- -
- 100%
- +
De todos modos, allí podía notarse un modelo o meta que los humanos quisieran también alcanzar. Es así que, posteriormente, comienza a utilizarse el adjetivo para calificar a los muertos, en particular a los héroes, quienes al abandonar el mundo logran estar por encima de los avatares e infortunios (Hesíodo, 1978; Homero, 1993). De manera similar, y con posterioridad, se aplica también a los sabios, quienes conocen la verdad y saben vivir. Aunque la anterior no fuese necesariamente una creencia ampliamente extendida entre la muchedumbre, al menos se encuentra en los pitagóricos, Empédocles y Platón (1986). Por último, Sócrates anuncia que cada uno debe y puede cuidar de sí (Platón, 1981). Por tanto, para Sócrates sí sería posible que las personas comunes accedieran al menos a cierta virtud y, así, a su felicidad.
En este breve repaso histórico, conviene recordar la expresión cristiana de la felicidad, en particular el célebre discurso de Jesús conocido como las bienaventuranzas. En Mateo 5 y Lucas 6, los evangelistas ponen en boca de Jesús la palabra «felicidad» (makárioi, plural) para invitar a las personas a sumarse al proyecto de la construcción de su reino. ¡Felices los pobres! Las bienaventuranzas son felicitaciones por acoger el plan de Dios o ser parte de él. Como señalan Mateo y Lucas, existen muchas razones para ser feliz: luchar por la justicia, trabajar por la paz, practicar la compasión, ser manso de corazón, etcétera. Entonces, en el núcleo de la promesa cristiana, en el mensaje evangélico, ciertamente está también la felicidad. Como apunta Arens (2004), es significativa la cantidad de veces que se utilizan en el Nuevo Testamento términos cercanos a la felicidad: «el regocijo/arse, exulta/ción (agall – 16 veces), la alegría/arse (chara chairo’ χαρά 131 veces), y celebrar con júbilo (euphraino’ 16 veces)» (p. 75).
Así como el cristianismo, que ha impregnado la cultura occidental y, en cierto modo, la universal, otras religiones también han aportado a la comprensión de la felicidad. Por citar un solo ejemplo adicional, los reportes mundiales de la felicidad incluyen de manera regular referencias al budismo (Helliwell et al., 2012, 2015, 2016). La comprensión budista de una vida buena contiene al menos tres enseñanzas relevantes para las personas que hoy buscan la felicidad. Primero, supone un gran esfuerzo para la persona, pues implica la práctica de virtudes y la liberación de ciertas ilusiones como el vano placer desenfrenado. Segunda, el sentido de la vida no está en el poseer obsesivamente ni tampoco en el desposeer totalmente, sino que existe un camino medio, un equilibrio. Por tanto, sería posible maximizar el bienestar con un mínimo de consumo (Mutakalin, 2014). Tercera, la compasión, la benevolencia y la empatía con los demás, incluyendo las criaturas no humanas, deben ser cultivadas de manera especial.
Escuela eudaimonista de la felicidad
Volviendo a los griegos, ellos utilizaban la palabra «makários», o «makárioi», para referirse a la persona feliz o los felices. De otro lado, para teorizar sobre la felicidad o conceptualizarla, era más común usar el término «eudaimonía», que se puede traducir como «felicidad», «bienestar», «buen vivir», entre otros. Aunque los pensadores clásicos, e incluso el pueblo amplio, utilizaban el término «eudaimonía», no se ponían de acuerdo sobre su significado. Aristóteles lo constata con una formulación que podría ser muy actual:
¿Cuál es el bien supremo entre todos los que pueden realizarse? Sobre su nombre casi todo el mundo está de acuerdo, pues tanto el vulgo como los cultos dicen que es la felicidad, y piensan que vivir bien y obrar bien es lo mismo que ser feliz [...] Pero sobre lo que es la felicidad discuten y no lo explican del mismo modo el vulgo y los sabios. Pues unos creen que es alguna de las cosas tangibles y manifiestas como el placer, o la riqueza, o los honores [...]. (Aristóteles, 1985, p. 134-135)
Para responder la pregunta existen al menos dos importantes escuelas en la antigüedad clásica: la eudaimonista y la hedonista. El principal autor del primer enfoque, la escuela eudaimonista, es Aristóteles (1985). Su concepción de la felicidad se puede comprender desde dos puntos de vista catalogables como forma y fondo. Desde el punto de vista de la forma, la felicidad se define por sus propiedades, por sus características o por las funciones que cumple, mientras que, desde el punto de vista del contenido o fondo, se examina qué es aquello que procura o logra la felicidad.
En cuanto a la forma, la felicidad se concibe como el fin último, la meta máxima o el propósito final de la vida. Es aquello que da sentido y organiza todas nuestras metas y objetivos intermedios. Uno estudia para graduarse; se gradúa para trabajar; labora para desarrollarse profesionalmente y obtener medios para vivir decentemente, etcétera. A fin de cuentas, todo termina en la palabra felicidad. Quienes departen con amigos, se casan o practican deporte comparten el mismo motivo: ser felices. Tanto las actividades breves o cortas como los grandes proyectos tienen como telón de fondo la felicidad. Entonces, esta es fin en sí mismo: lo único que no se busca con vistas a algo más sino que es la última explicación a los actos y proyectos que una persona realiza. Es el para qué de toda nuestra vida. «¿Y para qué quiero ser feliz?». Pues para nada más, porque la felicidad explica todo. Por otro lado, la felicidad así descrita supone la realización de una vida o de un proyecto vital, es decir, alguien la alcanza progresivamente en la medida en que logra las metas o hitos intermedios que se propuso como parte de su gran proyecto. Esta realización progresiva es eminentemente un asunto personal, es decir, es una actividad que uno mismo realiza. Nadie puede ser feliz si no pone de su parte. La felicidad no se hereda, se logra por uno mismo. En suma, la felicidad es proceso y resultado logrado por el propio sujeto, está en manos de cada uno.
Esta descripción desde el punto de vista formal no dice hasta ahora nada sobre cuál es el contenido de la felicidad, y, por lo tanto, dice poco sobre cómo lograrla. Simplemente estaría afirmando que lo fundamental es cumplir con las expectativas de vida; lograr satisfacer los anhelos mayores, cualesquiera que estos sean. No se juzga el contenido de la felicidad mientras este sea un proceso de largo aliento que satisfaga las propiedades descritas, como lograrse por uno mismo o que sea buscada por ella y no por algo adicional a ella, etcétera. En los debates contemporáneos, este elemento ha sido recogido por diversas escuelas mediante la expresión «satisfacción de vida» o «satisfacción vital» –life satisfaction–. Estas escuelas valoran la complacencia por haber alcanzado las metas. Lo curioso es que alguien podría cumplir los objetivos de su vida y, sin embargo, no sentir o experimentar aquello que se llama alegría. Una persona muy satisfecha con todo lo que ha logrado puede no estar contenta con ello.
Por eso es también importante revisar cuál es el fondo o el contenido de la felicidad, como hizo Aristóteles. Analizó cuatro candidatos a ser el mejor contenido de la felicidad. Observando lo que sus contemporáneos anhelaban o perseguían en la vida, él sostenía que existen algunas maneras de vivir comunes asociadas a ciertos bienes principales: el placer, el honor, las riquezas y las virtudes. El primero de ellos es el placer, al cual muchos han dedicado la mayor parte de su tiempo. El problema con los placeres, para que sean reconocidos como el mejor contenido de la felicidad, es que todos son de corta duración y superficiales. Así sucede en particular con los placeres físicos, si bien nuestra constitución fisiológica requiere ciertamente de ellos. Desde la definición formal de los párrafos anteriores, se nota que sería contradictorio que la felicidad, en tanto proyecto que reúne todas las metas de la vida, consista sobre todo en la suma de placeres, ya que no son profundos ni duraderos.
Una segunda opción es el honor, la buena fama o admiración. Después de todo, nuestra constitución psicológica lo confirmaría: los seres humanos parecen vivir necesitando y esperando el reconocimiento otorgado por otros, o por lo menos de parte de las personas que consideran valiosas. No obstante, Aristóteles creía que este bien tampoco podía ser el centro de la felicidad, puesto que depende de quien lo otorga más que de quien lo recibe; y, como se ha visto, por la propiedad formal de la felicidad, esta consiste en la realización por cuenta propia del proyecto de vida. Debe estar más en manos propias que ajenas. Uno puede lograr las metas de su vida y no ser reconocido por los demás por capricho, rivalidad o incluso razones extravagantes. Vivir sediento sobre todo de la opinión de terceros contradice el principio de que la felicidad depende primero de uno mismo.
Un tercer candidato para otorgar la felicidad, tanto en la época de Aristóteles como en la nuestra, es el dinero. Sin embargo, ya en el mundo clásico era evidente que este no podía ser el núcleo de la vida, puesto que es solo un medio de cambio. Por ejemplo, no se consigue el dinero por acumularlo en sí, sino más bien para gastarlo en cosas que valen la pena: una cena con amigos, ropa decente, satisfacer necesidades materiales inmediatas y básicas como la comida, o proyectos de mayor envergadura como una carrera universitaria o la crianza de los hijos. Entonces, si bien necesitamos riquezas materiales para vivir, no se buscan estas por sí mismas sino para adquirir bienes que se consideran más valiosos e importantes. En cambio, la avaricia, la mezquindad y la avidez por la riqueza no conducen a nada bueno, como enseña la leyenda del rey Midas.
Después de evaluar los tres bienes anteriores, Aristóteles no los descarta por completo sino que los considera necesarios e importantes para calificar a alguien de feliz. Son ingredientes o componentes de la felicidad. Sin embargo, no constituyen su componente central. Más bien, concluye que la mejor opción podría representarse en una vida de acuerdo con la virtud, la cual está en función de la razón, nuestra característica particular como especie. El ser humano es el animal racional. Si la razón es aquello que lo distingue de otros animales y seres animados, es a partir de su desarrollo que el ser humano se constituye como tal. Por tanto, su felicidad debería radicar en lograr ser plenamente humano, es decir, vivir de acuerdo con la razón. A este respecto, es importante señalar que la vida conforme a la razón no se reduce únicamente a la virtud intelectual, es decir, no solo la capacidad de cálculo, la intuición, la creatividad y la innovación –virtudes muy de moda actualmente y que suelen utilizarse para calificar a alguien de inteligente–. La razón es una sola y tiene diversos usos, o al menos diversos dominios de aplicación. Así como se requiere de la razón para resolver problemas matemáticos, también es necesaria para resolver problemas prácticos en un sentido original del término «práctica»: acción. Un problema práctico, por ejemplo, es un dilema ético. ¿Se debe denunciar la injusticia o quedarse callado por conveniencia? ¿Para avanzar más rápido con los proyectos personales es lícito evadir ciertas reglas sociales? Estas dos preguntas enuncian situaciones en las que la inteligencia práctica, que indica cómo orientar la vida, es necesaria. El animal humano debe usar su razón para resolver estas cuestiones. Es tan inteligente el que puede resolver un problema de cálculo avanzado como el que sabe usar su intelecto para conducir su vida de manera justa y honrosa.
Lamentablemente, estas observaciones sobre el fondo de la felicidad o su contenido han sido descuidadas en muchas de las escuelas contemporáneas que la investigan. Estas la reducen, quedándose supuestamente con lo más característico de Aristóteles –los elementos formales–, a preguntas como el estar satisfecho con la vida. Pero, al no incluir elementos del contenido, no es posible evaluar si las metas son dignas, justas, nobles o valiosas más allá del propio punto de vista del agente. Así, el elemento aristotélico del fondo o contenido queda relegado y, hoy, a veces se suele llamar solo eudaimonista al conjunto de propiedades formales. Básicamente, el eudaimonismo contemporáneo –como aparece en el Informe mundial de la felicidad (Helliwell et al., 2012)– solo se limita a evaluar si alguien logró sus metas, sin importar si estas son buenas, malas o banales.
Escuela hedonista de la felicidad
Ahora se revisará otra influyente escuela del mundo clásico que también sigue presente hoy en las aproximaciones a la felicidad. Se trata del hedonismo. Promovida en especial por Epicuro, la escuela hedonista sostiene que el contenido de la felicidad, o el máximo fin de la vida, debe ser la búsqueda del placer (Epicuro, 2012). Ya en la época de Epicuro, decían sus críticos que, si el placer fuera el fin más importante de la vida humana, se la estaría reduciendo a una vida de cerdos. Le imputaban: ¿no son acaso los licenciosos quienes viven más cerca de la bestialidad que del mundo humano? A esta crítica se sumaban los rumores que corrían sobre un estilo de vida desenfrenado que Epicuro y sus discípulos practicaban (Fernández-Galiano, 1988). Sin embargo, el propio Epicuro desmentía que su doctrina sostuviera tales afirmaciones. «Así pues, cuando afirmamos que el gozo es el fin primordial, no nos referimos al gozo de los viciosos y al que se basa en el placer [físico o sensual], como creen algunos que desconocen o que no comparten nuestros mismos puntos de vista o que nos interpretan mal, sino al no sufrir en el cuerpo ni estar perturbados en el alma» (Epicuro, 2012, pp. 90-91). La cita anterior es tomada de la célebre Carta a Meneceo. Del texto, se destaca que él no se refería a los placeres desenfrenados. Sabía bien que los excesos traen sufrimiento, lo cual es por naturaleza contrario al placer.
Epicuro analiza los placeres y propone una tipología muy rica de ellos. Enseña que se debe explorar mediante la razón la manera correcta de disfrutar de los placeres, pues no todos poseen el mismo valor. Un hombre feliz es quien aprende a disfrutar de los placeres necesarios. Por ejemplo, es importante eliminar la situación de hambre, es decir, pasar de la insatisfacción del hambre a la satisfacción vital por una comida sencilla aunque nutritiva. En cambio, quien busca el placer de la comida exquisita abundante a menudo puede terminar en lo contrario. ¡Qué buen consejo para el mundo contemporáneo! El hombre de hoy a veces termina indigestado de tanto alimento o padeciendo los males de una comida que considera «deliciosa» pero que sabe que es insana, como la fast food. Puede bastar, entonces, el placer de las pequeñas cosas, el saber disfrutar de la vida que uno tiene. No se trata de almorzar en el mejor restaurante del mundo, sino de comer con agradado aquello que realmente alimenta el cuerpo. Lo mismo se podría decir de los placeres del alma: una buena amistad o una buena conversación pueden nutrir el espíritu más que los excesos de placeres físicos innecesarios. En suma, es el saber vivir y el saber disfrutar de los placeres lo que conduce a la felicidad. Consumir en abundancia, en cambio, no nos lleva a la felicidad sino al desperdicio (Schuldt, 2013).
En los debates contemporáneos, las escuelas denominadas hedonistas hacen hincapié en el cómo uno disfruta o cómo uno vive la vida. A diferencia de la escuela eudaimonista, entonces, puede que uno no haya logrado todas las metas que se propuso pero haya conseguido disfrute y gozo con aquello que sí obtuvo. Las escuelas hedonistas contemporáneas ponen poca atención en el hecho de que Epicuro concedía a la sensatez o prudencia un lugar especial en la búsqueda de la felicidad. Los placeres nos conducen a la felicidad, pero no se trata de una entrega ciega a ellos, sino por medio de la sabiduría. Esta enseña si conviene un placer o su postergación, o qué placeres son preferibles a otros, etcétera. Este elemento coincide también con la sabiduría o virtud presente en la filosofía aristotélica, y hoy en día pasa desapercibido incluso en las mediciones econométricas y psicométricas.
«Felicidad» en este libro
Como se acaba de apreciar, las escuelas eudaimonista y hedonista tuvieron un gran impacto en la historia de la felicidad. A veces también son identificadas como felicidad evaluativa –evaluative happiness– y felicidad afectiva –affective happiness– (Helliwell et al., 2012), aunque los acentos de estos términos no recogen todo aquello que la tradición consideraba importante. Actualmente, no hay una teoría alterna que se considere dominante. Muchos teóricos ensayan concepciones varias que recogen algunos aspectos de la discusión apenas reseñada. La literatura es abundante y muestra la dispersión de las visiones asociadas, como muestran las reseñas o estados de la cuestión provistos por Veenhoven (1997) y Prasoon y Chaturvedi (2016). Con casi 20 de años de diferencia entre ambas revisiones, se constata una explosión de concepciones de la felicidad.
La visión más difundida tal vez sea aquella adoptada por el Informe mundial de la felicidad, que, bajo el auspicio de las Naciones Unidas, cubre casi todos los países del planeta, es decir, es el informe de mayor envergadura y difusión. Su autoría corresponde a los investigadores encargados John Helliwell, Richard Layard y Jeffrey Sachs (2012, 2015, 2016)7. Ellos se concentran en la pregunta siguiente: «Después de considerar todas las cosas, ¿cuán satisfecho está usted con su vida como un todo en estos días?» –«All things considered, how satisfied are you with your life as a whole these days?»–. Como se aprecia, hay una proximidad con el modelo aristotélico, puesto que se examina la vida como un todo, con las metas alcanzadas y las no alcanzadas. Se interroga sobre una evaluación de la vida, no sobre si uno está contento o alegre. Es cierto que lo último podría ser fruto de lo anterior: una vida de metas cumplidas ciertamente debería producir gozo. Pero son dos elementos que, como se ha visto, desde la antigüedad no necesariamente están juntos.
Entre los esfuerzos internacionales destaca también el Better Life Index, desarrollado por la OCDE (OECD, 2020). A diferencia del Informe mundial de la felicidad, este indicador equipara a la felicidad con 11 dimensiones de bienestar: vivienda, empleo, educación, compromiso cívico, satisfacción, balance vida-trabajo, ingresos, comunidad, medio ambiente, salud y seguridad. Año a año, indicadores para estos atributos son calculados para los 37 países que conforman la OCDE. Sin embargo, estos no son agregados en un único índice de felicidad. Asimismo, resalta también la labor del Banco Mundial (2014), que viene alentando el encuentro entre los países latinoamericanos Ecuador, México, Venezuela y Bolivia con el asiático Bután, pionero en la felicidad de Estado, con el objetivo de aterrizar algunas de las políticas butanesas en esta parte del globo.
El equipo de la presente investigación decidió comprender la felicidad en términos amplios, incluyendo más de una dimensión y definición como las presentadas. Se utilizó un instrumento aceptado internacionalmente, el cual fue desarrollado por Hills y Argyle (2002). Se lo conoce como el «Cuestionario de la felicidad de Oxford» (The Oxford Happiness Questionnaire, OHQ). Este fue a su vez inspirado por una versión más temprana conocida como el «Inventario de la felicidad de Oxford» (OHI por sus siglas en inglés), desarrollado por Argyle, Martin y Crossland (1989). Estos autores definieron la felicidad a partir de tres componentes psicológicos principales. El primero se centra en la frecuencia y grado de sensaciones, emociones y/o sentimientos positivos. El segundo corresponde al nivel promedio de satisfacción a lo largo de un período determinado. El último mide la ausencia de sentimientos negativos como la ansiedad y la depresión.
Para el presente estudio, el instrumento que se aplicó (OHQ) permitía tal comprensión de la felicidad mediante 29 preguntas (Hills & Argyle, 2002). Así, la definición de felicidad que se utilizó es compleja, amplia, comprehensiva y, en cierto sentido, ambiciosa. Debido al alto grado de abstracción de algunas de estas preguntas, a ciertas personas –sobre todo con bajo o ningún nivel de instrucción formal– se les hacía muy difícil responder en la encuesta. Por tanto, se aplicó en esos casos una versión resumida de 8 preguntas en vez de las 29. Los propios creadores del cuestionario, Hills y Argyle (2002), habían anotado esta sugerencia. Entonces, la definición que adoptamos en adelante incluye elementos que evalúan el estado de ánimo –componente hedonista–, el cumplimiento de las metas –componente eudaimonista– e incluso algunos elementos actitudinales como el optimismo –más propio de la psicología positiva contemporánea (Diener & Seligman, 2002).
La pobreza, un mal por erradicar
Pasemos ahora al segundo elemento clave del marco teórico. La pobreza sigue siendo uno de los males más grandes del mundo. Cada minuto que pasa, 75,9 personas caen en la pobreza (World Data Lab, 2020). En consecuencia, casi 7 millones de seres humanos se encuentran hoy en condición de pobreza (World Data Lab, 2020); es decir, viven con menos de US$ 1,90 al día (Banco Mundial, 2020b). Sin embargo, esta concepción de pobreza ha quedado corta en los últimos años, pues ¿acaso vivir con US$ 2,00 al día hace que las condiciones de vida de una persona realmente mejoren? ¿O el recibir ingresos suficientes para comprar una canasta de alimentos garantizan también un buen acceso a la salud, la educación, la cultura, entre otros? La respuesta a ambas interrogantes es no.
Por ello, el estar por encima o debajo de un «número mágico» no puede ser considerado como un criterio único e inapelable para establecer quiénes son pobres y quiénes no. En consecuencia, diversas instituciones internacionales (OPHI & UNDP, 2019), así como investigadores de la materia (Alkire & Foster, 2011; Sen, 1976, 1999; Townsend, 2006), vieron necesario establecer una nueva medida de pobreza que permitiera capturar mejor esta diversidad de carencias asociadas con el «ser pobre». Así nació el Índice de Pobreza Multidimensional (Alkire & Foster, 2011). En las siguientes páginas de este libro, se realizará un viaje a través de la pobreza, para conocer qué es y cómo ha sido cuantificada a lo largo del tiempo.
Una definición de pobreza
La pobreza representa una situación o condición negativa: un problema central para todas las sociedades en todo tiempo y lugar. Las Naciones Unidas identificaron la eliminación de la pobreza como el primero de los Objetivos de Desarrollo del Milenio y de los Objetivos de Desarrollo Sostenible8. Es un problema económico, social y moral. La pobreza no solo afecta la supervivencia y el desarrollo material sino también la integración social, la satisfacción de vida y en particular la felicidad, como se espera demostrar en los siguientes capítulos. Recientemente, Adela Cortina (2017) ha logrado que la Real Academia Española incorpore en su diccionario el término «aporofobia», para expresar el rechazo a las personas pobres.
Definir la pobreza no es una tarea sencilla (Alcock, 1993). Etimológicamente, la palabra «pobreza» viene derivada del latín pauper-pauperis –paucus, «poco»; parire, «engendrar»–. Así, el término está asociado a la infertilidad: engendrar poco. Desde el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) (1977), el concepto de pobreza es entendido como un limitante al desarrollo humano. En ese sentido, el ser pobre implica la pérdida de atributos básicos del desarrollo, como una vida larga, saludable, digna, libre y con respecto propio y por los demás. Desde el ámbito académico, una de las primeras aproximaciones está dada por Oppenheimer y Harker (1996), quienes definen la pobreza como la ausencia de lo material, lo social y lo emocional en comparación con el promedio de la sociedad. Asimismo, Townsend (2006) aborda la pobreza como la insuficiencia de recursos necesarios para cumplir con las costumbres y demandas de la sociedad. Por otro lado, Sen (1999) conceptualiza la pobreza como la falta de capacidades que tiene una persona para participar completamente en la sociedad. Mientras que Hammill (2009) la define como la imposibilidad que enfrenta una persona para satisfacer sus necesidades básicas.
Un primer intento de medir la pobreza: el ingreso y el gasto
Por mucho tiempo, hablar de pobreza ha sido equivalente a hablar de «insuficiencia de ingreso para comprar una canasta básica de bienes» (Alcock, 1993). En esa línea, durante varias décadas fue predominante una visión monetaria, unidimensional y simple: pobre era quien estaba bajo la línea de la pobreza. Dicha línea internacional fue en algún momento de un dólar (US$ 1) al día por persona. Hoy es de US$ 1,90 (Banco Mundial, 2015). El dinero es un indicador sintético: permite convertir o sintetiza necesidades y bienes en un valor monetario único. Se puede relacionar con el sentido común del ciudadano promedio en sociedades de libre mercado, quien capta fácilmente que «todo tiene precio». Esta concepción ofrece una ventaja importante frente a otras: es fácil de cuantificar y medir. De ahí que sea útil para hacer comparaciones, no solo entre personas en una misma sociedad sino también entre sociedades diversas –después de ciertos ajustes y conversiones–, dada la internacionalidad del dólar.