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En esto de emanciparse a sí mismo puede que hubiere algo de quien buscaba en los viajes que lo llevarían a recorrer desde Kronstadt hasta Atenas, o desde Toulouse hasta Esmirna, una especie de independencia frente a su propio pasado. Tanto así que existen razones para suponer que ese credo de emancipación iría mucho más allá: a la larga, se emanciparía también de su propia familia hasta casi no dejar traza de ella en su epistolario.
Aún en España, entre 1771 y 1772, y en La Habana, diez años más tarde, persistirá en mantener cierta correspondencia con los suyos y comprometerse en la remisión de uno que otro obsequio, especialmente dirigidos a Rosa Agustina, la preferida de sus cinco hermanas. Sin embargo, la lejanía (y el deliberado distanciamiento) irá dando lugar cada vez más a las reconvenciones que le formulara su propia parentela. «Por Dios, Panchito, escribe a tu padre, no puede ser feliz ni honrado el que no cumple con su familia», le espetaría su cuñado Francisco Antonio Arrieta[45]. Su propia hermana predilecta –Rosa Agustina–, quien desde mucho antes le reprochara su falta de espíritu familiar, rogándole que «no negara el consuelo de la correspondencia de la familia»[46], le dejaría caer estas líneas:
No seas ingrato, ya que tenemos perdida la esperanza de verte, siquiera que tengamos el consuelo de ver tus letras, que te aseguro que me compadece mi padre cuando, conmigo a solas, se lamenta de que habiéndote traído la fortuna tan cerca no haya visto siquiera una letra tuya, por lo que te suplico no le niegues este alivio que a ti te cuesta tan poco; desde que mi madre murió no hemos tenido letra tuya[47].
Miranda tardaría en responder a tales reproches y, cuando así lo hiciera, sería sobre todo interesado en suplicarle a su cuñado Arrieta que, por intermedio suyo, le solicitara a la familia que le dispensase el favor de gestionarle dos mil pesos destinados «a satisfacer a las personas que generosamente [me] han favorecido». Tal carta estaría fechada en Londres en 1785, durante su primera estadía en la capital inglesa[48].
Como bien lo advierte Manuel Lucena Giraldo, ya cumplidos los 33 años (es decir, doce desde que se marchara de Caracas), Miranda se desata definitivamente de sus orígenes y toma distancia[49]. Por su parte, Inés Quintero observa que, transcurrido ese lapso, el desapego e indiferencia con respecto a la familia será notorio[50].
Tal vez no bastaba siquiera con que fuese desaprensivo en la órbita de los asuntos familiares puesto que mucho más llamativo aún es el hecho de que apelara de manera un tanto insincera al recuerdo de los suyos. Así ocurrirá en más de una oportunidad cuando pretexte haber sido objeto de un insidioso hostigamiento y una persecución soez por parte del Gobierno de Madrid, al punto de privarle –y tales serían sus palabras– «hasta de la correspondencia con mis padres y familiares en América»[51].
Este empleo instrumental que hará de la familia habría de extenderse incluso a la necesidad de entremezclar la urgencia de trasladarse al Caribe hispánico para emprender los proyectos a los cuales poco a poco venía dándoles calor con el deseo de entrar en posesión de sus propiedades y reencontrarse con su parentela. Así se lo expresaría a los ingleses en 1790, lo repetirá en 1797 y volverá a insistir tercamente en el mismo argumento hacia fines de 1810, cuando el propio Gabinete de S.M.B. viera con poca simpatía que Miranda pretendiese partir a Caracas justo cuando lo hacía de regreso la misión oficial destinada por la Junta Suprema a Londres para informar a las autoridades británicas de lo actuado desde el 19 de abril y sensibilizarlas respecto a sus reclamos, aun en medio de la fidelidad que le guardaba a Fernando VII.
En este sentido, si algo seguramente procuró evitar el Gabinete de S.M.B., en respeto a la integridad de los compromisos que traía contraídos con el Consejo de la Regencia española, fue la posibilidad de ver que Miranda, quien expresaba querer «regresar al seno de mi familia en condición de simple ciudadano», lo hiciera a bordo de una nave de guerra británica, con todas las implicaciones protocolares y simbólicas que pudiera revestir el caso[52].
Cabe observar empero que, pese a las distancias que impusiera el tiempo, Miranda sí tuvo un fugaz reencuentro con su única hermana sobreviviente al darse su retorno a Caracas en diciembre de 1810[53], aun cuando, por las razones que fuere, no tardó en tomar alojamiento más bien en casa de los Bolívar[54]. Es de señalar que tampoco debía ser mucho lo que aún quedara en pie del antiguo solar familiar luego de tantos años de ausencia y de la virtual quiebra que sufriera su padre. Esto hace suponer que, entre los motivos que le dieron sentido a su regreso, la familia –como continuidad de todo cuanto representara Caracas en el plano afectivo– pudo obrar como un aliciente más bien marginal. Ahora bien, ni qué decir tiene que la muerte de su madre, ocurrida en 1777 luego de haber tomado los hábitos de mercedaria y llevar vida de reclusión en un convento de Caracas, no pareció suscitar mayor reacción o comentarios de parte del distante primogénito[55]. Su padre, quien permaneció viudo durante once años (pues murió en 1791[56]) apenas figuraría como una sombra que tendería a desvanecerse cada vez más de su epistolario.
Como si fuere poco, existía algo que lo ligaba demasiado a ese pasado lleno de heridas: su propio nombre, que era también el de su padre: Sebastián Francisco. Desde muy temprano decide invertirlo y se firma «Francisco Sebastián» en lugar de «Sebastián Francisco»; tal vez hubiese resuelto hacerlo así en momentos en que comenzaba a definir mejor sus contornos individuales o distanciarse de aquel mundo de nexos coloniales que informara su biografía hasta que decidiera zarpar de Caracas en 1771.
De hecho, según lo observa su biógrafo Joseph Thorning, el envenenado aire de Caracas debió hacer que, a través de su partida, Miranda intentara buscar satisfacciones compensatorias[57]. Inés Quintero concuerda a tal punto que, por su parte, apunta lo siguiente:
En una sociedad fuertemente jerarquizada como la caraqueña del siglo XVIII, en la cual el futuro de las personas estaba determinado por la calidad e hidalguía de sus ascendientes, y cuando todavía estaba fresco el incidente que había enfrentado a su papá con los principales mantuanos de la ciudad, el hijo mayor de los Miranda Rodríguez tenía dos posibilidades: o se conformaba con vivir en un entorno en el cual sería considerado y valorado como el hijo de la panadera, un sujeto ordinario y de baja esfera, o se disponía a labrarse un futuro diferente fuera de su lugar natal[58].
Más adelante, hallándose ya en Europa, sencillamente relega el primero de sus dos nombres de pila, o acaba por ignorarlo, y será solo Francisco de Miranda; tal vez lo haya hecho por percibirlo hasta entonces como un ingrato recuerdo y, por tanto, para sepultar en el olvido el linchamiento judicial que, por cuestiones de privilegio, promovieran los miembros del Cabildo de Caracas en contra de su padre Sebastián, a quien le negaban los méritos y servicios prestados en ciertas esferas, principalmente como oficial de una de las milicias locales conocida como Compañía de Blancos. Su hijo solo conservará la preposición «de» (o sea, Francisco de Miranda) porque entiende que esto le dará realce en el ambiente de cortes y salones en los cuales comenzaría a incursionar durante sus recorridos por Europa[59].
De tal modo, es posible aducir –como lo apunta Antonio Álamo– que la humillación de lo ocurrido tras aquel amargo cruce en torno a una cuestión de honor estamental que tuvo como protagonista a su padre fuera una causa influyente en la formación del carácter de Miranda y que, en medio de ese pleito registrado entre Sebastián y los mantuanos, hubo de crecer en los meandros de su ser interior el discernimiento de la independencia política y la defensa personal, algo que más tarde le fue tan característico[60].
Inés Quintero, en tiempos recientes y a la vista de nuevas evidencias documentales, es quien mejor ha recorrido las incidencias de este incómodo y escandaloso incidente ocurrido con los criollos principales de la capital en abril de 1769, llevándola a concluir que, en efecto, no pareciera una simple coincidencia que la decisión de Miranda de marcharse a Europa ocurriera poco tiempo después[61].
A su juicio, todos los agraviados reiteraban el mismo argumento: no estaban dispuestos a alternar en el batallón de blancos con un hombre tan bajo, que tenía tienda abierta de mercader, que estaba casado con una mujer de baja esfera, sin ninguna estimación y que, además, ejercía el oficio de panadera[62]. Luego precisa lo siguiente a la vista de los miramientos estamentales: «Lo que les molestaba de manera más visible era que pudiese valer lo mismo ser un plebeyo isleño de Canarias, cajonero y mercader, hijo de un barquero, que ser caballero, noble (…) y aun titulado, como lo eran, en su mayoría, los agraviados»[63]. Lo importante era que Sebastián tampoco se quedaría quieto y así lo puntualiza la propia Quintero:
Miranda, por su parte, abrió causa [contra dos de los capitulares] por injurias, promovió una certificación de limpieza de sangre que permitiese demostrar que tanto él como su mujer eran blancos y de notoria calidad y renunció al grado de capitán que le había sido otorgado en el batallón de la discordia[64].
Ahora bien, en este punto se plantea una cuestión interesante puesto que la malquerencia de Miranda (hijo) irá dirigida, por igual, durante el resto de su vida, hacia los criollos principales, por una parte, y hacia la Corona, por la otra. Sin embargo, lo que llama la atención acerca de la enervante disputa de la cual fuera testigo a los diecinueve años es que fue la propia Corona la que, a fin de cuentas, mediante una disposición expresa como resultado del Cabildo en querer insistir con el caso, le quitó la razón a este para concedérsela en cambio al vituperado Sebastián. Quintero resume el desenlace del pleito de esta manera:
El Cabildo insistió en la querella y dirigió al monarca un largo memorial denunciando la afrenta irrogada a la nobleza de la ciudad (…). Alegaba el Cabildo que lo ocurrido (…) había sido una ofensa inadmisible contra la parte más virtuosa y decente de la ciudad. (…)
Transcurrido más de un año, el rey se pronunció sobre el suceso. La respuesta del monarca no solamente desautorizaba de manera contundente todas las actuaciones del Cabildo capitalino, incluyendo la persecución a Miranda por el uso del uniforme, sino que le ordenaba abstenerse de tomar resoluciones sobre materias para las cuales no estaba facultado. (…)
[Se] exigía perpetuo silencio sobre la indagación de la calidad y el origen de Sebastián de Miranda, mandando a privar de sus empleos y condenando a severas penas a cualquier militar o individuo que, por escrito o de palabra, lo motejara o no lo tratase en los mismos términos que acostumbraba anteriormente[65].
El biógrafo estadounidense de Miranda, Joseph Thorning, deja caer por su parte este comentario a propósito de la disputa, bien que exagerando un tanto la celeridad con que tuvo lugar su resolución[66]:
Teniendo en cuenta los medios de comunicación (…) debe convenirse en que la respuesta vino con rapidez casi meteórica. Más aún, el decreto real era claro y decisivo. Los miembros del Cabildo de Caracas y sus aliados, los comandantes de la milicia, fueron reprendidos. Don Sebastián de Miranda y Ravelo era apoyado en todos los particulares. El tendero-agricultor era reconocido por Carlos III como capitán de milicias retirado, con perfecto derecho a su bastón y atuendo marcial. En breve, en cada uno de los puntos específicos en disputa, fue confirmado[67].
De modo que todo ello debió gestar en el hijo que recién salía de la pubertad una reacción emocional compleja ante tan ruidoso pleito. Tanto así que Miranda –y es lo que explicaría una pareja animadversión en este caso– pudo llegar a experimentar un resentimiento tan amargo hacia el núcleo de los principales de Caracas como hacia el hecho de que su padre hubiese tenido que depender, única y exclusivamente, de una remota autoridad situada al otro lado del Atlántico para validar sus logros personales y poner a salvo su decoro[68].
Quizá no sea el lugar de hacerlo aquí, pero así como figura ampliamente documentada su letanía de quejas en contra de la Corona y su falta de fe en el sistema español de gobierno, tal vez convendría examinar en algún momento lo que también fuera la complicada relación que, en la órbita espiritual y prácticamente hasta el final de su existencia, sostuvo el Miranda «criollo» con su cercanísima identidad española, al punto de confesarse en cierto momento discípulo de Diego Saavedra Fajardo[69].
Después de marcharse de Venezuela en 1771, bien provisto de cartas de crédito facilitadas por su padre en razón de los beneficios de su comercio en el ramo de telas, cueros y frutos, Miranda se inicia en el mundo militar español, para lo cual adquiere el rango de capitán en los ejércitos de Carlos III. Luego de una breve permanencia en la propia Península, entre sus primeras aventuras (1773-1775) no pasa inadvertida su participación en la defensa de los dominios en África del Norte. Actuó primero en Melilla, en respuesta a la amenaza planteada por el sultán de Marruecos contra todas las fortificaciones y presidios españoles que se extendían entre Orán y Ceuta, y, luego, en el curso de una malograda expedición destinada a Argel.
Durante esta temprana experiencia de tipo militar, el joven caraqueño somete a la opinión de los oficiales superiores sus variadas hipótesis de campaña con la soltura y el convencimiento propios de quien se iniciaba precozmente en tales lides pero que, en el fondo, daba muestras de exhibir también cierta arrogancia de la cual no dejó de hacer gala. Tanto así que, a propósito de las recomendaciones que formulara durante la campaña norafricana y su propia participación en medio de los asedios y combates que tuvieron lugar entre 1774 y 1775, tuvo la avilantez de insinuar que se creía merecedor de la Orden de Santiago en virtud de haber observado una meritoria conducta. Desde luego, sus superiores dejaron sin respuesta tamaña insinuación[70].
A la hora de resumir lo actuado hasta entonces, Parra Pérez apuntará lo siguiente: «Sus jefes de África comprueban que ha demostrado valor, capacidad y aplicación notable (…) sin más reproche que el de ser algún tanto imprudente»[71]. Así, si el rasgo dominante de su temperamento lo constituía la audacia, este otro fue sin duda el causante de sus peores sinsabores: nada más entre julio de 1777 y enero de 1778, es decir en menos de seis meses, fue encarcelado en Cádiz por desacato y arrestado en otra oportunidad por insubordinación, siendo luego absuelto del cargo.
Incluso, es posible que no hubiese nada de falso en la imputación que señalaba a Miranda como responsable del uso impropio de las cajas del regimiento. No obstante, Parra Pérez niega de plano que tal pudiese haber sido el caso, apostando ciegamente a la honradez del venezolano. En este sentido, dirá para más señas: «[Miranda] no se entregó (…) en parte alguna a ningún género de especulación ilícita contraria a la probidad o a su honor de oficial español»[72]. Sin embargo, tal conjetura no tiene de nuestra parte un carácter preconcebido ni se trae a colación con el objeto de someterlo a alguna clase de desmerecimiento; solo que resulta factible suponer que, en más de una de sus actuaciones (tan propias a él como a cualquier oficial en una guarnición de frontera), Miranda pudo haber llegado a transitar los bordes de la legalidad, aunque no demasiado lejos del límite.
Con todo, pese a que llegara a defenderse atribuyéndole las cuentas incompletas del regimiento a un ayudante suyo[73], las imputaciones que pesaban en su contra no solo apuntaban a esas irregularidades que supuestamente observara en materia de intendencia, sino –lo que era más grave aún– hacia el hecho de haber incurrido en abuso de autoridad y tratos violentos hacia sus subalternos[74].
Para complicar aún más las cosas, y cuando ya había atravesado nuevamente el Caribe y venía de participar en una expedición que puso sitio a la ciudad portuaria de Pensacola, en la costa de Florida, con cuyo gesto el Ejército español (en alianza con Francia) tomó partido por los estadounidenses insurgentes durante la última etapa del enfrentamiento de estos con las autoridades británicas, se le acusaría en La Habana de ejercer influencias malsanas y fomentar celos entre sus colegas militares.
Otros hechos, ya más concretos, estimularían también la malquerencia y las celosas rivalidades. Desde que se le hiciera cargo parlamentar con el gobernador de la rendida plaza de Pensacola por el hecho de ser uno de los contados oficiales de la expedición que dominara la lengua inglesa, la confianza que le profesaran sus superiores en Cuba (y tal vez un alto grado de autoestima que le permitía creerse inmune) hizo que Miranda incursionara en ciertas transacciones cuya legalidad era ciertamente cuestionable. Por ejemplo, en la propia Pensacola compró tres esclavos (llamados Bob, Perth y Brown), recibiendo en obsequio un cuarto. Nada más se sabe de ellos, a no ser, y es probable, que Miranda los introdujese de contrabando a su regreso a La Habana para venderlos después.
Puede que lo anterior no pase de ser un dato difícil de probar y, por tanto, que se halle desprovisto de cierta fiabilidad. Pero, al propio tiempo, existen indicios suficientes que sí permiten suponer en cambio que, luego de verse a cargo de un canje de prisioneros tras la captura de Providencia, en las islas Bahamas, el venezolano viajó a Jamaica en nombre de Juan Manuel Cajigal (a quien servía en calidad de edecán) y obtuvo, en condiciones un tanto cuestionables, ciertas mercancías de origen inglés con la idea de ingresarlas en Cuba de manera subrepticia. Todo hace pensar que los treinta mil pesos que le fueran confiados para cubrir los suministros y el pasaje de los prisioneros que pretendían ser transportados a La Habana eran más que suficientes para tal fin, y que un excedente de dichos fondos llegara a ser utilizado para comprar artículos de manufactura inglesa, los cuales eran abundantes en Jamaica, para su rápida venta en los mercados de Cuba[75].
Esas operaciones destinadas a introducir artículos de contrabando para provecho suyo, y en complicidad con sus superiores, no tendría nada de extraño si nos remitimos a lo que él mismo apuntara acerca de La Habana, ciudad a la cual calificaría en su Diario como «el centro mismo del vicio y la corrupción». Pero lo importante es que Miranda también traería a cambio valiosa información acerca de la situación militar de Jamaica, así como una relación detallada de sus puertos, bahías, fortificaciones y principales poblados, lo cual acaso le permitiera matizar cualquier juicio acerca de aquellos oscuros negocios de los cuales se le acusaba.
De cualquier modo que fuera, estos líos por obra de trasgresiones y especulaciones, y otra larga acumulación de enojosos incidentes propiciados en gran medida por su carácter atrevido e inconforme, terminarían envolviéndolo en una madeja aún mayor de malquerencias. El carácter insistente de las acusaciones en su contra a raíz de la misión a Jamaica haría que, al iniciarse ya el año 1783, Miranda dudase de la imparcialidad con que podía llegar a ser juzgado en Cuba con arreglo a las órdenes dimanadas del Despacho Universal de Indias. Aun cuando se convino que permaneciera bajo la fianza y custodia de su superior Cajigal, y tal vez convencido de que la favorable disposición de este solo podía proveerle una protección temporal, el acosado subalterno optó entonces por refugiarse en el puerto de Matanzas[76]. Será entonces cuando, al decir de Inés Quintero, tome una determinación que le cambia la vida: decide escapar de territorio español y se esconde hasta conseguir la manera de salir de la isla[77]. Por su parte, María Elena González Deluca lo sintetiza así: «Sin opciones para una efectiva defensa, Miranda consideró que la única manera de eludir la condena era huir; se convirtió así en desertor del ejército español»[78]. El 1.º de junio de 1783 logrará tomar pasaje a bordo de una goleta que lo deposita en Carolina del Norte. Un mes más tarde, cuando ya se halle en tierras republicanas, se emitirá en su contra una sexta orden de captura. Esta vez vendrá firmada por el propio Carlos III[79].
El Diario de viajes
El Diario de viajes de Miranda es quizá uno de los mayores tesoros que de él se conserven y fue precisamente durante su recorrido por los territorios de la confederación estadounidense cuando, en calidad de desertor, siguió cultivándolo con esmero y asiduidad. Anteriormente había dejado apuntes sobre España y, especialmente, acerca de sus campañas en África y en el Caribe. Sin embargo, a partir de este punto (es decir, de junio de 1783, cuando arriba a Carolina del Norte luego de abandonar Cuba de manera furtiva), el tono se hace algo distinto.
Lo que antes no pasaban de ser notas tomadas al vuelo o poco redondeadas o que, incluso, figuraban apenas como un registro más cercano a la minuta que a las exigencias propias del género (como lo revelan, por ejemplo, sus apuntes sobre operaciones militares durante el asedio a Pensacola), la idea de un «diario» cobraría a partir de entonces un grado de mayor significación debido a sus particularidades estilísticas. Ahora bien, conviene precisar que tampoco se trataría de un «diario» en el sentido más cabal del término sino de un enorme mosaico de impresiones. Sin embargo, pese a la prisa con que fue capaz de escribirlas, sus páginas le darían mucha mayor cabida al humor, el desahogo, la paradoja o, incluso, a la nota mordaz e irónica a partir de su contacto directo con la experiencia estadounidense.
Con todo, se tratará todavía de un Miranda inicial, un Miranda en plena etapa de formación. Un Miranda «premirandino», si se quiere, desde el punto de vista de la maduración de sus ideas políticas; un Miranda anterior al hombre de los memorandos, documentos y proclamas, de sus negociaciones con los gabinetes europeos o, dicho de otro modo, al Miranda que se revelaría a través de sus planes de gobierno y proyectos constitucionales. Pero será sin duda ese Miranda el que se asome, más temprano que muchos de sus contemporáneos, como privilegiado observador del emergente ensayo de república en la América del Norte.
Después de todo, apenas siete años habían transcurrido desde que el Congreso Continental adoptara la Declaración de las Trece Colonias de América del Norte e, incluso, la guerra aún seguiría en pie para el momento en que Miranda se viera transitando las regiones de Carolina del Sur (de hecho, el viajero será testigo de la celebración del cese total de hostilidades con Inglaterra, anunciado en septiembre de ese mismo año de 1783). De allí la importancia que se le pueda conferir como uno de los primeros cronistas de aquella sociedad recién emancipada, muchísimo antes de que lo hiciera, aunque provisto de un ojo y un instrumental mucho más ambicioso para ello, Alexis de Tocqueville. Además, según lo apunta Quintero, ese contacto directo tendría mayor relevancia vivencial y política que la contingencia de su participación en Pensacola[80].
Además, y de cualquier modo que se le mire, el Diario constituye el período mejor documentado de su vida, referente no solo a atisbos de carácter intelectual sino a minucias autobiográficas, gustos, intereses, prejuicios y pasiones. Además, aquí quedan registrados sus pareceres respecto a las ventajas y desventajas del sistema estadounidense de gobierno. Entre tales andanzas y observaciones se revelará, por ejemplo, lo mucho que le llamó la atención la forma en la cual la religión jugaba un papel preponderante dentro de una sociedad que se hallaba privada de otros espacios para la interacción social. Y será justamente durante este viaje donde deje especialmente asentadas sus reservas frente al excesivo y enojoso «igualitarismo» que creía observar a su alrededor.
Inevitablemente, a consecuencia de lo anterior, es que queda en evidencia una actitud de reserva hacia ciertas tendencias que, a su juicio, rayaban en los excesos generados por la nueva democracia. Así, por ejemplo, dirá, visitando Boston:
[En] varias ocasiones asistí a la asamblea general del cuerpo legislativo del Estado, donde tuve ocasión de ver patentemente los defectos e inconvenientes a que está sujeta esta democracia (…). Uno [de los miembros] venía recitando coplas que había [aprendido] de memoria en medio del debate que no entendía; otro, al fin de este y de estarse hablando por dos horas del asunto, preguntaba cuál era la moción para votar. (…)