convicciones liberales de Miranda se aproximaban en este caso a lo que debía ser una relación un tanto menos desigual de género en la esfera pública[31].
Volviendo al caso de la zarina, si algo llama primeramente la atención al respecto es que Miranda, tan afanoso como lo fue para el detalle, no dejó apuntada una sola línea en su Diario de viajes respecto a los supuestos encuentros furtivos con Catalina II, como sí lo hizo en cambio acerca de otras muchas mujeres, aun de probada condición noble. Podría aducirse que no se trataba de cualquier partido de la alta sociedad sino de la emperatriz de todas las Rusias, lo cual habría hecho especialmente imprudente confiar semejantes intimidades a las páginas de su Diario. Ahora bien, podría uno preguntarse: ¿es que acaso cualquiera se vería forzado a dejar prueba de ello?
Algunos biógrafos, muy escrupulosos en tal sentido, como el estadounidense Joseph Thorning, hablan de lo imposible de tal relación «indecorosa» sin que ningún testimonio de la época sea capaz de sugerir que semejante cosa tuviese lugar[32]. Sin embargo, tampoco existen razones para descartar totalmente la especie como si fuere obra del más puro invento. Al menos cierta comidilla entre los propios contemporáneos de Miranda da a entender que la zarina, entrada en años, y el viajero venezolano, que justamente cumpliría en Rusia los 37 años, se entregaron a mutuos extravíos.
Existe por ejemplo un testimonio que corrió por cuenta de Stephen Sayre, caracterizado además por la más pícara ambigüedad, según el cual «Miranda viajó provisto de enormes ventajas y nada ha escapado a su penetración, ni tan siquiera la emperatriz de todas las Rusias»[33]. El envidioso Sayre (quien, por cierto, rivalizaría ferozmente con Miranda más tarde, en el contexto de la Revolución Francesa) remataría haciendo un ingenioso e impúdico juego de palabras en torno a la reciente expansión territorial rusa bajo el empuje de Catalina: «Debo hacer la mortificante confesión de haber permanecido 21 meses en la capital [rusa] sin haberme familiarizado nunca con las partes internas de los muy extensos y conocidos dominios de la zarina»[34]. Thomas Paine, el autor de Los derechos del hombre, sería, en cambio, un poco más discreto: «[Miranda] no me hizo mención de sus aventuras con Catalina de Rusia, ni tampoco yo le dije lo que sabía al respecto»[35].
Como quiera que sea, el tema llegó a suscitar tanto ruido con el correr del tiempo que ni siquiera alguien tan atildado como Parra Pérez desestimó opinar al respecto. Veamos lo que llegó a decir:
¿En qué consistieron realmente las relaciones de Miranda con la zarina? Se ha escrito que cierto día nuestro venezolano habría gozado del privilegio de «alcoba» y que por ello se explica la protección que le fue concedida por Catalina. Otros han negado el hecho. A decir verdad, en ello no habría habido nada de extraordinario.
Todo el mundo sabe que Catalina buscaba los hombres guapos y no vacilaba mucho para otorgarles el más íntimo favor; suministró pruebas de su escandaloso ardor más allá de sus 60 años. Miranda, por su parte, era demasiado listo para desperdiciar la ocasión, si se hubiese presentado, y cuanto puede afirmarse es que, si el hecho no está probado, en lo que le concierne, ciertamente no es inverosímil[36].
Sin que sepamos de qué forma el proverbialmente meticuloso historiador arribó a semejante conclusión, Parra Pérez da por sentado que nada de extraño habría tenido que la zarina, en medio de su «escandaloso ardor», gustase físicamente de Miranda puesto que, en ella, los «instintos sexuales» dominaban su «facultad psicológica»[37].
La historiadora Inés Quintero, quien también quiso terciar en este terreno lleno de ambigüedades y de más dudas que certezas, es rotunda a la hora de formular su parecer:
Uno de los aspectos que mayor atención ha despertado entre los estudiosos de Miranda y entre quienes se interesan o sienten curiosidad por este personaje ha sido su relación con Catalina de Rusia. Llama la atención que una de las convenciones más recurrentes se refiere a la posibilidad de que haya habido un romance entre el caraqueño y la zarina. Los más entusiastas están convencidos de que fue así y, por lo general, en las conversaciones informales, cuando se habla del tema, siempre aparece algún fan de Miranda que da por descontado el éxito obtenido por este donjuán tropical en la lejana Rusia, nada más y nada menos que con la poderosa Catalina la Grande. Yo misma he sido interrogada al respecto en más de una ocasión y mi respuesta ha sido más bien disuasiva. La verdad, no creo que haya ocurrido, de ninguna manera. Los indicios, el trato, los testimonios no van en esa dirección. (…)
Todas las menciones que hace Miranda en su Diario respecto a los encuentros, contactos personales y diálogos sostenidos con la zarina dejan ver el protocolo, la distancia, el entorno cortesano en el cual se desenvuelven[38].
Como quiera que fuere, en ese Miranda apasionado, tenaz, enigmático, urdidor de conjuras y rápido para el encubrimiento de sus pasos y de su verdadera identidad, tuvo pues la monarquía española a uno de sus más constantes adversarios. Aquel que transitaba con comodidad y soltura en medio del carácter apolíneo y materialista de su época profesando al mismo tiempo el gusto por el misterio, «el lado nocturno de la naturaleza humana» que animaba a las sociedades secretas, o admitiendo la seducción que le suscitaban algunos cultos iniciáticos y hasta ciertas corrientes pretendidamente científicas, entonces en boga, como el mesmerismo y la frenología[39].
Fue Miranda también un hombre de contrastes y conflictos personales que se movió entre concepciones distintas de la vida. Por una parte, su contradictoria aspiración aristocrática y su necesidad de acomodarse a la excelencia de la nobleza (por ejemplo, como se ha dicho, en San Petersburgo asumió para sí el título de «conde»), que marcaba para él el prestigio del linaje, y, por la otra, la llana postura de los tesoneros canarios que, como su padre (inmigrante y mercader), se hicieron un nombre con su propio esfuerzo, que trabajaron hasta acumular pequeñas pero bien administradas fortunas que muchas veces provocaron la desconfianza y el recelo de las principales familias del vecindario de Caracas.
Al abordar este tema, el ensayista Oscar Rodríguez Ortiz echa mano de la locución latina sine nobilitate para referirse así a quien vive, actúa y respira como los nobles, fascinado por las maneras y aparatos de los grandes[40], citando de paso a un autor español a juicio de quien toda esa energía social de Miranda se veía atizada por un resentimiento que le serviría, a fin de cuentas, para vengar las humillaciones de las cuales fuera objeto su propia familia[41]. Por su parte, y a propósito también de esta forma tan contradictoria que tuvo Miranda de combinar prejuicios y aspiraciones, María Elena González Deluca no deja de llamar la atención acerca de la concepción «aristocrática» que este contrapuso siempre al republicanismo más extremo. A fin de cuentas –y con razón–, la historiadora califica semejante actitud de «extraña», sobre todo si se toma justamente en cuenta la manera como, algunos años antes, Miranda había llegado a ver cómo su familia había sido discriminada por los verdaderos mantuanos[42].
Incluso, resulta más que probable que Miranda alentara a otros a darles mayor colorido y realce a sus orígenes sociales de los que realmente tuvo para adecuarlos a la imagen que se fue construyendo de sí mismo a medida que más se alejaba de su vecindario de origen. Así parecieran testimoniarlo al menos los afanes de William Burke –amigo y socio de Miranda en aventuras periodísticas–, quien, en 1808, ofrecería a su lectoría inglesa una semblanza que lo hacía entroncar con un linaje más o menos encumbrado en su comarca natal[43].
Claro está que su condición de exiliado casi perpetuo debió contribuir –y mucho– a que Miranda se construyera una imagen un tanto distorsionada de sí mismo y acerca de su propia procedencia dentro del orden social del cual era oriundo. En todo caso, esa aristocracia de excepción que se labró a lo largo de los años, esa suerte de aristocracia del espíritu, ejercitada y desarrollada en los altos salones europeos, lo llevaría a aprovisionarse de conocimientos de toda clase y formarse una visión ambiciosa a fuerza de amplia. Para ello se anexa maestros particulares en lenguas modernas, se provee diccionarios y tratados de todo tipo, compra libros a raudales y se informa de todo cuanto aumente su caudal de experiencias. No existe prácticamente ninguna disciplina del conocimiento ante la cual no discurra su curiosidad: idiomas, arte, literatura, política, matemáticas, astronomía, ciencias naturales, filosofía. Tal como lo observara el escritor Santiago Key Ayala, «pareciera como si antes de consagrarse a la emancipación de las colonias españolas ha comenzado a emanciparse él mismo»[44].