- -
- 100%
- +
Para el segundo tiempo Colombia tenía la obligación de liquidar el partido jugando bien o mal, bonito o feo. Esa disposición se vio cuando los marcadores se fueron al ataque y Leonel se la pasa a Barrabás, quien la devuelve de primera al vacío y evita el fuera de lugar. Leonel entra al área, va al fondo, levanta la cabeza y mide el centro atrás. Redín entra y cabecea al primer palo, midiendo al ángulo más difícil para la reacción del arquero. Gol: 1 a 0.
Por primera, y única vez durante el Mundial, Colombia estuvo arriba en el marcador. En esos momentos mostró algo más de su estilo y de su fútbol. Los volantes se juntaron, la salida se hizo más clara y se lograron combinaciones de más de quince pases seguidos. Cuando atacó, adquirió mayor peligrosidad porque las combinaciones fueron hacia adelante y de primera intención. Higuita sacaba largo para aprovechar que Emiratos ya había adelantado sus líneas. Los rebotes se ganaban en cualquier lugar de la cancha. Las pocas veces que resultaron los pases al vacío, los atacantes colombianos fueron ‘fauleados’ cerca del área. Sin embargo, los cobros resultaron improductivos. No obstante, se perdieron muchos balones. Redín y Rincón se equivocaron seguido en tres cuartos de cancha. Colombia fue un equipo intermitente e incapaz de demoler definitivamente a un rival débil. Hubo desconcentraciones y baches que armaron a Emiratos y que, a pesar de sus limitaciones, le permitieron arrimarse con peligro, con balones ‘globeados’ al centro de la defensa. En una de esas salvó René, en otras tuvo que salir del área a rechazar o a jugar casi hasta la mitad del campo.
Sobre los 30 minutos del complemento, entró Estrada, y en los últimos quince Colombia empezó a sostener el resultado. Sin retrasar las líneas, lateralizó el balón y usó el achique para dejar a los delanteros de Emiratos en fuera de lugar. La tensión se apoderó de los jugadores criollos. No arriesgaban mucho y cuidaban el balón. El partido no era complicado, pero del enredo y la intermitencia cualquier cosa se podía esperar. Colombia no había matado a su rival y desperdiciaba balones arriba, especialmente en los pies de Estrada, Redín y Rincón. Por momentos se rifó el balón.
Sobre el minuto 41, hubo un tiro de esquina en contra, el rechazo defensivo lo recibió Estrada, quien antes había perdido tontamente dos o tres balones. Hizo un pase magistral al vacío para el contragolpe mortífero. Picó Valderrama, encaró cuando llegaba Estrada por derecha, sacó a un defensor y disparó colocado con alguna fuerza al ángulo izquierdo del arquero. Gol. Colombia manejaba el partido e intentaba de nuevo. Emiratos también buscó el descuento, pero ya no había argumentos ni tiempo.
Fue un juego irregular. Colombia no tuvo continuidad en su labor ni alcanzó gran dimensión individual o colectiva. No tuvo la contundencia necesaria para comprobar su superioridad. Sin embargo, consiguió un triunfo que, para arrancar en el Mundial, era indispensable. Hizo cerca de 550 pases acertados y, tal vez en ese regular 2 a 0, quedó demostrada su jerarquía, su nueva mentalidad y su competitividad. Una reflexión a posteriori deja la inquietud por la no utilización de dos delanteros. Poner desde un comienzo los cinco volantes era entendible por la intención de manejar el balón antes que nada y darle ritmo al equipo que enfrentaría los duros compromisos contra los europeos. No obstante, al menos en ese primer tiempo de 0 a 0 y escasas llegadas, hizo falta alguien que abriera la cancha y llegara hasta el fondo con mayor disposición. La no inclusión de un jugador de tales características permitió imponer el estilo y pasar el susto del debut, pero faltó poco para que ese empate se convirtiera en un problema insoluble con las desconcentraciones del final del primer tiempo. Se ganó, por 2 a 0, y eso bastaba. Pero ni los jugadores ni el técnico ni la prensa ni los hinchas estaban satisfechos. Colombia era mucho más y tenía que demostrarlo.
“La primera victoria en un Mundial” tituló la prensa al día siguiente y se nos hinchó el pecho de emoción como si fuera lo más importante de nuestras vidas. Colombia en el Mundial podía volver romántica hasta una piedra pómez. Habían vuelto a resonar los himnos populares, los verdaderos: temas rumberos, las cumbias, los porros y la salsa. Joe Arroyo cantaba, Zumaqué cantaba, Raíces tocaba. Fiesta, pura fiesta. “Ese Pibe, ese Pibe, ¿lo viste?”. “Un crack”. “Higuita no se ha mostrado”. “¿Sí viste lo que decía esa güeva de Ramiro? Que dizque este es el único partido que vamos a ganar en el Mundial”. “Si supiera que prácticamente estamos en la final”. “¿Contra quién nos tocará, ah?”. “De pronto contra el mejor equipo que se ha visto hasta ahora”. “¿Contra esas bestias alemanas?”. “Sí, a la fija”. “¿O sea que jugaremos dos veces contra ellos?”. “A lo mejor”.
Alemania había asustado desde el comienzo, cuando goleó sin misericordia a los yugoslavos, pero no les teníamos miedo. Solo una cadena radial trataba de hacernos ver débiles y menores a nuestra condición. De todas formas, el siguiente partido era frente a los derrotados del domingo por 4 a 1. Confiábamos en ganarles también, si “El Guajiro” estaba en su día.
Ahora la ciudad estaba más tranquila, pero el gusanito del Mundial hacía estragos por todas partes. Valderrama, Mathaeus, Makanaki, la mascota número 7 y el escudo de Irlanda se habían vuelto dificilísimos para los cambiadores. Sin embargo, ciertos papás obligados desembolsaban verdaderas fortunas por cada lámina. Incluso, algunos vendedores descarados les mostraban a los niños el álbum lleno hasta la última página. A estos se les iban las babas de la envidia y el deseo.
El 14 volvió a jugar Colombia, a las diez de la mañana, en Bolonia. Un rival que nos conocía de memoria era la pesadilla del momento. Otra vez a comernos las uñas, a agotar la botella de aguardiente y a frotarnos las manos para quitar el sudor. Uno o dos gritos obscenos al árbitro y el corazón que latía a mil por minuto…
Colombia vs. Yugoslavia (0-1) (Susic)
Partido difícil. Primer enfrentamiento contra un equipo europeo que, además, necesitaba reivindicarse después de la aplastante derrota frente a Alemania. Tenían un detallado conocimiento de Colombia por la presencia en el cuerpo técnico de Popovic y Draskovic. El partido comenzó con dos equipos que se respetaban y trataban de imponer sus características de juego para controlar el partido. La primera media hora fue excelente para Colombia, dueña de la media cancha. Tuvo llegada, manejo y perfecta disposición defensiva y ofensiva.
Tal vez un solo pecado: en su afán por aprovechar el buen momento y definir el partido, se olvidó de aquietar el balón, de quitarle ritmo a los europeos y de acabar de desconectarlos con una fórmula a la que no le tienen respuesta. Luego de ese lapso, y con un ingrediente de desgaste físico y juego fuerte de los yugoslavos, el partido cambió de dueño. Los últimos quince minutos mostraron a una Yugoslavia que, luego de no tener ni el balón ni el terreno, salió a atacar y logró cortar la comunicación del equipo nacional. Sin embargo, no hubo llegadas de riesgo.
Los primeros veinte minutos del segundo tiempo se mantuvieron en la misma tónica, con la diferencia de que hubo varias llegadas de peligro que mostraron que los yugoslavos sabían romper el sistema zonal de Colombia. En uno de ellos, el remate del centro delantero, recién ingresado, rebotó en el pecho de Higuita. Algunas dudas sobre el fuera de lugar pueden explicar esta situación, aunque también el acertado cambio del técnico. Otro acierto del estratega europeo fue colocar un líbero delante de la línea de cuatro que incomunicó a los volantes colombianos, los anticipó, los confundió y terminó ganándoles gracias a su fortaleza física y a algo de violencia.
Al minuto 25, más o menos, Colombia logró equilibrar el juego y volvió a manejar el esférico. No llegaba con peligro, pero tenía el balón, lo trasladaba por todo el terreno y hacia un acertado uso de los cambios de frente. Ante las dificultades para acercarse con riesgo, los colombianos intentaron pálidamente la media distancia, aunque siempre desviada. “Barrabás” Gómez buscó convertirse en la alternativa de ataque, pero no tuvo fortuna. Maturana arriesgó con la entrada de Rubén Darío Hernández por Freddy Rincón. En dos o tres piques por su costado, confundió e inquietó a la defensa. Los pases los recibía de un inspirado Higuita que cortaba todos los balones y detenía todos los pelotazos del equipo contrario, cerca de la mitad de la cancha, para convertirse en generador de contragolpes. En ese buen momento de Colombia, cuando Yugoslavia había perdido el manejo del partido y no se le veía en disposición de arriesgar, llegó el golazo de Susic. Por el costado izquierdo de la defensa colombiana, los balcánicos rompieron el pressing. Stojkovic metió el pase al vacío, queda enganchado el “Chonto” Herrera, y el volante yugoslavo la recibió de pecho y, sin dejarla caer, fusiló a Higuita.
Vinieron luego los peores cinco minutos de la selección desde que fue convocada. El desespero trajo desánimo y desconcentración. En ese lapso, una llegada de los yugoslavos pega en el palo. Los colombianos perdían todos los balones en tres cuartos de cancha y dejaban armado el contragolpe del contrario. Para rematar el mal momento, Perea cometió una mano innecesaria dentro del área y el árbitro no dudó en sancionar el penal. Higuita lo detuvo, Colombia pensó y Yugoslavia se recogió un poco en su campo y decidió cuidar el 1 a 0. Después Colombia atacó desordenadamente, pero sin regalarse ni descomponerse. No obstante, la asimilación de la derrota no fue suficiente y perdió su estilo de juego. La entrada de Estrada por Redín no sirvió y dejó en claro que Fajardo tiene que estar, como mínimo, en el banco y que Iguarán no es efectivo frente a la velocidad y potencia de los europeos. Había que insistir en la habilidad, en el juego a ras de piso y en el ritmo lento y pausado. El equipo quiso llegar al pelotazo, al ‘ollazo’, al área, que, obviamente, ganaron los europeos. Aun así, Hernández logró acercarse con algún peligro gracias a su habilidad. El partido terminó y la clasificación de Colombia, tan anunciada y tan deseada, quedó pendiendo de un hilo. El siguiente rival era la tromba alemana que goleó a los yugoslavos y debería hacer lo mismo con los Emiratos y con los colombianos. Pero los partidos hay que jugarlos primero, diría Maturana, y tendrían que escucharlo los portadores de malos presagios.
“Se embolató la clasificación”, anunció la prensa y nadie dijo nada más. Aparecieron los periodistas, del primer día, como aves de rapiña sobre su presa agonizante. Los hinchas callamos ante la realidad, pero saltamos ante los buitres. Había que cambiar algunas cosas. Sin embargo, no era para tanto. Un aficionado, incluso, pensó en viajar a Italia a pegarle a los que eran capaces de sacar armas tan sucias para empañar nuestro desempeño.
—“¿Faltan delanteros? No creo, porque llegamos varias veces”. “Y entonces, ¿qué nos pasó?”. “Un error”. “De esos que nunca faltan, ¿cierto?”. “Sí, hermano, ¡qué vaina!”. “Fresco, que contra Alemania mejoramos, y además no estamos eliminados todavía”. “Ah, lo que pasa es que me da rabia, hermano, jugando bien. Es que jugamos mejor que ellos, y vienen y nos ganan, ¿ah?”. “Fresco, no te pongás a llorar que no sacás nada”.
Claro, ni siquiera el penal que tapó Higuita sirvió para evitar la derrota, aunque sí había servido para mantenernos dentro del campeonato. Un golpe de suerte era lo que hacía falta contra los tanques alemanes que ahora habían aplastado, sin la menor muestra de misericordia, a la inocente selección de Emiratos Árabes. Bogotá caminó cabizbaja de norte a sur y viceversa. Valderrama había bajado de precio momentáneamente y muy pocos preguntaban ahora por los afiches a todo color con las firmas en alto relieve. La preocupación rondaba en las caras de los adultos y la confianza en la de los niños, que seguían jugando en los potreros como si nada hubiera pasado. Se llamaban a sí mismos Leoneles y Andreses, sin pena ni vergüenza en sus rostros. La gente los oía gritarse y pensaba que, siendo tan pequeños, nada podían saber de fútbol.
El estadio Giuseppe Meazza de Milán era precioso, el mismo de la inauguración; allí aparecieron los hinchas alemanes como fanáticos romanos en tiempos de César. Rugían, gritaban y coreaban, con voces de tenores borrachos, a sus ídolos. Parecían pedir sangre. Por un túnel salieron los protagonistas: 11 hombres de rojo como judíos indefensos y 11 leones hambrientos vestidos de blanco. Durante la segunda parte del himno colombiano, se escuchó muy claro el grito de “Deutschland, Deutschland”. No había dudas: Colombia era el visitante y Alemania, el local.
Colombia vs. Alemania (1-1) (Littbarski, Rincón)
Era el partido esperado desde el sorteo en diciembre. El desafío del fútbol colombiano para mostrar su verdadero nivel y su verdadera dimensión. La posibilidad de confirmar un innegable avance técnico y táctico y la verdadera jerarquía competitiva del equipo, puestos en duda por quienes, en las horas previas al cotejo, olímpicamente olvidaban las pruebas suficientes que se habían dado en estadios de todo el mundo. Ganar parecía imposible frente a una máquina que había logrado nueve goles en dos partidos y que se perfilaba como candidato al título mundial. Empatar era para muchos, y en especial para cierto resentido sector del periodismo, un sueño de quienes creíamos en Maturana, en el equipo y en el proceso. Los despectivamente tratados como soñadores sabíamos que había con qué, pero dudábamos por la magnitud del contendor. Perder era lo lógico. Con un optimismo muy raro se pensaba que un 1 a 0 en contra nos daba posibilidades de clasificar como uno de los cuatro mejores terceros, con dos escasos puntos y dependiendo de los demás resultados. Una derrota por ese marcador nos dejaría satisfechos, en cambio la goleada nos pondría en nuestro sitio y, obviamente, nos produciría tristeza por no haber mantenido el 0 a 0 frente a Yugoslavia. Algunos fieles de Maturana y su combo preferíamos aceptar la opinión general de dientes para afuera, pero confiábamos calladamente en las posibilidades.
El antídoto era claro: robarles el balón, jugarles a ritmo de bolero y extremar la marcación en zona y el funcionamiento de la línea y el fuera de lugar. Atacar sería la respuesta a unas avalanchas que, al no fructificar, los confundirían, los desgastarían y les harían perder los papeles. Solo que había que cuidarse hasta el último minuto. Un primer punto a favor fue la suspensión de Andreas Brehme, reemplazado por Pflügler.
Desde un principio, Colombia puso el partido en la nevera. Ciertamente, Alemania ya estaba clasificado y esto, sumado al inmenso favoritismo, los pudo hacer aflojar. Pero también es verdad que, desde el primer minuto, empezó el aplicado trabajo de Colombia en defensa y ataque. En los primeros quince minutos, se evitó que Alemania se acercara con peligrosidad. El pressing a los costados, el fuera de lugar y los anticipos de Higuita a Voeller y a Klinsmann desarmaron paulatinamente a los alemanes. Cada vez que Colombia recuperaba el balón intentaba retenerlo a uno o dos toques, pero sin afán. Tampoco se cayó en un exceso de faltas, y, por el contrario, al herir el orgullo alemán, ellos fueron los que pegaron sin consideración, favorecidos por un mediocre árbitro irlandés que solo creía en el dolor de los alemanes. Los colombianos triangulaban en todos los sectores y, aunque los alemanes apretaban la salida, la suficiencia individual ayudaba a superar la marca. En una sola ocasión, el gran ariete alemán Rudi Voeller hizo una genialidad y se la globeó de puntazo a Higuita. Higuita respondió y envió el balón por encima, luego de una espectacular estirada hacia atrás.
Después del minuto quince, vino el mejor momento de Colombia. Luego de soportar el anunciado chaparrón alemán, que terminó siendo una leve llovizna, el equipo se apoderó de la media cancha, empezó a tocar hacia adelante, a ubicar sus líneas cerca a la mitad de la cancha y a desnudar los problemas defensivos de la imperfecta maquinaria alemana. En dos ocasiones, se hicieron jugadas de más de quince pases continuos, sin que la fuerza y potencia física de los alemanes alcanzaran para cortar los avances. En dos ocasiones, también, se acercó Colombia al gol. Estrada, cerca de la esquina derecha, amagó, giró y tocó suavemente para Valderrama. Este ingresó al área, tocó el balón preciso a los pies de Fajardo quien la quiso asegurar y descolocar al arquero. En forma increíble desperdició la ocasión más clara de anotar. Pocas jugadas después la llegada fue por el otro extremo. Rincón picó al vacío por la izquierda, controló el balón, amagó, entró y frenó, volvió a amagar y frenó, volvió a amagar y centró (su marcador todavía lo está buscando). Estrada se levantó entre dos defensas, midió el golpe de cabeza y la envió por encima del horizontal. Colombia no apretaba el ritmo sino que tejía con precisión sus avances, sin apuro, con jerarquía y criterio. En defensa hacía equivocar a los alemanes que entregaban mal, erraban los pases y, cuando se desesperaban, pegaban descaradamente. Pensamos que un gol a esa altura podía ser una maravilla, pero también un peligro porque, heridos los alemanes, podían reaccionar sin consideración y así eran más peligrosos. Colombia se tomó un respiro y Alemania se volvió a acercar, pero sin real peligro.
Faltando cinco minutos vino la doble falta sobre Valderrama, luego de que también habían golpeado a Rincón. Intentó driblar y lo golpearon. Se levantó del primer golpe y, en el segundo intento por gambetear a su adversario, lo volvieron a bajar. Quedó tendido en el piso y el árbitro no permitió el ingreso del cuerpo médico y tampoco sacó una justa tarjeta amarilla. Cuando algún alemán caía, inmediatamente podía ser atendido. Valderrama permaneció allí contra la grama, mientras el partido continuaba. Álvarez cobró, por sus propios medios, la falta sobre su compañero. Una violenta plancha sobre un alemán le valió la tarjeta amarilla. Sin embargo, esta acción equilibró las cargas. Los colombianos también pegaban y no se iban a dejar. Entró la camilla y sacó a Valderrama, quien pocas veces se queda en tal situación. Al poco rato volvió y tuvo que jugar el resto del partido soportando el rugido de los fanáticos alemanes cada vez que tocaba el balón, pues no le perdonaban lo que consideraban un papelón antifutbolístico. Empero, había que parar esa irracional violencia e indicarle al árbitro que fuera neutral. Terminó el primer tiempo, al cual se le había acabado de aquietar el ritmo con todos estos sucesos, y quedó la duda sobre el estado real del “Pibe”. La labor táctica había dado sus frutos, era cuestión de repetirla en el segundo tiempo con la misma concentración y sin desaprovechar las oportunidades de gol.
Beckenbauer, en la banca, se veía descompuesto, furioso y extrañado (imagen que quedó grabada pues contrastaba con su tranquilidad, su elegancia y su gesto de satisfacción después de cada goleada). Para el segundo tiempo, dispuso cambios. Sin embargo, la intención fue desbaratada por una escapada de Estrada sobre los cinco minutos. Se llevó el balón y remató fuerte ante la salida del arquero, quien logró rechazar. Después, Colombia perdió llegada y le costó acercarse a predios alemanes. Estos tampoco llegaban con claridad y sus hábiles y peligrosos delanteros perdían ante la velocidad mental de Higuita, caían como principiantes en repetidos fuera de lugar o eran incapaces de superar la fortaleza en los cierres de Perea y la desfachatez de Herrera y Gildardo para ganar balones con viveza gracias a un amague o un dribling. Se llegó a los 30 minutos, los alemanes se habían mostrado peligrosos en una entrada por el centro que Matthaeus resolvió con un globo, sobró a Higuita y fue a estrellarse en el horizontal. Pero René reaccionó y llegó a puñetear el balón al tiro de esquina, luego de superar la arremetida de Voeller.
Los últimos quince minutos los jugó Colombia con la tensión propia de quien se juega su clasificación a la siguiente ronda. No era solo el empate contra Alemania, sino la posibilidad de seguir en la lucha. Con criterio, entonces, volvió a aparecer Valderrama para hacer correr el balón por toda la cancha, sin regalarlo, sin rifarlo y sin comprometerlo. El reloj, desobediente y odioso, se negaba a correr. Cuando faltaban cinco minutos, era claro que Alemania no sabía cómo llegar al gol, pero tampoco cejaba en su intento. Rincón, el “Pibe” y Leonel trataban de llegar a un arreglo con los alemanes, mientras la tensión y el paso lento de cada segundo incrementaban la angustia. En la banca calentaban todos los jugadores. No había razón para cambiar a nadie, a no ser el pretexto de ganar segundos que nunca se descuentan por completo. Sin embargo, Maturana no quiso arriesgarse. Y vino el baldado de agua fría. Voeller, con su jerarquía y calidad, logró driblar a dos colombianos. Todos esperábamos una falta, así costara la expulsión. Igual, mientras cobraban, se terminaba el tiempo. Nadie hizo la falta, no es el estilo del equipo. Con gran calidad, este se la entregó a Littbarski quien, entrando solo al área, fusiló a Higuita.
Cuántos colombianos lloraron con ese gol, injusto luego del trabajo desarrollado, por ver cómo quedábamos fuera del Mundial aunque matemáticamente quedaban posibilidades mientras no llegara otro gol. El equipo quedó muerto, como todo el país en ese instante. En la siguiente jugada regalaron el balón. No querían correr, no querían jugar más. Sin embargo, en la banca, Diego Barragán, el preparador físico, se levantó y les gritó con el alma que no se entregaran, que lo intentaran de nuevo.
Leonel la ganó con calidad en la entrada de su área y tocó para Valderrama, quien recibió de espaldas y picó el balón a un costado. Gracias a esta recepción del balón, se pudo deshacer de tres alemanes que venían a apretarlo. Al girar, apenas si había ganado la mitad de la cancha. Entonces, tocó para Rincón, quien picaba por derecha. Este recibió y buscó a Fajardo. Fajardo no recibió, pero su toque le llegó a Valderrama, quien se la puso al vacío a Rincón. El reloj estaba por el minuto 47, en cualquier momento se acababa el partido y Rincón apenas entraba al área con la posibilidad de hacerlo o botarlo, consagrarse para la historia o caer bajo las garras de los críticos. Illgner salió con todo, como mandan los cánones, achicando el ángulo, limitando las posibilidades de gol y proponiéndole al delantero contrario que la botara, que le disparara al cuerpo o que intentara eludirlo con pocas posibilidades de éxito. Y Rincón la envió mansita por donde nadie lo hubiera podido imaginar: por entre las piernas. Yo no sé si lo pensó o pateó para cualquier lado o qué. Solo sé que me acuerdo y todavía me da escalofrío; me emociono y veo a Rincón gritando el gol con el alma, a Maturana fuera de sí abrazándose con los suplentes, a Perea (el locutor) gritando el gol como cuando quería a la selección, a los locutores dándole gracias a Dios y al país feliz y borracho, llorando y gritando en un frenesí colectivo que, desgraciadamente, no se volvería a repetir. El partido terminó, pero la celebración y la felicidad continuaron por cinco días, solo había un tema recurrente y único: la selección Colombia.
De esos tres minutos, en que se estuvo en el infierno y se retornó al cielo, se debe rescatar la fuerza anímica del equipo luego del lógico bajón por el gol recibido. El grito de Barragán fue el “culpable” de esa voltereta del alma de los jugadores. También, la fe en el estilo, la adhesión inexplicable a recurrir a las armas de siempre para remontar el marcador adverso sin importar que fuera el minuto 1 o el 47. Y en la jugada, la jerarquía de Leonel y del “Pibe”. De este último para quitarse a tres jugadores en un giro y luego para escoger el destinatario preciso de su mortífero lanzamiento. Porque si la manda al otro costado… Y de Rincón, la frialdad para definir. Si lo pensó, si fue chepa o no, nada importa. Lo hizo, definió como un crack. El partido terminó 1 a 1 y Colombia pasó a octavos de final.
Faltaba saber si el próximo rival sería Italia o Camerún. Llanto, llanto y solo llanto, pero de la emoción. La gente se volcó a las calles a gritar, a beber, a abrazarse, a besarse. Bailaban todos, brincaban todos en las capotas de los carros y en mitad de las avenidas. Bogotá vivía un carnaval que desde la clasificación en Tel Aviv no se dejaba sentir. De hecho, la capital no sabe qué es eso de carnaval, y solo el fútbol es capaz de darle una muestra gratis. En el resto de Colombia también se gozaba, pero con todo el conocimiento del caso y toda la harina del mundo. “Ya se acabó el mito de jugar como nunca y perder como siempre” fue la frase presidencial del momento, y todos entendimos lo que significaba. Estábamos locos de alegría por un gol en el último minuto, el mejor gol de todo el Mundial, y porque los alfileres que le clavamos a Bodo Illgner dieron resultado.