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Driver se bebió la infusión de un trago, el líquido le abrasó la garganta, pero no le importó, estaba acostumbrado al dolor y esa maldita mierda no le ayudaba a conciliar el sueño.
—A dormir, niña.
Ayla se levantó de un salto y se retiró a su habitación. Antes de encerrarla con su llave, el capitán Driver se encaró a ella:
—Cuando todo esto termine, te mataré de la manera más cruel, sanguinaria y despiadada que haya visto jamás la humanidad.
No respondió de otra manera que alzando el mentón y desafiándolo con la mirada. Driver no sabía si abofetearla o besarla. En realidad, quería hacer ambas cosas. La empujó a su cubículo y cerró la puerta con la llave que después colgó sobre el cabezal de su cama, se quitó la bata y se acurrucó entre las sábanas, pero como le había sucedido en otras noches, el sueño no llegaba a él: dio incesantes vueltas en la cama, sudaba a mares y gritos de terror se escapaban de su boca: soñaba con la guerra, una lanza traidora en un costado y una espada amiga atravesándole la cara. Una muchacha de cabello blanco y rizado le sanaba las heridas, después la hacía suya y probaba por fin aquella ansiada boca de caramelo que sabía a sangre, a la sangre de todas las personas que habían muerto en aquella guerra por su culpa, por su constante negativa de ayudarles. Su piel se convertía en ceniza cuando la besaba y sus ojos violetas se cerraban para siempre en torno a un paisaje helado. La sacudió por el cuello hasta notar como la tráquea se rompía entre sus dedos y su sangre caliente le salpicaba la cara, y entonces su cuerpo se volvía frío y gris y la lanzaba a una gran fosa llena de cadáveres chamuscados. Los monstruos volaban sobre él, y el fuego de uno de ellos le apagaba la vista. De repente: oscuridad.
El capitán despertó en medio de un grito, hacía mucho tiempo que no tenía pesadillas, no desde que mató a su primera víctima, y habían pasado casi dos décadas desde aquello. Una película de sudor frío le empapaba las sienes, respiró profundamente para relajarse, pero las manos le temblaban como gelatina. Se revolvió la espesa cabellera negra y entonces se percató de los dos brillantes ojos que lo vigilaban desde su jaula de cristal.
Driver no se lo pensó dos veces, de un salto cogió la llave de su colgador y se dirigió al cubículo, abrió la puerta de una fuerte patada que asustó a Ayla y la hizo retroceder. Agarró a la muchacha del brazo y la sacó de la habitación a la fuerza, después la tomó por los hombros y pegó sus labios a los de ella. Ayla lo miró atónita: tenía el rostro alargado y pecoso, perfectamente bien afeitado, una nariz prominente y unos labios gruesos y oscuros. La mirada almendrada con dos pupilas tan negras como el pelo, que se le escalaba en capas hasta la altura del cuello. El flequillo le ocultaba parte de la cara cuando se peinaba para lucir su uniforme de gala, pero aquella noche, en la penumbra, los remolinos traviesos le surcaban la cabellera.
El beso había sido torpe, más bien patético, pero era la primera vez que besaba a alguien y temía que esta estallase en carcajadas, burlándose de él. El valiente y sanguinario capitán Driver acobardado por un beso. Había cometido el mayor error de su vida, porque si Ayla se echaba a reír no sabría si podía contenerse y la estrangularía allí mismo, echando a perder la misión que le habían encomendado. Afortunadamente para ambos, la reacción de la muchacha fue muy diferente. Tomó a Driver por las mejillas, entreabrió los labios y le acarició los suyos con delicadeza. La sensación era más agradable de lo que se había imaginado. Un intenso calor le abrasó las entrañas desde dentro, y crecía más y más con cada beso, con cada caricia. Su corazón, de hierro, empezaba a emitir un suave y melodioso latido.
Cuando se sintió más seguro, empezó a besarla con más pasión, Ayla se colgó de su cuello e introdujo su lengua dentro de su boca. El capitán se asustó al principio al notar aquel objeto extraño, pero aquella serpiente húmeda y carnosa tenía un sabor especial, se entrelazó con la suya, danzaron, y se abrazaron, hasta que él se animó a explorar la boca de ella. No pudo evitar dejar escapar un gemido de placer cuando ella atrapó su labio entre sus dientes. ¡Qué gesto de debilidad tan absurdo acababa de mostrar frente a aquella prisionera! si alguien le hubiese visto, lo habrían tirado por la borda o algo mucho peor. Si seguía con ello debía ir con pies de plomo y ser lo más discreto posible. Aun así, continuó besándola, esta vez por las mejillas, sobre los párpados y después descendió por el cuello. La tomó en brazos y sus piernas le rodearon las caderas en una nueva sensación, un pálpito de excitación que le pareció fascinante, la condujo a la cama y la tumbó boca arriba, él se inclinó sobre ella y continuó besándola. Ayla recorría su enorme y gélido torso con sus manos de fuego, le revolvía el pelo e inició una extraña danza bajo su peso, contoneándose, atrayéndolo, rozándolo con una presencia espectral que activaba zonas del cerebro de Driver que habían estado dormidas casi treinta años: se sentía vivo, despierto y con una fuerza descomunal creciendo en su interior. Su armadura de hierro lo estaba abrasando por dentro, quemando vivo, pero nunca un dolor le había parecido tan placentero. Besó a la chica por encima de la ropa, preguntándose si su piel sabría tan bien como lo hacían sus labios. La respiración de ambos era agitada y unas gotas de sudor le resbalaron por la frente. Ella percibió su nerviosismo, agarró su mano y la introdujo bajo su ropa. La piel de él era tan fría que fue como si un cuchillo la guillotinase des del abdomen hasta el pecho. Ahogó un gemido y Driver apartó la mano, asustado e inseguro. ¿Qué le sucedía? ¿Por qué hacía ese ruido? Le había gustado lo que había palpado, la carne ligeramente blanda del abdomen, sentir su respiración bajo las costillas y abarcar la totalidad de su pecho con la mano. Ella se incorporó al ver la expresión del desconcierto del capitán:
—Es la primera vez que hago esto —se excusó en tono militar con la voz ronca.
—¿Acostarte con una prisionera?
—Acostarme con una mujer.
Driver se preparó para otra de las respuestas irónicas de Ayla, o quizá para una de sus preguntas estúpidas. El terror le irrumpió de nuevo cuando pensó en estrangularla, pero desestimó la opción en seguida, no podía besar los labios de un cadáver frío, no podía arrebatarle la llama al fuego que calentaba su cristalizado corazón.
La muchacha se puso de pie de un salto y se desvistió. No era la primera mujer desnuda que veía, pero si la primera que deseaba que fuera suya. No tenía muy claro cómo sería eso del sexo, pero, aunque fuese su esclava no la sentiría de su propiedad hasta romper la barrera física que los separaba.
Se le paró el corazón un instante. Ayla era voluptuosa, de caderas generosas y cintura estrecha, el estómago flácido por la mala alimentación, aunque empezada a endurecerse gracias a la vida saludable que le había proporcionado el capitán. Unas estrías blanquecinas le arañaban los muslos y las nalgas y tenía una marca de mercancía tatuada en la parte derecha de la pelvis. Ayla se acomodó sobre sus rodillas, le rodeó los brazos con el cuello y lo besó con pasión. Las manos heladas del capitán recorrieron su silueta: empezaron por la cintura apretando para intentar estrecharla y prosiguieron por su espalda huesuda y sus hombros angostos que podía abarcar con facilidad con sus grandes manos. Regresó a la parte frontal del cuerpo. Sus dedos rodearon el cuello y lo apretó ligeramente, concentrándose para no matarla, a Ayla pareció agradarle ese juego, cerró los ojos y entreabrió la boca, dejando escapar un suspiro que terminó en la boca de Driver. Acarició los pechos firmes y juveniles. Un instinto primario lo condujo a morderlos: los pezones se endurecieron ante la presión de sus dientes y a ella pareció gustarle, porque apretó más su cabeza contra su pecho.
Ayla lo empujó para obligarlo a tumbarse, el capitán sentía una terrible presión en la ingle, que crecía y latía con fuerza, deseando liberarse de su opresión. «Es como una espada —pensó el capitán Driver—. Una vez desenfundada, solo deseas clavársela a alguien». El cuerpo de Ayla estaba prácticamente pegado al suyo. El sudor los enganchaba, y sus respiraciones se entrelazaban a un ritmo desenfrenado: el gemido que nacía en los pulmones de uno terminaba en los del otro. Driver quería sentir la totalidad de ella sobre su ser, la piel cálida que lo hacía temblar, que lo asustaba pero que lo hacía más fuerte, por eso presionaba su espalda contra su pecho con la fuerza justa para no partirle la columna. La muchacha se enderezó y con dedos expertos comenzó a desatar el nudo del pantalón. A Driver se le paralizaron todos los músculos cuando Ayla tomó su virilidad con una mano y recorrió todo el tallo desde la base hasta el glande. Un ridículo gemido de adolescente asustado se escapó de su boca. Ayla se inclinó sobre su cara: su prisionera lo había derrotado, estaba apresado, indefenso, vulnerable… Era el primer error de cualquier novato y la primera norma del Instituto: no mostrar debilidades, no mostrar emociones, perder la «humanidad». No eran simples soldados, eran máquinas de guerra, de muerte y destrucción, sin alma que ser salvada y sin corazón que latiese. Y él había muerto, derrotado por una mujer que apenas superaba el metro y medio de altura y sin la suficiente fuerza para sujetar una espada, pero que había encontrado un arma mejor que empuñar. No tenía miedo al dolor, ni al sufrimiento, lo habían entrenado para eso, pero en aquel momento estaba aterrado, ni en la más fiera batalla se había sentido tan vivo ni tan muerto a la vez.
—¿Cómo te llamas? —preguntó ella con su voz firme y sobria, grave y melódica.
—Soy el capitán Driver, Primer Oficial al mando del crucero Saint George…
Ayla incrementó la fuerza sobre su órgano y el capitán dejó escapar un grito, mezcla de dolor y placer. Una gota de sudor se deslizó por su sien.
—¿Cuál es tu nombre? —repitió autoritaria.
—Adam, me llamo Adam —suplicó como el torturado que acaba de confesar sus crímenes más horrendos.
—Está bien, Adam. Vamos a hacer el amor —le respondió Ayla antes de devorarle los labios con fiereza.
Un nudo en los pulmones le cortó la respiración. Se sentía mareado, no le llegaba suficiente sangre al cerebro, aunque sentía un latido palpitar firmemente dentro de su ser. Sintió una fuerza sobrehumana recorriéndole los músculos: quería destrozar algo, arañarlo, morderlo y romperlo. Desenfundar el sable y sentir como las vísceras de su enemigo se hacían mil pedazos bajo su afilada punta mientras la sangre cálida le salpicaba las mejillas.
Sus manos recorrieron los muslos de la chica y los agarró con dureza. Aquel primer estallido lo había desconcertado lo suficiente para darse cuenta de que ya no eran dos cuerpos separados, sino uno solo. Adam jamás había experimentado una batalla tan despiadada, sangrienta y cruel como la que estaban librando su cuerpo y su mente por no perder el control. La sentía tan cerca, tan próxima que creía poder arrancarle el alma con los dedos. Su interior era húmedo y blando, con músculos que se contraían en busca de la postura más cómoda para ambos. Para Driver, era como matar a alguien, clavarle una espada y sentir sus vísceras romperse y salpicarle, hundir su arma hasta lo más profundo de su enemigo y observar el dolor en su rostro. Y, al igual que cuando mataba, contra más lo hacía, más lo anhelaba. La única diferencia era que, la cara de Ayla, no mostraba precisamente dolor.
Un intenso olor a almizcle anegó la habitación, puesto que se inclinó para darle un ligero beso en el pecho.
Entonces Ayla empezó a bailar sobre él, a ritmo constante pero no desenfrenado. Adam la sujetaba por las caderas y guiaba sus movimientos, y a pesar de no notar nada en parte de una mano sentía la totalidad de Ayla sobre su ser. Recorrió su cuerpo varias veces, desde las caderas a los pechos, mientras ella seguía danzando, suspirando por el placer que le proporcionaba, humedeciéndose los labios y mordiéndolos lentamente. Cerraba los ojos y se dejaba llevar… y en un momento dado y en contra de su moral, Adam hizo lo mismo y se abandonó a los placeres carnales, a aquellas olas de deleite que la muchacha despertaba en él y que estallaban en forma de tormenta en su interior, una tormenta de sonoro placer. No se esperaba que de repente le ahogara un tsunami que le desgarró el pecho e hizo añicos su armadura impenetrable, provocando que volviese a bombear sangre a su petrificado corazón. No sabía muy bien que había sucedido, una fuerza interna había sacudido su cuerpo violentamente desde la cabeza a los pies y había transmitido ese poder al cuerpo que estaba unido al suyo: la había inundado de su esencia y ahora una parte de él siempre sería suya. Todavía experimentaba pequeñas descargas eléctricas en sus muslos cuando se percató de que la muchacha estaba a punto de alcanzar el clímax. La rodeó con los brazos y se incorporó rápidamente, consiguiendo que en lugar de proclamar a los cuatro vientos que se habían acostado, lo hiciese directamente en su boca. Sintió los músculos de ella contrayéndose, le rodeó el cuerpo con los brazos y le arañó la espalda en los últimos instantes que habían sucumbido aquel indescriptible placer. Aún sentía espasmos cuando sus gruesos labios mordieron el apetecible hombro de Ayla. Ella lo abrazó con ternura y lo besó repetidamente en los labios, dejando asomar una dulce sonrisa entre beso y beso mientras le acariciaba el cabello empapado.
Adam se desplomó sobre la cama, exhausto y empapado en sudor y en otros líquidos corporales que no sabía si pertenecían a él, a ella o a ambos. Sus músculos se relajaron, a pesar de su agitada respiración y su cerebro experimentó una agradable sensación de descanso. Ayla se dejó caer a su lado, con los mismos síntomas en su cuerpo. Driver sentía una profunda vergüenza hacia su persona, hacia su cuerpo y hacia su rango. No se merecía estar al mando de una misión tan importante si era incapaz de resistirse a la piel cálida y a los besos de una muchacha. Había tirado hombres a las hélices por encontrarlos acompañados en un camarote. Les había mandado cortar la virilidad a compañeros que habían compartido cama… Pero lo suyo era mucho peor, porque él se había acostado con una prisionera. La manera más eficaz y rápida de acabar con esta locura era matar a la chica y seguidamente clavarse el sable en el estómago. Todas sus preocupaciones se esfumaron de repente cuando la muchacha abrió de nuevo la boca:
—Ha sido… Ha sido estupendo, Adam —confesó entre suspiros—. No me creo que sea la primera vez que te acuestas con una mujer.
Adam se incorporó sobre un codo para mirarla, y aunque no sentía apenas nada con la mano izquierda, se dedicó a acariciarle el estómago desnudo y a observar cómo se le erizaba la piel y su cuerpo se contraía en busca de sus caricias. La marca sobre la pelvis indicaba que antes de ser su esclava, había pertenecido a otro.
—Te juro que es la primera vez. —Una sonrisa traicionera se escapó de sus labios.
—Pero habías estado antes con hombres, ¿no? —Driver negó con la cabeza—. Pues ha sido genial…
Ayla cerró los ojos para rememorar el momento.
—Deduzco que no es la primera vez que estás con alguien.
—Cariño, he estado con bastantes más mujeres que tú.
Los dedos de Adam recorrieron el abdomen de ella, se enredaron entre el vello de la entrepierna y descendieron a la oscura cueva que le había proporcionado tanto placer. Aún estaba húmeda.
—Abre la boca —ordenó mientras introducía sus dedos en ella.
Driver se deleitó viendo como ella saboreaba aquella extraña mezcla que había surgido de la explosión de ambos. Se preguntó qué sabor tendría y si él sería capaz de danzar sobre ella como Ayla había hecho con él. La muchacha se incorporó en silencio y se pasó las manos por el pelo revuelto. Fue a buscar su ropa, pero Adam la detuvo agarrándola con violencia por la muñeca. Contrajo la mandíbula, luchando contra su instinto violento para no forzarla a formar parte de él otra vez. Se le humedecieron los ojos, pero fue incapaz de pronunciar palabra. Ayla le dio un beso en la frente.
—Voy a lavarme, en seguida vuelvo. Te lo prometo.
A pesar de la oscuridad que reinaba en la habitación, Adam fue capaz de distinguir como aquellas caderas se contoneaban hasta desaparecer entre la pared de cristal del cubículo, también aprovechó para asearse, se sentía sucio y asqueado, avergonzado porque su cuerpo se hubiese derramado dentro de ella. Era una debilidad, un obstáculo, tenía que deshacerse de ella antes de que fuese a peor, antes de que, como decía Ayla, «se enamorase de ella». No se oía más sonido en la habitación que el agua de la ducha, como un lejano eco. Podría ir con ella, lavarle aquella piel tan suave y besarla de nuevo, ¡Por todos los dioses! Qué bien sabían esos labios, que maravilloso era sentirlos presionándolos contra los suyos. Desestimó en seguida la idea y estuvo a punto de golpearse la cabeza contra la pared para olvidar todo lo que había hecho aquella noche. Pensó en coger la llave y aprovechar para encerrarla de nuevo, pero entonces el grifo dejó de funcionar y la muchacha salió de la ducha, se vistió con una túnica limpia, ancha, que apenas dejaba entrever el nacimiento de los pechos y esbozaba la silueta de la cintura sobre la tela blanca. Se acercó de nuevo a la cama, en silencio, e intercambió una mirada solemne con Adam, éste, instintivamente se hizo a un lado y permitió que ella se acomodase con él.
Le temblaron todos los músculos del cuerpo cuando ella se tumbó sobre su pecho y cerró los ojos. Casi rozando la inconsciencia, Ayla continuaba analizando la situación respecto las diferencias entre Adam y el resto de sus amantes.
—Creo que es la primera vez que hago el amor con alguien de quién estoy enamorada. —Otra vez aquella maldita palabra que el capitán Adam Driver odiaba.
Pero a pesar de todo, rodeó su cuerpo con los brazos y se durmió.
Descansó como no había descansado en meses, desde que zarparon de aquella ciudad asiática semi-inundada, con una chica sucia y mugrienta que había intentado arañarle la cara, y con la que ahora retozaba.
Adam se levantó antes de que saliera el sol, como tenía por costumbre, mucho antes de que sus donceles le trajeran el almuerzo y lo ayudasen a vestir. Recogió con cuidado el cuerpo cálido que descansaba a su lado, sus pulmones se hinchaban despacio y apenas podía distinguir las facciones de su rostro por los mechones de pelo blancos que le caían desordenados sobre la frente. Ayla se revolvió cuando la cogió en volandas y abrió los ojos lentamente, la piel se le erizaba al abandonar el cálido contacto de las sábanas. Siempre había tenido un sueño muy profundo, estaba tan acostumbrada a mal dormir en cualquier lugar que la primera vez que se metió en una cama de verdad, durmió doce horas seguidas.
—¿Qué pasa? —murmuró apoyando la mejilla sobre el corazón de Adam.
—Nada. Sigue durmiendo.
Entró en su cubículo de cristal y la metió en la cama. Se quedó a su lado, observándola en silencio, mientras aquellos ojos grandes se entrecerraban y una sonrisa dulce se dibujaba en sus labios. Adam volvió a su habitación antes de que llegasen los donceles quiso tumbarse de nuevo en su lecho, pero cuando lo intentó, el dulce aroma de la muchacha le perforó las fosas nasales. Las sábanas… las malditas sábanas olían a ella. Era un olor suave, dulzón, como el regusto de la miel después de haber desayunado, se mezclaba con el olor a rosa roja, penetrante e intensa que desprendía la muchacha cuando estaba dentro de él. El capitán agarró la almohada donde ella había dormido y se la restregó contra el rostro, recordando sus besos en su boca y sus dientes desgarrando sus labios y entonces, el capitán Adam Driver Wright perdió el control: agarró la almohada y la tiró al suelo. Sacó las sábanas de un tirón y las intentó lanzar al mar por una escotilla. Le dio la vuelta al colchón y propulsó tal patada al somier que los diplomas de sus méritos, sus mapas y cuadros que estaban colgados de la pared cayeron al suelo rompiéndose en mil pedazos. Agarró su sable, el que tenía como pomo una cabeza de lobo y vetas rojas en el filo y destrozó las almohadas, empantanando la habitación de plumas blancas. Ayla, en su camarote insonorizado, no escuchó nada. Cuando los donceles llegaron, intentaron calmar al capitán con un potente analgésico. No era la primera vez que le daban esos ataques de ira, normalmente iban asociados al estrés postraumático y la tripulación lo asoció a la tormenta y a la emboscada que habían vivido el día anterior.
Adam Driver estaba furioso, le había fallado a su equipo, a su tripulación y a su señor. Había sido seleccionado desde niño para formar parte del Cuerpo de Élite. Había entrenado toda la vida para esa misión: le habían cortado media mano y le habían rajado la cara. Una lanza le había atravesado el costado y aun así había seguido luchando. Solo tenía que vigilar a la chica, procurar que trabajase y llegado el momento ejecutarla, pero en su lugar, se había metido en la cama con ella. Y encima, la muy impertinente, no paraba de insistir en que se había enamorado de él: ¿cómo era eso posible? No tenía corazón, ni alma que ser salvada, ni sentimientos, ni emociones, era una máquina, una cruel máquina de matar que no había dudado en atravesar el corazón de su padre cuando fue necesario, y que lo haría mil veces más si eso suponía ganar la Guerra.
Cuando Ayla despertó, la habitación volvía a estar impecable. Se sobresaltó al encontrarse a Adam ya vestido con su túnica negra y su capa de oficial, de pie a su lado, con su imponente estatura de casi dos metros de altura. El sol entraba perezoso por las escotillas, la mañana estaba muy avanzada. El capitán agarró a Ayla por el cuello con su enorme mano, ella no forcejeó, sabía que si lo hacía él apretaría más, pero eso no impidió que agarrase su muñeca con fuerza, en un intento inútil de apartarlo de ella. Sus ojos estaban húmedos, pero no tenía miedo, gorgoteos de dolor se escapaban de su boca entreabierta. Driver introdujo su mano enguantada entre sus labios y la forzó a tragar. Después la soltó bruscamente contra la cama. Ayla tosió por el esfuerzo mientras luchaba para mantenerse incorporada, se llevó las manos temblorosas al cuello enrojecido:
—¿Qué me has dado? —le preguntó con furia—. ¿Me has envenenado?
Adam no dijo nada, se retiró pacientemente del cubículo y cerró la puerta con llave. Ayla pateó el cristal, gritaba, lloraba y golpeaba con todas sus fuerzas, pero gracias a la insonorización, Driver no podía escuchar nada. Mostró a la muchacha un blíster de píldoras de color rosa pegándolo contra el cristal: anticonceptivos… Ayla se quedó aturdida, sin saber cómo reaccionar. El capitán se acercó a través del interfono de su cubículo y le habló en su tono militar, aquel que utilizaba para recordar a sus subordinados que su interior estaba recubierto por una armadura impenetrable de acero:
—Acerca de lo que sucedió anoche…
—¿Qué sucedió anoche? —respondió ella acercándose al micrófono. Si no fuese por la gruesa pared transparente, casi que podía besarla—. Anoche me observaste trabajar mientras bebías tu infusión y la teniente Jazz vino a preguntar qué rumbo debíamos tomar. No sucedió nada más.
Driver se quedó de piedra. La voluntad de aquella muchacha era inquebrantable, una parte de él murió un poco aquella mañana.
—Exacto —respondió abatido—. Anoche no sucedió nada…
—Solo soy una prisionera. Tu prisionera, y cuando deje de serte útil me matarás de la manera más despiadada, cruel y sanguinaria que te puedas imaginar. —No era una amenaza, era una promesa.
El resto del día transcurrió con relativa normalidad para los dos: el capitán evaluó los daños que habían sufrido durante la batalla anterior. No había habido bajas, pero si heridos y una pérdida importante de material y tecnología: dos de sus vehículos anfibios estaban irrecuperables y otros tres habían sufrido daños graves. Ayla, por su parte, seguía con sus estudios de cartografía y traducción, investigando cual era la manera más eficaz de cruzar la gran masa continental que se interponía entre el barco y su objetivo:
—¿No cenas aquí esta noche? —preguntó la muchacha al ver que el capitán se preparaba para salir en lugar de cenar en su camarote como tenía por costumbre.
Se había vestido con el uniforme de gala: una larga túnica gris con una banda roja y hombreras doradas. Llevaba guantes blancos en las manos y una gorra blanca. Incluso a través de las manoplas se apreciaba la rigidez de su mano izquierda. No llevaba su casco y capa habitual, con el que se cubría la mayor parte de su rostro, a Ayla le parecía muy atractivo: era tan hermoso y cruel como un infierno, era malvado, pero le amaba tanto…