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L. M. Aroz explica el procedimiento de Juan Bautista por su deseo de defender la reputación del capítulo diocesano, cuya honorabilidad no podía soportar ningún ataque. Pero quizás es el honor del sacerdocio lo que motiva a Juan Bautista, quien acababa de ser ordenado y había tomado el tiempo de prepararse para ello con la más grande seriedad:
la idea de la sublimidad de sus funciones y de la santidad que él exige a aquellos que son honrados así, le tocaba tan fuertemente que no podía ver, sin tener el corazón desgarrado, a los sacerdotes profanar su eminente dignidad por una vida secular; él les hacía reproches que le atraían algunas veces insultos.
Esta manera de sentirse obligado por el deber de moralización de la vida social nos parece insoportable hoy y, sin duda, ya es el caso en la época: hace quince años Tartufo se había creado para la fiesta de Los placeres de la isla encantada. Una vez más notamos en Juan Bautista la marca de la Compañía del Santo Sacramento y de sus maneras de proceder.
La conversión a la pobreza
La reconstitución a posteriori del proceso muestra que realmente desde finales del año 1679 Juan Bautista comienza a caminar sobre una vía nueva que se le revela de modo progresivo y que va a conducirlo hacia rupturas decisivas. Son ellas las que vamos a intentar comprender ahora. En el capítulo siguiente volveremos a la historia de las escuelas.
La ruptura con la familia y la casa familiar
La instalación de los maestros en la casa familiar lo pone en una posición delicada con sus familiares. Es el mensaje sobre el cual insisten sus primeros biógrafos. Tomemos a Maillefer, el mejor ubicado para evocar las reacciones de sus parientes cercanos. El 24 de junio de 1681 marca un giro:
él sintió, sin embargo, que era el golpe decisivo, que el mundo no dejaría de censurar su conducta, que, hasta ese momento, lo había tenido como en suspenso. Él se preparó para las contradicciones; él recibió algunas muy fuertes por parte de sus parientes y de sus amigos que no se cansaban de reprocharle su rareza; es así como se juzgaba.
Juan Bautista transgrede las normas sociales porque, al acoger a los maestros en su casa, él abole las jerarquías del rango. En los actos notariados que él pasa en este periodo los calificativos que lo designan varían de «maestro» a «venerable y discreta persona» pasando por «señor». Y he aquí que él admite en su mesa, en pie de igualdad, a hombres que no entran en esta jerarquía, cuyo vestido, tal como nos lo describe Bernardo, denota la baja condición: «seis o siete maestros de escuela que no tenían nada de brillante según el mundo, muy simplemente vestidos, que no tienen otra cosa sino un pequeño hábito negro con un rabat, sin manto ni capota». Actuando así, Juan Bautista ataca el honor de la familia. Maillefer da testimonio: «algunos más cortantes […] le reprocharon que él deshonraba a la familia encargándose de gobernar a esas gentes de bajo nacimiento y sin educación».
El joven canónigo no se habría expuesto a ningún reproche si él se hubiera contentado con financiar las escuelas, delegando la dirección de los maestros a

naturalmente, valoraba en menos que a mi criado a aquellos a quienes me veía obligado a emplear en las escuelas, sobre todo, en el comienzo, la simple idea de tener que vivir con ellos me hubiera resultado insoportable. En efecto, cuando hice que vinieran a mi casa, yo sentí al principio mucha dificultad; y eso duró dos años64.
Para completar el tablero, Bernardo reporta el testimonio indirecto de una tía de Juan Bautista sobre su actitud durante las comidas de familia que él, al parecer, mantiene: «cuando uno comenzaba a hablarle sobre ese asunto, él cruzaba modestamente sus brazos, escuchaba pacientemente las razones que se le esgrimían, de una parte y de otra, para llevarlo a quitar su empresa, y no respondía una sola palabra» (Bernardo, 1965, CL 4, p. 43). La situación en que se encuentra es tanto más incómoda que ella puede aparecer como la conclusión paradójica del compromiso devoto de su medio; porque su decisión no tiene otra motivación sino la de implicarse personalmente y con sinceridad en el deber de educación del pueblo en el cual se involucran las élites católicas. Él hubiera podido también actuar como

La dispersión de sus hermanos muestra que su opción está hecha desde el segundo semestre del año 1681: su lugar se encuentra al lado de los maestros. Juan Luis, en sus diecisiete años, elige permanecer junto a Juan Bautista hasta su partida al Seminario de San Sulpicio a comienzos de noviembre de 1682. El segundo, Pedro, en sus quince años, se une al hogar de su hermana María, esposa de


Sin duda, los reproches contribuyeron a precipitar el momento de la opción; pero quizás no haya que conceder más crédito del que conviene a la insistencia de los biógrafos sobre las reacciones familiares. Estas últimas sirven demasiado bien al proyecto hagiográfico: marginalizando a Juan Bautista de los suyos, ellos lo sitúan de modo implícito en la posición del profeta incomprendido de su país. Sin embargo, el examen de la reorganización decidida en la segunda mitad del año no impone la idea de un grave conflicto familiar. Con su cuñado Juan Maillefer las relaciones sí parecen haberse enfriado definitivamente: es significativo que Juan Bautista no se mencione nunca en su Periódico. No obstante, sin ver allí una ayuda aportada por su familia a Juan Bautista para que pueda realizar su proyecto, hay realmente que constatar que la partida de los menores aligera su carga. Se puede también pensar que la cuestión del hospedaje de los tres hermanos menores se habría necesariamente planteado con el reglamento definitivo de la sucesión de su padre y la venta de la casa de La Salle. Por lo demás, en esos años decisivos nadie le cuestiona la tutela de sus hermanos, que él asume por segunda vez hasta 1684[66]. Es igual de significativo que Blain, el autor más tardío, sea quien insista más en las presiones familiares para quitarle a Juan Bautista sus tres hermanos menores. Allí donde Maillefer precisa las divergencias en el seno de la familia, el canónigo de Ruan ve unanimidad:
lo miraron como a un hombre terco y apegado a su opinión, de quien no se podía esperar nada más sino proyectos nuevos de un celo exagerado, más ruidosos que los primeros. No se pensó sino en quitarle a sus hermanos; y si se hubiera podido, lo habrían puesto a él mismo bajo tutela, en lugar de dejarle aquella de la cual estaba encargado. (Blain, 1733, t. I, p. 174)
El sobrino de Juan Bautista escribe de manera más reposada en la segunda versión de su texto:
[él] respondió con una moderación tan cristiana que muchos se retiraron muy edificados y resueltos a no presionarlo más por temor a oponerse a las vías de Dios. Los otros […] lo miraron desde entonces como un hombre apegado a su opinión, que nada podía doblegar, y resolvieron retirar sus tres hermanos de su casa.
Incluso si Maillefer no da más detalles, parece al menos que una parte de los familiares estuvo impresionada favorablemente por el proyecto de Juan Bautista.
La formación de la primera comunidad
Maillefer es el único en evocar la pena de Juan Bautista ante la partida de sus hermanos y escribe con pudor que «esta separación afectó sensiblemente, pero no lo abatió». Por el contrario, Blain planta a su héroe «inmóvil como una roca en medio del oleaje de la tormenta». En el fondo poco importa: no hemos guardado ninguna confesión de Juan Bautista al respecto, no más, por lo demás, que de la muerte de sus padres unos diez años antes o del deceso de su hermana

Desde su instalación en la calle Santa Margarita, Juan Bautista los invita a escoger un confesor. Ellos se dirigen al párroco de San Symphorien,

él se aplicó seriamente a organizar su pequeña comunidad. Comenzó por inspirar a sus discípulos el espíritu de modestia, de humildad, de pobreza, de piedad y de una caridad sin límites; cualidades todas que debían ser el fundamento de la simplicidad de su estado; pero como él no quería introducir nada por autoridad, y como él quería hacer un establecimiento sólido, él se contentó con orientarlos a la perfección a donde quería conducirlos gradualmente. (CL 6, ms. 1723, p. 44)
En la versión modificada de su manuscrito agrega: «él se aplicó así todo ese año a acostumbrar a los maestros a una sucesión de ejercicios con los cuales los familiarizaba de forma insensible». Esta evolución comienza en junio de 1681 y, cuando llega el verano de 1682, la estructuración de la comunidad ha progresado, sin reconocimiento canónico, bajo la guía de un eclesiástico bien inserto en la institución, pero que actúa ahí como un director espiritual en un marco privado. Es el carisma de Juan Bautista que está en acción y no se sabe casi nada de la reacción de los maestros. Se puede al menos suponer que ella no es unánime, porque solo algunos (sobre seis o siete, solo dos o tres) tomaron la iniciativa de pedirle que fuera su confesor.
El segundo cambio determinante de este periodo se produce al final de la primavera de 1682, en parte, bajo coacción. El 24 de junio, con los maestros, Juan Bautista deja la casa paterna de la calle Santa Margarita y se instala en la entrada de la calle Nueva en dos casas alquiladas frente al convento de los cordeliers (Aroz, 1975, CL 40.1, n.° 92, pp. 80-81; 1982, CL 42, p. 73).




Ahora bien, en el periodo de la Navidad de 1679 Juan Bautista se empezó a preguntar si no debía irse a su casa con los maestros. Esta coincidencia lleva a interrogarse sobre otras motivaciones de Juan Bautista: ¿piensa él poder así guardar la casa de La Salle? O más bien, ¿no es justamente lo que temen Juan y María, quienes viven muy cerca y ven a esos maestros de lamentable figura, a los cuales se les lleva la comida en la calle Santa Margarita? La sucesión incluye otra casa en la calle de los Dos Ángeles, una granja en Beine —a unas leguas al este de Reims— y viñas situadas en Chigny y Daméry sobre los costados norte y sur de la montaña de Reims, respectivamente. Las casas se visitan varias veces, mientras que Juan Bautista inicia los procedimientos para recuperar los alquileres no pagados. Así, pues, cuando él instala a los maestros en la calle Santa Margarita, el 24 de junio de 1681, no se ha hecho aún la sucesión y no parece que Juan Bautista haya solicitado la opinión de la pareja. Esta instalación parece un hecho ilegal; pero cuando los expertos establecen que los bienes no pueden ser «fácil y útilmente divididos», el alguacil del arzobispado dicta sentencia a finales del mes de agosto: ordena poner en pública subasta las propiedades de

Juan Bautista llegó hasta 9700 libras para comprar la casa de La Salle, ofrecida por 6000. Luego él cedió y fue un burgués de Reims,



Por otra parte, se da la renovación completa del grupo de maestros. Los que siguen a Juan Bautista en la calle Nueva, a finales de junio de 1682, no son los que se instalaron en la casa de La Salle a comienzos del verano de 1681:
la mayor parte de los maestros que habían permanecido con el señor Nyel en la casa que había sido alquilada para ellos, y que eran los menos regulados, y habiendo llevado una vida libre y que no sentían en absoluto necesidad de la comunidad, no pudieron acomodarse por mucho tiempo a una vida tan moderada y retirada, tal como aquella a la que los comprometía nuestro ferviente canónigo en su casa. Esa fue la causa por la que se retiraron poco tiempo después, deseando llevar una vida más libre y más independiente. Él mismo se vio obligado a despedir a algunos que no tenían bastante talento ni vocación para las escuelas, aunque tuvieran mucha piedad y que habían sido recibidos solo por necesidad. De suerte que en poco tiempo, es decir, en menos de dos meses, él se hizo a una casa nueva, no teniendo allí, salvo uno o dos, sino nuevos sujetos. (Bernardo, 1965, CL 4, pp. 46-47)
Dicho de otro modo, desde el comienzo de la primavera de 1682, el grupo de maestros se renovó casi en su totalidad. Esta transformación es significativa. Los primeros seguramente se sintieron atraídos ante todo por la perspectiva de un empleo y por las facilidades de vida que representaba el servicio de la comida y la dormida. Ellos no fueron a formar una comunidad regulada con una finalidad religiosa y se marcharon cuando comprendieron la dirección hacia la cual quería llevarlos Juan Bautista. Una comunidad no se forma sobre la base de la coacción, sino del voluntariado o, en otros términos, de la vocación. Por el contrario, una vez el grupo se instala en la casa de La Salle y sigue una vida regulada, se sabe a qué se compromete uniéndose a él. Se entra porque se quiere y porque se aceptan las condiciones, lo que no significa que el proyecto esté coronado por el éxito. Según Bernardo, los «nuevos sujetos» se comienzan a presentar entre el mes de diciembre de 1681 y «comienzos del año 1682». Quizá es en ese momento cuando entran Henri L’Heureux y



Los primeros días de la primavera de 1682 son decisivos. Representan a la vez el momento en que Juan Bautista comprende que él quizás no conservará la casa de La Salle, puesta en venta, y el momento en que toma conciencia de la verdadera dimensión de su acción: nuevas fundaciones de escuelas comienzan fuera de Reims. Él siente la necesidad de distanciarse. Blain es el único que reporta ese hecho. Juan Bautista alquila un jardín cercano al convento de los agustinos y a las murallas de la ciudad. El jardín tiene una construcción en la cual el canónigo alberga sus meditaciones y, según la memoria citada por Blain, sus penitencias:
¡ah!, si las murallas del pequeño despacho que le servía de célula pudieran hablar, qué no dirían ellas de sus sangrientas disciplinas, y de otros piadosos ejercicios en los cuales lo arrojaba la embriaguez espiritual del vino nuevo que él comenzaba a gustar.
Se puede asumir con prudencia un lugar común hagiográfico, pero conviene resaltar el puesto dado a este retiro en la maduración del proyecto de Juan Bautista. Blain es formal en su retórica muy propia: «fue allí donde, comenzando una vida completamente nueva, él formó el primer plan de la más sublime perfección». La conjunción en este periodo de diversos elementos que hemos subrayado inclina a aceptar su afirmación.
La renuncia a la canonjía
La apertura de cuatro escuelas fuera de Reims en el transcurso de 1962 enfrenta a Nyel y a La Salle al asunto fundamental del financiamiento del proyecto. Los «fundadores» no son los únicos en inquietarse por eso, sino también los maestros, y nadie como Maillefer supo traducir mejor sus temores. Transcribimos íntegramente este largo pasaje, porque es en ese momento, entre septiembre y octubre de 1682, cuando Juan Bautista se encuentra contra la pared ante el desafío de la ruptura más radical:
como ellos estaban reducidos por su estado a lo necesario y muy módico, y como ellos no gozaban de ningún fondo, les venían de vez en cuando pensamientos de desconfianza que los agitaban. Ellos se imaginaron lo peor a que podrían quedar reducidos si el señor de La Salle llegara a faltarles. Sobre eso ellos se formaban en el espíritu pensamientos quiméricos que los hacían pusilánimes y los desalentaban. El señor de La Salle se dio cuenta y cuando él quiso saber la causa, ellos le dijeron con franqueza que no veían nada fijo ni estable en su establecimiento; que el menor acontecimiento molesto podía tumbar todos sus proyectos, que era triste para ellos sacrificar su juventud por el servicio público, sin estar seguros de encontrar al final un asilo a la sombra del cual pudiesen reposarse de sus trabajos.
El señor de La Salle que no estaba lleno sino de ideas de Providencia, y que quería conducir a los hermanos por esta vía, trabajó sin descanso para levantar su ánimo abatido. “Hombres de poca fe, les dijo, ¿es así como ustedes ponen límites a la providencia de Dios? ¿No saben ustedes que él no los pone a su bondad? Si él cuida, como él mismo lo dice, de las hierbas y de los lirios del campo, si él alimenta con tanto cuidado a las aves y a los otros animales que están sobre la tierra, aunque ellos no tengan fondos ni rentas, ni cavas, ni graneros, ¿con cuánta mayor razón deben ustedes esperar que cuidará de ustedes, que se consagran a su servicio? No se inquieten, pues, por el futuro. Dios conoce sus necesidades y no dejará de proveer a ellas abundantemente si ustedes le son fieles”.
[…] “Es fácil para usted, le respondieron ellos, hacernos semejantes discursos, usted a quien no le falta nada, usted que está establecido honorablemente, usted tiene bienes, además una canonjía, todo eso lo cubre de la miseria en la cual nosotros caeremos infaliblemente si las escuelas se destruyen”. El señor de La Salle sintió vivamente la fuerza de esta respuesta. Él reconoció que los hermanos tenían algunas razones para sostenerle semejantes reproches: y él pensó, desde entonces, que el mejor medio de convencerlos de su desinterés era despojarse de todo para hacerse enteramente semejante a ellos. (Maillefer, 1966, CL 6, ms. 1723, pp. 54, 56)