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Siempre resulta sorprendente cuando una persona atrae a hordas de seguidores y construye una gran edificio sobre su generosidad al mismo tiempo que trafica con mitología de tres al cuarto. Sin embargo, tal vez esto no fuera tan evidente en un tiempo en el que incluso la gente más ilustrada se esforzaba por asimilar la electricidad, la evolución y la existencia de otros planetas. Qué fácilmente olvidamos cómo de repente, al final del siglo XIX, el mundo se encogió y el cosmos se expandió. Las barreras geográficas entre culturas alejadas se rompieron gracias al comercio y las conquistas (entonces se podía pedir un gintónic en casi todos los lugares del mundo), y sin embargo la realidad de fuerzas ocultas y de mundos extraterrestres constituían un centro de interés cotidiano de la investigación científica más rigurosa. Inevitablemente, los transversales descubrimientos científicos se entremezclaron en la imaginación popular con los dogmas religiosos y el ocultismo tradicional. De hecho, esto sucedió, al más alto nivel del pensamiento humano, durante más de un siglo: siempre es instructivo recordar que el padre de la física moderna, Isaac Newton, gastó una considerable parte de su genio en estudios sobre teología, profecías bíblicas y alquimia.
La incapacidad de distinguir lo extraño pero verdadero de lo solamente extraño era algo bastante común en la época de Blavatsky –como lo es ahora–. El contemporáneo de Blavatsky Joseph Smith, lujurioso chiflado y estafador, logró fundar una nueva religión basándose en que había desterrado las últimas revelaciones de Dios en los sagrados recintos de Manchester, Nueva York, escritos en «egipcio reformado» sobre planchas de oro. Smith descodificó este texto con la ayuda de unas «piedras de vidente», que, mágicas o no, le permitieron crear una versión inglesa de la Palabra de Dios, que fue una penosa chapuza a base de plagios de la Biblia y estúpidas mentiras sobre la vida de Jesús en América. Pero, pese a todo, el edificio resultante construido a base de absurdidades y tabúes ha sobrevivido hasta hoy.
Otro culto moderno, la cienciología, catapulta la credulidad humana a niveles todavía más altos: los adeptos creen que los seres humanos están poseídos por las almas de extraterrestres que fueron condenados en el planeta Tierra hace setenta y cinco millones de años por Xenu, el señor de las galaxias. ¿Y cómo se produjo el exilio? Pues a la antigua: los alienígenas fueron lanzados por millones a nuestro humilde planeta en una nave espacial parecida a un DC-8. Luego fueron encarcelados en un volcán y convertidos en añicos por la explosión de bombas de hidrógeno. Pero sus almas sobrevivieron, y desembarazarnos de ellas es el trabajo de toda una vida. Además es caro.6
A pesar de los imponderables de su filosofía, Blavatsky fue una de las primeras personas que anunció en los círculos occidentales que existía algo como la «sabiduría oriental». Esta sabiduría empezó su andadura hacia Occidente cuando Swami Vivekananda presentó las enseñanzas vedanta en el Parlamento de las Religiones del Mundo, que tuvo lugar en Chicago en 1893. El budismo volvió a rezagarse: unos pocos monjes occidentales que vivían en la isla de Sri Lanka empezaban a traducir el Canon Pali, que sigue siendo el texto con más autoridad de las enseñanzas del histórico buda, Siddhartha Gautama. Sin embargo, tuvo que transcurrir otro medio siglo para que la práctica de la meditación budista empezara a enseñarse en Occidente.
No cuesta mucho criticar las ideas románticas sobre la sabiduría oriental, y una tradición de dicho criticismo surgió en el mismo instante en que el primer occidental se sentó con las piernas cruzadas e intentó meditar. A finales de la década de los 1950, el autor y periodista Arthur Koestler fue a la India y al Japón en busca de sabiduría y resumió su peregrinaje así: «Empecé mi viaje con una tela de saco y cenizas y volví bastante orgulloso de ser europeo».7
En The Lotus and the Robot, Koestler expone algunas de las razones por las que se quedó poco menos que asombrado durante su viaje a Oriente. Por ejemplo, la antigua disciplina del yoga hatha. Aunque actualmente se suele considerar como un sistema de ejercicios físicos diseñados para aumentar la fuerza y la flexibilidad de quien lo practica, en su contexto tradicional el yoga hatha forma parte de un esfuerzo de mayor envergadura cuya finalidad es manipular «sutiles» características corporales que los anatomistas desconocen. No hay duda de que gran parte de dicha sutileza corresponde a experiencias que los yoguis realmente tienen, pero muchas de las creencias basadas en estas experiencias son a todas luces absurdas, y ciertas prácticas asociadas, ridículas y nocivas por igual.
Cuenta Koestler que uno de los objetivos del aspirante a yogui es alargarse la lengua, para lo cual a veces debe cortarse el frenillo (la membrana que sujeta la lengua a la base de la boca) y estirar el paladar blando. ¿Qué propósito tienen estas modificaciones? Permiten que nuestro héroe inserte la lengua en su nasofaringe y bloquee así la entrada de aire a través de la nariz. Mejorada de este modo su anatomía, el yogui puede beber sutiles licores que cree que emanan directamente de su cerebro. Se dice de estas sustancias –que se supone, recurriendo a más sutilezas, que están conectadas con la retención del semen– que no solo confieren sabiduría espiritual, sino también inmortalidad. La técnica de beber mocos se conoce como khechari mudra y se cree que es uno de los principales logros del yoga.
Estoy encantado de que aquí sea Koestler quien se gane un punto. Desde luego en este libro no se habla de prácticas de este estilo.
La crítica de la sabiduría oriental parece especialmente pertinente cuando procede de los propios orientales. Hay algo sin duda ridículo en los occidentales cultivados que se dirigen a Oriente en busca de iluminación espiritual mientras que los orientales realizan el peregrinaje en la dirección opuesta en busca de oportunidades para su educación y su economía. Tengo un amigo cuyas aventuras seguramente habrán marcado un hito en esta comedia global. Este amigo hizo su primer viaje a la India inmediatamente después de graduarse en la universidad, etapa en la que ya había adquirido algunos rasgos yóguicos: lucía los imprescindibles collares de cuentas y pelo largo, pero también tenía la costumbre de escribir repetidamente en una revista el nombre del dios hindú Ram con el abecedario devanagari. En un viaje en avión a su patria, tuvo la suerte de sentarse al lado de un hombre de negocios indio. Este experimentado viajero pensaba que ya había visto todas las formas de la locura humana… hasta que se percató de los garabatos que hacía mi amigo. El espectáculo de un graduado de Stanford nacido en Occidente, en edad laboral, licenciado en economía y en historia, dedicándose a la adoración grafomaníaca de una deidad imaginaria en una lengua que era incapaz de leer y de entender era más de lo que aquel hombre podía soportar en un espacio cerrado a diez mil metros de altura. Después de un intercambio irritado, los dos viajeros solo se pudieron mirar el uno al otro con mutua incomprensión y pena. Y les faltaban diez horas de vuelo. Esa conversación tuvo dos interlocutores, claro está, pero creo que solo uno de ellos hizo el ridículo.
También podemos asegurar que la sabiduría oriental no ha producido instituciones sociales o políticas que sean mejores que sus homólogas occidentales; de hecho, puede decirse que la India ha sobrevivido como la mayor democracia del mundo gracias a instituciones creadas bajo el Imperio británico. Oriente tampoco ha liderado el mundo en lo que a descubrimientos científicos se refiere. Sin embargo, algo hay de único en la noción de sabiduría oriental, que, en su mayor parte, se ha concentrado en la tradición budista, o deriva de ella.
El budismo ha despertado un especial interés entre los científicos occidentales por razones ya mencionadas. No es una religión que se base principalmente en la fe y sus enseñanzas fundamentales son completamente empíricas. Pese a las supersticiones de muchos budistas, el núcleo de la doctrina tiene un carácter práctico y lógico que no necesita recurrir a suposiciones injustificadas. Muchos occidentales se han dado cuenta de todo esto y les ha tranquilizado encontrar una alternativa espiritual al culto basado en la fe. No es por casualidad que la mayor parte de investigaciones científicas realizadas sobre meditación se centran sobre todo en técnicas budistas.
Otra razón que explica el relieve adquirido por el budismo entre la comunidad científica es el compromiso intelectual de uno de sus representantes más visibles: Tenzin Gyatso, el catorceavo dalái lama. Por supuesto al dalái lama no le faltan críticas. Mi fallecido amigo Christopher Hitchens hizo justicia varias veces a «su santidad». También castigó a los estudiantes de budismo occidentales por «la creencia, generalizada y perezosamente sostenida, de que la religión “oriental” es diferente de otras fes: menos dogmática, más contemplativa, más… trascendental» y por la «feliz e irreflexiva excepcionalidad» con la que muchos contemplan el budismo.8
Sí, Hitch tenía razón. Como principal representante de una de las cuatro ramas del budismo tibetano y como antiguo líder del Gobierno tibetano en el exilio, el dalái lama ha hecho ciertas manifestaciones cuestionables y establecido algunas alianzas incómodas. Aunque su compromiso con la ciencia tiene un gran alcance y seguramente es sincero, a este hombre no le importa consultar a un astrólogo u «oráculo» cuando tiene que tomar decisiones importantes. Más adelante en este libro tengo algo que decir sobre muchas de las cosas que podrían justificar el oprobio de Hitch, pero aquí el sentido general de su comentario estaba totalmente equivocado. Hay varias tradiciones orientales excepcionalmente empíricas y excepcionalmente sabias, razón por la cual se merecen la excepcionalidad que reivindican sus seguidores.
El budismo en particular posee una literatura sobre la naturaleza de la mente que no tiene parangón ni en la religión ni en la ciencia occidental. Algunas de estas enseñanzas están llenas de supuestos metafísicos que provocan nuestras dudas, pero muchas no lo están. Y cuando lo consideramos como un conjunto de hipótesis mediante las que investigar la mente y profundizar en la vida ética propia, el budismo es una iniciativa completamente racional.
A diferencia de doctrinas como el judaísmo, el cristianismo y el islam, las enseñanzas de Buda no son consideradas por sus adeptos como el producto de una revelación infalible. Por el contrario, son instrucciones empíricas: si haces X experimentarás Y. Aunque muchos budistas tienen un apego supersticioso y de culto al Buda histórico, las enseñanzas del budismo lo presentan como un ser humano común que logró entender la naturaleza de su propia mente. Buddha significa «el que está despierto», y Siddharta Gautama era solo un hombre que despertó del sueño de ser un yo separado. Compárese con la visión cristiana de Jesús, al que se imagina como el hijo del creador del universo. Se trata de una proposición muy diferente, y hace de la cristiandad, independientemente de lo libre que esté de bagaje metafísico, algo completamente irrelevante ante un debate científico sobre la condición humana.
Las enseñanzas de Buda, y de la espiritualidad oriental en general, focalizan la primacía de la mente. Existen peligros en esta forma de ver el mundo, no cabe la menor duda. Centrarse en el entrenamiento de la mente excluyendo todo lo demás puede llevar al quietismo político y a una conformidad de colmena. El hecho de que nuestra mente sea todo lo que tenemos y de que sea posible sentirse en paz, incluso en circunstancias difíciles puede convertirse en un argumento para ignorar problemas sociales evidentes. Pero no es un argumento convincente. El mundo tiene una tremenda necesidad de mejora –en términos globales, la libertad y la prosperidad siguen siendo la excepción–, sin embargo eso no significa que tengamos que ser desgraciados, aunque trabajemos por el bien común.
De hecho, las enseñanzas del budismo ponen de relieve una conexión entre la vida ética y la vida espiritual. Mejorar en uno de los dos ámbitos sienta la base para mejorar en el otro. Por ejemplo, uno puede pasar largos periodos de tiempo en una soledad contemplativa con la finalidad de llegar a ser una mejor persona en el mundo: tener unas relaciones personales mejores, ser más sincero y compasivo y, en consecuencia, ser más útil a los demás seres humanos. Ser egoísta inteligentemente y ser generoso pueden llegar a ser casi lo mismo. Existen testimonios de anécdotas a lo largo de siglos sobre ello, y, como veremos, los estudios científicos realizados sobre la mente empiezan a corroborarlo. Hoy está bastante claro que el uso que hacemos de nuestra atención, en cada momento, determina en gran parte la clase de persona en que nos convertimos. Nuestra mente –y nuestra vida– se modela en gran manera según el uso que hacemos de ella.
Aunque, en principio, cualquier persona puede acceder a la experiencia de autotrascendencia, la literatura religiosa y filosófica de Occidente cuenta con débiles testimonios de ella. Únicamente los budistas y los estudiosos del Vedanta Advaita (que al parecer ha recibido una gran influencia del budismo) han sido absolutamente claros al afirmar que la vida espiritual consiste en superar la ilusión del yo prestando una intensa atención a nuestra experiencia del momento presente.9
Como ya escribí en mi primer libro, El fin de la fe, la disparidad entre la espiritualidad oriental y la occidental puede comprarse a la que hay entre la medicina oriental y la occidental (con la flecha del desconcierto apuntando en la dirección contraria). La humanidad no entendió la biología del cáncer, ni desarrolló antibióticos y vacunas, ni definió el genoma humano bajo la luz oriental. Por consiguiente, la medicina real es casi por completo un producto de la ciencia occidental. En cuanto a que las técnicas de la medicina oriental funcionen de verdad, estas tienen que ajustarse, ya sea por diseño o por casualidad, a los principios de la biología tal como los conocemos en Occidente. Esto no significa que la medicina occidental sea completa. Dentro de pocas décadas muchas de las prácticas que ahora son normales nos parecerán una salvajada. Solo tenemos que echar un vistazo a la lista de efectos secundarios que acompañan a la mayoría de medicamentos para darnos cuenta de que son herramientas terriblemente desafiladas. Aun así, la mayor parte de nuestros conocimientos sobre el cuerpo humano –y sobre el universo físico en general– surgió en Occidente. El resto es instinto, folcklore, confusión y muerte prematura.
Una comparación sincera de las tradiciones espirituales, oriental y occidental, resulta ser igualmente injusta. La Biblia y el Corán, en tanto que manuales para la compresión de la contemplación, son menos que inútiles. La sabiduría que puedan contener sus páginas siempre es difícil de encontrar y está distorsionada, repetidamente, por antiguas barbaries y supersticiones.
De nuevo tenemos que hacer las salvedades necesarias: no estoy diciendo que la mayoría de budistas o hindúes hayan sido sofisticados contemplativos. Sus respectivas tradiciones han originado muchas de las mismas patologías que afectan a las personas creyentes de todas partes: dogmatismo, antiintelectualismo, tribalismo, creencias en lo sobrenatural. Sin embargo, es difícil exagerar la diferencia empírica entre las enseñanzas centrales del budismo y el advaita y las del monoteísmo occidental. Podemos recorrer los caminos orientales simplemente por estar interesados en la naturaleza de nuestra propia mente –sobre todo en las causas inmediatas del sufrimiento psicológico– y prestando más atención a nuestra experiencia de todo momento presente. La verdad sea dicha, no hay nada en lo que tengamos que creer obligatoriamente. Las enseñanzas del budismo y del advaita se entienden mejor tomándolas como manuales de laboratorio y registros de exploradores en los que se detallan los resultados de la investigación empírica sobre la naturaleza de la conciencia humana.
Actualmente han desaparecido casi todas las barreras geográficas o lingüísticas al libre intercambio de ideas. En mi opinión, pues, las personas con formación ya no tienen derecho a ninguna forma de provincialismo espiritual. Las verdades de la espiritualidad oriental ya no son más orientales que occidentales son las verdades de la ciencia occidental. Sencillamente estamos hablando de la conciencia humana y de sus posibles estados. Mi intención al escribir este libro es animar a los lectores a investigar por su cuenta ciertas perspectivas contemplativas, sin aceptar las ideas metafísicas que estas infundieron en los pueblos ignorantes y aislados de tiempos pasados.
Una última advertencia: nada de lo que digo en estas páginas niega que el bienestar psicológico requiera un sano «sentido del yo» –con todas las competencias que implica esta vaga frase–. Los niños tienen que convertirse en seres autónomos con confianza y seguridad en sí mismos para poder tener unas relaciones personales sanas. Y además tienen que adquirir un montón de habilidades cognitivas, emocionales e interpersonales en el proceso de llegar a ser personas adultas sanas y productivas. Lo cual quiere decir que hay un tiempo y un lugar para todo…, a menos, claro, de que no lo haya. Sin duda existen circunstancias, como la esquizofrenia, en las que no sería adecuado el tipo de prácticas que recomiendo en este libro. Para algunas personas la experiencia de un largo retiro de silencio es psicológicamente desestabilizadora.10 Vuelve a ser apropiada una comparación con el ejercicio físico: no todo el mundo está capacitado para correr una milla en seis minutos o para levantar el peso de su propio cuerpo en la banqueta. Pero muchas personas normales y corrientes son capaces de tales proezas, y existen formas mejores y peores de lograrlas. Más aún, generalmente se pueden aplicar los mismos principios de aptitud física a personas cuya capacidad está limitada por enfermedad o por accidentes.
Así pues, quiero dejar bien claro que las instrucciones dadas en este libro están pensadas para lectores adultos (más o menos) y sin enfermedades psicológicas o médicas que pudieran empeorar a causa de la meditación u otras técnicas de introspección sostenida. Si al lector le parece que prestar atención a la respiración, a las sensaciones corporales, al flujo de pensamientos o a la naturaleza de la conciencia le crea ansiedad, le ruego que consulte con un psicólogo o un psiquiatra antes de empezar las prácticas que describo.
Mindfulness
Siempre es ahora. Puede que suene banal, pero es la verdad. No es que sea verdad en tanto que una cuestión neurológica, puesto que nuestra mente se construye sobre capas de inputs que llegan en momentos que sabemos que han de ser diferentes.11 Pero sí es verdad en tanto que experiencia de la conciencia. La realidad de la vida de uno siempre es ahora. Y darse cuenta de ello, como veremos, es liberador. De hecho, creo que no hay nada más importante que debamos entender si lo que queremos es ser felices en este mundo.
Sin embargo, pasamos la mayor parte de nuestra vida olvidando esta verdad –pasándola por alto, esquivándola, rechazándola–. Y lo terrible es que nos salimos con la nuestra. Conseguimos no ser felices mientras luchamos por llegar a serlo, cumpliendo un deseo tras otro, disipando nuestros temores, codiciando el placer, alejándonos del dolor –y sin dejar de pensar ni un segundo en la mejor forma de mantener todo el tinglado en marcha–. Como consecuencia nos pasamos la vida mucho menos contentos de lo que podríamos estar. A menudo no apreciamos lo que tenemos hasta que lo hemos perdido. Anhelamos experiencias, objetos, relaciones, solo para terminar aburriéndolos. Sin embargo, el deseo persiste. Hablo por experiencia, claro.
Como remedio a esta difícil situación, muchas enseñanzas espirituales nos piden que contemplemos ideas sin fundamento sobre la naturaleza de la realidad –o por lo menos que desarrollemos el gusto por la iconografía y los rituales de una u otra religión–. Pero no todos los caminos atraviesan el mismo y áspero territorio. Existen métodos de meditación que no requieren ninguna clase de artificio o supuestos que no tienen justificación.
Para los principiantes suelo recomendar una técnica llamada vipassana (término pali para «perspectiva»), que procede de la más antigua tradición budista, la theravada. Una de las ventajas del vipassana es que puede enseñarse de una forma totalmente laica. Los expertos en esta práctica generalmente se forman en ella dentro de un contexto budista, y la mayoría de centros de retiro en Estados Unidos y Europa la enseñan asociada a la filosofía budista. Sin embargo, este método de introspección puede llevarse a cualquier contexto laico o científico sin ningún problema. (No puede decirse lo mismo sobre la práctica de los cantos al señor Krishna tocando un tambor.) Esta es la razón por la que el vipassana se está estudiando y aplicando ampliamente y lo adoptan psicólogos y neurocientíficos.
La calidad de una mente entrenada en vipassana suele denominarse mindfulness, y hoy en día abunda la literatura sobre sus beneficios psicológicos. El mindfulness no tiene nada de fantasmagórico. Se trata sencillamente de un estado con la atención clara, ajena a juicios y concentrada en el contenido de la conciencia, tanto si este contenido es agradable como si no lo es. El cultivo de este tipo de mente ha demostrado que reduce el dolor, la ansiedad y la depresión; mejora la función cognitiva; e incluso produce cambios en la densidad de la materia gris en las regiones cerebrales relacionadas con el aprendizaje y la memoria, la regulación emocional y la autoconciencia.12 En un próximo capítulo veremos con más detalle la neurofisiología del mindfulness.
Mindfulness es una traducción de la palabra pali sati. Este término tiene varios significados en la literatura budista, pero en lo que nos concierne el más importante es el de «conciencia clara». La primera vez que se describió esta práctica fue en el Satipatthana Sutta,13 que forma parte del canon pali. Como muchos textos budistas, el Satipatthana Sutta es sumamente repetitivo y, a menos que se trate de un ávido estudioso del budismo, es excepcionalmente aburrido de leer. Sin embargo, cuando comparamos los textos de este tipo con la Biblia o el Corán, la diferencia es inconfundible: el Satipatthana Sutta no es una colección de antiguos mitos, supersticiones y tabúes; es una guía rigurosamente empírica para liberar la mente del sufrimiento.
Buda describió cuatro bases para el mindfulness, que enseñó como «el camino directo hacia la purificación de los seres, la superación de la tristeza y las lamentaciones, la desaparición del dolor y la tristeza, el logro del verdadero camino, la realización de Nibbana» (en sánscrito nirvana). Los cuatro pilares del mindfulness son el cuerpo (respiración, cambios de postura, actividades), los sentimientos (sentido de lo agradable, de lo desagradable y de lo neutro), la mente (en concreto, el humor y las actitudes) y los objetos de la mente (que incluyen los cinco sentidos, pero también otros estados mentales, como la voluntad, la tranquilidad, el éxtasis, la serenidad e incluso el propio mindfulness). Es una lista peculiar, a la vez redundante e incompleta –un problema que se agrava por la necesidad de traducir la terminología pali al inglés–. Pero el evidente mensaje del texto es que la totalidad de nuestra experiencia puede convertirse en un campo de contemplación. A la persona que medita solo se le enseña a prestar atención, «ardientemente» y «con plena conciencia», «sin anhelo ni aflicción por el mundo».
El mindfulness no tiene nada de pasivo. Podría llegar a decirse que expresa un tipo de pasión concreta, una pasión por discernir lo que es subjetivamente real en cada momento. Es un modo de cognición que, por encima de todo, no se distrae, acepta y (finalmente) es no conceptual. Estar atento no consiste en pensar con más claridad sobre la experiencia; es el acto de experimentar con más claridad; incluido el surgir de los pensamientos mismos. El mindfulness es una conciencia vívida de lo que aparece en nuestra mente o nuestro cuerpo, sea lo que sea (pensamientos, sensaciones, palabras), sin anhelar lo agradable o distanciarnos de lo desagradable. Una de las grandes fortalezas de esta técnica de meditación, desde un punto de vista laico, es que no tenemos que adoptar ningún artificio cultural o creencias injustificadas. Lo único que requiere es que prestemos la máxima atención al flujo de experiencias en todo momento.