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Y si somos mayormente agua, y apenas algo más, entonces puede que otros cuerpos celestes sean completamente acuáticos. Un astrofísico me habló en una ocasión de exoplanetas recién descubiertos que podrían estar compuestos de masas de agua de cientos de kilómetros de profundidad, con apenas unas rocas en su núcleo duro. Desdeñando nuestra necesidad de tierra, estos océanos globulares, girando translúcidos sobre su eje en alguna lejana galaxia, podrían estar habitados, según la hipótesis de los astrobiólogos —pues su trabajo es estudiar lo que puede que exista o no—, por criaturas gigantes parecidas a las ballenas, que medio naden, medio vuelen por sus líquidas atmósferas.
La ubicuidad del mar —desde este gris estuario en el que nado hasta los grandes océanos abiertos— es en sí misma interplanetaria y nos conecta con las estrellas; en realidad, no es parte de nuestro mundo en absoluto. No empieza hasta que empieza, y luego parece no terminar nunca. Se escribe a sí mismo en las nubes y en las corrientes con una caligrafía constantemente variable, registra y borra su historia, sostenido por el aire y la gravedad en un acuerdo tácito entre la tierra y el cielo, llenando el espacio entre ambos. Es una nada llena de vida, hogar del noventa por ciento de la biomasa de la Tierra, que aporta el sesenta por ciento del oxígeno que respiramos. Es nuestro sistema de soporte vital, nuestro gran útero. Siempre está rompiendo sus fronteras, dando y tomando constantemente. Es la encarnación de todas nuestras paradojas. Sin él, no podríamos vivir; dentro de él, moriríamos. Al mar no le importa.
Y ahí se descubre otra historia, el registro invisible de lo que sucede arriba. Preservadas en gélidas cámaras, en el Centro Oceanográfico Nacional de Southampton hay muestras de lecho marino, largas columnas de barro y sedimentos que nos hablan de tiempos remotos como los anillos de un árbol o los tapones de cera de la oreja de una ballena. Compuestas de nieve marina —diminutos animales, plantas y minerales, los ingredientes de la piedra caliza y la tiza—, junto con estratos oscuros depositados por antiguos tsunamis, su pasado es una predicción de nuestro futuro. La propia agua tiene una edad cercana a los cuatro mil años, una historia propia. Y si el mar se ha convertido en un sumidero de dióxido de carbono, que absorbe la energía que hemos liberado del sol, esta cisterna de nuestros pecados es todavía el almacén de nuestros sueños.
Pero, como acabo de decir, al mar no le importa. Dispensa la vida y la muerte a inocentes y culpables por igual.
La tempestad, la última y más acuática obra de Shakespeare, fue representada por primera vez en la corte de Jacobo I el Día de Todos los Santos de 1611. Empieza tumultuosamente, enfrentando al público a una tempestad que amenaza las vidas y las «pesadas almas» a bordo de un barco a punto de partirse en dos. En la dramática batahola, el pánico busca culpables. Antonio, que ha usurpado el ducado de Milán, insulta al contramaestre —quien trata de salvar el barco—: «¡Y este infame bocazas! ¡A la horca y que te aneguen diez mareas!». Aquí, el personaje invoca arrogantemente la práctica de ahorcar a los piratas en la orilla, dejando flotar sus cuerpos en las sucesivas mareas: «Quien ha nacido para la horca no teme morir ahogado».4
Sin embargo, la audiencia comprende poco a poco que estas desgarradoras escenas de pánico y naufragio —que ponen patas arriba el orden social cuando la tripulación lucha por su vida y el estatus de los aristócratas no vale nada frente a las olas: «¿Qué le importa el título del rey al fiero oleaje?»— no son más que un truco de magia, teatro dentro del teatro, una tormenta provocada por el arte de un hechicero y su pícaro socio. Fernando, el hijo del rey de Nápoles, con los pelos de punta, salta del barco en llamas por el fuego que Ariel ha prendido en múltiples lugares de la nave, y grita: «¡El infierno está vacío! ¡Aquí están los demonios!». (Una imagen acaso inspirada en el propio Jacobo I, autor de Demonologie, quien supervisaba en persona la tortura a las brujas. El rey creía que, en un viaje de regreso de Oslo en 1590, su barco había sido atacado por tormentas provocadas mediante brujería y que habían enviado demonios a que lo abordaran).
De repente, como en un sueño, los náufragos se encuentran en una extraña calma, en una isla llena de sonidos extraños, poblada por seres que no aciertan a discernir; un lugar desconocido, extranjero, en el que los supervivientes de la tempestad son también extranjeros. Algunos de los espíritus del lugar aparecen solo en rumores, como Sícorax, la bruja, bautizada con la unión de «sys», «cerda», y «korax», «cuervo», un pájaro cargado de significado procedente de una «ciénaga malsana». Otros están demasiado presentes, como su hijo Calibán, una criatura bastarda, «un esclavo deforme y salvaje», anfibio, medio hombre, medio pez, «¡piernas de hombre! ¡Brazos y no aletas!». Es un ser quimérico, que parece haberse deslizado desde un mar evolutivo; su homólogo es Ariel, espíritu del aire fluido y ambivalente que elude la definición y puede estar en cualquier momento en cualquier lugar. A ambos los gobierna el todopoderoso mago Próspero desde su exilio rodeado de agua.
Recientemente, en un estante de libros varados a la venta para recaudar dinero para un santuario de aves junto al estrecho de Solent, descubrí una edición de Penguin de 1968 de la obra. Era un lugar extrañamente adecuado para encontrarla: este puerto del siglo xvii, cegado por el cieno, sobrevolado por aguiluchos laguneros y depredado por limosas y avocetas, era el dominio del conde de Southampton, Harry Southampton, el «bello joven» de Shakespeare5 y, posiblemente, su amante, que vivía en la cercana mansión de Tichfield Abbey, donde se representaban las obras del dramaturgo.

Pagué cincuenta peniques por el libro, atraído por su cubierta, diseñada por David Gentleman. Coloreada con grandes franjas de colores sólidos, está compuesta a partir de un grabado de madera inspirado en el estilo de Thomas Bewick, y parece reflejar tanto el turbulento año de su publicación —la década de 1960, cuando los manifestantes levantaron los adoquines y descubrían la playa que ocultaban— como las incertidumbres de su contenido del siglo xvii.
Un barco de tres palos se escora en un estilizado mar, empujado por grandes olas bajo gruesas nubes de tormenta, hacia una isla cubierta de árboles inclinados por el viento donde hay una rocosa caverna, todo dibujado con cenagosos tonos de verde y azul, gris y verde azulado, cuidadosamente superpuestos, como los pájaros, la tierra y el mar que rodeaban el edificio en el que compré el libro. El diseño de la cubierta rozaba la caricatura, era folclórico y con múltiples niveles. Capturaba el oscuro misterio y la música de las palabras que albergaba en su interior.
La tempestad es una ceremonia, un ritual en sí mismo que se representaba públicamente en un teatro al aire libre en el antiguo monasterio de Blackfriars, en el Támesis, un río al que antaño se arrojaban sacrificios para complacer a los dioses. Es una obra sencilla y misteriosa, «deliberadamente enigmática —dice Anne Righter en su introducción a la edición de Penguin—, una obra de arte extraordinariamente secretista», tan emblemática que podría ser representada por mimos, prescindiendo de los diálogos.
Sus orígenes se remontan al desastre del Sea Venture, hundido frente a las Bermudas en 1609, cuando transportaba colonos de Plymouth a Jamestown; el propio Harry Southampton había invertido en el asentamiento de Virginia. Shakespeare se inspiró en la narración que William Strachey hizo del naufragio, la historia de un desastre natural, con sus fuegos de san Telmo en el momento culminante de la tormenta —«una aparición de una pequeña luz redonda, como una tenue estrella, que titilaba y desprendía centelleantes llamas»— y la inquietante llamada de los petreles que volvían a su nido, «un aullido extrañamente hueco y duro». Sus cantos le valieron a las Bermudas la reputación de islas habitadas por demonios, una fama que Strachey rechazaba racionalmente, aunque reconocía la presencia en ellas de otros monstruos: «Me abstengo de hablar de qué tipo de ballenas hemos visto junto a la costa».
La tempestad constituye la aproximación más cercana de Shakespeare al Nuevo Mundo. Es casi una obra de teatro norteamericana, aunque dos siglos después sus náufragos habrían llegado a la orilla de otra colonia: la Tierra de Van Diemen, en cuyas remotas orillas suroccidentales uno puede imaginar un naufragio del siglo xvii y a sus abandonados marineros tambaleándose sobre arenas desconocidas. Algunos consideraron a Calibán y Ariel representaciones simbólicas de pueblos nativos recién descubiertos, cuyos países ya estaban siendo saqueados por Occidente; otros han visto en ellos el reflejo de una isla más cercana al hogar: Irlanda, un lugar problemático poblado por gentes salvajes, se consideraba una plantación que había que conquistar. Pero la isla de Próspero también podría ser una utopía, un lugar en ninguna parte donde su magia se eleva como una niebla que vela el espacio y el tiempo; del mismo modo que, un siglo antes, mientras preparaba su expedición, Colón había escrito notas al margen y apuntes sobre gente extraña que naufragaba en las Azores y en la costa occidental de Irlanda: «Hemos visto muchas cosas notables y, especialmente, en Galway, en Irlanda, donde vimos a un hombre y una mujer con unas formas milagrosas, empujados por la corriente subidos en dos troncos».
Parece que Shakespeare, cerca del final de su vida, se recreó a sí mismo con el personaje del mago omnisciente; otros han visto en Próspero el reflejo del astrólogo de Isabel I, John Dee, quien conversaba con ángeles utilizando un disco de oro y veía en su espejo de obsidiana negra —robado del Nuevo Mundo— el futuro y el pasado. Toda la obra parece estar sucediendo antes de que fuera escrita. Está cargada, en el sentido original del término, como un barco lleno de mercancías, pero también de significado. Shakespeare conocía bien el océano: se refiere a él en más de doscientas ocasiones en sus obras y algunos críticos creen que en algún momento fue marinero. Desde luego, conocía su significado, y ambientó La tempestad en un «mar insaciable», un lugar de transformación. Tras la tormenta, Ariel le dice a Fernando que su padre, el rey, yace «en el fondo»; el agua lo ha hecho inmortal y lo ha convertido en una joya barroca:
Yace tu padre en el fondo
y sus huesos son coral.
Ahora perlas son sus ojos;
nada en él se deshará,
pues el mar lo cambia todo
en un bien maravilloso.
Para los artistas y poetas posteriores, La tempestad conservó su poder mágico y su engañosa sencillez. Samuel Taylor Coleridge pensaba que el arte de Próspero «no solo podía convocar a los espíritus de las profundidades, sino a los personajes tal y como fueron, eran y serán», y que Ariel «no había nacido ni del cielo ni de la tierra, sino, por así decirlo, entre ambos». Para Percy B. Shelley, a quien apodarían Ariel, la obra evocaba «el murmullo del mar estival» y su estado intermedio. Y para John Keats, en cuyos volúmenes de las obras de Shakespeare esta era la pieza más subrayada, se convirtió en un patrón en el que basar su imaginativa vida, como si fuera un mapa para orientarse. De hecho, zarpó del estuario de Southampton con un ejemplar de La tempestad en el bolsillo.
En abril de 1817, Keats, entonces un joven estudiante de medicina en Londres, tomó la diligencia a Southampton en busca de distracciones. Amaba el mar desde que había leído, en La reina de las hadas de Spenser, sobre «ballenas que sostienen mares sobre sus hombros» —«¡Qué imagen!»—; su práctica de la poesía lo había convertido en «un Leviatán […] lleno de estremecimientos», y en una carta a su amigo Leigh Hunt evocó «el lomo de una ballena en el mar de prosa». Pero cuando, caminando por las murallas medievales del puerto, observó las grises aguas, el joven poeta no vio lo que había visto Horace Walpole una generación antes: «El mar de Southampton, de un azul profundo, reluciente de barcos», ni siquiera alguno de los delfines que ocasionalmente lo surcaban. En su lugar, encontró las fangosas orillas descubiertas por la marea baja; el mar había huido. «El estuario de Southampton, cuando lo vi, no era mejor que cualquier masa de agua poco profunda, lo que no hizo sino responder a mis expectativas —explicó a sus hermanos—; hacia las tres ya habrá recuperado sus buenos modales». Keats tenía los nervios a flor de piel, así que sacó su libro de Shakespeare y citó La tempestad para relajarse: «He aquí mi consuelo». Esa tarde se marchó con la marea alta y navegó hasta la isla de Wight donde, inquietado por los extraños sonidos de la isla e incapaz de dormir, comenzó a escribir su largo poema, Endimión, repleto de rayos de luna, ballenas echando agua por sus espiráculos, delfines saltarines y la historia de Glauco, el pescador que se convirtió en un dios con aletas en lugar de miembros, a quien Endimión libera de la bruja Circe.
A Turner, contemporáneo de Keats, también le emocionaba el mar agitado. Su imaginación coloreó los cielos del sur; esbozó esta orilla y pintó las tormentas frente a la isla de Wight, y cuando, según afirmaba, pidió que lo ataran al mástil de un barco durante una ventisca para poder crear un gran vórtice giratorio de olas y nubes —como si estuviera viendo el futuro— bautizó el barco con el nombre de Ariel. Y en esta tormentosa historia, Shakespeare y Turner influirían a su vez en otro escritor. La escarlatina que sufrió en su infancia dañó los ojos de Herman Melville y los dejó «tiernos como dos crías de gorrión»; tenía treinta años, y una carrera como marinero a sus espaldas, cuando leyó a Shakespeare, tras descubrir, en 1849, una edición con tipografía grande de las obras del dramaturgo. Cuando empezó a escribir sobre su gran ballena blanca —con la cabeza llena de los espumosos cuadros de Turner que había visto ese año en Londres—, Melville leyó La tempestad y dibujó un recuadro alrededor de las «tranquilas palabras» de Próspero, la lacónica respuesta del mago a la inocente exclamación de su hija al ver a los aborígenes:
Miranda
Oh, maravilla!
¡Cuántos seres admirables hay aquí!
¡Qué bella humanidad!
¡Ah, gran mundo nuevo que tiene tales gentes!
Próspero
Es nuevo para ti.
Melville, hijo de una colonia, vio la profecía en la escritura de Shakespeare y en el arte de Turner: ambos lo ayudaron a crear el ominoso y extraño mundo de Moby Dick. En ella, el capitán Ajab es un Próspero monomaníaco y, del mismo modo que el fuego de San Telmo ilumina el inicio de La tempestad, las mismas inquietantes luces engalanan su barco, el Pequod, con un brillo espectral; los animales adquieren un significado simbólico —las ballenas y los pájaros acompañan la narrativa como cómplices, nadando y volando junto a la historia— y el mar se eleva con una mente propia, como en las pinturas de Turner. Mientras tanto, los mortales prosiguen con su letal oficio: una tripulación inquieta navega hacia lo desconocido —entre ellos, un caníbal tatuado, Queequeg, una especie de Calibán— y Ajab bautiza blasfemamente a sus arponeros en nombre del diablo. La fascinación del escritor estadounidense con la obra de Shakespeare no se detiene ahí. Al final de su última obra, Billy Budd, marinero, Melville imagina el cuerpo ahorcado de su «bello marinero» entregado a las profundidades, enredado en pegajosas algas, un eco del destino de Jonás en un mar bíblico —«donde simas de remolinos lo absorbieron hasta diez mil brazas de profundidad, y “las algas estaban enrolladas en su cabeza”»— y también en el de Alonso en La tempestad, quien, creyendo que su hijo se ha ahogado, desea también él yacer «en el fondo cenagoso».
Constantemente recreada, constantemente representada, La tempestad vivió más allá de su creador y pasó de mano en mano. Se convirtió en un código secreto, en un parte meteorológico marino futurista, un prolongado hechizo mágico. Conjuraba un mar singular a partir de sus extrañas bestias y sus mascaradas, y resistió contra viento y marea elevándose en una tormenta atizada por un dramaturgo cuya identidad todavía parece fluida e incierta.
A medida que un nuevo siglo se acercaba, la obra ganó impulso, acumulando nubes en lugar de amainarse con la distancia y el tiempo. Pocos años después de que Melville dejara Billy Budd, marinero inédito en su escritorio, otro exmarinero, Joseph Conrad, se inspiró en La tempestad para El corazón de las tinieblas, con Kurtz como un terrible Próspero. Dos décadas después, Eliot incluyó fragmentos de la obra en La tierra baldía, como si Shakespeare hubiera anticipado el desastre. La obra de Eliot está surcada por el dios marrón del Támesis y la costa de Nueva Inglaterra por la que había navegado de niño, un lugar poblado por monstruos marinos y restos de naufragios; y, cuando su madame Sosotris descubre su carta del tarot del marinero fenicio ahogado —«lo que eran ojos son perlas»—, le advierte: «Temed la muerte por agua». Mientras tanto, los huesos de otro marinero, «muerto hace dos semanas», son limpiados por las criaturas del mar, por las cosas viscosas que el viejo marinero vio allá abajo.6
Hechizada y hechizante, La tempestad acompañó al siglo xx como un rito paralelo; pocas obras han sido más replicadas, remodeladas y representadas. W. H. Auden reimaginó el destino de sus personajes en el drama en verso El mar y el espejo; Aldous Huxley se sirvió irónicamente de ella para su mundo feliz; y la película de ciencia ficción Planeta prohibido convirtió a Ariel en el robot Robbie, una adaptación para una época con sus propios aborígenes que temer. Al final de los oscuros setenta del siglo xx —mientras un satélite británico llamado Próspero era lanzado a los cielos, siguiendo un transmisor lanzado una década antes, de nombre Ariel—, Derek Jarman, que vivía en un almacén de Londres junto al Támesis, fascinado por John Dee, filmó su versión alquímica como «una cronología de trescientos cincuenta años de existencia de la obra», en la que Próspero fue interpretado por el futuro autor de Whale Nation, un sibilante actor ciego apodado Orlando hizo de Calibán, un hombre de aspecto aniñado andrógino, de Ariel y Elisabeth Welch cantó «Stormy Weather» rodeada de marineros bailando. En este linaje de otredad, rebosante de hermafroditas y metamorfos, no parece una coincidencia que el director quisiera que las canciones de Ariel fueran cantadas por el hombre de las estrellas7 que me obsesionaba y presidía mi cuaderno azul.
La palabra «tempestad» deriva del latín «tempus», «tiempo». Todo es nuevo y viejo en la isla de Próspero. Como el propio mar. Siempre cambiante, siempre el mismo.
En la oscuridad, ruidos sombríos emergen de los muelles y resuenan sobre el agua. Las luces rojas de la chimenea de la planta eléctrica parpadean como un faro industrial, convocando y a la vez, advirtiendo. En la oscuridad puedes ser lo que quieras. Para mí, la oscuridad eran los clubes nocturnos bajo las calles de Londres. Ahora es otro tipo de actuación nocturna.
Una hora antes del amanecer, antes de que la luz empiece a pintar de añil el cielo estival, voy en bicicleta a la playa. La tenue luz delantera delata a los zorros que han salido del bosque e ilumina las colas blancas de los conejos. En lo alto de los árboles, por encima de la orilla, un par de lechuzas leonadas hablan a graznidos. Los cuervos siguen posados en las ramas, con sus colas y picos angulares, como si, al igual que ellas, hubieran nacido de los troncos. Estas criaturas tienen su propio lugar en el interregno de la oscuridad; no deberían estar en otra parte. Nadie podría haberte dicho cuando eras joven lo que iba a ocurrir. No se atrevían. Ya es bastante comprender que lo perdido está por llegar. Veo cosas que no están.
Un momento mágico; me siento como un penitente. El mar está tan calmo que es un pecado romper su superficie. Pero lo hago. Nadar de noche, con la visión reducida, hace que el acto sea todavía más sensual. Sientes el agua a tu alrededor, te pierdes en su vaivén. Algunos peces me muerden, dejando amorosas marcas.
Floto y veo caer las estrellas.
Una tarde lo vi tendido en las gradas del puerto, llenas de hierbajos. Un ciervo, con las patas abiertas junto a la marca de la pleamar. Parecía perfecto, allí desplomado, arrojado por la marea, mirando el cielo con ojos vidriosos. ¿Había muerto tratando de cruzar a nado desde el bosque? ¿O había resbalado y caído, con sus pezuñas hendidas repiqueteando sobre el cemento mientras el pánico se apoderaba de sus ojos? Quizá alguien le había disparado, aunque no había ninguna herida en su piel bermeja.
A la mañana siguiente alguien había cogido a este ciervo marino, a esta foca con cornamenta, y la había empalado en la reja metálica. Estaba allí, colgada por el cuello, oscilando como una advertencia, del mismo modo que los granjeros clavan lechuzas muertas, con las alas extendidas, en las puertas de los graneros. Quise librarlo de aquella indignidad, bajarlo de la cruz, pero yo no era lo bastante fuerte.
Así que esperé a ver qué sucedía.
Al día siguiente, reapareció en la orilla, como si él solo hubiera bajado de la valla por la noche. Ahora lo acompañaba un cuervo carroñero, que picoteaba tímida pero íntimamente su carne, celebrando de este modo los últimos ritos. Le deseé al pájaro lo mejor y un buen desayuno.
Ya me había olvidado del ciervo muerto cuando, una semana después, vi sus restos entre la espuma. A estas alturas, el cuerpo se había reducido a una hilera de vértebras que los cangrejos y las gaviotas habían dejado limpias. Del animal solo quedaban su armazón esencial, su esquelética belleza retorcida como el fantasma de una cornuda serpiente marina que flotara en el agua. Allí estaba la gruesa cornamenta, que emergía de unos bulbosos aros de toscos bordes en la frente; entre ella había un trozo de piel que parecía del espolón. Aún colgaban del cráneo jirones de carne gris, pegados de cualquier manera al fino hueso blanco. Este pecio grotesco tenía que ser mío, debía añadirlo a los otros que guardaba en casa, a los fragmentos de porcelana blanca y azul, a las pipas de arcilla que conservaban los posos del tabaco, a los fragmentos de cristal marino translúcido, los trozos de vasijas medievales esmaltadas de color verde y las piedras agujereadas.
Con un trozo de madera para sujetar la columna, tiré de los cuernos, doblándolos y forcejeando con ellos como si fueran los de un toro. Mientras lo hacía se me pasó por la cabeza lo sencillo que sería arrancar una cabeza humana. Tambaleándome, conseguí mi trofeo, mi premio por haber observado con tanta paciencia. Tuve que sacar un ojo gelatinoso antes de meter el cráneo en una bolsa de plástico y atarla al transportín de mi bicicleta.
Me alejé de la playa pedaleando, pasando junto a peatones que no podían imaginar lo que llevaba conmigo. Ya en casa, cavé un hoyo en la cálida tierra marrón y enterré el cráneo hasta los cuernos. La cornamenta emergía orgullosa del suelo como un rosal recién podado. Amontoné piedras a su alrededor para protegerlo de los depredadores y entré en casa a esperar a que los cuernos florecieran y de ellos crecieran brotes y ramas, mientras, bajo la superficie, a la calavera le salían raíces que se convertirían en huesos, en sus vértebras perdidas, en su fémures y costillas, todo restaurado, listo para emerger de la tierra como un ciervo nuevo, resucitado, mío.
ÉLMIRAHACIALAORILLA

La pista está salpicada de luces de colores, una constelación caída del cielo. Me conducen a través del frío nocturno y ocupo mi lugar junto al piloto. Me dice que adelante mi asiento y me abroche el cinturón. Los cuernos se mueven sobre mi regazo, operados por un fantasmal copiloto; diales e indicadores LED incomprensibles parpadean y se mueven en la consola. Las ventanas de plexiglás tiemblan con las vibraciones de las hélices al avanzar hacia la pista de despegue. Estamos listos para despegar tras un enorme avión de pasajeros, el tipo de aeronave en la que he pasado seis horas para llegar aquí. Pero estos últimos kilómetros parecen los más difíciles.