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Por eso Lacan dice bien cuando piensa qué puede llegar a ser un hombre para una mujer, que él no puede ser un
sinthome, porque sinthome es algo bien acotado. Si dice un sufrimiento –su peor es nada, si lo tomamos en esos términos–, o estrago, quiere decir que es un sufrimiento que no tiene límites. Es en eso que se inicia esa acción devastadora.
La característica es la ausencia de límites en una u otra dirección, independientemente de que se subjetiviza positivamente como un goce muy especial, o que eso mismo sea vivido en un sufrimiento muy especial.
Volveremos a comentar este matiz que es simplemente una articulación de la doctrina de Lacan sobre la feminidad. Lo que está detrás de esa palabra ravage o estrago es una manera de articular algo que no tiene nombre, porque cuando las cosas tienen un nombre ya tienen un límite, que lo ubicamos hipotéticamente en psicoanálisis como la cuestión del goce femenino, que en una ocasión así la mejor manera de presentarlo es al modo en que lo presenta Lacan en el Seminario Aún (6), que es justamente de una manera hipotética. No sabemos si eso existe, pero si existiese sería una cosa diferente a los goces pulsionales, a los goces fálicos que el psicoanálisis estudia. Su diferencia crucial es que todo el goce que el psicoanálisis puede estudiar, encontrar su lógica, y ver su papel en el síntoma, es un goce para el que existe límite. Y si es que hay otra cosa que se ubica con el nombre de feminidad, de goce femenino, tiene que ver con la ausencia de límites, con la lógica del no-todo.
Entonces distingamos eso que no está en el término estrago y en su uso coloquial, ni tampoco exactamente en devastación. Si ella tiene un límite, no está en juego su feminidad, y dice: “Realmente este tipo me ha hecho un estrago porque me vendió el departamento que le puse, me dejó sin un centavo, se llevó todos los muebles, se llevó los niños, y además habló mal de mí y he perdido el trabajo. Me ha devastado”. Pero si eso está limitado de todos modos, bien, “¿que más me puede hacer? Ya me las hizo todas”, así que se traza un límite, “más no me puede hacer”. No es un caso de estrago en el sentido de Lacan, sí en un sentido de diccionario.
La devastación es tremenda porque es que ella sabe que, a pesar de todo eso, es más, y más, y más lo que le puede seguir haciendo, porque no tiene límites. Y es un problema en análisis, y para los familiares, para las amigas, donde todos le pueden decir: “Ponete un límite, basta”. Ella dice: “Sí, sí, sí”, y lo ve en la esquina, y la devastación continúa. Es decir que no hay palabra que logre detener ese estado amoroso que la transporta, que la rapta, que la rapta de sí misma, porque en el sí misma desde el punto de vista de sus ideales, de la parte de cordura, etcétera, si uno la sugestiona un poco reconoce todo a nivel de los límites, puede reconocer que mucho antes ella tendría que haberle puesto un límite. Bueno, todo eso muy bien, y ella lo cree, se lo aprende de memoria, lo repite y dice: “Voy a hacer así”. De pronto, otra vez sucede el rapto, la captura que la transporta. Otra vez comienza ese campo en el cual la característica es lo que no va a tener límite, lo ilimitado, lo que nunca es definible con una frontera como un todo, como un conjunto cerrado.
Otra manera lógica de decirlo es que es algo a ubicar siempre en un conjunto abierto. En un conjunto abierto la devastación no tiene límites.
He empezado por la segunda frase para indicar que no debe ser entendida desde el punto de vista del sujeto histérico. Es una frase de Lacan que indica el sentido fuerte del enigma de una mujer en cuanto a su feminidad. Así que escapa a todo lo que podemos situar a partir de Freud y Lacan en la mujer, de lo que en ella entra en la medida fálica, en el Edipo, en la castración, en sus rivalidades de tener o no tener, en su posición de representar la mascarada fálica. Todo eso tiene una problemática perfectamente ubicable en análisis, con sus síntomas. Desde ese punto de vista sí se podría decir que también un hombre puede ser síntoma para ella, pero en la parte que ubicamos freudianamente, como ella en tanto sujeto de deseo, coordinada al significante fundamental del deseo que es el falo.
Les advierto esto porque, si no, se confunde la frase. Esta es una frase donde Lacan lleva al máximo la oposición entre la posición masculina y la femenina propiamente dicha. No lo que ella tiene también y exactamente igual que los hombres en cuanto a su deseo fálico. Sólo en ese extremo tiene sentido decir que en la condición lógica masculina no hay nunca conjunto abierto e ilimitado, la condición de su goce tiene otras características perfectamente localizadas.
¿Y qué es ella para él? Ya lo sabíamos en Lacan, por ejemplo, cuando lo habíamos estudiado a nivel de fantasma. Ella para él es un fantasma, es decir, cosas muy precisas y acotadas según los rasgos que le resulten atractivos, su amor no lleva a ninguna devastación. Si ella pierde sus atractivos él ya se busca otra, ningún rapto lo lleva a él a ningún transporte de nada. Su excitación, su deseo, su pasión amorosa y sexual va a una cosa perfectamente localizada. Siempre se da en los ejemplos que puede ser un lunarcito, ese lunar tan bello que tiene –se ha cantado una canción así–, así que él va a eso. No es que por eso él no pueda perder sus bienes también, y hay tantas historias de amor donde él por ese lunar va dejando la familia, se va corrompiendo, tantos tangos que cuentan la devastación masculina por causa de una mujer. Pero no lo vamos a explicar con el término ravage como lo entiende Lacan, porque es siempre una devastación limitada.
Es muy complicado retroceder ahora, porque en realidad la cita vinculada a la relación madre-hija es anterior y en un contexto muy distinto en la enseñanza de Lacan. La segunda cita que he comentado hasta ahora está en el contexto de un Lacan que ha dejado por detrás las explicaciones edípicas en psicoanálisis, por no encontrar una explicación suficientemente satisfactoria.
En el Seminario El sinthome (7) está inventando una cosa que es la estructura del nudo borromeo, y con eso está pensando de una manera completamente nueva la noción de síntoma. Así que es en un contexto teórico muy nuevo, con una noción de síntoma totalmente nueva, que Lacan menciona esta diferencia en la que surge la devastación o estrago que un hombre puede ser para una mujer, para lo femenino como tal.
Mientras que en el texto “El atolondradicho”, (8) hay todavía en cambio mucha referencia a los postfreudianos, mucha referencia al retorno a Freud, y en qué se podía desviar el psicoanálisis si no se volvía a ciertos principios, a entender bien respecto de lo que había sido el planteo de Freud.
Si recuerdan que les leí la frase, es una referencia al complejo de Edipo según Freud, y a un detalle bien freudiano y bien precisado, que indica que tenemos que estar a nivel de la descripción de los tiempos del Edipo, de la función del padre en los tiempos del Edipo, y de cómo funciona eso para ella. El tema, presentado como con cierta paradoja, era esa suerte de diferencia que Freud encuentra para una estructura que piensa para ambos sexos. Ambos deben pasar por el nudo de la castración a través del complejo de Edipo.
Esa sutil diferencia ya encontrada por Freud es que no hay en ella algo realmente para castrar, tema que encontraba Freud como nudo bien dramático del Edipo.
El niño se instalaba en el Edipo, pero iba a tener en algún tiempo que confrontarse con la amenaza de castración, con todos sus efectos en cuanto a la represión, la formación sintomática, etcétera. Una castración cuyo agente era el padre. Saliendo de la constitución de esa castración, que posibilita al niño varón asumir a su vez el ideal paterno, y postergarse para más tarde dedicarse a lo pulsional, eso le daba una salida del Edipo. Nunca anduvo con claridad esta explicación para el caso de ellas, en las cuales se hace más complicada porque hay que invitarlas al Edipo, pero como no tienen qué para presentarse –el Edipo es una historia de quién la tiene, quién no la tiene, te la corto, no te la corto–, ella dice: “es una fiesta que no me corresponde”. Ellas no deberían tener Edipo, entonces es complicado, hay que suponer que ellas se imaginan teniéndolo, entonces con ese disfraz son invitadas a la fiesta del Edipo, y después pueden hacer: “¡Ay! No la tengo”, y experimentar la castración.
Siempre quedó una parte un poco difícil de explicar acerca de cómo podía tener un alcance real la castración en ella, o cómo podía operar una especie de angustia de castración, porque no da con claridad lo mismo que para el caso del varón.
Es por ello que Freud dice que no hay salida del Edipo para ella. Puede permanecer identificada a ese agente de la castración toda la vida, al padre, cosa que se verifica clínicamente. No tiene que pasar por esa metaforización de batalla, él o yo –con el padre– para poder ella advenir a no sé qué posición. Queda tranquila una vez que está ubicada en referencia a un significante, ella no piensa competir con ese significante, se articula en relación; lo que puede hacer es pedirle a ese significante todos los días, quejarse, molestarlo, pero no le interesa asumirlo, sino que esté ahí, en el padre, en el novio, en el marido, en un sacerdote, en el analista, donde sea.
Freud ya nos dice que –siendo en ella su castración edípica algo que no se entiende con mucha claridad más que con una especie de simulacro–, ella permanece ahí como pez en el agua. Lacan en eso sigue a Freud, pero por otro lado indica que hay algo que aparece en cambio con una especificidad clínica propia de ella, y que no es así en el caso del varón.
Ahí tenemos ubicado el tema, que es como decir: no es tan pez en el agua. Es pez en el agua en esa referencia paterna, pero no parece ser tan pez en el agua cuando se trata del vínculo de ella con su madre. Ahí tenemos esa frase y otra vez aquí el término ravage.
Por eso en L’étourdit, la frase termina diciendo:
[…] contrasta dolorosamente con el hecho del estrago que, en la mujer, en la mayoría, es la relación con la madre, de la cual parece esperar, como mujer, más substancia que de su padre –lo que no va con su ser segundo en este estrago. (9)
Esta cita nos parece indicar como una mala orientación buscar en la madre resolver la condición del estrago, porque ésta es a su vez otra persona estragada. Ese es el primer sentido de esa frase.
Hace muchos años utilicé mucho esta cita, fui un poco pionero, porque las utilizaciones de ésta vinieron un poco después, y con más vuelo y con más sentido del que yo había podido darle al principio.
Ocurrió que llevaba por años –lo sigo haciendo– un grupo de discusión clínica con colegas, y por el año ´90, discutimos dos o tres veces por semana el mismo caso; cuando más o menos lo agotábamos un poco, alguien presentaba otro caso. Es una práctica que continúo, porque es de mucho provecho la discusión de casos clínicos en veinte minutos, una hora, cada vez, dejar pasar unos días, volver a discutir el mismo caso, dejar pasar una semanita y volver a discutirlo. Así se consigue de a poco encontrar cosas más paradigmáticas y ordenar los distintos niveles, porque la clínica se puede discutir bien, pero desde distintos puntos de vista. Los psicoanalistas están todos con distintos puntos de vista, enfatizan más unas cosas que otras. Por esa discusión clínica, al terminar ese año de trabajo, descubrí que, si habíamos discutido diez o doce casos en el año, seis o siete eran redundantes, porque planteaban una misma cuestión que a los analistas los dejaba sin recursos.
Era fácil observar que, cuando el análisis lo pide, una muchacha entre quince y treinta –podemos retroceder más si quieren, de los once–, anda por sobre ruedas el despliegue del mismo, donde se va situando su cuestión en relación al padre, y del padre a sus sustitutos, con un efecto que lleva una cierta elaboración de separación de la madre. Y es muy frecuente en los casos que se da, en los cuales puede haber toda una serie de inhibiciones, de dificultades para hacer pareja, de inestabilidad, siempre muy vinculadas a una mujer que está todavía muy presa, vive en la casa con la mamá, piensa demasiado en la mamá, está dejando pasar los novios un poco por la mamá. El análisis, en la medida que la sitúa en el Edipo, en lo que Freud ya había dicho que era el paso de la subjetivización importante para la mujer en el orden fálico, la conducía a preferir al padre a cierta altura y no a la madre, ubicando dónde está el falo –en el sentido de quien lo tiene–, y siendo a través de la relación con un hombre, a partir del padre, en el que puede empezar a jugar un destino de mujer. Allí elaboraba lo que es ser deseada, lo que se dice ser un objeto de deseo de los hombres, y también por esa vía encontraba una forma sustitutiva de ese falo bajo la ecuación pene-niño y su ubicación como madre.
En una ciudad con tanto análisis como Buenos Aires, y un poco en toda la Argentina, es un resultado terapéutico muy frecuente en el análisis de mujeres, el que efectivamente se quitan un poco las ñañas, ciertas histerias, soportan un poco más a los hombres, se ubican y despegan. Hasta había llegado a ser un poco burdamente una especie de estandarización. Ya en el psicoanálisis anterior a Lacan era una cuestión de presionarlas a que dejasen la casa materna, que empezasen a salir de ahí y a vivir o con una amiga, o solas, y rápidamente ubicar un hombre, casarse, tener los niños, etcétera. No me burlo tampoco de eso, porque es como un poco más allá de la orientación que uno tenga, ella habla, y por el solo hecho de que habla se va ubicando en sus temas, esta es una de las salidas muy frecuentes.
El tema clínico que había aparecido ese año en bastantes casos es cuando nos retorna ella a los cuarenta y pico, solamente que separada, tal vez por segunda o tercera vez, con una seguidilla de experiencias con los hombres tan dolorosas y catastróficas que hay un: basta. Aunque quede un lugar de ilusión que, de golpe, como la lotería, le hiciese pasar a no sé quién, tal vez, pero ella ya no va a hacer nada por buscarlo. Y nos encontramos que, con la separación, y las dificultades económicas, y ninguna perspectiva de rehacer su vida en relación a un hombre, muchas veces porque los años han pasado y el padre además ha muerto, retorna muy fuertemente al vínculo con la madre. Que ya puede empezar a valer mucho, en el sentido de que, por lo menos, le atiende los chicos un tiempo, mejor o peor, incluso todo el nivel del manejo del dinero ya empieza a ser sólo de ella o con los consejos de la madre. Y una clínica donde empieza una circularidad de odio y de amor, de queja y de sostén, que tiene la peculiaridad de no saber encontrarse dónde eso realmente pueda separarse, porque los mismos accesos de odio y de furia que mínimamente deberían llevar a una persona a no querer verla más –eso ocurre en la pelea del viernes a las ocho de la noche– es cerrado a la mañana siguiente tomando unos matecitos que sólo se toman con mamá, y conversando, conversando, y conversando para llegar a las once de la mañana a una pelea con insultos y angustias tales, que es la madre la que parece que se tira por el balcón pero ella la agarra, pero entonces la hija dice: “No puedo vivir más con vos, sólo me queda el suicidio”, y la madre le dice: “Hija, te acordarás de mí cuando me muera, porque vos me vas a matar”, y una cosa infernal y que se describe como tal, y que al mismo tiempo no se puede salir de eso.
Para el analista, él o ella como analista, la posición del analista, todo el truco que había funcionado tan bien en la primera fase del análisis ya no funciona, más cuando esto se ve en un re-análisis. En el re-análisis ya es el colmo, porque cuando vuelve a análisis a los cuarenta con esta decepción y en este estado, ¿uno que le va a decir? “Usted tiene que irse de la casa de su madre, está muy pegoteada con su madre”, y ella dice: “Mire doctor, eso ya me lo dijeron a los dieciocho y lo hice, ¿pero qué solución hubo?”
Ella, como mujer en la vía freudiana de articularse al deseo del hombre, empieza a no tener salida. Tampoco le vamos a sugerir que qué bien le haría la ecuación pene-niño, porque ya arrastra tres que no sabe si dejárselos a la madre, si los cría la madre “porque me los está robando y yo me doy cuenta”.
Entonces esa era la dificultad, y es en esa dificultad que lo asocié en aquella época con esta frase de L´étourdit (10) y los puse a trabajar sus casos, y a revisar las distintas doctrinas de Freud, de Melanie Klein, y otras posiciones más contemporáneas hasta Lacan. Y bien, trabajaron e hicieron un librillo que se llama Un estrago. La relación madre-hija. (11) Al redactar las cosas en equipo, se tomaron su tiempo, pero lo hicieron, así que salió editado en el ´93, ya van a hacer siete años.
El enfoque que yo les sugerí, que me parece clínicamente importante, era ir a los casos más paradigmáticos, y no ponía tan en juego la cuestión de la feminidad como tal.
En el caso que veíamos como más paradigmático, hay un pacto común entre la madre y la hija. Es un pacto desolador, porque es un pacto de entenderse como nadie, una y la otra, en el desprecio, la decepción por los hombres.
Por supuesto uno ve en la clínica cómo ella, aunque haya hecho algunos pasos y después le fracasan, todos estos retornos hacen revivir cosas que ya estaban en la relación con la madre desde su infancia, pero hay situaciones en las cuales hay un guiño fatal de madre-hija. ¿Por qué digo fatal? Porque es un guiño imposible de prohibir, desde cierto punto de vista tiene una verdad completa. No tenemos hombres de una eficacia tal, que no se vaya a dar en la pregunta decisiva de la hija acerca de qué es una mujer, dirigida a esa que debe saber algo, porque es mi mamá, ese guiño: “Hija, tu padre es un imbécil. Lo fue siempre y todos los hombres son iguales, y te lo digo yo”. Hay un mensaje de muchas madres a sus niñas ya pequeñas –en esas preguntas–, que es ya ese mensaje como diciendo: “Hacé lo que quieras, pero si vos me preguntaste yo te digo la verdad, nuestro destino es un estrago, es una catástrofe, no hay salida”. Con variantes en el estilo: “Aguantá”, o con más cinismo: “Sacale plata, no hagas como yo que fui una boba de entrada, no te dejes engañar en esto, defendete”.
Ese pacto es muy difícil de deshacer, porque toca un punto de connivencia y de complicidad muy enigmático. Cuando está dada esa condición –observábamos en la clínica buscando las cosas en términos edípicos esa suerte de rechazo, de desafío al deseo masculino–, tenemos la formación a partir de ese pacto de realmente un dúo que podemos llamar madre-hija. No es una forclusión, no estamos hablando de psicosis, pero hay una forma de rechazar al hombre –al significante fálico encarnado en el hombre, al deseo del hombre–, que no es una psicosis pero que es muy sutil del lado de las mujeres, porque tiene –se lo sepa o no– como soporte, como verdad, que efectivamente ningún hombre, ningún falo puede articular lo femenino. Entonces, si el rechazo viene desde ese lugar, tiene consecuencias muy especiales, porque no es ni siquiera un rechazo que podamos llamar de represión, porque eso es de histérica, tiene un síntoma, una represión que supone haber reprimido un elemento fálico, el síntoma se analiza. No es una represión, no tiene mucho nombre clínico, hay que inventar un poco, es ese pacto, una hostilidad muy fuerte de fondo.
Si no se vuelve a despertar un poco el rapto, si no se permiten y no quieren saber nada, si no se permiten algún efecto de renovación de amor vinculado a los hombres, no sé si tiene cura, en el sentido de que no varía con el análisis, porque todo lo que va saliendo del análisis no hace al sujeto más que confirmarle la posición fantasmática que tiene con su madre. Así que lee todas las significaciones de lo que va surgiendo en esa dirección, especialmente cuando ya han pasado sus decepciones.
La primera vez se consiguen cosas cuando surge el material: “Bueno, tu madre también siempre pone esa significación, esa es la de tu madre, ¿vos qué pensás?”, y se empieza a producir una chance. Pero acá se produce un retorno, una vuelta, y es como si dijera: “Mamá tenía razón”, y eso hace una posición muy refractaria, reabrir el camino. Así lo enfrentamos, como un problema difícil en la cura.
Un enfoque que le dimos, que me parece importante clínicamente –y que por ejemplo se puede extraer del Lacan del Seminario 10, (12) cuando él analiza justamente la clínica de angustia que surge cuando hay una caducidad del funcionamiento fálico, la falta fálica, de lo que él llama en su letra menos phi (-φ), y cuando no hay esa falta, cuando falta la falta–, la condición constante de angustia y la exacerbación de un fantasma para defenderse de esa angustia, el retorno de esa angustia y otra vez apelar al fantasma. Esa es una característica importante clínicamente para ver ese problema de la relación madre-hija. Es decir que cada una colma la falta de la otra, y no puede no ser así, en la medida que han ausentado del campo la falta fálica como tal. Y como Lacan dice: no hay solo la castración que anima el deseo, la falta menos phi (-φ), hay además el objeto. Y son las descripciones más vívidas del lado de la hija, de llegar a estar casi teledirigida como objeto por la madre, como si volviese a ser ese cachorrito recién nacido que la madre colocaba así, asá, era la que sabía todo, y ella sigue siendo ese objeto, y dice: “Mamá sabe todo, yo no sé nada”.
Cuando se estudia los circuitos entre madre-hija, se observa perfectamente la posibilidad de la inversión de la situación. Es decir que el tiempo pasa en esa clínica, ya la madre está más viejita, se está quedando sola, tiene sus angustias, se desmorona, ahora ella se cae como objeto. Entonces es la hija la que toma el lugar de sostén de esa madre, si no la sostiene ella sería un desecho y un objeto angustiante máximo. A los diez minutos la madre ya se recuperó y esto gira, y es la hija la que vuelve a ser ese objeto que cae. Lacan, en el Seminario 10, (13) en una frase trató de hacer entender esto, evocando ese paradigma que es “el tubo” que se lleva de la mano, que no siempre es madre-hija, porque puede ser marido-mujer, entre hermanas, pero cuya estampa es que uno sostiene de la mano al otro, y si la llega a abrir, la condición absoluta es que el otro cae en la nada, habría la culpa más espantosa, imposible en ese compromiso hacer eso. Sólo tienen que agregarle que en esa mano, uno sostiene, el otro es el sostenido, y después puede ser al revés. Lacan analizaba esto diciendo que se trata sin duda de las situaciones más incómodas. En el tubo que se lleva de la mano, uno encarna el objeto, lo que se llama el objeto a, pero el que sostiene encarna el superyó, es decir, la serie de premisas, frases, saberes, enunciados que se dirigen al otro como mero objeto, y que retumban entonces del modo más oracular.
Esa clínica había surgido en todos esos casos con esa intensidad de presentación, como una hija en una especie de estado un poco alucinado sin ser de ninguna manera una psicosis, en el sentido de la presencia para ella de las voces, de las órdenes más o menos insensatas de la madre. Todo esto no quiere decir –estoy en los extremos– que al mismo tiempo se agrave el problema, porque se la pasan muy bien las dos, en una manera de disfrutar de ese mismo fantasma. Aunque, ante la ausencia del efecto castración, está siempre amenazado de la angustia, del pasaje al acto, del acting out, y de esa demanda absoluta e incondicional y sin sentido.
Nosotros habíamos encontrado una descripción patética de una analista mujer –que como más de una, prefirió buscar también una subsistencia con las mujeres, que es seguir lidiando contra ese bruto Lacan, padre de la horda primitiva, y que las maltrataba y no sé qué, por la misma decepción se peleó mucho con Lacan, se abrió–, que escribió un texto que se llama “Y una no se mueve sin la otra”, (14) en el cual se encuentran algunos párrafos con las descripciones más patéticas que yo haya leído de lo que quiere decir eso: la una no se mueve sin la otra. Y en ese fantasma va produciéndose la visión más descarnada de una para con la otra, es decir, ya no hay brillo fálico en ninguno, donde va quedando para cada una lo real del cuerpo sin ya brillo fálico alguno.
[PREGUNTA DEL PÚBLICO]
Luce Irigaray, psicoanalista francesa que brilló en aquellos tiempos por ese texto y por una polémica famosa que tuvo con Lacan, pero luego de lo cual digamos que se abrió, se fue de la escuela de Lacan. Ese texto, si lo consiguen, se los recomiendo para ver la descripción –que creo que no la ha hecho solamente por haber visto casos, la ha hecho viviéndola del modo más intenso–, en la que llega al extremo cuasi melancólico de una pérdida de pudor, en la que cada una ya no tiene interés de presentarse con la mascarada fálica, donde ya se mezcla todo en una especie de desinterés completo por acicalarse, arreglarse, y van quedando en ese fondo de pura angustia, y es el precio final de ese rechazo –por más razones que tenga– de elegir la vía de amar a algún hombre.