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Previo a la realización de las fotografías, Diettes propicia un espacio en el que se disponen las condiciones para la emergencia del testimonio, intentando captar con su cámara el instante más álgido del relato y retenerlo en la imagen fotográfica. Al respecto narra Diettes: “Sudarios son imágenes que no se logran en una entrevista. Ese trabajo se hizo acompañado de un proceso psicosocial, de unas jornadas antes del encuentro fotográfico. La gente era consciente de las fotos que queríamos lograr”.14
De este modo, los retratos intentan captar el instante más álgido del relato y retenerlo en la imagen fotográfica. Sin embargo, esta recreación del testimonio frente a la cámara comporta una serie de aspectos tanto técnicos como éticos y emocionales que resultan problemáticos y generan nuevas tensiones en el proyecto creativo. Sobre el particular, Diettes señala:
Aquí la búsqueda era por el testigo, el que vio, el que estuvo allí presente y quedó para contarlo, entonces eso implicaba unas condiciones físicas diferentes, yo sabía que iba a ser un formato grande, sabía que las quería sobre fondo negro, entonces esto implica un dispositivo que condiciona también ciertas cosas, las personas no están en una charla cualquiera, el hecho de ser fotografiado, el otro sujeto está vulnerable, además lo estás despojando de un entorno, porque también es distinto ser fotografiado aquí sentado en el sofá a ser fotografiado en un fondo negro. Todo eso implica una preparación emocional del sujeto ante una circunstancia extraordinaria.15
Justamente, algunos de los aspectos más problemáticos de este trabajo creativo, y que los críticos han señalado con más detalle, tiene que ver con el hecho de que se genere una especie de estetización del dolor, una puesta en escena artificiosa, pues es claro que la gestualidad expresada en cada imagen no corresponde al momento y al acto de presenciar la violencia, sino a una rememoración, la cual además acontece en una especie de representación controlada, mediada por decisiones formales y técnicas, tales como el fondo negro, la textura de la imagen, la tonalidad del blanco y negro, el ángulo y el plano de la imagen, el uso de la iluminación, entre otros aspectos. En este sentido, Gamboa advierte:
No podemos olvidar que la maximización de la referencialidad (el estatuto de “realidad” de estos rostros) se produce mediante una calculada puesta en escena, donde la artista edifica una escenografía (telones, luces, pantallas, cámaras y trípodes), en la que interactúan personas (terapeuta, víctimas y fotógrafa) siguiendo un guion determinado (las víctimas son convocadas para volver a narrar su historia, la terapeuta guía la narración, la fotógrafa “dispara” en los momentos más intensos de la narración). Una vez hechas la tomas, la artista selecciona las imágenes que considere más pertinentes.16
Por otro lado, a diferencia de Bocas de ceniza, las fotografías que componen Sudarios borran cualquier referencia contextual, “la eliminación de las referencias contextuales se hace evidente en la ausencia de nombres propios, localizaciones geográficas, vestimentas o locaciones reconocibles que permitan asociar estas imágenes (el rostro de estas víctimas) a algún hecho concreto de la guerra”.17
Se hace necesario ir más allá de las imágenes de las mujeres y de la impresión generada por la gestualidad de los retratos para comprender su condición de mujeres-testigo. No hay palabras que acompañen la imagen y que describan el contexto al que remiten, no aparecen las historias, los espacios geográficos, las identidades de las mujeres y sus familiares-víctimas; no hay en la imagen fotográfica una referencia directa a los hechos que provocan la visible intensidad de su dolor.
Sudarios intenta ubicarse en la compleja relación entre experiencia y lenguaje, sobre la imposibilidad de traducir ese dolor, de forma satisfactoria, a la palabra y a la imagen, pues por más que se relaten de nuevo los hechos, los acontecimientos de violencia que lo provocaron, hay algo que permanece como intraducible en las palabras. Sin embargo, aludir en este caso a la gestualidad, a la imagen, se convierte en un nuevo intento por contener ese dolor para hacerlo visible a los otros. La imagen fotográfica intenta, como lo ha hecho desde el inicio de su historia, capturar un instante, contener el tiempo y el espacio, retratarlo, congelarlo, con la pretensión siempre truncada de conservar todas sus trazas e inscripciones.
Aquello a lo que hacen referencia los retratos de las mujeres en Sudarios es a la exteriorización del dolor, a su dignificación ante los otros. Estas mujeres habitan el límite de lo vivible, el límite del relato porque solo allí, en la suspensión del dolor, aparece velada en su opacidad la referencia al desaparecido. En este sentido, advierte la socióloga del Cinep, Nadis Londoño, quien acompañó el proceso psicosocial con estas mujeres:
La idea del proyecto no era solo congelar ese dolor, era validarlo y darle un lugar, dignificar el dolor. Es que en esta cultura hay un imaginario que el dolor hay que taparlo. Que el dolor hay que negarlo, porque entonces eso nos hace sentir débiles, indignos. Entonces era como un escenario para decirles a estas mujeres, sí, eso pasó.18
Dignificar el dolor implica, además, no solo la búsqueda de su reconocimiento colectivo, sino aquello a lo que Veena Das hace referencia cuando piensa en que quien se ve obligado a presenciar la violencia debe volver a “aprender a habitar el mundo, o habitarlo de nuevo en un gesto de duelo”.19
Así, frente a las valoraciones que ven en Sudarios una escenificación artificial del dolor, resulta pertinente el planteamiento de Rancière, haciendo referencia a la imagen fotográfica en Alfredo Jaar:
La acusación de “estetizar el horror” es demasiado confortable, ignora demasiado la compleja intrincación entre la intensidad estética de la situación de excepción capturada por la mirada y la preocupación estética o política por dar testimonio de una realidad que nadie se preocupa de ver.20
En este mismo sentido, podríamos afirmar que tanto en Bocas de ceniza como en Sudarios la potencialidad expresiva del arte no solo tiene que ver con el contenido de los testimonios, en tanto reconstrucción de hechos sobre la violencia, incluso, su lugar de enunciación no se configura solo en la construcción metafórica de las letras de las canciones o en la composición de los retratos, sino en la reunión de todos estos aspectos en una expresión performativa, en la que también el cuerpo, la gestualidad del rostro, contiene y proyecta significado en sí mismo, pues, tal como advierte Emmanuel Levinas, la interacción, el contacto visual con el rostro del otro, es el inicio, el punto de despliegue de una relación ética, pues instala no solo la posibilidad de percibir al otro, sino que permite la proyección de su exterioridad, su carácter expuesto, su condición de vulnerabilidad. Tal vez, por esta razón Levinas afirme que: “El rostro está siempre expuesto, amenazado, como invitándonos a un acto de violencia. Pero, al mismo tiempo, el rostro es lo que nos impide matar”.21
El rostro, entonces, es apertura y cierre, está expuesto ante el otro y su expresividad se dirige a él, pero su significación establece también un límite, una frontera. Los testigos-sobrevivientes que configuran estos dos trabajos creativos no solo dan cuenta de su experiencia de la violencia, sino que proponen a través de la gestualidad de sus rostros y de su expresión performativa una duración, un diálogo que exige interlocutores, que reclama la presencia de los otros, los convoca y al mismo tiempo los confronta.
Renombrar, ritualizar
Según lo señalado por investigadores sociales y por el Centro de Memoria Histórica, Puerto Berrío, municipio situado en el Magdalena Medio, en el departamento de Antioquia, ha tenido históricamente una relación profunda con la violencia política. Su ubicación geográfica lo hace un territorio estratégico para las Fuerzas Armadas y los grupos armados ilegales, lo cual se ha manifestado en el nivel de confrontación y en las formas de represión y violencia sobre la población civil. Según cifras aportadas por el Registro Único de Víctimas, de aproximadamente 46 000 víctimas de desaparición forzada por el conflicto armado en Colombia, 1 442 se registran en el municipio de Puerto Berrío.
Al ser un municipio ubicado en la rivera del río Magdalena, los remolinos y la corriente permitían que de forma periódica llegaran a la orilla cuerpos anónimos, que eran sepultados en la zona del cementerio destinada para los NN.
Distintos investigadores sociales han relatado cómo los pobladores se apropian de las sepulturas de los NN, iniciando una suerte de intercambio. El “ritual de acogida”, como podríamos llamar a esta práctica, inicia con la acción de marcar la sepultura con la palabra “escogido”; luego, en los días siguientes, realizar visitas periódicas, en las que se saluda tocando la piedra de la sepultura para despertar a las animas, como tocando una puerta que permita el ingreso por medio de rezos y solicitudes a la realización de favores o milagros. Si el ánima del NN los cumple, recibe como retribución un nombre, flores y cuidados para su sepultura y, finalmente, la inclusión de sus restos en el osario familiar, o dentro de uno individual pagado por quien ofrenda como retribución por el favor recibido.
Este es el contexto en el que se inscribe el proyecto artístico Requiem NN de Juan Manuel Echavarría en colaboración con Fernando Grisalez.22 El proyecto está compuesto por tres obras. En primer lugar, una serie fotográfica, realizada entre 2006 y 2015; su recurso lenticular permite hacer visible el tránsito y las variaciones en el tiempo que se van incorporando en la pared del cementerio de Puerto Berrío que está destinada para esos cuerpos anónimos, sin dolientes, cuyas identidades fueron arrebatadas y cuyos cuerpos fueron lanzados al río como intento de ocultar su propia muerte. En este tránsito pueden verse las formas de escoger las sepulturas, los nombres puestos por los solicitantes a los cuerpos, las flores, las decoraciones allí dispuestas y los agradecimientos por los favores recibidos.
En segundo lugar, una serie de doce videos titulada “Novenarios en espera” (2012), cuyo contenido refleja el mismo tránsito, pero ahora como imagen en movimiento y haciendo énfasis en el detalle de sepulturas concretas. Y, por último, un documental realizado en 2013, de un poco más de una hora de duración, en el que se presentan entrevistas y relatos de los pobladores, así como algunos de los imaginarios, creencias y significados relacionados con las prácticas que tienen lugar con los NN.
Según Maria Victoria Uribe, “Puerto Berrío es un pueblo de testigos y sobrevivientes”,23 un pueblo que, si se nos permite la relación, guarda cierta semejanza con ese pueblo costero ficcionado por García Márquez en el que las olas del mar arrastraron el cuerpo sin vida de un hombre: “El ahogado más hermoso del mundo”.
García Márquez relata que, si bien en aquel pueblo no era la primera vez que las olas del mar arrastraban un cuerpo hasta sus orillas, esta vez se trataba de un cuerpo diferente, dado su tamaño, su expresión y su belleza. Narra cómo las mujeres decidieron acogerlo, darle un nombre, hacerle ropa, imaginarlo con vida en situaciones cotidianas: “Andaban extraviados por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró: Tiene cara de llamarse Esteban”.24
Si bien la narración de García Márquez sucede en otro contexto geográfico, sin una referencia directa a la violencia política, hay algo común entre las prácticas de las personas de ese pueblo ficcionado y Puerto Berrío. La acción de acoger y renombrar un cuerpo anónimo se configura aquí en un punto de convergencia entre creencias culturales y religiosas, y formas particulares de relación con la muerte, entre las que se manifiesta una especie de obligación moral de enterrar a los muertos y, al mismo tiempo, ver en este acto la posibilidad de acceder a favores con la mediación de las ánimas de los difuntos, los cuales además, por el hecho de haber muerto en condiciones violentas, parecen reclamar de los vivos, de forma apremiante, oraciones e intermediaciones.
Esta práctica se inscribe, entonces, entre la voluntad de devolverle al difunto algo de humanidad, de integrarlo a un grupo, incluso poniéndole el apellido familiar o el nombre de un ser querido desaparecido, de sepultarlo como merecería cualquiera y, al mismo tiempo, de resolver su enigmática presencia y prevenir el riesgo de dejar su ánima deambulando entre los vivos. Volviendo a García Márquez:
Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, alentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.
— ¡Bendito sea Dios —suspiraron—: ¡es nuestro!25
Si bien no sería posible hablar de que la práctica de los adoptantes en Puerto Berrío corresponda a la configuración de prácticas de duelo colectivo o de cohesión de la comunidad, pues tales procesos son más del orden de lo individual y están mediados por la condición de intercambio entre el NN y las solicitudes de los adoptantes, sí podríamos decir que, tal vez de forma inconsciente, esta práctica termina ejerciendo cierto proceso de resistencia frente a las lógicas de la violencia ejercida por los actores armados, en el sentido de que contradice la intención de borrar, de desaparecer los cuerpos, las evidencias de la violencia ejercida, al volver a traer el cuerpo e insertarlo en el ritual funerario que, aunque mediado por un interés específico, devuelve de forma indirecta algo de sentido a su propia muerte y restablecer de cierta forma su propia dignidad humana. En este sentido, dice Agamben:
La idea de que el cadáver sea merecedor de un respeto especial, de que exista algo como una dignidad de la muerte no es, en rigor, patrimonio original de la ética. Hunde más bien sus raíces en el estrato arcaico del derecho, que se confunde en todo momento con la magia. Los honores y los cuidados que se prodigaban al cuerpo del difunto tenían en su origen la finalidad de impedir que el alma del muerto (o, mejor dicho, su imagen o fantasma) permaneciera en el mundo de los vivos como una presencia amenazadora (la larva de los latinos y el eidolon o el phasma de los griegos). Los ritos fúnebres servían precisamente para transformar a este ser perturbador e incierto en un antepasado amigo y poderoso, con el que podían mantenerse relaciones culturales bien definidas.26
María del Rosario Acosta sugiere en su interpretación sobre la serie “Novenarios en espera” que la obra de Echavarría, en tanto registro que se detiene en el paso del tiempo entre el acto de los adoptantes de elegir las tumbas y su posterior modificación y expresión de agradecimiento, configura una forma de acompañar el duelo:
La obra puede solo acompañar, en su presencia vacía, casi fantasmal, estos duelos de los que nada sabemos, de los que quizás entendemos muy poco: la imagen es también aquí como la tumba que retrata, el lugar que resguarda a los muertos, reteniendo para sí la verdad de un secreto que no nos es revelado. La obra guarda así el duelo, retiene el jura-mento de dar duelo a quien ya no está, pero lo hace en su imposibilidad de reemplazar el cuerpo ausente de quien ha quedado para siempre sin la posibilidad de ser llorado, acompañado, velado en su propia muerte.27
La investigadora sugiere, de este modo, que la imagen que transita y da cuenta de la transformación de las tumbas registra una forma de duelo colectivo. Sin embargo, esta connotación resulta problemática si tenemos en cuenta que más que una práctica colectiva, la práctica de los adoptantes es un acto de voluntad individual que responde a la posibilidad de encontrar en la acogida de un alma martirizada la recompensa de sus favores a cambio de cuidados, rezos y visitas periódicas. Tal práctica tiene lugar, además, en el marco de unas condiciones estructurales de exclusión. Al respecto, advierte Rubiano:
Hay, evidentemente, cierta ligereza en las interpretaciones que ven en la adopción de los NN la posibilidad de elaborar un duelo y en Réquiem NN una muestra testimonial de su práctica. En efecto, hay un propósito documental en Réquiem NN: construir un discurso mediante el registro temporal de la transformación de las tumbas, de la inter-vención que los adoptantes hacen en ellas. El registro es elocuente con respecto a lo que ocurre con las tumbas (la serie fotográfica y los videos) y lo que hacen los adoptantes con ellas (el documental). Pero tal elocuencia, quizá, dice menos sobre la integración comunitaria en un ritual, y más sobre la exclusión estructural de una comunidad.28
Si bien, como señala Rubiano, no sería posible hablar de que la práctica de los adoptantes en Puerto Berrío corresponda a la configuración de prácticas de duelo colectivo o de cohesión de la comunidad, pues tales procesos son más del orden de lo individual y están mediados por la condición de intercambio entre el NN y las solicitudes de los adoptantes, sí podríamos decir que, tal vez sin buscarlo de forma directa, esta práctica es una forma de resistencia frente a las lógicas de la violencia de los actores armados, en el sentido de oponerse a la intención de borrar, de desaparecer los cuerpos, las evidencias de la violencia cometida. Los adoptantes recuperan esos cuerpos y les ofrecen un ritual funerario que, aunque mediado por un interés específico, le devuelve de manera indirecta algo de dignidad humana y de sentido a la muerte de aquellas personas.
En cuanto al proceso creativo llevado a cabo por Echavarría y Grisalez, este configura una forma de mediación, en la cual la práctica artística registra, vincula y contextualiza esas formas de ser colectivas, abriendo un espacio de reflexión sobre sus implicaciones en el contexto de la violencia política. En tal sentido, Echavarría aclara lo siguiente:
Yo no escojo el color de la tumba, yo no escojo las flores. Esa es una construcción estética que ya está dentro de la fotografía que yo tomé, y yo no la hice, yo no la construí: yo no hice el florero, yo no pinté la tumba, es el adoptante el que lo hace. Entonces ya está dentro de la obra.29
Si bien los elementos esenciales de las imágenes de Requiem NN están en el contexto, estos hacen parte de las prácticas de los habitantes de esta región geográfica. El hecho de traducirlos y conformarlos en una construcción artística devela de otra manera sus sentidos e implicaciones. Pues, tal como ya hemos mencionado antes, el testimonio de la violencia no solo se refleja en las narraciones objetivas de los hechos, sino que, como en este caso, tendría que ver también con las formas en que las prácticas violentas se instalan y se incorporan en las dinámicas colectivas de los mismos contextos sociales y geográficos.
De este modo, el testimonio de la violencia se expresa también en trazas y prácticas culturales que se van naturalizando en los grupos sociales y que nos permiten reconocer otras de sus dimensiones expresadas en los rituales colectivos que se incorporan en las formas de ser de los grupos que viven las dinámicas de la violencia de forma cercana.
Indicios y rastros de la violencia
La referencia a lo residual, a los rastros de los acontecimientos que quedan en el tiempo y en el espacio, representa un factor común en las prácticas artísticas contemporáneas que se ocupan de problematizar las relaciones entre estética y política. Las ruinas se relacionan con lo que ha pasado, con las sedimentaciones del tiempo que se niegan a desaparecer del todo, que insisten en reclamar algo de un tiempo distinto.
Uno de los trabajos artísticos que aborda de forma directa esta referencia a las ruinas en el contexto de la violencia política en Colombia es la serie fotográfica denominada Silencios de Juan Manuel Echavarría.30 El punto de inicio de este proyecto creativo está relacionado con los hechos que tuvieron lugar el 10 de marzo de 2000, cuando un grupo de trescientos paramilitares del Bloque Héroes de Montes de María, al mando de alias Juancho Dique y Diego Vecino, entraron al corregimiento de Mampuján, reunieron por medio de intimidaciones y amenazas a la población en la plaza central y les ordenaron abandonar el pueblo a más tardar al día siguiente. En la madrugada del 11 de marzo del mismo año, la comunidad de Mampuján empieza a abandonar el pueblo, configurando otro de los éxodos que han marcado la historia reciente del conflicto armado en Colombia.
El 11 de marzo de 2010, un grupo considerable de familias decide volver al viejo Mampuján, con el fin de conmemorar diez años de su desplazamiento. Echavarría, que fue invitado a esta conmemoración, realiza con habitantes de esta zona geográfica un recorrido por lo que alguna vez fueron sus calles, sus casas transformadas en ruinas, abandonadas por sus habitantes y sumidas en ese momento en el silencio y la imponencia de la naturaleza, que en forma de humedad, de maleza y vegetación reclamaba su lugar entre los muros y las casas abandonadas. Dos imágenes marcan entonces el inicio del proyecto fotográfico Silencios. La primera, es un tablero de una vieja escuela en el que las vocales parecen desplazarse de la superficie de la pizarra, prolongando en su desplazamiento el silencio. La fotografía recibe el título de “La O”, justamente la letra faltante en la imagen, como una forma de resaltar la ausencia, el silencio de esas letras que no volverán a ser pronunciadas por los profesores y los niños que habitaron cotidianamente esa escuela, transformada ahora en ruinas.
La segunda imagen es la de un tablero cubierto con pintura blanca en la que alguien decide hacer una sencilla pero significativa inscripción: “Lo bonito es estar vivo”. Tal inscripción es casi imperceptible a primera vista, es necesario detener la mirada en el tablero para advertir su relieve, lo cual se convierte en un aspecto bastante significativo en el trabajo creativo de Echavarría: la capacidad de observar, la potencia de la mirada, poder mirar más allá de las ruinas y de las implicaciones evidentes de las huellas de la violencia, encontrar, como advertía Benjamin, en esas ruinas las claves del pasado, la violencia de lo sucedido.
Estas dos imágenes se convierten en la motivación inicial de Echavarría para recorrer alrededor de sesenta veredas en Montes de María y otras zonas del país, como Caquetá y Chocó, fotografiando ruinas, tableros de escuelas abandonadas, como una forma de registrar algunos de los vestigios de la guerra. Tales espacios se convierten a partir de la incursión de la violencia en lugares de paso y refugio para los combatientes, en albergues provisionales para quienes resultaron desplazados por las dinámicas de la guerra, en ruinas que poco a poco van dejando que la maleza, las raíces de los árboles y la vegetación de la zona invadan, o mejor, recuperen, con su paso constante y vivo, su lugar. Sobre esto, Echavarría confiesa:
A través del proceso, de lo que me he dado cuenta es que lo importante es el camino, no solo el tablero. Porque allí oigo yo historias, entro a veces a casas campesinas, converso con ellos, veo el fogón de leña, veo sus chivos, sus gallinas, me siento con ellos, les escucho alguna historia, me brindan un tinto. La mayoría de las veces he sentido una enorme hospitalidad y todo eso me va oxigenando ese camino hasta llegar a la escuela y tomar la foto de ese tablero. Esos caminos me dejan ver la geografía de la guerra. Entonces es llegar al tablero y es haber escuchado muchas historias y conocer esa geografía, caminar esa geografía.31
De esta suerte, cada imagen final, la fotografía de cada tablero, lleva también impresas las huellas del tránsito por el camino que conduce a él. Cada fotografía lleva en sí misma un relato previo, un paisaje que le da contexto, una ruta escarpada, una serie de relatos que permiten dimensionar la inscripción de las huellas de la violencia en esta zona del país. De nuevo, Echavarría comenta: