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Esta última frase es esencial y atrae la atención sobre una confusión, sistemáticamente operada, entre la cuestión del desprendimiento personal contemplado por Juan Bautista y la del financiamiento de las escuelas. Las dos están, a la vez, ligadas, pero son distintas: la fundación de las escuelas no necesita que él renuncie a sus bienes y también se podría proseguir si él lo hiciera. En efecto, los capitales de fundación los aportan con mucha frecuencia donantes. Esos capitales permiten, gracias a la renta que producen, mantener sobre los lugares a los maestros. Por el contrario, si las rentas ya no se pagan, se compromete la subsistencia de los maestros. Desde que él los acogió en su casa, ¿cómo financió su mantenimiento? Es muy seguro que la renta de la

Ahora bien, los maestros no le piden que garantice su futuro con sus bienes. Ellos le lanzan otro desafío muy diferente: asegurar su futuro mostrando que él también se confía a la Providencia sin hipocresía. Juan Bautista consulta de nuevo a



Queda por realizar el procedimiento. La renuncia la debe recibir el arzobispo. Juan Bautista hace el viaje a París. Cuando llega, se entera que monseñor Le Tellier ya regresó a Reims. Este último le manda a decir que tome tiempo para reflexionar; luego le hace saber que no tiene tiempo de recibirlo. Juan Bautista intenta hacer intervenir a algunas personalidades influyentes. Consulta, en particular, a



En lugar de desistir en favor de su hermano menor, Juan Bautista inscribe sobre su carta de renuncia el nombre de


Esa opción también es la de la pobreza, porque él sabe que su familia estimará que ya no le debe nada más. Salvo Juan Luis, quien permanece a su lado hasta la crisis de la Unigenitus, no se encuentra durante su vida ninguna prueba de un apoyo de los La Salle a las escuelas o al instituto antes de que Pedro, después de la muerte de Juan Bautista, termine interesándose en ello. Pero tras la prebenda él se debe desprender del resto de sus bienes: los hagiógrafos afirman que ese despojo fue total y que él no conservó nada como propio. Sin embargo, nosotros vemos que Juan Bautista continúa velando sobre las entradas de dinero incluso después de renunciar a su tutela. Ahora bien, el instituto no tiene reconocimiento legal, por consiguiente, tampoco personalidad moral antes de 1725. Es realmente en nombre propio que él se compromete procediendo así.
En una visión simplificadora, la hagiografía evoca de manera habitual las limosnas de Juan Bautista que le habrían permitido completar su desprendimiento, en particular con ocasión del hambre del otoño de 1684 y del invierno de 1685, multiplicando las distribuciones de comida en las tres escuelas de niños de Reims y en las cuatro escuelas de niñas de las Hijas del Niño Jesús. Blain llega incluso hasta a hacerle distribuir 40.000 libras de limosna, dato puramente novelesco, porque Juan Bautista no dispone de tales recursos en esta fecha y, por lo demás, nunca dispuso de ellos. Poutet estima que gastó durante esos meses cerca de 15.000 libras y que no le queda nada cuando llegan las cosechas de 1685. En 1676 su fortuna era de 16.260 libras, de las cuales la mayor parte estaba constituida por capitales colocados. De la venta de la casa de la calle Santa Margarita, él sacó más de 3000 libras. A comienzos de 1684, con Aroz (1982), se puede estimar su fortuna en unas 26.081 libras, lo que representaba un aumento significativo y revelaría sus talentos reales de administrador67 (CL 42, p. 225). Nada indica que Juan Bautista haya demandado el rembolso de los fondos de inversión colocados, que constituyen aún la mayor parte de sus bienes. Son las rentas de esas inversiones que dan el efectivo necesario para sus limosnas. Hay, pues, que revisar a la baja la estimación de las sumas distribuidas bajo cualquier forma que sea: parece que de 3000 a 4000 libras podría ser un orden de magnitud máximo verosímil. Esta suma importante se emplea en las distribuciones de pan, tanto para los estudiantes como para los pobres que se presentan en la casa de la calle Nueva y los «pobres vergonzantes» socorridos en sus domicilios.
Bernardo precisa también que bajo la orden de su director, Santiago

En esas condiciones, ¿la cuestión de la pobreza permanece vigente? La prebenda a la que renunció no forma ni un décimo de sus rentas. ¿En qué se unió a la precariedad de los hermanos? ¿En qué se hizo «pobre con los pobres a fin de hacerles amar su estado de pobreza»? ¿La tradición hagiográfica no está sumergida en la plena hipocresía? Blain (1733) no da muestras aquí de ninguna moderación:
esta distribución diaria de pan en su casa se hacía todas las mañanas; y era después de la celebración de la santa misa cuando él venía a socorrer […] él se ponía a sus pies, y se le veía arrodillado para darles la limosna con los signos de respeto y de alegría como si él hubiera dado, visto y alimentado a Jesucristo en persona. Él hacía más: hecho pobre él mismo, asistiendo a los pobres, él tomaba en calidad de pobre una porción de pan que les distribuía y se la comía de rodillas ante sus ojos, con un gusto y una alegría que hacía sentir el placer que él encontraba en el seno de la pobreza y la caridad reunidas.
Él llevó más lejos las cosas: celoso del mérito de la pobreza más humillante, él quería tragarse la vergüenza de la mendicidad y comer una limosna de confusión pedida de puerta en puerta. La humildad y la necesidad se le impusieron finalmente; porque, despojado de todo y vuelto más pobre que aquellos a quienes había alimentado, él fue, a su vez, a expensas del amor propio, a pedir limosna, de casa en casa, de algunos pedazos de pan. Después de muchos rechazos, el recibió de una buena mujer un pedazo de pan muy viejo, que él comió de rodillas, por respeto y con una gran alegría que no se puede expresar. (t. I, p. 221)
Sin embargo, Blain señala su sorpresa: que las memorias puestas a su disposición no evoquen nunca la reacción de la familia ante la venta de sus bienes por Juan Bautista, mientras que insisten en el escándalo provocado por su renuncia a la canonjía:
¿cómo es posible que su misma familia se viera tranquilamente despojada de un bien que ella esperaba heredar, sin oponerse a ello, y sin atar las manos de aquel que daba, perjudicándola, todo su patrimonio a los pobres? Es lo que me sorprende y hay, me parece, de qué asombrarse. (t. I, 216)
La respuesta es simple: ¡no hubo escándalo porque para esa fecha Juan Bautista se desprendió solo de una parte de su patrimonio y no lo hizo en favor de los pobres, sino de sus propios hermanos! En efecto, en 1684, antes de renunciar definitivamente a su tutela, él les cedió una parte de la casa que compró en 1675 en la calle Santa Margarita por 1200 libras, estimada desde ahora en adelante en 1229 libras (o sea, una plusvalía de 2,5 % en menos de dos años), cuyo alquiler producía 66 libras; por otra parte, también les cedió ocho contratos de anualidad principales de 9177 libras. Le quedarían cerca de 11.000 libras de capital, que le producen una renta de cerca de 550 libras, o sea, aproximadamente el costo del mantenimiento anual de dos maestros, sin exceso. Juan Bautista está teóricamente al abrigo de la miseria, pero no está en la abundancia, sobre todo porque el pago de una renta es algo muy inseguro.
Hay, pues, razones para preguntarse de dónde provienen las limosnas que en el invierno de 1684-1685 impresionaron tanto a la gente. Juan Bautista parece haber tenido la costumbre de conservar sumas importantes en especies, de inmediato disponibles en caso de urgencia. Así, es asombroso constatar que en 1677, con ocasión de la rendición de cuentas de su tutela, él guardaba en la casa de La Salle 9687 libras en efectivo. En 1684, como él acaba de liquidar una parte de sus bienes mobiliarios e inmobiliarios, seguramente tiene aún escudos contantes y sonantes en un cofre. Además, como no se desprendió del todo de sus bienes, en contra de lo que proclama el coro unánime de sus hagiógrafos, él continúa efectuando trámites jurídicos e iniciando procesos. Esas gestiones le permiten percibir sumas no despreciables: solo en el transcurso de enero de 1685 él recibe cerca de 3500 libras como reembolso de diversos créditos69. Eso le permite, sin duda, aumentar sus limosnas en este periodo de gran hambruna.
Así, entre el verano de 1683 y el de 1684, se puede estimar que Juan Bautista redujo a seis o siete sus rentas anuales para llevarlas a las de un simple presbítero a cargo de una parroquia ordinaria. Él es independiente porque esas rentas son capitales que él posee y que están colocados en organismos de rentas, pero los niveles y la naturaleza de esas fuentes lo obligan a ser vigilante, puesto que los retrasos en los pagos pueden hundirlo en la precariedad. Realmente él no comparte la condición de la mayoría de los hombres que se le van a unir en el naciente instituto y que no tienen nada; no obstante, en lo cotidiano él comparte su vida simple y rudimentaria. Él tiene también los medios para contribuir al financiamiento, pero solo de una pequeña parte, del desarrollo de las escuelas.
El sentido de la pobreza
Él dio los pasos para acercarse a los pobres, esos maestros que él consideraba al comienzo «por debajo de su sirviente». Ahí reposa la última etapa de su conversión; pero estamos desprovistos para comprender lo que ella significa para él en ese momento de su vida: no hay confidencias, ninguna bella meditación sobre la pobreza que pudiera datarse de esta época. ¿Qué solución nos queda? Proponemos, primero, inscribir su renuncia a la riqueza en el contexto del tiempo y ponerla en la perspectiva de la concepción que los contemporáneos se hacían de la pobreza.
Luego analizaremos los pasajes de sus escritos, poco numerosos en el caso, totalmente posteriores a este periodo, en los cuales él evoca la pobreza y el desprendimiento. Después, bajo el riesgo del anacronismo, intentaremos ponerlos en perspectiva con los discursos más recientes, porque nos parece que este enfoque puede ayudar a situar sobre la realidad vivida por Juan Bautista las palabras que él no nos entregó. Somos conscientes que se trata aquí de un método más espiritual que historiográfico. Por lo menos, esperamos evitar el escollo del psicologismo gratuito. Hay que precisar, en fin, que esta reflexión trata solo del sentido espiritual de la pobreza para Juan Bautista. El análisis social del público tocado por las escuelas lasallistas pertenece a otra problemática.
Los devotos del siglo XVII, a cuyo universo mental pertenece Juan Bautista, tienen de la pobreza una visión que participa a la vez del pasado medieval y de la eficacia mercantilista moderna. De la Edad Media heredan una conciencia viva de que la pobreza se debe amar, porque ella es la figura de Cristo sufriente, por el cual se asegura la redención de los hombres. Hay que saber reconocer a Cristo bajo los trazos del pobre; hay, entonces, que ayudar y socorrerlo, como lo recuerdan las máximas evangélicas. Y algunos pasajes como este, de datación poco fácil, testimonian la adhesión de Juan Bautista a esta visión: «reconozcan a Jesús bajo los pobres harapos de los niños que tienen que instruir; adórenlo en ellos; amen la pobreza y honren a los pobres, a ejemplo de los Magos» (MF 96, 3, 2). Pero los devotos están igualmente convencidos de que los pobres representan un ataque intolerable al orden tanto social como religioso, y de que el uno y el otro reposan sobre la voluntad divina. La puesta en marcha de hospitales generales, comenzando por el de París en 1656, bajo el impulso de la Compañía del Santo Sacramento, quiere aportar una respuesta a esta inquietud. Veremos que el compromiso de Juan Bautista en las escuelas gratuitas corresponde también, pero no solo, a esta preocupación. La ambigüedad de esta visión no es contradictoria ni molesta. Ella fortalece el conservatismo social que portan los devotos: la sociedad tiene necesidad de pobres que deben estar en su lugar. Los testamentos del tiempo, a través de sus disposiciones funerarias, lo revelan bien. Con frecuencia, los pobres de la parroquia son destinatarios de legados caritativos, en contraposición a su participación en el cortejo fúnebre y de su oración. En efecto, si ellos son el rostro de Cristo, ninguna oración más que la de ellos puede prometer también una intercesión eficaz ante la misericordia divina. Hay que socorrer a los pobres, dado que ellos son indispensables para una buena economía de la salvación. Pero esta economía no necesita que el rico se desprenda y comparta la vida de los pobres, al contrario, él debe permanecer rico y usar bien sus riquezas… ¡dando limosna a los pobres! Cada quien está, pues, en su sitio. Justamente, Juan Bautista no permaneció en su lugar, él que, sin embargo, venía de ese medio devoto.
Sus textos ulteriores nos revelan otra visión de la pobreza y nada impide pensar que él la hacía ya suya desde el comienzo de los años 1680. Esta visión se desarrolla en actitudes espirituales: por una parte, la contemplación de Jesús en el pesebre, por otra, la imitación de Jesucristo. El Niño Jesús que Juan Bautista contempla en la Navidad no tiene nada de enternecedor, no tiene nada de ese bebé que los carmelitas miman y que suscita la zalamería. Este Niño Jesús es mucho más cercano a la mirada berulliana sobre la humillación y la «abyección» de la infancia, incluso si ese término no aparece sino excepcionalmente en el vocabulario lasallista. Jesús en el pesebre está sumergido en la pobreza, en la humillación y en el sufrimiento. Y este estado de abajamiento resulta del pecado de los hombres, del pecado de cada uno de los hombres, por consiguiente, del pecado mío, Juan Bautista de La Salle, que me impregno de esta verdad contemplando el misterio de Navidad:
sí, oh, Dios mío, creo que te hiciste niño por amor mío. Naciste en un establo a media noche y en lo más crudo del invierno. Fuiste reclinado en el heno y la paja. Tu amor para conmigo te ha reducido a una pobreza e indigencia inauditas, y tan extremadas, que nunca hasta entonces se había oído decir nada semejante. Creo, señor mío, todas estas verdades que la fe me enseña sobre tu amor para conmigo. Hubieras podido nacer en la abundancia de las riquezas, en el esplendor de los honores y en el palacio más suntuoso que jamás hubiera existido. Hubieras podido, al nacer, tomar posesión de todos los reinos del mundo, pues te pertenecían. La tierra y todo cuanto encierra es del señor, dice el profeta rey. Pero no quisiste gozar de ninguno de estos derechos, oh, divino salvador mío […] Son mis pecados, señor, que te han reducido a este estado de infancia, de pobreza y humillación. Son mis pecados que te han hecho derramar tantas lágrimas desde tu nacimiento. Es mi orgullo y mi amor por el lujo y las vanidades que te han humillado hasta nacer en un establo acostado en un pesebre sobre la paja, entre dos viles animales. (EMO 8, 192, 1-2)
En la contemplación del pesebre, Juan Bautista comprende el sentido del despojo absoluto, del cual Dios dio prueba renunciando a su omnipotencia para asumir la condición humana. Y como ese despojo no tiene otra fuente sino el amor que Dios tiene por los hombres para salvarlos, el amor que me tiene para salvarme, yo, Juan Bautista de La Salle, no tengo otra vía que seguir sino la del despojo, para participar en la obra de mi salvación que Jesús vino a emprender por mí en su vida terrestre. Porque no se puede amar a Jesús sino imitándolo. Sometiendo este texto a la meditación de los hermanos, Juan Bautista les revela una parte de su intimidad espiritual y demuestra, de paso, cuán lejos está de las concepciones jansenistas de la salvación:
haz, señor, te ruego, que en ti yo participe plenamente de tu santo aprecio a la pobreza, a la mortificación y a los sufrimientos; que los ame y los practique por miras de fe, en unión con tu espíritu y con tus disposiciones; y por la moción y efecto de tu santa gracia, activa y operante en mí, con la cual te prometo cooperar cuanto me sea posible. (EMO 10, 232, 4)
Fundamentalmente, la pobreza es el camino por el cual hay que pasar para ir a Jesucristo. No se puede imitarlo sin escoger la pobreza, sin despojarse hasta reducirse, si es necesario, a la necesidad de mendigar:
amen la pobreza como la amó Jesucristo, y como el mejor medio que puedan tomar para adelantar en la perfección. Estén siempre dispuestos a mendigar, si la Providencia lo quiere, y a morir en la última miseria. Nada posean, de nada dispongan, ni siquiera de ustedes mismos; en fin, tiendan siempre a la desnudez y al desprendimiento de todas las cosas, para hacerse semejantes a Jesucristo que, por amor nuestro, careció de todo durante su vida. (CT 15, 10, 1-2)
Imposible no acercar esos pasajes en que Juan Bautista entrega un poco de su interioridad a un texto mucho más reciente escrito por Carlos de Foucauld, quien vivió esta experiencia del despojo de manera aún más radical. Por analogía y sin demasiado anacronismo, se comprende el temor que pudo experimentar Juan Bautista en la renuncia a su rango y a su holgura: que el orgullo le tienda una trampa y que el desafío lanzado por los maestros sea un medio de alzarse ante los ojos de los hombres y, a pesar de una vocación sacerdotal sincera, lo desvíe de Cristo:
el buen Dios me ha hecho encontrar aquí (en Nazaret) tan perfectamente como posible, lo que yo buscaba: pobreza, soledad, abyección, trabajo bien humilde, oscuridad completa, la imitación tan perfecta como posible de lo que fue la vida de nuestro señor Jesús en este mismo Nazaret. El amor imita, el amor quiere la conformidad con el ser amado; tiende a unir todo, las almas en los mismos sentimientos, todos los momentos de la existencia por un género de vida idéntico: por eso estoy aquí. El monasterio trapense me hacía subir, me daba una vida honorable. Por eso la dejé y abracé aquí la existencia humilde y oscura del Dios obrero de Nazaret70.
No es solo la práctica de la pobreza lo que Juan Bautista debe amar, son los mismos pobres. Y se mide la distancia recorrida entre el momento en que el joven canónigo de la burguesía remense confesaba su repugnancia ante las maneras de los primeros maestros y ese en que Juan Bautista puede recomendar a los hermanos:
la pobreza ha de serles amable, a ustedes, que están encargados de la instrucción de los pobres. Muévales la fe a hacerlo con amor y celo, puesto que son los miembros de Jesucristo. Ese será el medio para que el divino salvador se encuentre a gusto entre ustedes, y mediante el cual lo encontrarán, pues él siempre amó a los pobres y la pobreza. (MF 96, 3, 2)
Los pobres son los miembros de Jesucristo. Algunos trecientos años más tarde, es la misma conciencia aguda del valor eminente de los pobres ante los ojos de Cristo y del valor espiritual y salvífico de la pobreza la que se encuentra en José Wrezinski, pobre de nacimiento, quien decidió consagrar su vida al cuarto mundo: