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Las emociones provocadas por la amenaza que se cernía sobre sus cuerpos y almas provocaron que las religiosas decidieran protegerse entre sí, aceptando todos los cargos del obispo para evitar el destierro; pedirse perdón mutuamente en medio de llantos y abrazos, acusándose entre ellas, como narra Ana de la Cruz: “Conviniéndose hermanas si queréis abrazos del obispo decid contra los frailes porque con esto se le quitará el enojo y decían unas con otras hermanas levantadme vos a mi testimonio que yo te levantaré a vos y con esto nos libraremos del tormento”63; y escribir a los frailes contra quienes habían levantado falso testimonio, como señal de arrepentimiento y culpa por haber sido inducidas a aceptar falsedades y a violar sus conciencias y profesión religiosa.
De las 14 testigos interrogadas menos de la mitad confesaron haber sido torturadas; es el caso de Brígida de la Concepción, “de cuyas señales de haber recibido el dicho tormento hizo manifestación y se vieron en los brazos por nosotros jueces y notarios”64; Margarita de Jesucristo, quien fue puesta desnuda en el burro para que declarase y puestos en sus manos los cordeles de tortura; Ana de San Juan, que fue desatada del burro en el momento en el que decidió firmar su testimonio; y la priora, María Gabriela de la Encarnación, a quien el obispo amenazó que “la había de matar en el tormento si no declaraba contra los dichos religiosos y otros de otras religiones”65; esta última mencionaría, además, que ella y sus religiosas fueron parte de una persecución enconada del prelado payanés para hacerlas culpables de graves mentiras y acusaciones que contenía el memorial y que no existieron las mencionadas devociones amorosas, ni las ideas heréticas enseñadas en el convento, ni las relaciones carnales, ni las escapadas del convento, ni los refugiados amantes en las celdas, ni abrazos, ni besos, ni pasiones, ni sacrilegios, ni quebrantamientos de la clausura. No obstante, no se hizo mención al hecho que dio inicio al escándalo: la presencia nocturna y prohibida de los dos frailes dominicos en el claustro. Vale la pena mencionar que sobre los dominicos implicados varias de las monjas afirmaron conocerlos por ser predicadores de la doctrina y por ser algunos de ellos sus confesores. Este último elemento bien hace pensar que el obispo intentó con esto separar a las religiosas de sus guías espirituales para así conseguir con facilidad sus inculpaciones.
¿Cómo entender toda esta suma de testimonios y señalamientos a favor y en contra de las monjas? El imaginario religioso de la época se cimentaba en la idea de la prohibición de la libertad carnal, en la cual podían encasillarse desviaciones sexuales, concubinatos, amancebamientos y relaciones sacrílegas, todas consideradas herejías que debían extirparse del ámbito cotidiano. Con esta noción, la vigilancia y el control sobre los cuerpos y las cercanías entre géneros ejercida por la Iglesia católica fue permanente, máxime cuando estas prácticas y actitudes ponían en entredicho el valor sacramental del matrimonio o interrumpían el camino sacro y la vida ejemplar que debían llevar hombres y mujeres en los claustros. En esta vigilancia también jugaron un rol fundamental los sujetos del común, que, imbuidos en toda esta mentalidad religiosa, fisgoneaban la cotidianidad en busca de la sospecha y la transgresión. Así, la vista humana se convirtió en el mayor aliciente del rumor y, en el caso de las monjas de la Encarnación, en el testigo más peligroso y contundente contra todas las culpas que el obispo señaló contra las religiosas. Un microcosmos de transgresiones sexuales latentes en los imaginarios de la época fue el que se alzó contra las monjas payanesas; microcosmos que, dicho sea de paso, da cuenta del conocimiento que tenían los sujetos de aquello que se consideraba sacrílego y prohibido. El convento de la Encarnación fue el lienzo de todas estas contravenciones y miedos.
El insufrible destierro y… ¿el retorno?
Escribir representó una ventaja para las religiosas payanesas, pues les permitió denunciar a sus jueces ante el rey, así como el perjurio levantado contra los dominicos y contra ellas por las presiones de tormento y destierro. Escribir fue su defensa frente a las acusaciones, el expurgo y el tormento al que se vieron sometidas; este resultó siendo el mejor recurso para que después de cumplido su castigo se les permitiese volver a su convento y a su ciudad natal. De las 11 cartas escritas por las monjas, quizá una de las más importantes es la fechada el 1.º de marzo de 1628 por 14 de las 21 monjas desterradas, quienes le escribieron al rey Felipe III para que ordenara a Ambrosio de Vallejo, obispo de Popayán, sucesor de Juan González de Mendoza, que les permitiera volver a Popayán.
En esta carta piden las monjas a la Audiencia de Quito que les permita retornar a Popayán, dado que su primer juez, el obispo González de Mendoza, las había condenado “por diez años a unas, por dos a otras, por cuatro y seis a las más”66; considerando que ya había pasado este tiempo, las religiosas reclamaban al obispo Vallejo acatara el permiso que se les había concedido para volver. Para respaldar estos tiempos de destierro, el procurador de las monjas ante la audiencia, Francisco López de Pereira, presentó el testimonio de cuatro religiosas del convento de la Concepción de Quito: Inés de Zorrilla67, Clara de Santa Cecilia, Magdalena de Santa María y Mariana de Santo Domingo, quienes habían sido testigos de la llegada de las monjas payanesas a su claustro en 1613, y habían visto y leído los testimonios de las sentencias, y “la que más pena y destierro traía era por tiempo de diez años y las menos a cuatro, y conforme auto y al tiempo de los dichos catorce o quince años que aquí están en este convento han cumplido su penitencia y condenación”68.
Destacaban también las religiosas la pobreza en la que vivían, dado que los claustros a los que habían sido encomendadas no estaban obligados a proveerlas económica y materialmente, haciendo con esto intolerable su profesión y “padeciendo excesivos trabajos en casa ajena siendo nosotras hijas y nietas de conquistadores y teniendo nuestras dotes en nuestro convento”69. Las religiosas payanesas argumentaban que la pobreza que vivían en sus nuevos conventos era injustificada, dado el alto rango de su proveniencia y los esfuerzos hechos por sus padres para dotarlas, siendo justo para ellas el goce de estas dotes en el claustro de su profesión. ¿De qué vivían las monjas desterradas? Los dineros para su manutención provenían de un subsidio de mil pesos otorgado por la caja real; subvención que, como mencionaban los oidores quiteños, resultaba penosa frente a las obligaciones económicas a las que debía hacer frente la Audiencia de Quito. Por tal razón, el insistente interés de dicha corporación por lograr que el obispo Vallejo permitiera el regreso de las monjas a su ciudad de origen.
Vallejo, no obstante, presentó la siguiente explicación ante la audiencia para impedir el retorno de las monjas: su ligera inclinación pasional las hacía propensas a olvidar de nuevo el camino de dios y retornar a los brazos del demonio, protagonista constante de la cristiandad, alejado del bien y de los placeres del paraíso, siempre al acecho para conducir al pecado a los débiles y excluirlos de la salvación. El argumento del obispo remite a la relación mujer-demonio, al considerarse a la primera, por sus evidentes liviandades, como más propensa que los hombres a sufrir la seducción del selecto panteón demonológico70. El regreso de las monjas obligaba al obispo a lidiar con la presencia del demonio, entendido este a través de la cópula carnal, el cual aparecería, además, por las malas condiciones en las que se encontraba el convento de la Encarnación y por la “gran libertad de la tierra y suma pobreza”71, situaciones que conducirían a la corrupción de las monjas que residían en el dicho recinto: “Y sin embargo de que hay pocas monjas que en este convento hay y las que hubiesen de venir son esposas de Jesucristo y juntas todas sin las condiciones dichas serán esposas del demonio”72. La negativa del obispo se explica, siguiendo a Antonio Rubial, por la idea de que el sacrilegio merecía un castigo continuo y perpetuo más que la condescendencia religiosa73. Ahora bien, las monjas afirmaron que el obispo Vallejo, como su antecesor, había tenido diversos inconvenientes con aquellos familiares que habían utilizado su influencia para aliviar su destierro: “Fray Ambrosio Vallejo está enemistado con un pariente de nosotras que es [el] que nos procuró la cédula de su majestad y la bula de su santidad por ser él este pariente que se duele de nuestros trabajos, por saber que gusta que volvamos a nuestro convento”74; argumento que, junto a los otros ya presentados, permitía a las monjas denunciar las pasiones del obispo Vallejo en su contra.
EPÍLOGO
¿Fue posible el retorno de las monjas? María Isabel Viforcos Marinas75 afirma que, para 1631, las monjas habían vuelto a su convento, en contra del sentir del obispo Vallejo; no obstante, no se encontró ningún documento que demuestre esto. En 1638, una real cédula enviada a los oidores quiteños para averiguar por los medios de sustento del convento de la Encarnación de Popayán, mencionaba la necesidad de que “se haga que vuelvan las [monjas] desterradas en el convento de la Concepción de Quito”76; y otra cédula, esta vez de 1641, aprobaba la ayuda que los oidores y oficiales de la audiencia de Quito habían prestado “a Febronia de Santa Lucía, monja del convento de la Encarnación de Popayán enviada al de Santa Catalina de Quito”77. Un silencio histórico se cierne, así, finalmente, sobre el destino de las señaladas sacrílegas payanesas.
Toda una sociedad entra bajo sospecha cuando este tipo de escándalos religiosos salen a la luz, haciendo palpables las tensiones, los pactos y los bandos a favor o en contra de los implicados. Los sucesos del convento de la Encarnación demuestran el tipo de interacciones que en la época existían entre corporaciones civiles y eclesiásticas y las formas como la ciudad se movilizaba ante los episodios de escándalo que circulaban por el rumor y el miedo78; como lo planteó Michel de Certeau en su estudio sobre las ursulinas posesas de Loudun, el eco que tienen estos sucesos que envuelven a los claustros y los conventos en las sociedades provinciales provoca la exposición de antiguos conflictos de intereses y rivalidades de los grupos implicados, reajustando con esto las tensiones locales que encuentran en el “debate público entre Dios y el Diablo”79 ocasión propicia para reacomodar el equilibrio de poder.
Sin restarles protagonismo a las religiosas de la Encarnación, sin duda el papel principal del escándalo conventual se le debe atribuir al comportamiento y a las acciones emprendidas por el obispo Juan González de Mendoza. Las palabras de las monjas, de los vecinos payaneses, de algunos de los jueces y oficiales reales implicados en el caso, dan cuenta de su difícil carácter, de la dudosa actuación de su sobrino y protegido, Diego de Mendoza, quien fue también su provisor, y de la manipulación y amenaza con miedo y tormento con la que obtuvo los testimonios con los que fortalecía su proceder y sus decisiones. Ya en 1610, el deán Juan Montaño había advertido a la audiencia y al rey de su extraño comportamiento, de su actitud ceremonial y altiva, y de la poca consideración y afecto que tenía para con su clero y feligresía: “De su boca no hay religioso, monja, clérigo, hombre, mujer casada ni doncella ni de dicho cualquier estado que sea buena y a quien no levante mil testimonios tocantes a su porfía, además de esto se vale para su servidor y parecer de los más delincuentes que hay en la tierra por donde es aborrecido”80. Múltiples fueron las quejas y denuncias que religiosos81, vecinos, oficiales reales y gobernadores82 levantaron contra el obispo por sus procederes, sus extendidas excomuniones y excesos; denuncias que llevaron a la audiencia de Quito a solicitarle al rey que lo trasladara a otra sede, dada la posibilidad de que en el futuro se presentaran mayores inconvenientes en el obispado.
El espacio conventual pasó de ser el escenario de la vida pura y religiosa de las mujeres que en él habitaban a convertirse en la excusa para que aflorara todo un microcosmos de enunciaciones, temores y representaciones de lo carnal, lo amoroso y lo prohibido. González de Mendoza, en su papel de juez, utilizó a las monjas para atacar frailes, autoridades y vecinos que le habían criticado, conduciendo los tabúes y las prohibiciones de la época que amenazaban los votos sagrados de las órdenes religiosas y la castidad de los conventos: relaciones sexuales de las monjas con religiosos, autoridades y oficiales reales, embarazos, escapadas nocturnas, proximidades corporales que se entienden como seducciones eróticas, mentiras y perjurios, entradas furtivas de amantes, entre otras. Todos estos roles transgresores del canon sexual impuesto por la Iglesia conducían por antonomasia al escándalo, pues las conductas sexuales tenían un doble matiz privado y público, gestado por la constante revisión que de ellas hacían los sujetos, independiente de si estos eran sacerdotes o religiosos.
En el fondo, la mentalidad de la época servía entonces como mecanismo escrutador de los comportamientos de hombres y mujeres, como gran vigía de los deseos íntimos y de las cercanías furtivas, con el fin de extender la negación del placer sexual y amoroso en la sociedad. Estas pautas de comportamiento también estaban presentes en los conventos de religiosas, quienes en su rol de esposas de Jesucristo debían preservar su virtud a pesar del abandono que habían hecho del mundo. Para ellas, a quienes se consideraba alejadas del mundo cotidiano y de las liviandades, la posibilidad que brindaba la escritura como acto liberador y lienzo de creación literaria, se convertía también en mecanismo de comunicación con los espacios que les eran privados. La escritura femenina en el antiguo régimen no debe ser exaltada por su riqueza literaria sino como un instrumento al que apelaban las monjas para demostrar y defender su valía, demostrando con esto los amplios protagonismos femeninos en un contexto en que se les cree silenciadas e invisibilizadas.
OBRAS CITADAS
Fuentes primarias
Archivo General de Indias (AGI). Sevilla, Audiencia de Quito.
Archivo Histórico de Quito (AHQ). Quito, Serie Manuscritos.
Archivo Nacional del Ecuador (ANE). Quito, Fondo Popayán, Fondo Especial y Fondo Cedularios.
Documentos impresos
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Fuentes secundarias
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1 Agradezco las recomendaciones hechas para la elaboración de este texto por la doctora Asunción Lavrin, la doctora Nelly Sigaut y los profesores investigadores que integran el Grupo de Estudios Religión y Cultura (GERYC).
2 “Religioso de la orden de San Agustín [...] siendo penitenciario apostólico el año de 1584 le envió el rey don Felipe II por embajador al gran rey de China [...] fue obispo de Lipari, en Sicilia, y de anillo en el arzobispado de Toledo; y en 7 de mayo del año de 1607 obispo de Chiapa y promovido a Popayán”, en Juan Flórez de Ocariz, Libro primero de las genealogías del Nuevo Reino de Granada (Madrid: Impreso de la Real Capital de su Majestad, 1674), 154.
3 Este fue fundado el 22 de julio de 1578 por el obispo de Popayán fray Agustín de La Coruña. Juan Buenaventura Ortiz y Manuel Antonio Bueno y Quijano, Archivo General de Indias (AGI), Historia de la diócesis de Popayán, dos estudios (Bogotá: ABC, 1945), 104-105.
4 Archivo General de Indias (AGI), “El deán de Popayán sobre dos asuntos” (Popayán, 14 de abril de 1610, Audiencia de Quito, sig.: QUITO, 80, N. 91), f. 1.
5 Asunción Lavrin, “Sexualidad: un reto a la castidad”, en Las esposas de Cristo. La vida conventual en la Nueva España (México: Fondo de Cultura Económica, 2016), 274-313.
6 Fernanda Vanina Molina, “El convento de Sodoma: frailes, órdenes religiosas y prácticas sodomíticas en el Virreinato del Perú (siglos XVI-XVII)”, Histoire (s) de l´Amerique latine 9.4 (2013), 1-17.
7 Óscar Leonardo Londoño, “Habitar el claustro. Organización y tránsito social en el interior del monasterio de Santa Inés de Montepulciano en el Nuevo Reino de Granada durante el siglo XVIII”, Fronteras de la Historia 23.1 (2018), 184-215; María Constanza Toquica Clavijo, “Religiosidad femenina y la vida cotidiana del convento de Santa Clara de Santafé, siglos XVII y XVIII. Una mirada detrás del velo de Johanna de San Esteban”, Revista Colombiana de Antropología, 37 (2001), 152-186.
8 Molina, “El convento de Sodoma”, 5.
9 Cristina Álvarez Díaz, “Espiritualidad y monacato femenino en las Cantigas de Santa María”, en La clausura femenina en España: actas del simposium, editado por Francisco Javier Campos y Fernández de Sevilla, vol. 1 (Sevilla: Real Centro Universitario Escorial-María Cristina, 2004), 166.
10 Lavrin, “Sexualidad: un reto a la castidad”, 443.
11 Archivo General de Indias (AGI), “Sobre sacrilegio en convento de Encarnación de Popayán”, 1608/1611, sig.: QUITO, 91, f. 1.
12 Peter Marzahl, Una ciudad en el imperio. El gobierno, la política y la sociedad de Popayán en el siglo XVII (Popayán: Universidad del Cauca, 2013).
13 María Alexandra Méndez Valencia, Aspectos documentales del claustro de Nuestra Señora de la Encarnación de Popayán (Cali: Keter Ediciones-FERIVA, 1994), 45-46.
14 María Isabel Viforcos Marinas, “Las reformas disciplinares de Trento y la realidad de la vida monástica en el Perú virreinal”, en Memoria del II Congreso Internacional ‘El monacato femenino en el Imperio Español. Monasterios, beaterios, recogimientos y colegios’, editado por Manuel Ramos Medina (México: CONDUMEX, 1995).
15 Pedro Borges, Religiosos en Hispanoamérica, Colección Iglesia Católica en el Nuevo Mundo (Madrid: MAPFRE, 1992), 275.
16 AGI, “Sobre sacrilegio”, ff. 1v-2.
17 AGI, ff. 4-12.
18 AGI, f. 16.
19 Pedro Murillo Velarde S.J., “Tit. XXXV: Del estado de los monjes y canónigos regulares”, Dec. 327, en Curso de derecho canónico hispánico e indiano, vol. III, Libro Tercero (México: El Colegio de Michoacán, Facultad de Derecho, UNAM, 2005), 606.
20 AGI f. 1.
21 AGI, “La audiencia de Quito sobre varios asuntos” (Quito, 22 de marzo de 1611, Audiencia de Quito, sig.: QUITO, 9, R. 14, N. 106), ff. 702-702v.
22 AGI, f. 702v.
23 AGI, “Sobre el sacrilegio”, f. 9.
24 El concepto de Colegialidad es propuesto en las siguientes obras: Óscar Mazín, Gestores de la real justicia. Procuradores y agentes de las catedrales hispanas nuevas en la corte de Madrid. I. El ciclo de México, 1568-1640 (México: El Colegio de México, 2007), 337; Óscar Mazín, El cabildo catedral de Valladolid de Michoacán (México: El Colegio de Michoacán, 1996).
25 Toquica, “Religiosidad femenina y vida cotidiana”, 159.
26 Lavrin, “Sexualidad: un reto a la castidad”, 86.
27 Lavrin, ibid., 84.
28 Lavrin, ibid., 16.
29 AGI, “Sobre castigo de las monjas de la Encarnación” (Popayán, 29 de noviembre de 1613, AGI, Audiencia de Quito, sig.: QUITO, 78, N. 32), f. 34.
30 AGI, “Dificultades para castigar a las monjas de la Encarnación” (Popayán, 6 de noviembre de 1612, Audiencia de Quito, sig.: QUITO, 78, N. 29), f. 1.
31 Por este intento de asesinato la audiencia de Quito envió al licenciado Juan Alonso de Carvajal, quien descubrió que estaban ofreciendo entre los vecinos principales de la ciudad una encomienda de indios “que renta y vale cada año de tres a cuatro medios ducados”, a quien matara al prelado, en AGI, “Cartas y expedientes del obispo de Popayán” (Popayán, 25 de abril de 1615, Audiencia de Quito, sig.: QUITO, 78, N. 35), f. 2.
32 AGI, “Cartas y expedientes del obispo”, f. 2v.
33 AGI, “Sobre castigo de las monjas”, f. 48.
34 AGI, “Sobre el sacrilegio”, ff. 1-1v.
35 AGI, “Proceso por el sacrilegio del convento de la Encarnación de Popayán” (Popayán, 27 de abril de 1611, Audiencia de Quito, sig.: QUITO, 9, R. 14, N. 109), f. 1.
36 AGI, ibid., f. 1.
37 AGI, “Cartas y expedientes del obispo de Popayán”, f. 1v.
38 AGI, “Sobre castigo de las monjas de la Encarnación” (Popayán, 29 de noviembre de 1613, AGI, Audiencia de Quito, sig.: QUITO, 78, N. 32), f. 40v.
39 AGI, ibid., f. 41.
40 Archivo Histórico de Quito (AHQ), “Cartas del arzobispo de los Reyes a vuestra majestad y otros documentos” (Lima, 1609, Serie Manuscritos), fs. 1-3.
41 Archivo Nacional del Ecuador (ANE), “Cédula al virrey y audiencias de la Nueva España para que cumplan las prisiones y requisitorias que despachare la audiencia de San Francisco del Quito y el obispo de Popayán” (Madrid, 12 de febrero de 1612, Fondo Cedularios, Caja 1), f. 578.


