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Solo dos se quedaron después de todo: Kali y Rebecca. A ellas parecía no importarles para nada lo de mi padre, sentía que eran mis amigas por mí. Por eso me resultó tan difícil mudarme al otro lado de la ciudad con mi madre en séptimo curso. Kali hizo amigos nuevos y perdimos el contacto. En cuanto a Rebecca, su padre estaba en el ejército, en la base conjunta de San Antonio, pero luego lo transfirieron a Dakota del Sur. Me manda cartas de vez en cuando.
Por lo general, los vecinos, en cuanto descubren la situación, pasan directamente a querer que nos vayamos. No todos nos dejan notas desagradables, pero ninguno se muestra amable.
Creo que con el tiempo me he cansado de ser rechazada y ahora soy yo la que rechaza a todo el mundo antes de que me marginen a mí. Mantener a la gente a cierta distancia hace que te sientas sola a veces, pero te ahorra mucho sufrimiento.
Doy un puñetazo a los botones para que las ventanillas se bajen todas al mismo tiempo. Con un poquito más de fuerza de la habitual, lanzo hacia atrás la manta que llevo en el asiento. Y cuando me subo, suelto un gruñido y bajo la visera para evitar que el brillo que rebota en el capó del coche me deje ciega, pero por un momento me olvido de la foto vieja y deteriorada de mi padre que escondo allí. Formo una cuna con las manos para atraparla con delicadeza.
En la imagen se le ve la cara muy suave, y a él muy joven. En su mirada reconozco un brillo de esa temeridad que siempre dice que saqué de él. Lo que ha pasado lo ha endurecido. Quiero a mi padre tal como es, pero no puedo evitar desear haberlo conocido cuando se veía así. No debería haber sacado esa foto de casa. Mi madre asegura que es más probable que la gente lo reconozca de joven. Pero no soporto la idea de no tener la foto cerca. La beso antes de deslizarla detrás de la visera y poner el coche en marcha.
La próxima apelación de mi padre es lo que hace que esté tan ansiosa y preocupada últimamente. Y también es la razón de que no pueda pasar en casa ni un minuto más. Desde que me saqué el carnet, me gusta fingir con regularidad que soy otra persona. Este es el tipo de distracción que necesito para mantenerme ocupada lo que queda de día... y creo que sé dónde encontrar un escenario para ponerla en práctica.
Conduzco en dirección al centro comercial First Liberty. Pasan quince minutos hasta que vale la pena encender el aire acondicionado. Eso me deja por lo menos otros cuarenta y cinco para disfrutar en el interior agradable y fresco del coche antes de llegar.
Hay centros comerciales mucho más cerca a los que podría ir para despejarme. Después de todo, vivo en el noreste de Houston. Casi cualquier centro comercial de la ciudad queda más cerca de casa que ese. Pero prefiero conducir más rato a cambio del beneficio incalculable que brinda el anonimato. En First Liberty no voy a coincidir con gente que me conozca. No tengo por qué ser la Riley del instituto, la Riley de los tribunales o la Riley de la Unidad Penitenciaria Polunsky.
Mientras estoy allí, puedo pretender ser cualquier persona. Y no la chica cuyo padre espera en el corredor de la muerte. Ni siquiera tengo que decirle a nadie mi nombre verdadero si no quiero. Conducir una hora de ida y otra de vuelta vale completamente la pena si puedo ser cualquier otra persona en un día como hoy.
Cuando detengo el coche en el aparcamiento del centro comercial, no puedo evitar sonreír. Aquí no hay nadie del instituto ni nadie que pueda reconocerme. El restaurante que está enfrente de las salas de cine es un buen lugar, así que me dirijo allí. Me gusta mirar a la gente que pasa. A veces me reto a interactuar con extraños. Imagino quién podría haber sido si el sistema judicial de Texas no lo hubiera decidido por mí.
Hablar con la gente conlleva riesgos mayores, claro. Me ven de cerca, y podría ser que alguien me reconociera de algún artículo sobre los juicios y las audiencias de mi padre, pero ese es un riesgo que corro en cualquier parte de Texas. En general, me limito a interactuar con gente de mi edad, y ese sector dedica el mismo tiempo a leer periódicos que a hacer mantequilla. Con tres institutos de secundaria a muy poca distancia, el centro comercial está siempre repleto de adolescentes.
Así que, al menos hoy, puedo empezar de cero. Y es exactamente lo que necesito antes de que el día de mañana, jueves, tenga la oportunidad de aplastar el futuro de mi familia.
En cuanto entro en el centro comercial, siento la brisa fría y enseguida me relajo. Por millonésima vez, agradezco mentalmente a los dioses el aire acondicionado.
Voy directa al Galaxy Café, y la camarera que me recibe me guía hasta un reservado cerca de la ventana desde donde puedo mirar a la gente que pasa. La atmósfera es fantástica. Me encantaría este lugar aunque no me brindase la libertad que me da. Es un restaurante calcado a los de los años sesenta. Ponen música antigua, como los Beatles y Elvis, y siempre me recuerda a la música que mi padre ponía en casa y a la risa de mi madre. Pero eso fue mucho antes de que nos separaran los barrotes de una celda. Los asientos del café están cubiertos de vinilo rojo brillante, las paredes decoradas con discos y el techo pintado de azul oscuro con unos pequeñísimos puntos blancos de luz que forman constelaciones e imitan el cielo nocturno.
El Galaxy es viejo y nuevo a la vez. Es kitsch y tiene rollo, y de él me encanta hasta el último detalle.
Como es miércoles por la tarde, el centro comercial no está muy lleno, pero hay unas diez mesas ocupadas con clientes que toman un almuerzo tardío. Pido un batido cargado de Oreos y comienzo a estudiar a las personas que tengo alrededor. En una mesa cercana hay un montón de adolescentes. Me deslizo hasta el borde del asiento y finjo que miro el teléfono para escuchar a escondidas su conversación. Sin embargo, antes de poder oír algo noto un golpe en la sandalia derecha.
Cuando me inclino, lo primero que veo es un cochecito de juguete. Lo cojo y lo examino de cerca.
—Perdona. No hay duda de que debemos mejorar nuestras habilidades de conducción.
Una voz grave me llega desde el reservado de atrás y me doy la vuelta para ver quién es. Lo primero que me viene a la cabeza es bastante básico: «Guau, qué sexy». Sus ojos son cálidos y marrones, un poco más claros que su piel oliva oscuro.
El chico sexy me tiende una mano. Yo me quedo de piedra, no sé si estrechársela o devolverle el coche. Como si me leyera la mente, deja caer la mano en el regazo y me brinda otra opción.
—¿No estarás interesada en unirte a nuestra competición? ¿Tienes experiencia en boxes?
El brillo travieso que le ilumina la mirada me atrae.
—¿Boxes? —repito.
—A las chicas no les gustan los coches —dice una vocecita al otro lado del reservado.
Me inclino un poco para ver de dónde viene. Un niño muy adorable levanta los ojos para mirarme. Debe de ser el hermano menor del chico sexy. La camiseta de Angry Birds le queda un poco grande. Tienen la misma piel, el mismo pelo oscuro y ondulado, la misma constitución atlética, la misma mandíbula cuadrada y la misma nariz romana: es su hermano en miniatura. Cuando me sonríe de oreja a oreja, me doy cuenta de que le falta uno de los dientes delanteros.
—¡Hola! —dice.
—Hola...
No puedo evitar sonreírle.
—¿Cómo te llamas? No te gustan los coches, ¿verdad?
Sigue sonriéndome mientras pienso una respuesta. No debe de tener más de seis años.
—Me llamo Matthew.
—En realidad, sí que me gustan los coches.
—Qué guay.
Levanta las manos y dejar caer en la mesa al menos ocho coches. Su hermano mayor alarga frenéticamente los brazos para evitar que terminen en el suelo.
Matthew se baja del asiento y viene hacia mí.
—No me has dicho tu nombre —me reclama.
Tal vez todos mis amigos deberían tener seis años. Las preguntas de los niños siempre son más sencillas de responder que las de los adultos. Algo en mí me pide que no le mienta.
—Me llamo Riley.
Su hermano levanta la cabeza y parece avergonzado.
—Matthew, no tiene que decirte cómo se llama si no quiere.
—Pero... si ya me lo ha dicho.
Matthew mira a su hermano mayor como si acabara de decir la cosa más tonta que ha escuchado en su vida. Alarga su pequeña mano para estrechar la mía.
—Encantado de conocerte —afirma con sinceridad.
El gesto me derrite, y acepto el saludo. Toda la preocupación que siento por la audiencia de mi padre se diluye cuando me coge la mano con firmeza y me la estrecha como si estuviéramos en la reunión más importante de nuestras vidas.
—Ahora, dime cuál es tu color favorito —añade.
Después de guardar los coches en un contenedor de plástico verde, el hermano de Matthew se levanta y coloca las manos sobre los hombros del pequeño.
—Perdona —dice—. No tiene filtro con los desconocidos.
—No hay problema. Me gusta que me digan que soy guay —contesto encogiéndome de hombros mientras bajo la vista para mirar a Matthew—. Mi color favorito es el violeta.
Matthew se abalanza sobre el contenedor verde y se pone a rebuscar en él sin decir una palabra.
—Creo que acabas de aceptar oficialmente su invitación a jugar... por si no te has dado cuenta.
El chico sexy se pasa una mano por la nuca. Se sonroja y me sonríe.
—Por cierto, me llamo Jordan.
—Tu hermano es muy mono —bajo la voz para que Matthew no nos oiga.
—Sí, las chicas suelen decir eso —comenta negando con la cabeza.
—Ah, ya veo.
Levanto una ceja mientras pienso que estos dos pueden ser la pareja perfecta para entretenerme hoy.
—¿Es parte de tu jugada? —añado—. Traer a tu adorable hermano al centro comercial. Lanzar cochecitos a las chicas. Conseguir que le digan su nombre... Muy buena táctica. ¿También me pedirá el número de teléfono?
Por un momento, Jordan parece horrorizado, pero de pronto se da cuenta de que estoy bromeando y sonríe sin pudor.
—O tal vez formamos parte de un proyecto de investigación, y él es un científico muy pequeño —dice.
El camarero me trae el batido y yo le introduzco la cuchara.
—¿Qué está investigando? —pregunto.
—Los efectos de los cochecitos en completos desconocidos.
Jordan se mete las manos en los bolsillos de los vaqueros con una expresión divertida que pretende ser seria.
—Fascinante.
Matthew deja caer un descapotable violeta brillante en mi mesa. Lo cojo y, antes de que pueda decir nada, se instala con el contenedor verde en el asiento al otro lado de mi reservado.
Jordan mira a Matthew y luego a mí, y niega con la cabeza.
—Amiguito, nos tenemos que quedar en nuestro sitio. Me parece que ya hemos molestado a Riley lo suficiente.
Matthew se detiene en seco, deja de organizar los coches en mi mesa y me mira sorprendido.
—¿Te estoy molestando? —pregunta.
—Para nada. —Niego con la cabeza rápido y con firmeza—. No hay problema.
Levanto la mirada hacia Jordan y le señalo el hueco junto a Matthew.
—Parece que soy oficialmente parte del experimento, o del equipo de boxes, según adónde nos lleve la tarde. ¿Te sientas?
Jordan acepta, coge un coche de carreras amarillo y se lo pasa por el dorso de la mano a Matthew. Luego me mira y frunce el ceño, como si le preocupara algo.
—Me suenas, Riley. ¿Vas al instituto por aquí cerca?
4
TRAGO Y ME ACERCO EL COCHE a los ojos, y finjo que estoy muy concentrada en sus ruedas delanteras, mientras mi mente trabaja a mil revoluciones por minuto. No me gusta la idea de no decirle la verdad a Matthew, porque, por alguna razón, mentirle a un niño, con lo transparentes que son, me hace sentir mal, pero no quiero contarle a Jordan nada más de lo necesario. Es obvio que solo existe una solución: decirle la verdad a Matthew y mentirle a Jordan descaradamente.
—No. De hecho, estudio en casa.
Hago girar las ruedas una vez más antes de dejar el coche en la mesa.
—Tal vez tenga una de esas caras tan comunes —concluyo.
Jordan asiente con la cabeza.
—Tal vez —dice.
—¿Haces deporte? —Matthew interviene antes de que Jordan pueda añadir nada más.
—La verdad es que no.
—Jordan juega... —Matthew mira a Jordan frunciendo el ceño—. ¿Todavía juegas o ya no?
Ahora es Jordan quien se siente incómodo.
—Quizá vuelva a jugar, pero por ahora no.
Matthew asiente con un gesto cómplice.
—Jugaba.
Miro a ambos hermanos, esperando a que alguien complete la información que falta.
—Fútbol americano —dice Jordan, con una expresión bastante reservada.
Me pregunto por un momento si él también me percibe así.
—¿Dejaste de jugar al fútbol? ¿A propósito? —finjo estar espantada—. Pensé que eso jamás pasaba en Texas.
La expresión de Jordan se suaviza.
—Lo sé. Deberías tenerlo en cuenta. Soy una rareza.
—Al final te rendirás y volverás. Todos lo hacen —digo.
Luego hago chocar un cochecito contra Matthew y le da un ataque de risa.
—¿Eres experta en fútbol texano?
Jordan me observa y parece haberse olvidado por completo del coche que tiene en la mano. Yo lo miro de reojo y adopto una táctica evasiva.
—Mmm... ¿Acaso no es obligatorio si vives aquí? Creía que te quitaban el carnet si no lo eras.
—¿El carnet de texano oficial? —pregunta mientras construye una rampa para Matthew con el menú y el servilletero.
—Sí.
Así está mejor. Charla superficial y amistosa. Nada de preguntas inquisitivas, y todos estaremos la mar de bien.
—Pues creo que voy a devolver el mío.
Jordan se concentra en perfeccionar la estabilidad de la rampa y añade unos saleros y pimenteros en uno de los extremos.
Lo que dice me sorprende y dejo el cochecito. De pronto siento tanta curiosidad por el chico que está sentado frente a mí que me olvido de que debo guardar mis secretos.
—¿Sí? ¿Por qué?
Nota que mi tono de voz es diferente y me mira unos segundos.
—No lo sé. Razones —dice.
Parpadeo. Y creía que era yo la de las respuestas evasivas.
Jordan coge uno de los coches de Matthew y lo desliza con éxito por la rampa. Este solo se detiene cuando choca de lado con mi batido, y Matthew lo coge de inmediato para hacerlo correr de nuevo. Yo me decido por el violeta, lo pongo en la rampa para lanzarlo después del de Matthew y sonrío, siento que me empiezo a relajar. Algo me dice que un tipo que tiene sus propios secretos no insistirá demasiado en que yo revele los míos.

Por lo visto, los niños de seis años tienen muy claro lo que quieren hacer y cuándo quieren hacerlo. Matthew es nuestro líder, y nos pasamos el rato obedeciendo sus órdenes.
—¡Vamos al cine! —exclama cuando, media hora después, salimos del Galaxy.
Jordan me mira nervioso.
—¿Quieres ir al cine?
—Depende... —Bajo la mirada hacia Matthew y levanto una ceja—. ¿Qué película quieres ver?
Frunce el ceño de golpe.
—Ufff, ¿te gustan las de besos?
Jordan refunfuña mientras se tapa los ojos con una mano. Respondo como si tuviera que pensar mucho al respecto.
—Mmm... Hoy no me gustan, no.
—Ay, ¡qué bien!
Matthew parece tan aliviado que me da un ataque de risa.
—¿Vemos una de explosiones o de dibujos animados?
—¿Dibujos animados, tal vez?
Supongo que con Matthew es mejor elegir algo que sea apto para todos los públicos.
—¿Qué opinas, Jordan?
En cuanto nos volvemos para mirarlo, Jordan levanta la vista del móvil. Parece sinceramente sorprendido de que le estemos pidiendo su opinión. Quizá pasar la mayor parte del tiempo con un niño de la edad de Matthew tenga desventajas. Como no poder decidir mucho.
—Sí. Dibujos animados —responde Jordan mientras nos lleva hacia el cine.
En la sala, Matthew se sienta entre nosotros. Echo un vistazo a Jordan durante los tráilers. Me he divertido muchísimo con estos hermanos, y eso que solo los conozco desde hace apenas un par de horas. ¿Habré encontrado en Jordan a alguien que no me presione para saberlo todo sobre mí? ¿Podrá esto acabar en una amistad verdadera? Me sonrojo mientras aparto la mirada, agradecida por la oscuridad del cine.
Frunzo el ceño. Sé de sobra que no debo involucrarme con nadie. Nunca termina bien..., no importa cómo comience.
Pero esta calurosa tarde de miércoles, en la que no tengo nada mejor que hacer, puedo permitirme soñar un poco, ¿no?
Cuando vuelvo a levantar la mirada, percibo que Jordan me está observando. Esta vez no aparta la vista ni parece avergonzarse. Simplemente me sonríe... y yo le devuelvo la sonrisa.

Después de la película, jugamos a hacer carreras con los coches de juguete en el tobogán del patio de juegos y compramos galletas saladas. Matthew y Jordan son una distracción mucho mejor que mi plan original de observar a la gente. Cuando llega el momento de irnos, me entran deseos de tener un hermano menor con quien pasar el rato.
Me acompañan al coche porque, según dice Matthew, «es lo que hacen los caballeros». Resulta difícil discutir con alguien tan tierno. El pequeño pasa zumbando por delante de nosotros mientras nos dirigimos hacia la salida del centro comercial. Lo observamos mientras juega con su coche preferido, un camión plateado con las ruedas gigantes, en cada superficie que encuentra: el respaldo de los bancos, alrededor de las macetas con flores, la parte inferior de los escaparates de las tiendas. Me sorprende que todavía no lo haya hecho rodar por encima de los transeúntes.
—Gracias por quedarte un rato con nosotros. —Jordan parece incómodo—. Espero no tuvieras nada importante que hacer.
—No tenía nada —digo—. Y aunque si hubiera tenido algo, habría preferido pasar el rato con vosotros. Sois una pareja muy divertida.
—Es bueno saberlo.
Jordan acaricia el pelo de Matthew cuando pasa corriendo por nuestro lado.
—Parece que es un arma secreta que no sabía que tenía.
—¿Te veré aquí con una chica distinta cada semana ahora que has descubierto la mina de oro? —pregunto con una sonrisa amplia.
—No, eso sería demasiado fácil. Ya no sería un desafío.
—Claro, si es demasiado fácil no es divertido.
Me río y, cuando bajo la vista, percibo que Jordan me observa con más atención que antes.
—En serio, Riley, hay algo en ti que me resulta tan familiar...
Jordan entorna los ojos, y yo empiezo a sentir pánico de nuevo. A pesar del día tan divertido que hemos pasado, noto que me duele el estómago. Entonces ruego mentalmente: «No me recuerdes de un periódico o de una foto que has visto online por ahí. Hoy no. Tú no».
—¿¿Seguro que no nos hemos visto antes? —pregunta.
—No lo sé —intento ganar tiempo mientras nos acercamos al coche—. Quizá me has visto aquí. ¿Sueles pasar los miércoles con tu hermano en el centro comercial?
—Es la primera vez que venimos, en realidad.
Jordan se recoloca el contenedor de plástico verde debajo del brazo. Escucho cómo dentro se suceden pequeños choques automovilísticos.
—Como te he dicho, debo de tener una cara común.
Me encojo de hombros y saco las llaves del bolsillo. Matthew pasa el camión por encima del capó de mi coche y, de pronto, me da un abrazo.
—Gracias, Riley —dice.
—De nada, Matthew —contesto.
Le doy una palmadita en la cabeza. Y cuando abro la puerta para entrar en el coche, se me hace extraño pero lo veo más vacío que esta mañana.
—¿Os llevo hasta el vuestro?
—No, estamos unas filas más allá. —Jordan abre la boca para añadir algo, pero entonces baja la vista y frunce el ceño—. Eh... tu neumático... ¿siempre lo llevas así?
—¿He pinchado? —pregunto, pero mi tono acaba siendo de afirmación en cuanto lo veo.
El neumático está tan deshinchado que parece que lo único que sostiene el coche es la llanta.
—Sí.
Jordan me sigue hasta el maletero. Cuando lo abro, veo un hueco donde debería estar el gato y gruño. Se lo presté a Tony —un tipo de mi antiguo trabajo— una semana antes de que mis compañeros se enteraran de lo de mi padre, empezaran a molestarme y yo me fuera.
El día de distracción acaba de dar un giro muy oscuro.
¿Cómo he podido olvidarme del gato? ¿Por qué he tenido que pinchar justo ahora, y aquí? ¿Por qué la noche anterior a la audiencia de mi padre?
¿Y ahora qué hago? ¿A quién llamo? Mi madre trabaja hasta tarde, y aunque logre hablar con ella, sé que tengo que esperar a que termine antes de que pueda pasarme a buscar. ¿Por qué nunca está cuando más la necesito?
La última pregunta me rebota por el cuerpo como si fuera una bala microscópica. No suelo permitirme pensar así. Pero ahora este pensamiento atraviesa cada una de mis células hasta que no queda nada en mí que no duela, que no sangre. Siempre me esfuerzo por evitar esta pregunta en particular... porque, sinceramente, no sé si soy capaz de aceptar la verdad: que el único de mis padres al que en realidad le importo está en el corredor de la muerte esperando a que lo ejecuten.
—Eh, ¿estás bien?
Me doy la vuelta y me siento en el borde del maletero. El acero aún candente me calienta las piernas a través de mis pantalones cortos caqui, pero no me importa. Levanto la vista hacia Jordan.
—Parece ser que tengo una carencia importante de gatos.
De pronto, sonríe.
—Creo que puedo ayudarte con eso. Quédate aquí, enseguida volvemos —me dice.
Antes de que pueda responder, levanta a Matthew y lo carga como si fuera una bolsa de patatas. Mientras Jordan corre por el aparcamiento, el pequeño se ríe y grita: «¡Ah!». Cada vez que Jordan apoya un pie en el suelo, la voz de Matthew gana intensidad. «Ah. Aaah. Aaah. Aaah. Aaah. Aaah.»
Los observo y no puedo evitar reírme con ganas. Se suben a un Honda azul y conducen por el aparcamiento hasta que llegan a mi coche.
Cuando Jordan se baja, Matthew lo sigue como si fuera su sombra en miniatura.
Jordan vacila, pero luego baja la vista hacia Matthew.
—Puedes jugar alrededor de estos dos coches o dentro del mío. En ningún otro lado, ¿entendido?
Matthew asiente y juega con el camión plateado sobre el parachoques de Jordan.
Jordan viene hacia mí y extiende una mano para ayudarme a bajar del maletero.
—Gracias —digo en voz baja.
Me encantaría que nuestro encuentro hubiera terminado con Jordan recordándome como la chica tan simpática que acaba de conocer, y no como la indefensa que ni siquiera es capaz de reparar un pinchazo en una rueda.
Me aprieta la mano cuando me incorporo, luego la suelta y abre su maletero. Coge el gato mientras yo comienzo a sacar el neumático de repuesto. Me ayuda a levantarlo.
—Puedo encargarme yo si tenéis que iros.
Intento darle una excusa para salir del apuro y extiendo una mano para coger el gato, pero lo cierto es que no tengo ni idea de cómo cambiar el neumático; a mi padre no le dio tiempo a enseñarme. Por otro lado, si Jordan me deja el suyo, no lo tendrá el día que lo necesite.
Por suerte, ya está negando con la cabeza.
—Déjame ayudarte. Preferiría no decepcionar a nuestros padres, ni su sueño de que un día Matthew y yo nos convirtamos en unos perfectos caballeros sureños.
—Un objetivo muy noble.
Se encoge de hombros mientras coloca el gato.
—Es bueno tener sueños —dice.
—Supongo que sí.
Esta vez no se me ocurre nada ingenioso que responder. Así que me limito a sentarme al lado del coche y a observar a Jordan para saber qué hacer la próxima vez que pinche.
Él frunce el ceño cuando ve lo mucho que se me han ensuciado los pantalones cortos.
—Puedes esperar en tu coche o entrar en el centro comercial mientras hago esto.