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«Hay que tener una ilusión», afirman. Es curioso, me digo entonces: para que la ilusión sea eficaz, para que sirva de acicate, obviamente es preciso tomarla por real y no por ilusoria. Cómo es posible entonces que nos propongamos tener una ilusión, me pregunto. Y entonces recuerdo al Filósofo: quizá, más que saber, lo que por naturaleza desean los hombres es engañarse.
Abres mucho los ojos: se diría que quieres deslumbrarte.
Ha traído A. unas hortensias secas, las ha colocado en unos tiestos de cobre sobre la mesa de la sala. Hay una correspondencia entre el tono de esos tarros y el de esas flores decaídas: unos brillan con una pátina en la que todo se refleja, las otras parece que absorben la luz y la remansan en su ocre mortecino, pero es en ambos casos el mismo color.
Se diría que tiestos y flores conversan en ese juego, en ese diálogo que mide el tiempo: un soplo y se desprenden tres o cuatro pétalos; una noche más y a la mañana siguiente encontramos al pie unas pocas hojas marchitas, como escamas que se han desprendido por fin y susurran una verdad. ¿Cuál? Que estamos muriendo siempre, sí, pero que puede haber belleza en esa muerte.
No saber exactamente en qué consisten es precisamente la condición para hacer ciertas cosas.
Un hombre miraba fijamente la pared en blanco, absorto en un extremo del transepto, ajeno a los turistas que circulaban a su espalda y fotografiaban cada detalle de la catedral. Uno de los guardas, intrigado, acudió a ver qué se hacía. «Es que cada vez que contemplo uno de los retablos de las capillas, o de las vidrieras, o de los frescos de los muros», explicó el hombre, «me duele no poder ver lo demás al mismo tiempo. Aquí, en cambio, encuentro el muro sin forma, sin límite, sin color… Puedo imaginar en él lo que quiera o no imaginar nada en absoluto. Puedo ver que todo es uno o que es nada. Puedo ver que no hay gran diferencia entre ambas cosas».
Me pongo ante la muerte y todo se antoja tan pequeño… Le doy la espalda y todo se vuelve absurdo.
He descubierto una grieta en el techo del cuarto. Nace de la esquina, cerca de la puerta, y traza una diagonal que se pierde por el patio de atrás.
Todas las noches, como un preso en su celda, me acuesto en esta cama y me quedo mirándola un buen rato. Intento adivinar en su dibujo, en su lenta cicatriz, la cuenta exacta del tiempo que aún nos queda.
Al fin y al cabo, doy en cavilar, una grieta preexiste en cierto modo a cualquier muro. Estaba ahí, se la supone siempre que alguien alza una casa, un templo, un orbe. O quizá todo espacio es una grieta que fingimos no ver, de puro obvia.
Hay una grieta y yo la habito.
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