- -
- 100%
- +
El avioncito sigue al mastodonte aéreo, extrayendo coraje de su estela. El piloto murmulla hacia su micrófono, la pista se despeja y las alas se tambalean. De repente, nos elevamos sobre la ciudad oscura, más oscura por el mar que la bordea.
Noto que contengo la respiración, como un niño la mañana de Navidad. Quiero volverme hacia el piloto y decirle: «¿No es increíble?». Pero él se limita a mirar hacia adelante, con su camisa blanca bien planchada, y contiene su éxtasis con tranquilidad. Todo se aleja, todas las casas, las calles, las oficinas y las instituciones, y solo queda el agua negra.
Las luces de la pista de despegue se desvanecen y las reemplazan las estrellas invernales. Orión salta sobre el horizonte, tomando perezosamente su posición; en su silueta estelar se atisba el eco de la frágil forma del cabo Cod. Es una noche muy clara, más clara si cabe por el frío; en los espacios del Cazador veo las estrellas que ha engullido y las estrellas que están naciendo. Durante veinte minutos, somos astronautas, dentro del cielo, volando hacia otro sistema. Miro hacia arriba y hacia abajo: no hay diferencia, todo es igual arriba y abajo. El mar está lleno de estrellas, las estrellas están llenas de mar.
De la oscuridad frente a nosotros emerge una línea de luces rojas que nos saludan titilantes. Es un aterrizaje tentativo: lo único que hay debajo es arena. Regresamos a la Tierra con una sacudida. Por lo que sé, bien podríamos haber llegado a otro planeta. El piloto se vuelve en su asiento y dice: «Bienvenido a Provincetown».
En los últimos días, la bahía se ha llenado de serretas. Son aves de pico dentado y cresta plumada, que deambulan constantemente sobre el mar en busca de comida y sexo. Justo frente a la orilla, tres machos arquean el cuello con lujurioso esplendor, combatiendo por una hembra. Pat dice que los gaviones atlánticos, esas grandes gaviotas, a veces copulan con ellas. Pat es mi casera, aunque quizá sería mejor referirme a ella como mi marinera. Ha vivido aquí setenta años. Conoce este lugar tan bien como su cuerpo. Yo lo veo a través de sus ojos.
De cerca, las serretas de pecho rojo son aún más radicales: grandes, pugilísticas, como si fueran en busca de camorra. Veo la cabeza arrancada de una de ellas rodando en la línea de la marea. La recojo y recorro sus dientes de velociraptor con el índice. En invierno, esta playa no es un lugar de inocencia y juegos, sino de matanza y masacre.
Desde mi terraza, oigo las llamadas desoladas de los somorgujos que cruzan la bahía. A cierta distancia está el rocoso rompeolas, salpicado de guano. Se construyó para proteger el puerto, pero pronto lo colonizaron los cormoranes. Se los desprecia por sus excrementos, que gotean como gachas de pescado, y se los acusa de acabar con las presas de los pescadores. Son tan glotonas que se dislocan las mandíbulas para tragar peces enteros. Solo Pat las ve como son: seres centinela que ha dibujado una y otra vez, yendo en kayak hasta el rompeolas y atándose a una boya para trampas para langostas, con los binoculares Zeiss en una mano y un rotulador negro en la otra.

Cormoranes, dibujo a tinta, Pat de Groot, 3 de noviembre de 1982.
Pat —ella misma parece un pájaro, con su mata de pelo plateado, sus intensos ojos castaños y sus altos pómulos— encauza a estos carismáticos espíritus. Altivos ante nuestro desdén, posan retrato tras retrato; una dinastía de cormoranes, cada perfil digno de un príncipe Habsburgo. Aferrados a las rocas con sus garras y las cabezas inclinadas para acicalarse, extienden las alas —para refrescar el cuerpo y secar las plumas—, proyectando sombras de sí mismos. Algunos han visto en estas formas un crucifijo, un símbolo de sacrificio; otros, algo más oscuro.
En las primeras páginas de Jane Eyre, publicada en 1847, la joven heroína de Charlotte Brontë toma una noche de invierno Una historia de los pájaros de Gran Bretaña, de Thomas Bewick, del estante de una biblioteca y, escondida en un asiento tras una ventana, oculta por una cortina, se sumerge en las descripciones de «los lares de las aves marinas» del mar del Norte, rodeaba por «un mar de ondas y espuma» y «los fantasmas marinos» de los barcos hundidos.
Los grabados de Bewick de «islas melancólicas y desnudas» reflejan el abandono de Jane como huérfana, una «incómoda excrecencia». Luego, cuando conoce al señor Rochester, le muestra tres extrañas acuarelas que ha pintado. Una refleja el cuerpo de una mujer de la cadera para arriba, visto a través del vapor como una encarnación del lucero vespertino; otra, un témpano de hielo bajo el manto de la aurora boreal, dominado por una cabeza velada de ojos hundidos; en la tercera alegoría, un cormorán aparece posado en el mástil medio sumergido de un barco que se va a pique. El pájaro es grande y negro, «con las alas salpicadas de espuma. En el pico llevaba un brazalete de oro con piedras preciosas, dibujadas con el mayor detalle de que era capaz mi lápiz y teñidas con los colores más brillantes de mi paleta». Debajo de él «se vislumbraba el cadáver de un ahogado a través del agua verdosa; el único miembro bien visible era un delicado brazo del cual había sido arrancada la pulsera o banda por los embates del mar».
El nombre científico del cormorán orejudo, a pesar de su rigor linneano, tiene reminiscencias góticas. Phalacrocorax auritus une la palabra griega para «calvo», «phalakros», con «korax», que significa «cuervo», y «auritus», el lema latino para «orejudo», una referencia al penacho nupcial. Su nombre común trasluce la misma alusión, si no confusión, de la contracción de corvus marinus, «cuervo marino» —hasta el siglo xvi se creía que las dos especies estaban relacionadas—. Está claro que, como los cuervos, los cormoranes tienen una precedencia noble: Jacobo I tenía un criadero de cormoranes en el Támesis, supervisado por el guardián de los cormoranes reales, que encapuchaba a las aves y les ataba los cuellos para evitar que se tragaran sus presas. Bewick los llamaba corvoranes y creía que su linaje «poseía energías de un tipo no ordinario; tiene un carácter severo y silencioso, con unos ojos notablemente penetrantes y un cuerpo vigoroso, y su comportamiento se compadece con su apariencia de saqueadores circunspectos y cautelosos, de tiranos implacables»; subrayó, además, que el Satán de Milton se encarna en un cormorán en el Paraíso, un ángel negro desterrado posado sobre el Árbol de la Vida.
El cormorán, cuya oscuridad está implícita en su capacidad de sumergirse cuarenta y cinco metros bajo la superficie del mar, antecede a todos los monarcas tiránicos; su pose de pterodáctilo evoca el pasado reptiliano de todas las aves. Y, sin embargo, para algunos ojos modernos, el cormorán es demasiado común: un carroñero, un cuervo marino o, de acuerdo con la insensible denominación que recibe en el sur profundo de Estados Unidos, el ganso negro.8 Según Mark Cocker, los pescadores británicos lo llaman la «peste negra» y exigen su erradicación. Pero este desfile de descalificaciones nos describe a nosotros mismos: ponemos nombres para conocer y poseer, no necesariamente para comprender. Ni siquiera disponemos de palabras adecuadas para nosotros mismos.
Como otros animales, los cormoranes se han visto obligados a compartir la mancha humana. Lejos de comerse «nuestro» pescado, las presas que se cobran son poco valiosas para nosotros. Más bien, parece que les atraen los objetos que rechazamos. En 1929, E. H. Forbursh, el incansable ornitólogo estatal de Massachusetts —un hombre que se erigió en abogado defensor de las aves imputadas (aunque él mismo comía alguna de las especies que estudió)—, descubrió un nido de cormoranes frente a la costa de Labrador engalanado con objetos que los pájaros habían rescatado de restos de naufragios, sumergiéndose en el agua, como el ladrón de brazaletes de Jane Eyre, para recuperar navajas, pipas, alfileres y peines. Estos hallazgos decoraban sus nidos como si con ello nos ofrecieran sus comentarios artísticos a nuestra perecedera cultura.
Una mañana de otoño, tras una increíble tormenta que azotó el Cabo y me deprimió con su imponente violencia, me desperté al alba y encontré, frente a la casa de Pat, el mar lleno de cormoranes; cientos de ellos. Expulsados del rompeolas, se habían reunido en un apretado grupo, como refugiados avícolas en una formación abstracta compuesta por afilados picos amarillos elevados al cielo, gargantas blancas y sinuosos cuellos que se movían con un ritmo repetitivo, una especie de enloquecido expresionismo cormoranesco. Una bandada de cuervos marinos, marcas sobre el agua.
Algunos se posaron en los restos en descomposición del antiguo muelle, cuyos pilares habían quedado reducidos, tormenta tras tormenta, a ángulos de cuarenta y cinco grados que sobresalían del agua. Observé a los pájaros, que se elevaban y hundían con el subir y bajar de las olas. Luego los vi más lejos. Habían encontrado una fuente de alimento, y, mientras el sol hacia destellaba sobre sus oscilantes cuerpos, gaviotas argénteas americanas los sobrevolaban, como una capa gris parpadeante sobre sus formas, que parecían dibujadas con tinta negra. La escena tenía un frenesí silencioso, y yo era su único espectador.
Casi todas las mañanas, camino hasta la playa y me encuentro con Dennis y su perra, Dory. Dennis es apuesto y todo el mundo lo quiere. Es robusto, con cabello entrecano y barba bien recortada; me recuerda a Melville. Cuando bajamos del bote de observación de ballenas tardamos tres veces más en llegar a casa porque se detiene cada dos por tres a hablar con amigos y conocidos de la ciudad. Dennis fue profesor; realizó su servicio militar con los guardacostas, pero es un enamorado de las aves desde sus años de infancia en Pensilvania. Llegó a Provincetown por casualidad y se quedó. Todo el mundo ha llegado a esta orilla desde fuera, como el propio suelo, traído para lastrar sus inestables arenas; incluso la hierba se trajo de Irlanda, para ser extendida sobre los elegantes jardines del East End.
Esa mañana, cuando Dennis y yo íbamos a nuestro encuentro, vi un pájaro posado en el rocoso rompeolas que había entre nosotros. Había metido la cabeza bajo el ala, así que supuse que estaba acicalándose, o durmiendo. Al acercarnos, Dennis sacó sus binoculares. Algo no encajaba. Me hizo un gesto con las manos abiertas y señaló al cormorán, que resbaló de las rocas y cayó al agua.
El pico del pájaro estaba atado a su espalda con un sedal y el ave tiraba patéticamente del filamento. Nadaba en paralelo a la orilla y lo seguimos. Quería regresar a tierra, confundido por lo que le había sucedido, picoteando para liberarse de sus ligaduras. Pero, según nos acercábamos, se adentraba en el mar. Dennis no era optimista. «Seguirá alejándose… o se sumergirá», dijo.
Me metí en el agua. Dennis corrió playa arriba, manteniéndose cerca de los contrafuertes para no llamar la atención. Intenté empujar al cormorán hacia la orilla, salpicándolo. Funcionó: el pájaro se dirigió a la playa y Dennis corrió hacia él, sin temor a su aleteante masa.
De súbito, allí estaba, en nuestras manos. Un asombroso círculo de zafiro alrededor de un ojo como un cabujón verde; una belleza fracturada, que devolvía la mirada sin pestañear. De cerca, sus facciones cobraban la definición con que Pat las dibujaba: pico de punta amarilla y curva, alas de un negro mate. Si de lejos parecía primitivo, a esta distancia parecía todavía más un archaeopteryx, como si tocásemos la evolución con nuestros propios dedos.
Todos los pájaros existen independientemente de nosotros: no son mamíferos y, por tanto, son extraños. No obstante, podía imaginarme como la pareja de un cormorán, fascinado por este tipo tan atractivo, construyendo un nido con él entre las rocas, elevando orgullosamente nuestros picos en el aire, celebrando nuestra cormoraneidad. Lo llevamos a la terraza de una casa que se estaba construyendo en la playa, donde un obrero nos prestó un cuchillo. Sin perder tiempo, Dennis cortó el sedal y retiró el anzuelo de la boca del cormorán. Brotó sangre, brillante y fresca sobre las plumas negras. Dennis recibió de inmediato un picotazo en el pulgar por sus molestias, lo que hizo que él también sangrara. Yo desaté las alas del pájaro. Enseguida, fue libre y, medio corriendo, medio volando, fue hacia el agua en busca de su almuerzo.

Cormorán, dibujo a tinta, Pat de Groot, 1983.
Tras un día amenazadoramente oscuro y gris, en el que la ciudad parece doblegada por la baja presión —«Todas las personas que me encuentro me dicen que se van a casa a dormir», dice Pat—, me retiro a mi estudio de la casa de madera. Sus dos gabletes se erigen sobre la playa como si fuera una capilla nórdica o un establo construido por los primeros colonos, sostenido por un par de chimeneas de obra. Duermo bajo sus aleros, en un ático que parece la buhardilla de un abastecedor de buques o la proa de un barco. Por la noche subo a mi cama elevada por una escalera de madera, asciendo a mis sueños; y por la mañana, desciendo, bajando los peldaños de espaldas como lo haría en la popa de un barco.
La casa es una construcción frágil y sólida, hecha para soportar condiciones climatológicas de todo tipo durante trescientos sesenta y cinco días al año. En invierno, el viento suspira en las ventanas, con sus capas de cristales y pantallas, ranuras y pasadores, que constituyen un complicado y, en último término, inefectivo sistema de defensa. Nadie puede vencer al viento, ni siquiera estos ojos por los que pasa.9 Frente a la casa está la terraza, una ancha plataforma de madera sobre la que Pat ha tendido un camino de harapientas alfombras de segunda mano para no pincharse con las astillas cuando va descalza. Estas alfombras aportan a los listones cierto lujo desastrado, como si se tratara de una alcoba desordenada. Agitadas por el viento y la lluvia, cobran vida propia, arrugándose como los surcos de un campo arado, desde los que emergen astillas cada vez mayores, como si fueran puntiagudos retoños.
La casa es en parte todavía árbol. Los nudos de sus paredes se han caído con los años, dejando mirillas y rutas de escape para todo lo que corre o mordisquea en su interior. Hay tantos compartimentos, armarios, escaleras y recovecos —tantos espacios dentro de otros espacios— que podría haber colonias enteras de criaturas viviendo bajo su techo. Cuando escribo estas líneas, descubro una estrecha escalera que no había visto en todos los años que llevo alojándome aquí, oculta en un armario; lleva al piso superior, como una vía de escape secreta. Y cuando abro el armario empotrado del primer piso, en el que hay ropa de cama, un gato me bufa, se encarama a una viga y desaparece en un interior donde, por lo que sé, podría habitar una colonia de felinos silvestres. Duermo con maderos desnudos cerca de mi cabeza, estampados con la marca de los madereros:
mill 50 mill 50 mill
w. c.
l. b.®
util 3/4 w. r. cedar
De vez en cuando, pececillos de plata corren por la madera de cedro rojo del Pacífico, palpando el camino con sus antenas de filigrana como pequeñas langostas, mientras los ratones arañan las vigas. Siento el tiempo y el mar a través de las paredes de madera, y el modo en que llega el día y se va la noche, y en mis sábanas hay arena en vez de migas. En ocasiones, la casa se convierte en un instrumento de viento tocado por un niño demente. Las puertas tiemblan, los espíritus impacientes exigen entrar. La madera cruje como la de un barco atrapado en el hielo; sombreretes de chimenea articulados chirrían como veletas girando con el viento. La casa reverbera como si recordara cómo fue construida, una cámara de ecos en la que resuena cuanto sucede fuera y lo que jamás ha sucedido dentro. Puede que esta cabaña en la playa sea un ente inanimado, pero me hace sentir más vivo. ¿Cómo podría sentirse nadie de otra manera, sabiendo que fuera está el mar y que la tierra ha desaparecido en el horizonte?
El frente nos golpea, directamente. Las olas, que ayer lamían los cimientos de la casa, ahora se vuelven sobre sí mismas en su despiadado asalto contra la barrera que actúa como amortiguador entre la casa y el mar. Los reglamentos urbanísticos locales, diseñados para permitir el movimiento de la mutable arena, implican que incluso las terrazas y los comedores más lujosos sean provisionales. La casa de Pat, que va ya por su sexta década, se construyó más para ser parte del agua que para estar separada de ella; las mareas de la tormentosa primavera hacen que el mar pase debajo de ella, desdeñando sus cimientos. A final del siglo, tanto las propiedades más exclusivas como las chozas más humildes cederán ante las olas: «La verdad es que sus casas —escribió el filósofo Henry David Thoreau durante una de sus visitas al Cabo son flotantes, y su hogar está sobre el océano».
Justo delante de la casa hay una balsa atada con una cadena al fondo del mar. Es otro escenario, una isla cuadrada de metro veinte de largo en la que actuar. En invierno, la colonizan las focas, que alzan sus caninas cabezas y sus aletas de cola para conseguir calor. Los visitantes veraniegos creen que la balsa está construida para nadadores humanos; pronto comprenden que está cubierta con los depósitos de otros inquilinos, los eíderes comunes que la alquilan en algunos momentos del invierno como un refugio seguro incluso cuando se sacude salvajemente con fuerte marejada.
Pat y yo vemos a un pato hembra y a un macho dando vueltas por la balsa como si estuvieran midiéndola. El macho realiza el primer movimiento, seguido por su compañera. Se quedan en distintas esquinas, como los miembros de una pareja que necesitan su propio espacio. Aparece otro macho con su compañera; a ella se le permite subir a bordo, pero a él lo rechaza el primer macho. Es un duelo. Entonces tiene lugar el ritual de hinchar los pechos y agitar las alas, como una competición en una pista de baile. Se llega al inevitable compromiso, y se admite a los recién llegados. Pronto, con la elegancia de la coreografía de los eíderes, llega una tercera pareja y se remeda el mismo ritual. Todos los gestos y arrullos, que tan extraños resultan a nuestros ojos antropomórficos —como si dijeran al recién llegado: «No hay sitio, no hay sitio»—, son, de hecho, crudas y decididas expresiones de violencia potencial y de lucha por la supremacía.
Los eíderes son otros espíritus animales de esta orilla. La presiden, junto a los cormoranes y las focas, imbuidos de su inescrutable cualidad. La balsa es su portal: los imagino sumergiéndose y emergiendo en un mundo de porcelana china para volver a asumir su imperial presencia, alzando sus señoriales alas. Puede que sean los patos más grandes, pero son también las aves más rápidas en vuelo horizontal, capaces de desplazarse a ciento diez kilómetros por hora contra el fuerte viento del noreste. Me resultan infinitamente interesantes, vistos desde mi terraza o con mis binoculares. Sus cabezas se reducen hasta terminar con picos en forma de cuña, que recuerdan a una aquilina nariz romana o al hocico de una foca gris. Las franjas negras de los ojos y las nucas color pistacho parecen un maquillaje exótico; a Gavin Maxwell le pareció que vestían el uniforme de gala de un almirante de Ruritania. Sus modales a la hora de comer no son en absoluto refinados: utilizan sus buches, forrados de piedras, para triturar y moler los mejillones y cangrejos que se tragan enteros. Pájaros que son como máquinas.
También han sufrido. En Gran Bretaña se los utilizó para el tiro al blanco en la Segunda Guerra Mundial; miles de ellos, posados en balsas en el mar, volaron por los aires. En el Cabo ese invierno encuentro muchos eíderes muertos sobre la arena, abiertos y asados a la parrilla, como si el violento frío hubiera sido excesivo incluso para ellos, a pesar de su mullido aislamiento. A una víctima hace tiempo que le han arrancado los ojos y sumergido en la oscuridad, pero su nuca sigue tensa, como la del cuello de un conejo, más piel que plumaje. Todavía se caza a los eíderes por sus esponjosas plumas para hacer edredones y abrigos, «robando nidos y pechos de aves para aportar aislamiento a este refugio», según escribió Thoreau. Toleran nuestro expolio, no les queda otro remedio. Pero, aunque les hayamos encontrado utilidad, sus características nos hablan de algo incognoscible.
Quizá sean esos ojos. Sí, son esos ojos; siempre son los ojos. Abarcan el mundo entero y, al mismo tiempo, lo ignoran.
Adentrándose en el Atlántico, Cabo Cod es como un arco tensado, doblado sobre sí mismo, una arenosa floritura que parece demasiado frágil para resistir las acometidas del océano. Castigado por sucesivas tormentas, su punta se ha transformado y ha cambiado durante siglos. Solo existe a medias y, asimismo, no está ahí en absoluto. Es poroso. El mar se filtra en su interior.
Aquí acaba América. En ocasiones, si la luz es la adecuada, como esta mañana, la tierra al otro lado de la bahía queda reducida a un espejismo, un Fata Morgana10 alarga las lejanas playas hasta que parecen acantilados que flotan sobre el horizonte como en un sueño. Cuanto más lejos te encuentras, menos real parece lo demás. En este lugar importa poco lo que sucede en el continente, o, más bien, lo pone todo en perspectiva. Es un sismógrafo en el océano americano que percibe al resto del mundo. No en vano, Marconi envió sus señales de radio desde esta orilla; creía que sus transmisores podrían captar de ese modo los gritos de los marineros ahogados en el Atlántico.
El interior de la bahía forma un arco alrededor del Cabo y pierde gente a medida que se extiende. Desde caminos que parecen vacíos con carteles que protestan educadamente —«Densamente poblado»—,11 como si hubiera tantos habitantes como árboles, atraviesas el bosque de Wellfleet y de segundas residencias hasta alguna esporádica casita de campo vacacional en North Truro, junto a la autopista, tan solitaria como las pinturas de Hopper, y luego hasta Provincetown, donde la tierra se ensancha brevemente antes de estrecharse hacia Long Point, una punta de arena tan delgada y elegante como la cola del pequeño mono verde de latón que Pat tiene sobre la estufa de madera. En la punta se encuentra el faro de Long Point, una torre cuadrada y baja, coronada con una linterna negra, que puede que salude o advierta a los visitantes, no importa. Una vez llegas aquí, ya no te marchas. Este es el final y el principio de las cosas.
Llegué por primera vez a Provincetown en el verano de 2001. Me invitó John Waters, y estuve en la ciudad cinco días; entonces no tenía ni idea de lo que esos días significarían para mí. Como un perverso mentor, John me inició en los secretos del lugar. Bebimos en la A-House, donde hombres adultos se acicalaban los cuerpos unos a otros como animales espulgándose; y también en el Old Colony, una caverna de madera que da bandazos como si estuviera borracha; y bebimos en el Vets Bar, donde los hombres hétero de la ciudad habían formado su última defensa en la penumbra. Durante las calurosas tardes hacíamos autostop hasta Longnook, utilizando un gastado cartel de cartón con nuestro destino escrito con rotulador, y esperábamos en la Ruta 6 a que alguien nos llevara. En una ocasión paró un coche de policía. Nos sentamos en el enjaulado asiento de atrás, como si fuéramos delincuentes y, cuando llegamos, John dijo: «Nos han dado la provisional en la playa». Miró hacia el océano y declaró que era tan bello que parecía un chiste. Cuando pedaleábamos por la calle Commercial en su bicicleta, adornada con una cesta de mimbre como si fuéramos la Malvada Bruja del Oeste, alguien dijo «Su Majestad» al vernos pasar.
Fue al final de mi estancia, cuando estaba a punto de tomar el transbordador de vuelta a Boston, cuando decidí ir a ver ballenas. Abandoné la tierra y subí al bote. Cuarenta minutos después, frente al banco de Stellwagen, una yubarta emergió frente a mí. Todavía sigue ahí.
No es fácil llegar aquí. Nunca lo ha sido. Durante la mayor parte de su historia humana, Provincetown fue accesible solo en barco o a través de una delgada franja de arena que la conecta con el resto de la península. E incluso una vez llegabas, era difícil saber qué había allí y qué había aquí; qué era tierra y qué mar; mapas de la década de 1830 muestran un lugar aislado por el agua, con un perímetro parcialmente inundado. No hubo carretera hasta el siglo xx; en otros tiempos, el ferrocarril traía visitantes a Provincetown, pero fue abandonado hace mucho, al igual que los vapores que traían excursionistas desde Nueva York. Hoy en día los transbordadores operan solo de mayo a octubre, y la avioneta puede verse obligada a permanecer en tierra por una tormenta eléctrica sobre el aeródromo o porque la niebla envuelva el Cabo. Provincetown marca el inicio de la Ruta 6, que va de costa a costa a lo largo de cinco mil seiscientos kilómetros, hasta Long Beach, en California. Pero fue renumerada en 1964, y ahora la carretera más larga de América del Norte parece extinguirse en la arena, como si se hubiera dado por vencida antes de empezar. Es un trayecto larguísimo en coche desde Boston, y la carretera se vuelve más estrecha según avanzas, replegándose sobre sí misma, hasta que el mar la asedia por todas partes, dejando poco espacio al asfalto, las casas o la gente. Nadie llega aquí por casualidad, a menos que quiera. No está de camino a ninguna parte, excepto el mar.