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Si, desde la década de 1960, se ha considerado que la relevancia social del arte radicaba en su capacidad de producir algún tipo de “conciencia crítica”, resulta llamativo que, respecto a los artistas que en este libro se comentan, la idea de criticalidad se quede corta para describir de forma precisa sus posturas. A través de las obras de Jeff Koons, quien rechaza explícitamente la noción de criticalidad, el capítulo final de este libro se dedica a debatir las condiciones y límites de la crítica como práctica cultural.
De ese modo, las obras de Koons condensan conceptualmente lo que afirmo que es clave en las de otros artistas que se comentan en este libro: la cuestión de si el arte, aparte de ejercer la crítica, puede crear y poner en entredicho la realidad, y cómo lo hace. En conjunto, Cómo hacer cosas con arte puede entenderse como una elaboración teórica de esta cuestión, o como manual para artistas, y espero que el libro suponga ambas cosas.
Y, por último, pero no menos importante, comento algunas ideas acerca de la metodología de este libro. El título es un juego de palabras con las influyentes conferencias de John Langshaw Austin Cómo hacer cosas con palabras8, que tuvieron lugar en Harvard en 1955. En ellas, Austin analizó la capacidad performativa, o productora de realidad, del lenguaje. Como el término “performativo” se ha convertido en una palabra clave del discurso artístico, y dado el atractivo actual de un término nuevo que ha captado cierto interés académico durante las últimas décadas, suele emplearse de un modo que distorsiona por completo su sentido original. Hoy en día se cree que lo “performativo” puede interpretarse “como propio de la performance”. Entendido en este sentido erróneo, lo performativo se ha convertido en un latiguillo ubicuo para designar muchas clases de fenómenos artísticos contemporáneos que, en su sentido más amplio, se muestran afines a formas escenográficas, de teatralidad y mise en scène. Pero, como categoría, lo performativo se empeña en permanecer indefinible, y hay buenas razones para ello, porque se basa en dar completamente la vuelta al término. Al decir esto me remito al sentido original que tiene en la filosofía de Austin, y más adelante en las obras de Jacques Derrida y Judith Butler, y no solo porque quiera recuperar la precisión metodológica que lo performativo parece haber perdido al popularizarse: este libro también supone un intento de hacerlo productivo para y dentro del discurso de las artes visuales.
Mi línea argumental se basa en dos premisas teóricas de Austin y Butler: la primera es que no hay obra de arte performativa, porque no hay obra de arte que no lo sea. Austin introdujo la noción de “performativo” en la teoría del lenguaje para referirse al lenguaje como acción. Austin argumentaba que, en ciertos casos, lo que se dice produce efectos que van más allá del propio lenguaje. En ciertas condiciones, los signos son productores de realidad; se pueden hacer cosas con palabras. Los ejemplos clásicos de lo que en principio Austin pensó que constituía una categoría particular de enunciados -los “performativos”- se originaron en el discurso legal: “Os declaro marido y mujer” y “Queda sentenciado a seis años de cárcel sin libertad condicional”. Aunque la idea inicial de Austin era considerar solo ciertos enunciados como performativos, no tardó en entender que no podía establecerse una distinción clara entre los actos de habla constatativo (descriptivo) y performativo. Si cada enunciado contiene aspectos tanto constatativos como performativos, hablar de “lenguaje performativo” resulta tautológico. Creo que en las obras de arte se aplica el mismo principio. No tiene mucho sentido hablar de obras de arte performativas, dado que todas las obras de arte poseen una dimensión productora de realidad.
Preguntar qué es lo performativo en el arte no consiste en definir un nuevo tipo de obras de arte, sino en perfilar un nivel específico de producción de sentido que, básicamente, existe en toda obra de arte, aunque no siempre se configura o aborda de manera consciente; es decir, su dimensión productora de realidad. En este sentido, lo performativo se acompaña de una orientación metodológica específica, con lo que se genera una perspectiva distinta respecto a lo que produce el sentido de la obra de arte. Esta perspectiva pretende reconocer y verbalizar la dimensión productiva, productora de realidad, de cualquier obra de arte. La noción de lo performativo permite considerar el impacto y los efectos, contingentes y difíciles de entender, que comportan las circunstancias del arte: es decir, el contexto espacial y discursivo en el que se sitúa; y la vertiente relacional, que conecta con el espectador o el público. Por consiguiente, podemos preguntar: ¿Qué clase de situación produce una obra de arte? ¿Cómo sitúa a sus espectadores? ¿Qué tipos de valores, convenciones, ideologías y significados se adscriben a esta situación? La dimensión performativa del arte pone de manifiesto las posibilidades y límites de generar y modificar la realidad que conlleva.
En segundo lugar, la noción de performatividad no tiene nada que ver con la forma artística de la performance. En sentido canónico, el modelo de performatividad está definido por la filósofa Judith Butler9. Tomando a Austin como punto de partida, Butler se concentra en el carácter productor de realidad del lenguaje, pero en vez del hablante individual, quien para Austin es la autoridad central, Butler enfatiza el poder de las convenciones sociales que otorgan poder al hablante, pero también relativizan el impacto del propósito individual. Según Butler, el acto performativo produce realidad no porque se desee o pretenda, sino porque deriva de convenciones que repite y actualiza. Todo enunciado y toda acción individual ha de participar de un contexto convencional para resultar comprensible y reconocible. Solo puede generar impacto basándose en ciertas convenciones (lingüísticas). Solo las convenciones previas otorgan poder al discurso presente, y permiten que produzca efectos más allá del lenguaje, en el terreno de la realidad10. Pero, como ninguna repetición es idéntica, el discurso no solo genera instantes de reproducción, sino también distinciones o desviaciones. Para Butler, cualquier acción que se incline al cambio solo puede darse dentro de esta red de convención e innovación, repetición y diferencia.
Así, el modelo teórico de la performatividad y la forma artística de la performance no solo se basan en visiones distintas, sino antagónicas. Mientras que la performance, al menos tal y como se entendió a sí misma al concebirse, se vinculó al performer individual y a la acción autónoma y singular, la performatividad (en el sentido de Butler) se refiere a la idea, ni autónoma ni subjetivista, de actuar. La ideología de la performance es externa a los sistemas sociales del museo y el mercado, mientras que, en el modelo de performatividad de Butler, sencillamente no hay exterioridad. Mientras que la performance se esforzaba por romper con las convenciones fundamentales del arte, para Butler cualquier forma de actuación solo puede pensarse dentro de la estructura constituyente y reguladora de las convenciones.
Teniendo en cuenta lo que argumenta Butler, queda claro que la idea de ruptura radical con las convenciones debe fracasar y por lo tanto no tiene interés. Los actos expresivos singulares considerados aparte del discurso no solo son irrelevantes, sino impensables. La idea de eficacia producida por una ruptura de las convenciones se sustituye por su uso, lo cual también posee potencial transformador. Con esta noción de performatividad podemos, por ejemplo, concretar cómo “actúa” cualquier obra de arte, no a pesar sino debido a que se integra en determinadas convenciones: cómo, por ejemplo, a través del museo, la obra de arte mantiene o co-produce ciertas nociones de historia, progreso y desarrollo. El modelo performativo señala estos niveles fundamentales de producción de sentido. Al centrarse en las convenciones de producción, presentación y persistencia histórica, muestra cómo cualquier obra de arte, sea cual sea su contenido, co-produce estas convenciones, y defiende que es precisamente esta dependencia de las convenciones lo que ofrece la posibilidad de cambiarlas.
1. LA TEMPORALIDAD DEL ARTE. PRESENCIA, EXPERIENCIA E HISTORICIDAD EN LAS OBRAS DE JAMES COLEMAN
Tradicionalmente, la obra de arte perdura a través de su permanencia material en el museo. Ahí es donde entabla una especie de diálogo intergeneracional con otras obras de arte, con lo que nos proporciona información sobre cómo situarnos y reflejarnos en la historia. Como señala Donald Preziosi respecto a las obras de artes visuales en los museos “se asume que traen consigo rastros de sus orígenes, rastros que pueden entenderse como ventanas a épocas, lugares y mentalidades particulares”11. El museo se concibe como un lugar que permite al individuo experimentar su propia formación como proceso histórico, y como proceso arraigado en la historia.
En cambio, las décadas de 1960 y 1970 fueron las del nacimiento de una práctica artística -Fluxus, happenings y performance- que vivía el instante y no le interesaba hacer del presente una experiencia recurrente o repetible12. “La cultura de la década de 1960 fue la de la inmediatez y el presente”, escribe Dan Graham, “El presente se separó del tiempo histórico. Se creía que uno debía experimentar aquí y ahora: así, la vida era una experiencia perceptiva”13. Pero hoy en día aquellas formas artísticas forman parte de la historia del arte y han pasado a forma parte del museo, aunque sea marginalmente. No en su vertiente fundamental, como acontecimientos, sino que más bien se han transformado en otra cosa, en un documento o reliquia. El arte de las décadas de 1960 y 1970 declaró que la experiencia era arte, pero no resolvió el problema de cómo puede existir el arte como acontecimiento a largo el plazo, dentro de un marco cultural que fomente la permanencia, la conservación y el archivo. De hecho, prácticamente ni se planteó esta cuestión. “En realidad, el arte como acontecimiento es ahistórico, no puede transmitirse”, escribe el filósofo Dieter Mersch, al describir la “diferencia fundamental entre acontecimiento e historicidad, entre singularidad y permanencia” que atravesó la cultura hacia finales del s.XX14.
En oposición a esta “diferencia fundamental” declarada, y a través de la obra de James Coleman Box (ahhareturnabout), de 1977, plantearé la cuestión: ¿Podemos concebir nociones de obra de arte, museo e historia que no se basen en dicotomías de acontecimiento y permanencia, sino más bien en su relación mutua y entrecruzada? ¿Qué clase de Zeitdiagnostik (diagnóstico del tiempo) puede hacer un arte que se centra en el acontecimiento, que tiene lugar como experiencia momentánea, instantánea? ¿Hay medios para elaborar una experiencia de la historia y la historicidad en el arte que no estén sujetos al carácter objetual de la obra de arte?
La obra de James Coleman articula un discurso especulativo sobre estos temas, tanto a nivel estructural como temático. Aborda la continuidad de la historia y su suspensión; se fija tanto en el acontecimiento como en la duración. Cada obra crea un escenario en el que, en relación tanto a su composición estructural como al tema tratado, suscita una reflexión sobre lo efímero del instante y las posibilidades de hacerlo duradero. La obra de Coleman se centra en formas históricas y modernas de representación; reflexiona sobre la producción de historia y su espectacularización; menciona el tema del recuerdo y la memoria y al mismo tiempo adscribe la imposibilidad de recordar a la propia obra.
Coleman pertenece a una generación de artistas que cuestionaron el legado del arte moderno. Tras haberse criado con el arte minimalista y conceptual, es decir, con movimientos que pusieron fin al arte moderno, artistas como Coleman, Graham y Jeff Wall son extremadamente conscientes de los rasgos reduccionistas del arte moderno, sobre todo de sus tendencias ahistóricas y universalistas. A finales de la década de 1970, Wall intenta reinsertar una dimensión histórica en el arte, y para ello adopta el gesto histórico de la representación pictórica, por ejemplo, al volver al retablo del arte renacentista15. Y, desde mediados de la década de 1970, Graham empieza a incorporar formas más tradicionales de representación y narración en su práctica artística. Pero, cuando a comienzos de la década de 1980, empezó a consolidarse el retorno a estas convenciones como tradicionalismo generalizado, artistas como Coleman, Graham y Wall tuvieron que abordar la cuestión (que ya había planteado Walter Benjamin): ¿Cómo remitirse a la tradición sin incurrir en la falsedad de la historia como continuidad ininterrumpida?
Durante ese periodo, muchos artistas se plantearon cómo puede reinsertarse el tiempo histórico en el arte, cómo se desarrolla la conciencia de historicidad sin fetichizar la historia, y cómo se define la historia en consecuencia. Debido al impacto de la Guerra de Vietnam y los cambios sociales y políticos radicales que determinaron los últimos años de la década de 1960, se agudizó la conciencia social de que es importante experimentar la historia. Pero en la obra de Coleman, estas preguntas poseen un marco concreto que no puede ignorarse. No hay otro país europeo en que la política contemporánea resulte tan conflictiva a causa de los problemas derivados de la apropiación e interpretación de la historia como Irlanda. “La amnesia y la nostalgia, la incapacidad de recordar y la incapacidad de hacer algo más, son gemelos terribles”16 escribe Terry Eagleton precisamente a propósito de Irlanda, un país en que los elementos arcaicos y modernos se agregan de manera singular. Irlanda se caracteriza por un desarrollo irregular entre la tradición y la época moderna, lo que, empleando términos marxistas, Eagleton denomina un “desarrollo combinado e irregular”17. Se produjo una modernización en varias áreas como la política parlamentaria,la administración colonial y el arte, pero en otras, como la industria, la agricultura y la educación, el país se quedó rezagado. Lo cual generó una cultura dinámica y moderna, que conlleva tensas contradicciones entre lo arcaico y lo moderno. El dilema entre continuidad y renovación, tradición y modernidad, es un fenómeno históricamente anclado en esta cultura. Coleman adopta estas contradicciones, y a través de obras que trabajan estas tensiones, las introduce en el arte contemporáneo.
Las primeras instalaciones de Coleman, producidas cuando vivía en Milán a comienzos de la década de 1970, exploran la experiencia del tiempo y el recuerdo dentro de una situación cuidadosamente representada. Estas piezas ya muestran el interés de Coleman por la percepción subjetiva del tiempo, un interés indicativo de su preocupación posterior por la representación y la experiencia de la historia. Flash Piece [Pieza intermitente] es una obra de 1970 que consiste en intervalos de luz de colores intermitente, cuyos ritmos variados permiten que el tiempo se perciba como algo que se experimenta de manera subjetiva18. “De hecho”, escribe un crítico, “la extensión de esta duración, que cuesta memorizar, y su ubicación variable dentro del ciclo […] generan percepciones diversas del tiempo”19. En esta obra, Coleman introduce el destello de luz como principio que tendrá un papel clave en obras posteriores como Box (ahhareturnabout): el destello es un momento, un instante intermitente que eleva el tiempo a principio estructurador de la obra de arte, y a la vez parece que se detenga durante ese instante. Estos momentos son segmentos o secciones temporales dispuestos dramáticamente que generan un antes y un después, memoria y repetición.
Un año más tarde, Coleman produjo la obra Memory Piece [Pieza de memoria] (1971), en la que el visitante escucha la grabación de una cinta donde se recita un texto de unos cuatro minutos, que luego puede recitar, de memoria, a una segunda grabadora. Esta segunda grabadora se reproduce al visitante siguiente, que memoriza y recita lo oído en ella, y así sucesivamente. Producida y reproducida cada vez, la obra se transforma mediante un proceso temporal de apropiación y transmisión. En una ocasión, Maurice Blanchot describió la experiencia de la obra de arte como una presencia que también es desaparición20. Coleman se interesa por el papel de la memoria en esta dialéctica de apropiación y pérdida, y por cómo la conforma y le influye el tiempo. Estos movimientos adelante y atrás de la memoria, que no son lineales ni pueden fijarse, suponen el punto de partida del artista para su exploración de la capacidad de representación contemporánea de la historia.
Desde principios de la década de 1980, Coleman ha producido series de diapositivas muy elaboradas acompañadas de voz superpuesta, las cuales denomina “imágenes proyectadas”: Living and Presumed Dead [Vivos y presuntamente muertos] (1983-1985), Seeing for Oneself [Ver por uno mismo] (1987-1988), Charon (MIT Project) [Caronte (Proyecto del MIT)] (1989), Lapsus Exposure [Exposición al lapsus] (1992-1994). En salas oscurecidas e insonorizadas a menudo enmoquetadas, varios proyectores de diapositivas coordinan la secuencia rítmica de gran número de imágenes que aparecen y desaparecen, superpuestas a otras imágenes e intercaladas con diapositivas negras. Técnicamente, las “imágenes proyectadas” se someten al proceso lineal y cronológico (de una diapositiva tras otra), pero su dramaturgia no es lineal, sino que discurre con movimientos adelante y atrás, repeticiones, discontinuidades y bucles. Inmersas en la estructura serial, las imágenes individuales pierden estabilidad, como si se pusieran en movimiento desde dentro, en vez de difuminarse en una acción o narrativa. De modo no muy distinto a un poema, la representación parece condensada en un tira y afloja entre las imágenes actuales y virtuales, entre el presente y el recuerdo. Al recordar la pieza, no se recuerda una secuencia de imágenes diferenciadas, sino más bien la variación infinita de una sola imagen. Kaja Silverman describe la obra Initials [Iniciales] (1993-1994) como una “sola foto larga palpitante”, como si fuera un solo fotograma congelado que contuviera una variedad infinita de potenciales imágenes distintas21.
Muchas de las obras de Coleman tratan sobre las actuaciones y situaciones propias de un escenario. Hay escenas de un combate de boxeo en Box (ahhareturnabout) (1977); en Living and Presumed Dead (1983-1985) varios actores se alinean en la parte delantera del escenario esperando el aplauso al final de una actuación, mientras se desarrolla una narración compleja y dramática, y en Photograph [Fotografía] (1998-1999), los estudiantes vestidos con disfraces brillantes practican una danza. Pero el acontecimiento, la actuación en sí, se omite en todas estas obras. Lo que se muestra son los preparativos y lo que viene después, el acto de entrar y salir de la producción teatral. Precisamente debido a que la representación del acontecimiento se deja fuera, o en el caso de Box (ahhareturnabout) se vuelve indiscernible, la vertiente de la obra de arte en tanto que experiencia deviene clave. Por encima de todo, las cualidades expresivas, onomatopéyicas, de la voz sugieren la presencia simultánea de actores y espectadores, lo cual genera la ilusión de simultaneidad en la producción y recepción que suele ser intrínseca al teatro.
La percepción y la experiencia de las obras parecen integrarse dentro de su concepción, y esto es lo que constituye su virtuosismo estético, ya que, por su naturaleza (y a diferencia de la actuación teatral), en la obra de arte visual tienen normalmente lugar de manera retroactiva. “Why do you gaze one on the other” [¿Por qué os miráis?], pregunta la niña en Photograph y “We were... being positioned” [Nos estaban… colocando] […] “Come into... the light” [Ven hacia… la luz], dice la voz de Background [Fondo] (1991-1994). Al emplear un diálogo que parece interpelar directamente al espectador, Coleman abre el nivel representativo de su obra a la situación en que se presenta. En Lapsus Exposure, el espectador ve a un grupo de músicos descansando de una grabación. Una voz comenta la producción de imágenes y defiende la calidad del sonido en la voz en directo respecto a la grabada. Temáticamente, las obras de Coleman suelen tratar sobre actuaciones, o sobre el making of de una actuación, al tiempo que se remiten explícitamente a que son acontecimientos. El contenido corresponde al impacto que la obra tiene en el espectador. Comentaré esta estructuración estética particular de la obra de arte a fondo en relación con Box (ahhareturnabout). Aunque las obras de Coleman son representaciones, también presentan algo, lo sitúan en el mundo y hacen que exista. Su poder performativo se conforma y deviene alegórico a varios niveles, como demuestra Initials [Iniciales] (1993-1994), donde una voz infantil deletrea palabras sueltas y va familiarizándose con ellas letra a letra, primero con el sonido y luego con el significado, como si los componentes fonéticos de las palabras se hallaran físicamente presentes en el espacio expositivo, y, de esta manera, su plasticidad deviniera concreta tanto para quien habla como para quien escucha.
A excepción de unas pocas ilustraciones autorizadas, Coleman prohíbe cualquier documentación o registro técnico de su obra. Sus obras solo se constituyen en el aquí y el ahora de su percepción y recuerdo (necesariamente subjetivos) al hablar y escribir acerca de ellas. Nada se sitúa por encima de la situación en que se percibe la obra; no hay ningún cuerpo privilegiado, como un registro de vídeo que pueda emplearse para verificar el contenido objetivo de lo que se recuerda. Igualmente, al escribir sobre estas obras, solo cuento con mi memoria. Claro que, hasta cierto punto, toda obra de arte depende de la reconstrucción de la memoria, pero en Coleman este proceso inestable se refleja en la obra de arte en sí. Sus obras tratan sobre el funcionamiento de la memoria, al elevar su carácter subjetivo e incompleto a principio estructurador de la obra de arte. Tema, estructura y recepción del espectador establecen un vínculo inextricable. En una obra como Photograph, Coleman solo muestra los preparativos y pausas en vez del acontecimiento en sí, con lo que enfatiza la parte de la representación que falta, y al mismo tiempo las omisiones en el recuerdo que se tiene de la obra pasan a formar parte de ella. Coleman sigue una estructura que no se entiende ni puede reconstruirse del todo, que siempre permanece fragmentaria, y que debe seguir siéndolo porque la obra se basa en la apropiación discontinua y en el recuerdo del espectador. Coleman considera la representación como una realidad dinámica y no estática, que se produce mediante la percepción, apropiación y el recuerdo del espectador. Esta existencia intrínsecamente fragmentaria de la obra de arte sienta las bases para que Coleman explore formas de representar la historia y la experiencia histórica. En este proceso, resulta clave el medio de la imagen proyectada, cuya naturaleza radica en que es una imagen que tiene lugar en el espacio y en el tiempo, y en la presencia del espectador entre el dispositivo de proyección y la superficie de proyección. Al presentar las imágenes proyectadas en serie, Coleman niega la permanencia de la imagen individual, así que hay que recordarla. Al observar la serie de imágenes, instintivamente se comparan y conectan las precedentes, que ahora forman parte de la memoria individual. De esta manera, Coleman convierte el proceso a través del cual su obra se forma en la mente del espectador en parte estructural de la obra de arte, que se ve reforzada por el tema tratado.
BOX (AHHARETURNABOUT), 1977
Box (ahhareturnabout), datada de 1977, es la obra de Coleman que más intensamente cita e implica al cuerpo. Utiliza el ritmo del pulso humano, por lo que no se basa en una similitud formal, sino estructural, con el cuerpo. Ya a lo lejos, se oye el ritmo hueco que se abre paso a través de la exposición como la sangre que bombea por el cuerpo el corazón que late; un ritmo atronador constante que reverbera como la sístole y la diástole del corazón humano. Cuando Box se expuso en el palacio papal de Aviñón en 2000, como parte de la extensa exposición La Beauté, este ritmo recorría las paredes sólidas del edificio, y se hacía cada vez más estruendoso al acercarse a la instalación. Al entrar en la sala de exposición, el ruido resultaba casi intolerable; el ritmo se apoderaba del cuerpo del visitante de manera casi violenta, y lo convertía en cámara de resonancia de la obra de arte. Gilles Deleuze escribió sobre el ritmo que su “capacidad llega mucho más hondo que la mirada [o] el oído”22. De manera similar, el ritmo de Box tenía un impacto total en el cuerpo, le afectaba de manera incontrolada e intensísima.






