- -
- 100%
- +
Estas idealizaciones del pasado no se pueden calificar estrictamente de nostalgia, porque no queda nadie que haya vivido esos momentos históricos. Pero la pulsión es la misma: identificar un orden social histórico al que se debería regresar para crear una sociedad sostenible y virtuosa.
Eso no sería un análisis riguroso, sino una forma de eludir la realidad. Buscar un momento perfecto de la historia es como buscar al monstruo del Lago Ness: no existe; y, si intentas fingir que existe, todo el mundo adivinará lo que te propones. Lo mismo ocurre con la nostalgia: no hay relatos ni recuerdos de dos personas que coincidan, y no hay dos experiencias nostálgicas que sean las mismas. La nostalgia es un sentimiento profundamente personal, de modo que no puede servir de base para un discurso político, y mucho menos para un orden político.
Entre todas las personas a las que les transmitieras tus sentimientos sobre —pongamos por caso— principios de la década de 1960, siempre habría unas cuantas que considerarían tu relato falto de credibilidad. El motivo podría estar en las diferencias de raza, clase o sexo; o en el mero hecho de que mentes distintas recuerdan las cosas de distinta manera.
Pero, incluso en caso de encontrar en la historia algún momento perfecto, la triste realidad —el aguijón típico de la nostalgia— es que no se podría regresar a él.
***
La palabra «nostalgia» procede de dos términos griegos que se combinan para designar el dolor asociado al deseo de regresar a casa. Tanto si nuestra nostalgia cultural atañe a un tiempo que hemos vivido personalmente como a un tiempo anterior a nuestro nacimiento, se trata, al fin y al cabo, de un deseo de «volver» a un tiempo y un lugar en los que nuestros valores y nuestro estilo de vida recibirían aplausos y aliento: igual que el deseo de regresar a casa.
No hay prácticamente nada más humano que el deseo de estar en casa; y este, a su vez, va unido a muchos otros deseos naturales del hombre. Queremos tener vínculos con un lugar que existía antes que nosotros y que seguirá existiendo después de nosotros. Queremos que nuestros relatos se entretejan con otros relatos más amplios —de familias, lugares, acontecimientos, etc.— que recorren el tiempo. Queremos amar y ser amados por quienes nos son más cercanos.
Pero hemos de ser conscientes de que todos esos deseos son solo el reflejo del principal deseo de toda persona humana: la comunión eterna con Dios en el cielo, nuestra verdadera casa. Solo allí veremos satisfechos todos nuestros deseos. Solo en el cielo nos sentiremos definitiva, verdadera y plenamente en casa.
La tragedia de toda nostalgia —sobre todo de la nostalgia de un tiempo y no de un lugar— es que en esta vida nunca se verá satisfecha. Podremos ver satisfechos pedacitos de nostalgia —con un antiguo programa de televisión o un aroma evocador—, pero en este mundo nunca podremos experimentar una satisfacción plena y duradera.
Eso no hace peor la nostalgia, pero sí significa que debemos situarla en el lugar que le corresponde. La nostalgia, igual que el resto de las pasiones, debe estar al servicio de la razón. Y, desde luego, no puede constituir la base de una renovación cultural, social y política: ese es un peso que la nostalgia, simplemente, no es capaz de asumir.
Por otra parte, las peculiaridades del momento de la historia que estamos viviendo hacen que recrear el pasado —incluido el reciente— se convierta en una aventura quijotesca.
***
La sociedad en la que vivimos hoy es la más secularizada de toda la historia de Occidente. Hasta la sociedad romana más tardía, por decadente y monstruosa que nos pueda parecer en muchos aspectos, valoraba la piedad pública (aunque fuera una piedad pagana y reducida a una manifestación de adhesión al imperio). La civilización actual, por su parte, no solo evita cualquier manifestación religiosa en el espacio público, sino que está dispuesta a desmantelar intencionadamente su propia herencia cristiana.
El patrimonio cristiano es, por un lado, inagotable. La Verdad no se puede acabar nunca. Es imposible gastar bienes sobrenaturales infinitos y eternos como el amor de Cristo o la gracia de Dios. Y eso es algo que no debemos olvidar nunca a la hora de reflexionar sobre la tarea de los cristianos en nuestra civilización.
Lo que sí se puede agotar es nuestro patrimonio cristiano cultural. De hecho, el pozo está a punto de secarse. Es poquísima la gente que tiene una idea de cómo debería ser una sociedad verdadera e integralmente cristiana. Y no me refiero solo a lo que solemos llamar «cultura»: el arte, la música, la arquitectura, etc. Me refiero a nociones cristianas relativas a la política y la sociedad como la primacía del bien común, el papel esencial de la Iglesia en la vida pública y la dignidad inalienable de la persona. Aunque estas verdades —como cualquiera de las que forman parte del tesoro de la enseñanza de la Iglesia— no cambian nunca, sí se pueden perder o, al menos, olvidar temporalmente.
Cualquier debate en torno a las aspiraciones de una re-forma cristiana de la sociedad debe tener en cuenta dónde nos encontramos. La Edad Media, el siglo XIX y la década de 1950 recurrieron a abundantes reservas de la cultura cristiana de las que hoy, sencillamente, no disponemos. Incluso en el caso de que alguna época anterior nos pareciera en términos generales lo suficientemente buena para servirnos de modelo, no contamos con los recursos de nuestro patrimonio cristiano que nos permitan hacerlo. Sentar unas bases destinadas no solo a recuperar ese patrimonio, sino a reunir un patrimonio nuevo para el siglo XXI en adelante, debe formar parte del núcleo del debate.
El secularismo ha situado el pasado más lejos de nuestro alcance que nunca. Por eso el momento que vivimos presenta nuevos desafíos que requerirán respuestas nuevas e innovadoras. En cualquier caso, el hecho de no poder recrear el pasado no significa que no podamos aprender de él.
***
Una relación saludable con el pasado nunca nos llevará a rendirle culto, pero tampoco a ignorarlo. De hecho, cuando retrocedemos a momentos o lugares que nos inspiran a la vez admiración y desprecio, la regla es muy sencilla: quedarnos con lo bueno y descartar lo malo.
Tanto la década de 1950 como la Edad Media, así como cualquier otra época que despierte nuestra admiración, tuvieron sus cosas buenas. Nuestra tarea, guiada por la prudencia, no consiste únicamente en separar lo bueno de lo malo, sino en discernir qué y de qué modo puede aplicarse de forma eficaz a nuestro momento histórico.
En cualquier época de la historia podemos encontrar reflejos de las verdades intemporales. Cada época aplica sus propios filtros para crear esos reflejos, y es tarea nuestra discernir la imagen real para, a continuación, trasladarla al mundo posmoderno.
Si nos centramos, por ejemplo, en la unidad familiar y en las leyes de género estadounidenses durante la década de 1950, descubriremos un importante reflejo de la antropología cristiana. Pero conviene recordar que se trata únicamente de un reflejo: esas ideas pueden convertirse rápidamente en ídolos que, en lugar de revelar la verdad, la encubran.
Fijémonos en la familia nuclear. Su primacía constituye un fenómeno relativamente moderno y distanciado del bíblico que contiene algo muy bueno: la importancia para la sostenibilidad de la sociedad de unas relaciones estables entre padres e hijos. Pero también puede oscurecer la importancia de la amplia familia intergeneracional que ha constituido la norma histórica, fomentando una visión limitada de la identidad y los deberes familiares.
De modo semejante, la primacía de la Iglesia en todos los aspectos de la vida que caracterizó a la mayor parte de la Edad Media es un claro reflejo de la verdad que la lógica sacramental de la Iglesia puede y debe aplicar en la sociedad. No obstante, cualquiera con un somero conocimiento de la historia medieval sabe que muchas veces esa primacía generó una gran corrupción dentro de la Iglesia. Dado que no queremos recrear un pasado necesariamente idealizado, hay unas cuentas preguntas que nos deberían guiar. ¿Cómo podemos aplicar la lógica sacramental de la fe a las circunstancias concretas del siglo XXI sin dejar de aprender al mismo tiempo de las trampas del pasado? ¿Cómo puede servirse la Iglesia de esa lógica no solo para dialogar con el secularismo, sino para derrotarlo? ¿Podemos encontrar ahí los recursos intelectuales y espirituales para un renacimiento de la civilización cristiana?
Buena parte de lo que queda de este libro reflexiona sobre las respuestas a estas preguntas. Pero antes retrocedamos a los inicios, al primer matrimonio de los primeros seres humanos.
[1] Serie norteamericana emitida por la cadena de televisión CBS entre 1957 y 1963 que traslada una imagen idílica de las típicas familias de clase media instaladas en las afueras de las ciudades estadounidenses en los años 50 del siglo pasado (N. de la T.).
[2] Programa nocturno de variedades estrenado en 1975 por la NBC con un carácter totalmente innovador para esa época. Incluye entrevistas a invitados famosos, sketches, parodias, actuaciones musicales, etc., y se sigue emitiendo en la actualidad (N. de la T.).
2.
LA PRIMERA SOCIEDAD
ESTE ES UNO DE LOS EJES FUNDAMENTALES DE LA BIBLIA: «No es bueno que el hombre esté solo» (Gn 2, 18). Hasta ese momento, en el doble relato de la creación —los seis días de Génesis 1 y el jardín de Génesis 2 y 3— Dios declara «buenos» todos los aspectos de su creación; y, en el caso del hombre, «muy bueno». Es ahora cuando, por primera vez, el Señor considera que en su creación hay algo que «no es bueno»: la soledad.
Aparentemente, todo estaba terminado y ocupando su sitio. Gracias al jardín, Adán tenía una casa, toda la comida y la bebida que era capaz de comer y beber, y tantas mascotas como para no saber qué hacer con ellas. Es más: tenía a Dios, a cuya imagen y semejanza estaba hecho. No obstante, ni la creación ni Adán estaban acabados. Adán se encontraba solo, y eso no era bueno.
Todos sabemos qué ocurre a continuación: Dios seda a Adán y le quita una costilla. Y convierte ese hueso en la pieza básica del único ser idóneo para hacer compañía al hombre: la mujer. Como dice Adán, «esta sí es hueso de mis huesos, y carne de mi carne» (Gn 2, 23). Ahora el hombre está completo. La imagen y semejanza de Dios es plena.
Y aún hay más. Eva no fue solo la primera mujer: Eva fue también quien completó la primera familia. La primera comunidad humana creada por Dios no era una pareja formada por compañeros de piso o por simples amigos, sino una pareja casada. La unión del hombre y la mujer como esposo y esposa (y, si es voluntad de Dios, como padre y madre) constituye el fundamento no solo de cualquier sociedad humana, sino de toda la humanidad.
El orden divino de la creación no es arbitrario. Hemos sido creados para la comunidad, es decir, nuestra naturaleza halla su máxima expresión en comunidad con otras personas. A Aristóteles no le hizo falta la revelación divina para entenderlo así: el hombre es un ser social. Y ha seguido siéndolo desde entonces hasta hoy: la familia es la primera sociedad, tanto en el orden del tiempo como en orden de importancia.
***
El postulado de la teoría del átomo —la unidad de materia indivisible y discreta— se remonta a la Antigüedad. Los científicos no encontraron una evidencia real de esta teoría hasta principios del siglo XIX y, durante buena parte de los cien años siguientes, supusieron que los átomos eran las partículas más pequeñas del universo.
Hoy sabemos que existen electrones, protones, neutrones y bosones de Higgs, y un sinfín de partículas subatómicas. Pero, en su significado más básico, la teoría de los antiguos y el modelo de los primeros científicos estaban en lo cierto: el átomo es la unidad de materia más pequeña que conserva todas las propiedades de un elemento. Y, aunque puede que no sea la partícula más pequeña del universo, sí es la unidad básica de la materia.
Mientras los científicos iban acumulando evidencias de la teoría atómica, otros pensadores fueron formulando nuevos modos de concebir las sociedades humanas. Estas nuevas ideas liberales hacían más hincapié en el individuo que en la familia, el clan o la comunidad. Hoy damos por sentada la primacía del individuo; es decir, damos por sentado que la unidad básica de la sociedad es el individuo. Los sociólogos toman prestado un término científico para describir el desmantelamiento de la sociedad civil provocado por el individualismo: atomización.
Aunque no se debe ignorar la importancia del individuo, lo cierto es que reducir la sociedad a un conjunto de individuos independientes equivaldría a intentar reducir la naturaleza a un conjunto de átomos independientes. Lo cual no nos llevaría demasiado lejos. No cabe duda de que existirían el oro, el nitrógeno y los diamantes (que no son más que una estructura ordenada de carbono). Pero no existirían moléculas como el agua, los azúcares o las proteínas indispensables para la vida, todos ellos combinaciones de átomos. Hasta el gas oxígeno es la mezcla de dos átomos de oxígeno, y no partículas individuales que flotan en el espacio.
Del mismo modo, nadie se pasa toda la vida solo. Tenemos comunidades de amigos, de compañeros de estudios y de colegas de trabajo. Nos adherimos con entusiasmo a algún equipo deportivo o a un programa de televisión. Necesitamos ayudarnos unos a otros cuando surgen dificultades, tanto a título personal como a través de sistemas de apoyo social. Y, naturalmente, rendimos culto juntos (aunque no tanto como en el pasado).
Y lo más importante: nacemos dentro de una comunidad. Una comunidad (idealmente) formada por la madre, el padre y el hijo. Nadie —ni siquiera Jesucristo— ha nacido plenamente formado de un modo estrictamente aislado. Nacemos totalmente indefensos dentro de una comunidad. A esa comunidad la llamamos familia. Y, así como la unidad básica de la humanidad es el individuo, la unidad básica de la sociedad es la familia.
***
Cualquier familia, cualquier comunidad, cualquier sociedad empiezan de uno u otro modo con un hombre y una mujer: un Adán y una Eva. Así nos ha creado Dios. Y, de hecho, es así como compartimos más plenamente su imagen y semejanza, tal y como dice el Génesis: «Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó» (Gn 1, 27).
Ya he dicho antes que la pareja casada es la primera sociedad en el orden del tiempo y en orden de importancia. Pero ¿qué quiere decir eso exactamente?
Empecemos por el orden del tiempo. Es obvio que eso significa que, en los primeros tiempos del jardín, Dios no le dio al hombre un colega o un mentor, sino una esposa. Dios podría haber establecido como la primera entre sus nuevas creaciones cualquier tipo de relación, pero optó por la de la familia. Y no lo hizo arbitrariamente: de ese modo quería indicar que, dentro de su valiosa creación, la unión del hombre y la mujer poseía un valor especial y permanente.
Pero el concepto de la pareja casada como espacio inicial no terminó en el jardín. Con cada matrimonio se vuelve a establecer algo totalmente nuevo. Puede que Dios no vuelva a montar nuestras piezas, como hizo en el caso de Eva, pero sí reorganiza de un modo real nuestras almas. Cada pareja casada es una nueva creación: «Por eso, dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán una sola carne» (Gn 2, 24).
La consumación del matrimonio es en un sentido real y radical un nuevo comienzo: la creación de una nueva familia, reflejo de la creación original de toda la humanidad; solo que esta vez colaboramos con Dios. Tanto si Dios bendice esa unión con hijos como si no, la pareja ha creado algo nuevo que no había existido nunca antes ni volverá a existir nunca. Esta participación en el poder creador de Dios es el fundamento de la sociedad humana.
Por eso la pareja casada no es solo la primera en el orden del tiempo, sino también en importancia. Si Dios no concede a esa relación ese poder único creador, no puede haber más comunidad, no puede existir una sociedad autosostenible. De ahí el interés y el cuidado especiales que hay que dedicar al matrimonio. Sin menospreciar otro tipo de relaciones, se puede decir que no hay nada de lo que dependan tantas cosas como el matrimonio. No existe un sustituto para la unión de un hombre y una mujer como esposo y esposa.
Una sociedad en la que no se construyan relaciones de amistad sólidas y basadas en el amor se debilita. Una sociedad en la que no se construyan relaciones laborales basadas en la confianza se empobrece. Y una sociedad en la que no se construyan matrimonios va camino de extinguirse.
***
El ADN es básicamente el plano de cada una de las moléculas extraordinariamente complejas que deben fabricar las células vivas. Si las células no producen determinadas moléculas orgánicas, o si las moléculas que producen son deformes o no están bien formuladas, es factible toda clase de problemas, incluida la muerte.
Así es como funciona el envenenamiento por radiación: pequeñas partículas atraviesan el cuerpo y, por el camino, colisionan con las cadenas de ADN, desbaratándolo todo. La radiación emborrona los planos, dando lugar a mutaciones, es decir, a cambios impredecibles e irreparables que se transmiten a la creación de nuevo ADN. Cuando los planos emborronados son muchos y los errores se van acumulando, el cuerpo acaba siendo incapaz de seguir funcionando.
Si la cultura es el ADN de la sociedad —de donde proceden los planos—, donde se siguen y se ejecutan las instrucciones es en el matrimonio. Pero, a diferencia de las células individuales, las parejas casadas pueden corregir los planos: pueden discernir si los cambios son positivos o peligrosos y reaccionar en consecuencia. Son las únicas capaces tanto de formar como de ejecutar el ADN de la sociedad.
La mayoría de los elementos humanos básicos de la sociedad se construye en el matrimonio. No me refiero solamente a cada hijo: como he dicho antes, el matrimonio nos permite participar del poder creador de Dios para formar y mantener tanto comunidades nuevas como individuos nuevos. Cuando el matrimonio no cumple esa función o no la cumple correctamente, sufre todo el cuerpo social.
Si los matrimonios son débiles o dejan de formarse, los padres (y especialmente las madres solas) se hallan indefensos frente al ADN cultural predominante. Sin la fuerza social y sacramental del matrimonio, es extraordinariamente difícil hacer otra cosa que no sea ejecutar las instrucciones que proporciona la cultura. Las familias se encuentran sometidas a las fluctuaciones de las tendencias y las modas. Y, por lo general, de las mutaciones dañinas del ADN se derivan otras de generación en generación.
¿Y qué ocurre cuando sí se construyen matrimonios, pero los individuos que los componen presentan malformaciones? Aunque la situación es más estable que la de una sociedad con una cultura del matrimonio débil o inexistente, las consecuencias apenas son menos peligrosas. Los matrimonios malformados se adaptarán sin pensarlo al ADN cultural. Aceptarán lo que tendrían que desechar y desecharán lo que tendrían que aceptar. Y las mutaciones dañinas seguirán sin corregirse.
El problema es que nuestra sociedad se halla invadida por una peligrosa radiación. Está por todas partes. Está dentro de nosotros. Y está alterando nuestro ADN social de una manera tan compleja (y muchas veces oculta) que no somos capaces de darnos cuenta del todo. Aun así, hemos de reaccionar de algún modo.
Los católicos, no obstante, partimos con ventaja. En la enseñanza intemporal de Cristo y de la Iglesia disponemos de un ADN inmune a cualquier radiación cultural, por potente y peligrosa que sea. Vamos a fijarnos en dos aspectos del ADN de la Iglesia para el matrimonio, la familia y la sociedad: la naturaleza trinitaria y sacramental del matrimonio.
***
No «era bueno» que Adán estuviese solo. ¿Por qué? ¿Lo que preocupaba a Dios era únicamente el estado emocional de la soledad? ¿O se trataba de algo más profundo, de algo intrínseco al hombre o al mismo Dios?
Como afirma el credo atanasiano, adoramos «a un solo Dios en la Trinidad, y a la Trinidad en la unidad; sin confundir las personas ni separar las sustancias». El misterio trinitario —¿cómo puede ser Dios a la vez uno y trino?— forma parte del núcleo de nuestra fe.
Al margen de todo lo que se pueda decir acerca de un misterio tan insólito, hay una cosa clara: Dios es al mismo tiempo unidad y comunidad. En Dios encontramos tanto el concepto de unicidad como el concepto de unión. Y, además, ambos conceptos no se contradicen ni rivalizan entre ellos, sino que se complementan y se completan el uno al otro.
Por eso «no era buena» la soledad de Adán. No es solo que estuviera emocionalmente incompleto: estaba incompleto en su condición de criatura hecha a semejanza de Dios. Estar realmente hecho a imagen de Dios implica ser un individuo en una comunidad.
Y el matrimonio, como hemos dicho, constituye la primera comunidad humana. Es el modo fundamental de participar de la esencia trinitaria de Dios. Eso no significa que los sacerdotes y religiosos célibes y los solteros no sean reflejo terrenal de la Trinidad: todos somos miembros de una u otra comunidad, sea secular o religiosa, en la que se materializa nuestra orientación natural a unirnos a otros.
El matrimonio, no obstante, lleva a cabo esa unión de un modo especial y único: en «una sola carne». No hay ninguna otra frase en las Escrituras que exprese una unidad-en-comunidad tan radical aplicada a los seres humanos. La capacidad del matrimonio de engendrar hijos completa la analogía trinitaria: la madre, el padre y el hijo.
¿Y qué es lo que sostiene la familia? El amor mutuo entre todos sus miembros. Cuando lo demás falla —cuando escasean los medios económicos, cuando enloquecen las hormonas de la adolescencia, cuando se calientan los ánimos—, el amor mutuo conserva esa unidad-en-comunidad.
Es ese amor mutuo, quizá por encima de cualquier otra cosa, el que refleja la esencia de Dios. Con convicción y con fe, afirmamos que «Dios es amor». Pero el amor requiere un sujeto y un objeto: alguien que da y alguien que recibe. Es evidente que el amor de Dios se ha derramado sobre nosotros, la cima de su creación: eso justifica la afirmación «Dios ama», pero no explica del todo la afirmación más honda de que Dios es amor.
Podemos decir que Dios es amor porque es, en sí mismo, tanto el sujeto como el objeto del amor. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo —cada uno de los cuales es plenamente Dios— viven una relación eterna de amor entre ellos. Este permanente don de sí mismo hace que Dios sea quien es. Y eso es lo que el matrimonio, de un modo imperfecto pero espléndido, refleja en este mundo.
***
Muchas generaciones antes de que Jesucristo fundara la Iglesia católica, Dios Padre mostró la naturaleza sacramental del matrimonio en la relación de Adán y Eva. La unión del hombre y la mujer como esposo y esposa fue bendecida de un modo especial por Dios desde el principio.
La palabra «sacramento» procede del término latino sacramentum, que significa «vínculo» o «juramento». A lo largo de la Escritura, el juramento —la promesa hecha en el nombre de Dios— aparece una y otra vez como elemento esencial de las alianzas. De hecho, cuando más adelante en el Antiguo Testamento un ángel de Dios anuncia la alianza con Abrahán, declara que el Señor está haciendo un juramento en su propio nombre (Gn 22, 16-18).
¿Y qué queremos decir con la palabra «alianza»? Quizá nos sirva de ayuda establecer una comparación entre dicho concepto y el de «contrato», con el que se suele confundir fácilmente. Por lo general, un contrato establece en qué términos se entrega, se recibe o se comparte determinado aspecto de nosotros mismos: una propiedad, unos bienes, el trabajo, etc. La alianza, por su parte, establece en qué términos se une a otro todo nuestro yo. La alianza añade algo tan importante al contrato que este se convierte en algo real y sustancialmente diferente.
«Alianza» es, por lo tanto, la única palabra válida para definir la relación entre Dios y la humanidad. No somos propiedad suya: somos sus hijos e hijas adoptivos. Los contratos crean acuerdos de propiedad temporales y contingentes, mientras que las alianzas crean vínculos familiares permanentes.