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Por otro lado, sus escasos discursos periódicos por radio al país (la televisión sólo surgió embrionariamente en Chile a fines de su gobierno), eran esperados expectantes por la opinión pública y llevaban casi siempre el sello de un vigor polémico capaz de enfrentar con talento las más difíciles encrucijadas y las más violentas mareas, a la vez que llenos de una honda emotividad que su apariencia adusta no conseguía ocultar.

Jaime Guzmán en el living de su casa junto a una foto de Jorge Alessandri. Admiraba en él la valentía para luchar contra los mitos y las consignas políticas.
Recuerdo con particular nitidez una larga entrevista que Alessandri sostuvo, durante alrededor de dos horas, con la directiva de la poderosa y temida Central Única de Trabajadores (CUT) y que, ante versiones contradictorias sobre su contenido, el Presidente de la República dispuso que se transmitiera por cadena nacional de radioemisoras. Más que una entrevista, se trataba de una polémica recíprocamente respetuosa pero muy agitada, en la que el Jefe del Estado se batía con inteligencia, firmeza, dominio de todos los datos o cifras y salidas llenas de un humor propio de su calidez humana.
Entre sus principales discursos, sobresalieron sus dos últimos mensajes anuales al Congreso Pleno, en uno de los cuales previno proféticamente a los “sembradores de ilusiones y quimeras”, advirtiéndoles que su camino terminaría por conducirnos a “un quiebre de la juridicidad de la cual Chile con razón se enorgullece”. Asimismo, no olvido una memorable intervención que tuvo hacia el final de su gobierno, al recibir el testamento del Presidente Balmaceda, oportunidad donde fustigó a don Eduardo Freí y a don Salvador Allende, que ya eran los dos candidatos que competirían por su sucesión presidencial, a raíz de conductas que, a juicio de Alessandri, privarían a ambos de la necesaria autoridad moral para gobernar adecuadamente.
En vez de que el ejercicio del mando desgastara su popularidad, don Jorge Alessandri la fue acrecentando. Lo logró sin recurrir a ningún instrumental propagandístico, sino rehuyéndolo hasta extremos que pueden considerarse incluso excesivos, pero que trasuntaban la austeridad y sobriedad más severa que ha caracterizado su retirada existencia. En 1964 tuvo que desautorizar públicamente una campaña que sus partidarios habían lanzado para recoger firmas tendientes a requerir una reforma constitucional que permitiese su inmediata reelección para el periodo presidencial siguiente, iniciativa que empezó a prender en la ciudadanía con inusitada fuerza, tan sólo en pocas semanas.
La entrega del mando a su sucesor dio lugar a una espontánea manifestación popular de adhesión y homenaje hacia Alessandri, que se convirtió en una verdadera apoteosis. Como testigo emocionado de ella, hice un breve relato periodístico de tal acontecimiento al cumplirse veinte años de su ocurrencia, el cual se inserta como un anexo al final de estos escritos.
Desde el instante mismo en que abandonó la jefatura del Estado, un grupo de amigos personales suyos lanzó la idea de que el pueblo de Chile le solicitara a don Jorge que aceptara volver a postular a la Presidencia de la República en 1970, idea que culminó al ser inscrito —caso único en nuestra historia— como candidato presidencial independiente con la sola firma ante notario de los ciudadanos que exigía la ley y sin intermediación de apoyo partidista alguno para ello.
Debo hacer la salvedad de que no es el propósito de esta obra, ni menos el del presente capítulo, aspirar a una reseña de la figura, el pensamiento o la obra de don Jorge Alessandri. Su persona aparece necesariamente en ella por ser el hombre público chileno hacia el cual mayor admiración profesé y que más fuerte influencia ha ejercido sobre mí. Ello lo liga de modo inseparable a muchas de las reflexiones y experiencias que en estas páginas deseo transmitir. Si he bosquejado algunos de los antecedentes históricos a su respecto, es para facilitar a los lectores que no vivieron estos hechos, la comprensión de las conclusiones que de ellos he extraído. Lo mismo valga como explicación para las demás referencias a ciertos hechos pretéritos a que se aluda en este u otros capítulos.
En este sentido, creo útil consignar que no me extrañó en absoluto, sino que me clarificó lo que me aparecía como un enigma, que la reforma agraria impulsada en su gobierno y a la cual antes me referí, se llevó adelante a pesar de su tenaz oposición frente a los partidos que lo apoyaban, a quienes no logró convencer del error e inutilidad de su táctica y ante la que, en esas condiciones, se vio obligado en la práctica a inclinarse.
El fenómeno político de Alessandri, madurado y profundizado en la honda amistad que con él me ligó desde 1970, me reveló realidades muy significativas, con la fuerza que tiene su comprobación empírica.
Ante todo, constaté que hay dos grandes modos de abordar la acción pública. Una, la predilecta para la inmensa mayoría, busca halagar a la masa, identificándose con las consignas dominantes y cediendo demagógicamente a sus pasiones y caprichos. La otra, mucho más difícil, intenta guiar al pueblo, librando con valentía moral y de cara ante él, un combate rectificador frente a las consignas falsas, vacías o torcidas.
Expresada en términos actuales, la primera fórmula está representada por políticos que son prisioneros de su imagen. Vasallos de las encuestas de opinión pública, éstas constituyen su norte orientador; su contenido refleja lo que el pueblo prefiere y, por consiguiente, lo que ellos deben hacer para agradarle y obtener su preferencia. Y más que al pueblo, a quienes de verdad se apresuran por complacer con particular solicitud, es a los grandes centros de presión o grupos de poder.
El segundo criterio no supone desentenderse de las aspiraciones populares, pero se autoimpone el deber de cotejarlas con un análisis serio de su conveniencia para el país y de las posibilidades que la realidad ofrece. No teme rechazar lo que no se avenga con ello, porque no se abate ante una posible derrota. Confía en que si a la negativa se añaden argumentos convincentes y actitudes que lo validen, se pueden cambiar las inclinaciones de la masa y que la eventual derrota de hoy puede ser el germen de la victoria de mañana. En todo caso, no hace política fijando como supremo norte la conquista o retención del poder, sino el servicio al país en la línea de fidelidad a los propios ideales.
Valga como digresión, que lo que sí estimo indisoluble del éxito de una actitud rectificadora, es añadirle la capacidad de autorrectificación que la aleje de todo riesgo de soberbia o mesianismo. Y las autorrectificaciones se diferencian del acomodo oportunista, en que en éste no se reconoce ni se fundamenta el cambio de predicamento, requisito que considero esencial para la legitimidad y respetabilidad de una acción pública. El oportunista, en cambio, siempre se dejará la puerta abierta a un nuevo giro, tan arbitrario como fuere menester. Por eso no le interesa ni le conviene admitirlo ni explicarlo.
Ahora bien, arquetipo de la acción pública conductora y rectificadora, don Jorge Alessandri demostró que ella puede triunfar y conferir una popularidad sobresaliente, aun con los estilos convencionalmente más contraindicados para ello. Y este hecho alcanzó en él ribetes tanto más sólidos y duraderos, cuanto fue respaldado en un testimonio de vida plenamente concordante.
En la entrega genuina e integral de la propia vida a una causa, reside la más vigorosa de las fuerzas que a ésta pueda brindársele. Sólo entonces la actividad política se hace sinónimo de servicio público, y emerge como una vocación que compromete la existencia entera y no etapas parciales de ella.
Mientras más lo conocí, más me impresionó la estricta correspondencia entre la imagen que Alessandri proyecta y lo que conforma su personalidad más íntima y real. Nada hubo en él que fuera una pose por razones de apariencias. Fue tal cual apareció. Aun en lo que pudiese sugerir mayores dudas a la suspicacia criolla, como su absoluta falta de ambiciones políticas y su tajante reticencia a la figuración pública.
Como agregado — o síntesis— de todo lo anterior, don Jorge Alessandri me hizo tangible una realidad adicional. Al mismo ser humano se lo puede atraer, indistintamente, explotando las más bajas pasiones o apelando a sus más nobles sentimientos, dualidad que siempre coexiste como alternativa para la conducta de cada persona. En cada uno de nosotros, siempre se jugará la disyuntiva entre dejarnos arrastrar a las mayores bajezas o de empinarnos hacia las más elevadas manifestaciones de que es capaz el espíritu humano. Todo dependerá de cuáles sean los estímulos más fuertes que nos rodeen y, en definitiva, de qué actitud asumamos frente al opuesto llamado de ambos.
Obviamente, resulta mucho más fácil escoger el camino de conquistar la simpatía de otro —y la del pueblo en general— alimentando los impulsos humanos más ruines, que para nuestra débil naturaleza operan como imán grato y tentador. Más aún, será inevitable que muchas veces quienes así actúan, consigan prevalecer en determinados momentos, porque las caídas morales de los pueblos se proyectan como reflejo de las que tampoco nunca superarán del todo las personas que los conforman.
Sin embargo, tras la frustración que, a la postre, siempre dejará el vacío espiritual de ceder a la envidia, al odio, a la permisividad, al libertinaje o a otra baja pasión cualquiera, los seres humanos y los pueblos buscamos resortes que puedan sacarnos de ese abismo y encontrar en las virtudes éticas la fuente de verdadera felicidad personal y progreso social.
Es ahí donde los ojos se vuelven hacia quienes no han sucumbido ante la avalancha degradante. A quienes han mantenido su propia identidad, sin abandonar sus banderas para salir atolondrados a arrebatarle las suyas al adversario. A quienes han continuado denunciando con perseverancia y coraje los ídolos propios de toda falsa consigna, por mítica o arrasadora que pareciese. A quienes no han renunciado a contribuir a guiar la historia, ni han creído que ésta se mueva por vientos que la voluntad propia no sea capaz de contrarrestar y modificar. A quienes no han cesado de apelar siempre y sólo a los más nobles sentimientos del alma humana y a los más altos destinos que ellos pueden plasmar para la convivencia social.
Este convencimiento y esta línea de conducta son, a mi juicio, las únicas justificaciones válidas para emprender una acción política.
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